Con un gesto de desprecio, Sond no quiso esperar a oír una palabra más y corrió escaleras arriba, subiéndolas de dos en dos. Deteniéndose junto a la puerta, puso la oreja en el ojo de la cerradura, pero fue inútil intentar oír nada por encima de los lamentos de la música y los aullidos de la muchedumbre fuera del local. «Ah, bien», pensó el djinn, «el ruido silenciaría cualquier sonido… como por ejemplo un grito».
Rápidamente, Sond introdujo la llave, oyó el «clic» de la cerradura y, con sigilo, empujó la puerta. Las cortinas estaban corridas y únicamente podía ver una figura oscura tendida sobre sábanas blancas. Cruzando la alcoba de puntillas, el djinn abrió una diminuta rendija en las cortinas para permitir que la luz de la luna se colara e iluminara la figura que yacía sobre la cama. No le habría gustado matar a otro hombre por error.
Pero aquél era el hombre, estaba seguro de ello. Joven, con una cara delgada y barbilla puntiaguda, y una expresión en su faz que indicaba que, incluso mientras dormía, tenía muy buen concepto de sí mismo. Aunque Sond no podía decir que reconocía su cara, aquel aspecto presumido y satisfecho de sí mismo evocaba un recuerdo… y uno sumamente desagradable.
Sacando su daga, Sond se deslizó hasta la cama donde yacía Pukah, evidentemente sumido en un profundo sueño. Para su consternación, sin embargo, los ojos del joven se abrieron de improviso de par en par.
La hoja de la daga brillaba a la luz de la luna. La expresión de Sond mostraba a las claras sus intenciones criminales. Éste apretó la daga contra su sudorosa palma y se preparó para la lucha.
Pero el joven seguía tendido en la cama, mirándolo con una extraña expresión…, una expresión de pena.
—¿Pukah? —preguntó sombríamente Sond.
—Sí —respondió el joven con un ligero temblor en la voz como el de alguien que se aferra con firmeza al valor.
—Ya sabes por qué estoy aquí, ¿no?
—Sí.
Su voz sonaba apagada.
—Entonces sabrás que no tengo nada contra ti. No soy más que la mano ejecutora del brazo de otro. ¿Tu espíritu vengador no me buscará a mí, sino al hombre que me ha pagado?
Pukah asintió en silencio. Era evidente que no podía responder. Dándose la vuelta en la cama, escondió la cara bajo la almohada y agarró ésta con ambas manos. Su cuerpo estaba cubierto de sudor y todo él temblaba.
Sond se irguió por encima de él, contemplando con desprecio el miedo de su víctima. Levantando la daga, el djinn la hundió hasta la empuñadura entre los omóplatos de Pukah.
La población entera de la ciudad de Serinda se congregó para celebrar el funeral de Pukah. El propietario del
arwat
(uno nuevo; el anterior había sido despachado durante la noche en una disputa acerca del precio de una habitación) descubrió el cuerpo del djinn por la mañana cuando hacía la ronda de las habitaciones para echar fuera a aquellos clientes que estaban demasiado bebidos para salir por sí solos.
La Muerte acudió a ver el cuerpo mientras era transportado, acompañado de toda una farsa de solemnidad y ceremonia. Las muchachas danzarinas lo precedían. Vestidas con finas telas de seda negra, lloraban copiosamente y enseguida desaparecían, al ser numerosos lo que entre la multitud se ofrecían para consolarlas en su aflicción. Los músicos del
arwat
tocaban música fúnebre a un ritmo tan festivo que provocó una danza callejera improvisada en torno a los portadores que llevaban el cuerpo del djinn sobre sus hombros hacia el templo de la Muerte. Varias peleas se entablaron a lo largo de la ruta y aquellos que habían hecho apuestas sobre la hora de su muerte discutían entre sí con vehemencia, ya que nadie sabía con seguridad cuándo había muerto.
La Muerte caminaba detrás del cuerpo, sonriendo a sus súbditos, quienes al instante le abrían paso, desviviéndose por dejarle el camino libre en cuanto la veían acercarse. Sus ojos huecos estudiaban a la multitud, en busca de alguien que debería haber estado entre la concurrencia y no lo estaba. La Muerte no buscaba al asesino. Ella se había llevado a Sond la noche anterior. Algunos inmortales, convencidos de que ellos eran los guardaespaldas del «príncipe» acorralaron al djinn en un callejón y vengaron de un modo real la muerte de su monarca imaginario. Sond yacía una vez más en el templo donde volvería a recobrar la vida como, tal vez, un mercader de esclavos, o un ladrón, o incluso un príncipe.
—¿Dónde está el ángel? —preguntó la Muerte a los que se congregaban para ver—. ¿La mujer que estaba ayer con el djinn?
Como muy pocos de los interrogados se acordaban del día anterior ni sabían nada acerca del muerto aparte de lo que se rumoreaba —que había intentado destruir la ciudad—, nadie pudo responder a la pregunta de la Muerte. Asrial había acudido hasta ella por la noche, llevándole el amuleto, y se lo había puesto en la mano sin una palabra. La Muerte le había prometido que podría abandonar la ciudad al ponerse el sol, al día siguiente, cuando el acuerdo hubiese concluido. Asrial parecía encontrarse tremendamente molesta y distraída, y había desaparecido a toda prisa sin responder a la oferta de la Muerte.
