La maga soltó un impaciente rugido y, ante tan espantado sonido, Usti levantó la cabeza. Sus papadas temblaron y su cara, del color del sebo, pareció solidificarse por efecto del miedo. Los ojos del djinn iban sin cesar del uno a la otra.
—Señora, loco —dijo Usti, levantándose lentamente del suelo—. Me temo que no puedo complacer a ninguno de los dos. ¡No importa —añadió el djinn tragando saliva y mirando con expresión lastimera a uno y a otra— qué tormentos amenacéis con infligirme!
—¡Dame los peces, Usti! —exigió Mateo con una voz quebrada e impregnada de terror.
—¡… a mí, o te arrancaré los ojos! —susurró la maga, doblando unas manos como garras, con sus afiladas uñas preparadas para clavarse en su carne inmortal.
—¡No puedo! —exclamó Usti cogiéndose y retorciéndose las manos.
Cruzando sus gordas rodillas, miró con desesperación lo que tenía delante de su redonda panza. La parte delantera de su blusa de seda estaba empapada de agua; la luz de las antorchas chisporroteó en los diminutos fragmentos de cristal manchados de sangre que asomaban de su barriga. En el suelo, delante de él, dos peces coleteaban débilmente en un charquito de agua.
—¡La he roto! —dijo Usti con aire desdichado.
«Desde mi corazón al tuyo, desde el tuyo al mío…, más estrecho que el de dos hermanos de nacimiento».
Khardan oyó las palabras susurradas y sintió aflojarse el asimiento de Ibn Jad. Ayudándolo a ponerse en pie, Auda arrojó su espada al califa y, después, puso su espalda contra la del nómada. Los Paladines Negros, que esperaban que Ibn Jad terminase con su oponente, se quedaron mirando a su camarada en silencioso asombro.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Khardan con la voz apagada y la respiración desigual.
—Mantener mi promesa —repuso Ibn Jad sombríamente—. ¿Te quedan fuerzas para luchar?
—¿Vas a ir contra los tuyos?
Khardan sacudió la cabeza confuso.
—¡Tú y yo estamos unidos por la sangre! ¡Lo juré ante el dios!
—¡Pero fue un fraude! ¡Yo te engañé… !
—¡No sumes tus argumentos a los de mi corazón, nómada! —rugió Ibn Jad por encima de su hombro—. ¡Me siento ya más que inclinado a hundir mi hoja en tu espalda! ¿Tienes fuerzas para luchar?
—¡No! —jadeó Khardan.
Cada respiración era un dolor abrasador. La espada se había vuelto inexplicablemente pesada.
—Pero tengo fuerza para morir intentándolo.
Auda ibn Jad sonrió lúgubremente, manteniendo sus ojos en los Paladines. Comenzando por fin a comprender que habían sido traicionados, éstos estaban sacando con rapidez sus armas.
—Nómada…, tú me has robado, engañado y defraudado, y ahora parece que vas a lograr que mi propia gente me mate —dijo Ibn Jad—. ¡Por Zhakrin, cada vez me gustas más!
Las espadas se deslizaron de sus fundas; las hojas brillaron rojas a la luz de las antorchas. Con rostros enardecidos y libres ya de toda confusión, los Paladines Negros cerraron el círculo de acero.
¡Rota! Mateo se quedó mirando con desolación al agua que chorreaba por la barriga de Usti, los pedazos de cristal sobre el suelo de mármol y los peces que jadeaban y se retorcían en el charco. Pero ¡la bola no podía romperse! ¡No por manos mortales! Pero, tal vez, ¿una panza inmortal… ?
—¡Habrías podido tener mucho, pero lo querías todo! —susurró la Maga Negra en el oído de Mateo.
Unas manos se aferraron con fuerza a su brazo y él se contrajo ante su contacto, sabiendo con negra desesperación que lo peor, mucho peor, estaba por venir.
—¿Qué te habría dado Astafás por ellos que yo no pudiera darte?
