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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (10 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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Holmes estudió este absurdo friso durante unos minutos y de pronto se puso en pie de un salto, con una exclamación de sorpresa y desaliento. Su rostro expresaba una terrible ansiedad.

—Hemos dejado que esto vaya demasiado lejos —dijo—. ¿Hay algún tren para North Walsham esta noche?

Consulté el horario de ferrocarriles. El último tren acababa de salir.

—Entonces, desayunaremos temprano y tomaremos el primero de la mañana —dijo Holmes—. Nuestra presencia es necesaria con la máxima urgencia. ¡Ah, aquí está el telegrama que esperábamos! Un momento, señora Hudson, quizás haya respuesta... No, es justo lo que esperaba. Este mensaje hace aún más imprescindible que no perdamos un momento en informar a Hilton Cubitt del estado de las cosas, porque nuestro simpático hacendado de Norfolk se encuentra enredado en una extraña y peligrosa telaraña.

Los hechos demostraron que tenía razón. Aun ahora, al acercarme a la conclusión de la historia que al principio me había parecido una fantasía infantil, vuelvo a experimentar la angustia y el horror que entonces sentí. Ojalá hubiera tenido un final más feliz para comunicárselo a mis lectores; pero la crónica debe atenerse a los hechos, y yo debo seguir hasta su siniestro desenlace la extraña cadena de sucesos que durante unos días convirtieron a Ridling Thorpe Manor en tema de conversación a todo lo largo y ancho de Inglaterra.

Apenas si habíamos descendido del tren en North Walsham y mencionado nuestro lugar de destino, cuando el jefe de estación se acercó corriendo a nosotros.

—¿Son ustedes los policías de Londres? —preguntó.

Por el rostro de Holmes cruzó una expresión de preocupación.

—¿Qué le hace pensar semejante cosa?

—Es que acaba de pasar por aquí el inspector Martin, de Norwich. Pero tal vez sean ustedes los médicos. Ella no ha muerto... por lo menos, esto es lo último que se supo. Quizás aún lleguen a tiempo de salvarla, aunque sea salvarla para la horca.

La frente de Holmes se nubló de ansiedad.

—Nos dirigimos a Ridling Thorpe Manor —dijo—, pero no sabemos nada de lo que ha ocurrido allí.

—Una cosa terrible —dijo el jefe de estación—. Heridos a tiros los dos, el señor Cubitt y su esposa. Ella le disparó y luego se pegó un tiro, al menos eso dicen los criados. Él ha muerto y a ella no hay muchas esperanzas de salvarla. ¡Señor, Señor! ¡Una de las familias más antiguas del condado de Norfolk, y una de las más honorables!

Sin decir palabra, Holmes corrió hacia un coche de alquiler y no abrió la boca en todo el largo recorrido de siete millas. Pocas veces lo he visto tan abatido. Se había mostrado inquieto durante todo el viaje desde Londres, y me había llamado la atención la ansiedad con que hojeaba los diarios de la mañana; pero el hecho de que sus peores temores se hubieran convertido en realidad de manera tan brusca lo dejó sumido en una ciega melancolía. Permanecía recostado en su asiento, perdido en fúnebres especulaciones. Sin embargo, había muchas cosas interesantes a nuestro alrededor, ya que atravesábamos uno de los paisajes más curiosos de Inglaterra, en el que unas pocas casas desperdigadas representaban a la población actual, mientras que a ambos lados del camino se alzaban enormes iglesias de torres cuadradas, que surgían del paisaje verde y llano pregonando la gloria y la prosperidad de la antigua East Anglia. Por fin divisamos el borde violáceo del mar del Norte sobre el verde de la costa de Norfolk, y el cochero señaló con su látigo dos viejos tejadillos de ladrillo y madera que sobresalían de un bosquecito.

—Esa es Ridling Thorpe Manor —dijo.