—Verdaderamente ama a ese embustero —se dijo la Muerte y, mientras avanzaba entre la multitud, se le ocurrió que Asrial podría haber tratado de impedir el asesinato del djinn y, tal vez, haber caído también víctima del cuchillo de Sond.
La Muerte se encogió de hombros, decidiendo que poco importaba si así fuera.
Pukah fue depositado sobre un féretro de boñiga de vaca. Sin dejar de cantar y bailar, los inmortales esparcieron basura por encima de él. Después empaparon el féretro de vino e hicieron los preparativos para quemarlo con la puesta del sol.
La Muerte estuvo contemplando la escena hasta que, aburrida, se marchó para seguir a las tropas del amir en su batalla contra una nueva ciudad de Bas. Dicha ciudad se estaba mostrando obstinada, negándose a entregarse sin luchar, rehusando aceptar a Quar como su dios. La Muerte estaba segura de que recogería una buena cosecha de aquel sangriento campo de batalla. El imán había ordenado que todo
kafir
—hombre, mujer o niño— fuese pasado por la espada.
Ella tenía todo el día hasta la hora de regresar a Serinda y ver su acuerdo con Pukah concluido.
La Muerte tenía tiempo para matar.
—Oscuro como el corazón de Quar —murmuró Pukah para sí, abriendo los ojos y mirando desconcertado a su alrededor—. ¡Y el aire es tan denso! ¿Habrá habido una tormenta de arena?
El polvo se le metía en la boca. El djinn estornudó y, cuando se sentó para ver dónde estaba, recibió un golpe en la cabeza.
—¡Uff!
Mareado, Pukah volvió a tenderse tal como estaba y, moviéndose con más precaución, extendió las manos y palpó a su alrededor. Encima de su cabeza, al parecer, había una plancha de madera. Y él yacía también en madera, sucia y cubierta de tierra.
Justo cuando acababa de decidir que se encontraba acostado en una caja de madera (sólo Sul sabía por qué razón), Pukah tanteó un poco más lejos en torno a sí y sus manos se encontraron tocando cierto material blando a ambos lados de él.
—Una caja de madera con cortinas —comentó—. Esto se hace cada vez más extraño.
Una de sus manos se deslizó por completo bajo la cortina. Suponiendo que, allí donde podía ir su mano él podría ir detrás, el djinn se arrastró por el suelo levantando una enorme nube de polvo que lo hizo estornudar casi hasta perder el sentido.
—¡Por Sul! —dijo Pukah lleno de asombro—. ¡He estado acostado bajo la cama!
La luz del sol, colándose a través de una sucia ventana, reveló al djinn la cama bajo la que había estado yaciendo. Era la misma cama sobre la cual había estado acostado en un estado de beatitud con…
—¡Asrial! —exclamó Pukah mirando frenéticamente en torno a sí.
Estaba solo y sentía la cabeza como si hubiese sido rellenada con medias de Majiid. Pukah tuvo entonces un vago recuerdo de canciones en sus oídos y, después, nada. Lentamente, se dejó caer sobre la cama. Golpeándose varias veces en la frente con la esperanza de desplazar las medias y dejar sitio para sus entendederas, el djinn trató de imaginarse lo que podía haber ocurrido. Recordaba a Asrial regresando al
arwat
tras su negociación con la Muerte…
¡Negociación con la Muerte!
La mano de Pukah se fue hacia su pecho. ¡El amuleto había desaparecido!
—¡La Muerte me lo ha arrebatado!
Tragando saliva, saltó de la cama y cruzó tambaleante la habitación para mirar por la ventana. El sol estaba bajo y las sombras de la calle eran largas.
—¡Ya es de día! —gimió aterrado Pukah—. ¡Hora de que la ciudad entera ande tras de mí para matarme! ¡Y yo me siento como si unos camellos hubiesen estado mordisqueando en mi cerebro!
—¡Asrial! —llamó con desconsuelo.
No hubo respuesta.
«Quizá se marchó porque no podía soportar ver lo que pudiera pasar, —pensó sombríamente Pukah—. No la culpo. Tampoco yo voy a verlo. »
—Me pregunto —dijo con tristeza el djinn— si estuve bien anoche —y lanzó un suspiro—. Mi primera vez…, probablemente mi última… ¡y no me acuerdo de nada!
Arrojándose sobre la cama, apretó la almohada contra su dolorida cabeza y gimió unos instantes por la dureza del mundo. Después se detuvo y levantó la cabeza.
«¡Debe de haber sido algo salvaje —reflexionó su otro yo— para haber terminado debajo de la cama!»
—¡Tengo que encontrarla! —dijo Pukah con determinación poniéndose en pie—. Las mujeres son unas criaturas tan raras… Mi amo el califa me dijo que uno tiene que tranquilizarlas por la mañana diciéndoles que todavía las ama. ¡Y yo sí que la amo! —aseguró Pukah estrechando dulcemente la almohada contra su pecho—. La quiero con todo mi corazón y toda mi alma. Con gusto estaría dispuesto a morir por ella…
El djinn se detuvo de plano.