Las manos de la mujer se arrastraron por su pecho en dirección hacia el cuello.
Mateo no podía moverse. Tal vez la maga había derramado un conjuro sobre él; tal vez era sólo su aterradora presencia la que lo paralizaba. Se quedó mirándola pasmado viendo cómo ella emergía de su innatural envoltura de juventud como un espantoso insecto que se arrastrara fuera de su vieja piel. La carne fue encogiéndose hasta desaparecer de los dedos, que se convirtieron en pinzas con ensangrentadas uñas que arañaron su barbilla y rasgaron sus labios.
—¡Primero los ojos!
Sentía el aliento de la mujer, caliente y hediondo, sobre su piel y su mirada hipnotizante, y le pareció que se le congelaba la sangre y se le embotaban los sentidos. Las pinzas se clavaron en sus mejillas y le atravesaron la carne.
—Después te entregaré al torturador y contemplaré cómo te arranca otras partes de tu cuerpo. Pero no la lengua —dijo acariciándole la boca con un pulgar—. Dejaré eso para el final. Quiero oírte implorar la muerte…
Mateo cerró los ojos; un grito recorrió por dentro su cuerpo. Las pinzas estaban en los globos de sus ojos, comenzando a excavar…
… y, de repente, se oyó un golpe sordo seguido de un quejido ahogado. Las pinzas se crisparon y luego se aflojaron. Las manos se deslizaron horriblemente por el rostro y el cuerpo de Mateo, pero estaban fláccidas e inofensivas. El joven abrió los ojos y vio a la Maga Negra yaciendo inconsciente a sus pies, con una contusión sangrienta en la frente.
—Ma-teo —dijo una voz adormecida a su lado—, debes aprender… a defenderte tú mismo. Yo no puedo estar… siempre rescatándote…
La voz se extinguió. Mateo se volvió, pero Usti estaba allí para sujetar a su ama mientras ésta se caía de lado, con la ensangrentada tapa de una de las grandes vasijas de marfil escurriéndose de sus dedos. Levantando a Zohra en sus fofos brazos, y con la cara enrojecida por el esfuerzo, el djinn se volvió hacia Mateo.
—¿Y ahora qué, loco?
—¿A mí me preguntas? —replicó el joven brujo mirando fijamente al inmortal y temblando todavía en reacción a su horripilante experiencia—. ¡Sácanos de aquí!
Usti estiró su cuerpo hacia arriba con dignidad.
—Yo puedo desaparecer de aquí cuando quiera. Un soplido y ¡fuera! Pero con humanos es otra cosa. No basta con un «soplido». Sólo mi gran valor y mi emperecedora lealtad a mi señora me retienen aquí…
—¡Y el hecho de que ellos han cogido el anillo! —murmuró perversamente Mateo por lo bajo, notando que habían despojado a Zohra de todas sus joyas.
Frustrado, asustado, dejó de escuchar los autoengrandecimientos del djinn. La Maga Negra estaba muerta, o al menos Mateo rogaba a Promenthas que así fuese, pero el peligro para ellos no había disminuido. Quizás incluso había aumentado. Podía imaginarse la furia de aquella gente cuando descubriese a su reina-bruja asesinada.
¿Dónde estaba Khardan? ¿Estaba todavía vivo? Ruidos de combate procedentes del extremo opuesto de la Sacristía, cerca de la puerta, parecían indicar que lo estaba. ¿Cómo llegar hasta él? ¿Cómo arreglárselas para salir de aquel terrible castillo con tantos oponentes? Varios Paladines, que no estaban envueltos en la lucha, estaban comenzando ya a volver su atención hacia el brujo.
—¡Yo puedo sacarte de aquí, Oscuro Amo! —se oyó un sibilante susurro por detrás de su hombro—. Pronuncia el nombre de Astafás…
—¡Márchate! —lo cortó Mateo sin más—. ¡Vuelve a tu Príncipe de las Tinieblas con las manos vacías… !