Cuando el coche se detuvo frente a la puerta principal, pude ver, junto al campo de tenis, el cobertizo negro y el reloj de sol con su pedestal, que tan siniestro significado encerraban para nosotros. Un hombrecillo bien vestido, de aspecto sagaz y con bigote engomado, acababa de apearse de un carricoche. Se presentó como el inspector Martin, de la comisaría de Norfolk, y se sorprendió muchísimo al oír el nombre de mi compañero.

—¡Caramba, señor Holmes, pero si el crimen se ha cometido a las tres de la mañana! ¿Cómo es posible que se haya enterado en Londres y haya llegado al mismo tiempo que yo?

—Es que lo preveía. Vine con la esperanza de poder impedirlo.

—En tal caso, debe disponer de importante información, de la que nosotros carecemos. Por aquí se decía que eran una pareja muy bien avenida.

—El único dato de que dispongo son los monigotes —dijo Holmes—. Ya se lo explicaré más tarde. Mientras tanto, dado que ya es demasiado tarde para evitar la tragedia, lo que me urge es utilizar la información que poseo para procurar que se haga justicia. ¿Colaborará usted conmigo en la investigación, o prefiere que yo actúe por mi cuenta?

—Será para mí un orgullo que actuemos juntos, señor Holmes —dijo el inspector de todo corazón.

—En ese caso, me gustaría escuchar los testimonios y examinar la casa sin perder un instante.

El inspector Martin tuvo el buen sentido de dejar que mi amigo hiciera las cosas a su manera, y se conformó con tomar cuidadosa nota de los resultados. El médico de la localidad, un anciano de cabellos blancos, acababa de bajar de la habitación de la señora Cubitt y nos comunicó que sus heridas eran graves, aunque no mortales de necesidad. La bala había atravesado el cráneo por delante del cerebro y lo más probable era que tardara algún tiempo en recuperar la conciencia. Al preguntársele si se había disparado ella misma o lo había hecho otra persona, no se atrevió a dar una opinión definitiva. Desde luego, el disparo se había hecho desde muy cerca. En la habitación sólo se había encontrado un revólver, con dos casquillos vacíos. El señor Hilton Cubitt había recibido un tiro en el corazón. Tan verosímil era que él hubiera disparado contra su mujer para después matarse, como que fuera ella la asesina, ya que el revólver estaba caído en el suelo entre ellos, a la misma distancia de los dos.

—¿Han movido el cadáver?

—No hemos movido más que a la señora. No podíamos dejarla tirada estando herida.

—¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, doctor?

—Desde las cuatro.

—¿Ha venido alguien más?

—Sí, el policía de aquí.

—¿Y no han tocado ustedes nada?

—Nada.

—Han actuado ustedes con mucha prudencia. ¿Quién le hizo llamar?

—La doncella, Saunders.

—¿Fue ella la que dio la voz de alarma?

—Ella y la señora King, la cocinera.

—¿Dónde están ahora?

—Creo que en la cocina.

—Entonces, me parece que lo mejor es oír cuanto antes su testimonio.

El antiguo vestíbulo de paredes de roble y altas ventanas se había transformado en un juzgado de instrucción. Holmes se sentó en un enorme y anticuado sillón, con sus inexorables ojos brillando desde el fondo de su rostro apesadumbrado. Se leía en ellos el firme propósito de dedicar su vida a esta investigación, hasta que quedara vengado el cliente al que él no había logrado salvar. El atildado inspector Martin, el anciano y barbudo médico rural, un obtuso policía del pueblo y yo componíamos el resto de aquel extraño equipo.