—Sin duda alguna morirás por ella —dijo solemnemente su otro yo— si sales por esa puerta. Escucha, tengo una idea. Tal vez, si permaneces escondido en esta habitación durante todo el día, nadie te encuentre. Siempre puedes volver a deslizarte bajo la cama.
—¿Qué diría el califa… si su djinn se escondiera debajo de la cama? —se respondió Pukah a sí mismo con desprecio—. Además, es probable que mi ángel se halle vagando por la ciudad en este momento, pensando en su virginal corazón que yo he hecho lo que he querido con ella y ahora la abandono. O, lo que es peor —la idea le hizo contener la respiración—, ¡puede que se encuentre en peligro! ¡Ella no tiene amuleto, después de todo! ¡Debo ir a buscarla!
Asegurándose de que su cuchillo seguía guardado dentro de su fajín, el djinn abrió de golpe la puerta y corrió escaleras abajo, sintiéndose como si fuese a tomar la ciudad entera de Serinda. Se detuvo un momento delante de la cortina de cuentas.
—¡Vamos! ¡Salid, excrementos de cabra, inmortales desechos de cerdo! ¡Soy yo, el galante Pukah, el que os llama y os desafío a todos y cada uno a combatir conmigo en el día de hoy!
No hubo ninguna respuesta. Pukah cargó impetuosamente a través de las cortinas e irrumpió en el salón principal.
—¡Vamos, cuartos traseros de caballo!
La sala estaba vacía.
Frustrado, Pukah se abrió camino luchando a través de la cortina en cuyas sartas se quedaba enredado y, de un salto, alcanzó la calle.
—Soy yo, el desafiador de la Muerte, el temible Pukah…
La voz del djinn se extinguió. La calle estaba vacía. Y no sólo eso, sino que parecía estar oscureciendo en vez de aclarar.
Con toda esta confusión, los gritos y voces y el saltar precipitadamente de aquí para allá, Pukah comenzó a sentir palpitaciones en la cabeza. Mirando a su alrededor en la creciente oscuridad, se preguntó con temor si no estaría comenzando a perder la vista. Cerca de allí había una fuente. Inclinando la cabeza a los pies de una doncella de mármol, dejó que ésta vertiera agua fresca de su cántaro sobre su enfebrecida frente. Se sintió algo mejor, aunque su vista no se aclaró, y justo se disponía a sentarse en el borde de la fuente cuando oyó un fuerte griterío elevarse a cierta distancia de él.
—¡De modo que allí es donde está todo el mundo! —exclamó triunfalmente—. Algún tipo de celebración. Tal vez —recapacitó con aire melancólico—, estén entregándose a un sangriento frenesí.
Se puso en pie de un salto; la brusquedad del movimiento hizo que le diera vueltas la cabeza. Mareado, cayó de espaldas hacia el interior de la fuente y se agarró al frío cuerpo de mármol de la doncella, en busca de sostén.
—¡Tal vez estén atormentando a Asrial! ¡Tal vez la Muerte se la haya llevado de mi lado durante la noche!
Con la furia ardiendo en sus imaginarias venas, Pukah apartó de sí a la doncella con tal violencia que ésta cayó de su pedestal y se partió en pedazos contra el pavimento. Guiándose por los gritos, corrió a través de las vacías calles de Serinda. Los gritos se hacían más y más elevados y tumultuosos a medida que la oscuridad se hacía más densa en torno a él. Sin intentar ya imaginarse lo que estaría ocurriendo, pensando sólo que Asrial podía estar sufriendo y decidido a salvarla a no importaba qué coste, Pukah dobló una esquina y desembocó de cabeza en la plaza del templo.
Allí se vio detenido por una multitud de inmortales que le obstruían el camino. De espaldas a él, todos estaban mirando algo que tenía lugar en el centro de la plaza y lanzando salvajes gritos de aclamación. Poniéndose de puntillas, se estiró para ver por encima de velos y turbantes, coronas de laurel y yelmos de acero, diademas de oro y feces y todo tipo de cobertura de cabeza conocido en el mundo civilizado, y alcanzó a distinguir un reguero de humo oscuro y maloliente que comenzaba a rizarse en el aire. Entonces vio a la Muerte, de pie junto a algo en el centro de la plaza, con una mirada de triunfo en su frío y pálido rostro.
Pero, ¿qué era lo que estaba mirando con aquellos ojos huecos y vacíos? Pukah no podía llegar a verlo y, por fin, exasperado, aumentó su estatura hasta que sus hombros y cabeza sobresalieron por encima de toda la multitud.
El djinn se tragó su aliento con un sonido como el de un viento tormentoso silbando a través del tirante cordaje de una tienda.
¡La Muerte estaba contemplándolo triunfalmente a él!
Pero no al «él» que se erguía al borde de la entusiasmada muchedumbre, sino a otro «él» que yacía boca arriba en un féretro de boñiga de vaca en cuya base ardían las llamas de las antorchas arrojadas por la multitud.