—¡No con las manos vacías! —saltó el diablillo.
Y, con un escalofriante sonido gutural, agarró el pez dorado con sus arrugados dedos y desapareció con un estallido.
Mateo se quedó mirando el pez negro, que descansaba cerca de la mano de la Maga Negra. Las espasmódicas contorsiones del pez se hacían cada vez más débiles y sus agallas se abrían mostrando su rojo de sangre contra las negras escamas. Mateo recogió con cuidado el pez entre sus manos. Ahuecando las palmas y albergando en ellas al viscoso animal, el joven brujo se volvió lentamente hacia los seguidores de Zhakrin.
—Escuchadme —dijo con voz cascada y, furioso, se aclaró la garganta y comenzó otra vez—. ¡Escuchadme! ¡He derrotado a vuestra Maga Negra, y ahora tengo en mis manos la vida de vuestro dios!
Sus palabras retumbaron por toda la Sacristía, haciendo eco en el techo y elevándose por encima del estrépito y clamor de los combatientes. Toldos los rostros, uno por uno, se volvieron hacia el suyo, y todo sonido se desvaneció en la inmensa cámara.
Mateo no podía ver a Khardan. Había demasiada gente entre ellos. Pero él sabía, por el sonido de la batalla, dónde debía hallarse el califa. El joven brujo comenzó a abrirse camino en aquella dirección.
—¡Sígueme! —ordenó casi sin mover los labios.
Mirando a Mateo con asombrado respeto, el djinn se apresuró a caminar tras el llevando a la inconsciente Zohra en sus brazos.
Al acercarse a una fila de Paladines Negros que se había formado delante de él, Mateo sintió su corazón latir de un modo casi sofocante.
El joven brujo inclinó ligeramente sus manos para que todos ellos pudieran ver al pez negro.
—¡Dejadme paso —dijo tomando una temblorosa inhalación—, o juro que destruiré a vuestro dios!
En la orilla oriental del mar de Kurdin había un pequeño pueblo pesquero. Se encontraba lo bastante lejos de la isla de Galos como para que la gente que habitaba en él no pudiera ver más que la perpetua nube que colgaba sobre el volcán.
Arremolinándose sobre el pueblo como la marea que regía sus vidas, la noche había alcanzado su apogeo y estaba comenzando a retirarse cuando una barca se hizo a la mar. Un hombre salía a pescar.
No es que esto fuera nada extraño para un residente de aquel pequeño pueblo, cuyas casas no parecían, a primera vista, más que pedazos de escombros depositados por el agua en la orilla durante la última tormenta. O, al menos, no habría sido nada extraño ver aquella barca hacerse a la mar con todas las demás, cuando los pescadores, con los primeros rayos del sol, lanzaban sus anzuelos cebados.
Aquel pescador había salido solo y en medio de la noche, con los remos almohadillados con viejos harapos y los escálamos engrasados con sebo para que ningún sonido lo traicionara.
No había cuerda enrollada a sus pies, ni tampoco anzuelo alguno cebado con jugoso calamar. El único equipo de pesca del solitario pescador era una red y una linterna de ingeniosa invención casera, pues aquel pescador podía ser ingenioso si quería, sobre todo cuando se trataba de fraude y engaño.
La linterna, hecha de latón; estaba completamente cerrada por los cuatro costados y abierta sólo por el fondo donde una barra cruzada se extendía de un lado a otro. En el centro de esta barra transversal descansaba el pie de una vela, de modo que la luz se irradiase hacia arriba; desde los lados no se podía ver el menor destello de luz. Extraña clase de linterna, podría pensar uno, y desde luego, nada práctica para navegar de noche.
Pero muy práctica para capturar peces ilegalmente.
Agachado en la popa de la barca, el hombre, cuyo nombre era Meelusk, sostenía la linterna encima del agua observando con gran gozo cómo los peces de ojos saltones, atraídos por la luz, acudían nadando con las bocas abiertas para echar una ojeada de cerca. Meelusk esperó hasta que hubo un buen número de ellos y, entonces, recogió la red con sus larguiruchos brazos.
Metiendo su botín en una cesta de alambre entretejido, Meelusk se tomó su tiempo para reírse en silencio del dormido poblado de mastuerzos que no tenían más sesos que los peces que cogían. Aquellos cabezas de bacalao trabajaban todo el día, desde el alba hasta el anochecer, y a menudo regresaban casi con las manos vacías. Meelusk trabajaba sólo unas pocas horas cada noche y siempre volvía con una buena pesca.
Naturalmente, sacaba su barca a la mar todos los días, bien a la vista de todos, pero nunca pescaba con los demás, pues afirmaba tener un lugar secreto para sí solo. Y así era. Cada noche remaba hasta un escondido entrante y depositaba su cesta de alambre, llena de peces, dentro del agua. Cada día regresaba a dicho entrante, bien escondido de los ojos de sus vecinos, y dormía durante el calor de la tarde. Despertándose con la puesta del sol, Meelusk volvía a recoger su botín y remaba de vuelta al poblado para saludar a sus vecinos con chanzas y burlas.
—Qué, ¿no ha habido suerte hoy, Nilock? ¡Y tú con diez en la familia para mantener! ¡Trata de vender niños en el mercado en lugar de pescado!
—¡El dios del mar favorece a los justos, Cradic! ¡Deja de mirar a la mujer de tu vecino y quizá tu suerte cambie!
Y con una carcajada, que siempre terminaba en un silbido, pues Meelusk padecía de debilidad en sus pulmones (debilidad que sus vecinos esperaban que pronto le procurase su justa recompensa), el flacucho y encorvado hombrecillo se alejaba haciendo cabriolas hasta su miserable choza, que se elevaba bastante alejada del resto del poblado. Meelusk vivía solo, sin ni siquiera un perro que le hiciera compañía. Mientras tomaba su miserable cena, Meelusk se detenía de vez en cuando para poner sus brazos alrededor de su macilento cuerpo y, abrazándose a sí mismo, pensar con deleite en la envidia que sus vecinos le tenían.
Envidia no era la palabra.
En cierta ocasión, unos cuantos años atrás, los lugareños habían determinado en una reunión secreta que Meelusk debía morir. Todos sabían de sus andanzas furtivas. Todos sabían de «su lugar secreto de pesca». Y había más. Meelusk no sólo robaba pescado. Había rumores acerca de cómo el avaricioso anciano arrojaba pequeños guijarros en las escudillas de los mendigos ciegos y les birlaba las monedas, de cómo agarraba las mercancías que vendían los pobres lisiados y echaba a correr desafiándolos a atraparlo. No era un seguidor de Benario. Estos ladrones arriesgaban sus vidas para robar los rubíes de la mano de un sultán mientras éste dormía. No, aquel hombrecillo robaba camisas tendidas en la cuerda para secar, rapiñaba pan de los hornos de las pobres viudas y arrebataba huesos de la boca de los perros desdentados. Los seguidores de Benario escupían a Meelusk. Él era un cobarde rematado que no creía en dios ninguno.
Ninguno de los presentes albergaba ninguna duda de que Meelusk debía morir. La cuestión era simplemente cómo. Y fue en este punto donde la reunión se desbarató. Nadie se ponía de acuerdo en el método. Acuchillado, envenenado, ahogado, colgado, untado de aceite y quemado…, todos fueron presentados y siempre alguien ponía alguna objeción. Era demasiado fácil, demasiado rápido, y no sufriría lo suficiente. La reunión se deshizo por fin sin que nada se decidiera. Todos volvieron a sus casas a disfrutar de un buen reposo nocturno, soñando plácidamente con Meelusk atado a cuatro estacas en medio del desierto, con su piel untada con sangre de oveja y una manada de chacales hambrientos lamiéndolo.