Las dos mujeres contaron su historia con bastante claridad. Estaban durmiendo y se habían despertado al oír un estampido, al que siguió otro un instante después. Dormían en habitaciones contiguas, y la señora King había corrido a la de Saunders. Bajaron juntas las escaleras. La puerta del estudio estaba abierta y había una vela encendida sobre la mesa. Su señor estaba caído boca abajo en el centro de la habitación, muerto. Cerca de la ventana estaba acurrucada su esposa, con la cabeza apoyada en la pared. Estaba gravemente herida, con todo un lado de la cabeza rojo de sangre. Respiraba entrecortadamente, pero fue incapaz de decir nada. Tanto el pasillo como la habitación estaban llenos de humo y olor a pólvora. La ventana estaba bien cerrada y asegurada por dentro, las dos mujeres estaban seguras de eso. Habían hecho llamar inmediatamente al doctor y al policía y luego, con ayuda del lacayo y el mozo de cuadras, habían trasladado a su maltrecha señora a su habitación. Tanto ella como su marido habían estado acostados en la cama. La señora estaba en camisón y él tenía puesto un batín encima del pijama. No se había tocado nada en el estudio. Por lo que ellas sabían, jamás se había producido una riña entre marido y mujer. Siempre los habían considerado como una pareja muy unida.

Estos eran los principales detalles del testimonio de las sirvientas. En respuesta a las preguntas del inspector Martin, aseguraron que todas las puertas estaban cerradas por dentro y que nadie podía haber escapado de la casa. En respuesta a las de Holmes, las dos recordaron haber notado el olor a pólvora desde el momento en que salieron de sus habitaciones en el piso alto.

—Le recomiendo que preste especial atención a este detalle —le dijo Holmes a su colega—. Y ahora, creo que podemos proceder a un concienzudo examen de la habitación del crimen.

El estudio resultó ser un cuartito pequeño, con tres de sus paredes cubiertas de libros y con un escritorio situado frente a una ventana corriente qué daba al jardín. En primer lugar, dedicamos nuestras atenciones al cadáver del desdichado hacendado, cuyo voluminoso cuerpo seguía tendido en medio de la habitación. Su desordenada vestimenta indicaba que se había despertado y levantado a toda prisa. Le habían disparado de frente, y la bala había quedado dentro del cuerpo después de traspasar el corazón. Su muerte tuvo que ser instantánea y sin dolor. No se veían señales de pólvora ni en su batín ni en sus manos. Según el médico rural, la señora tenía marcas de pólvora en la cara, pero no en las manos.

—La falta de marcas no significa nada, aunque su presencia puede significarlo todo —dijo Holmes—. A menos que haya un cartucho mal encajado que deje salir la pólvora hacia atrás, se pueden disparar muchos tiros sin que quede marca. Yo diría que se puede retirar el cuerpo del señor Cubitt. Supongo, doctor, que no habrá usted extraído la bala que hirió a la señora.

—Para hacerlo se necesitaría una operación muy delicada. Pero todavía quedan cuatro cartuchos en el revólver. Se han disparado dos y se han infligido dos heridas, de manera que sabemos qué ha sido de cada bala.

—Al menos, eso parece —dijo Holmes—. Quizás sepa usted también qué ha sido de la bala que, como puede verse, ha pegado en el borde de la ventana.

Había dado media vuelta de pronto, y su largo y fino dedo señalaba un orificio que atravesaba el marco inferior de la ventana, a unos dos centímetros del borde.

—¡Por San Jorge! —exclamó el inspector—. ¿Cómo ha podido encontrar eso?

—Porque lo estaba buscando.

—¡Admirable! —dijo el médico rural—. Desde luego, tiene usted razón, señor. Entonces, se hizo un tercer disparo y, por tanto, tuvo que estar presente una tercera persona. Pero ¿quién puede haber sido y cómo pudo escapar?

—Ese es el problema que intentamos resolver ahora —dijo Sherlock Holmes—. ¿Recuerda usted, inspector Martin, que cuando las sirvientas dijeron que habían notado el olor a pólvora nada más salir de su habitación yo le comenté que se trataba de un detalle de suma importancia?

—Lo recuerdo, pero confieso que no sé a qué se refería.

—Eso indica que, en el momento de hacerse los disparos, tanto la puerta como la ventana del estudio estaban abiertas. De lo contrario, el humo de la pólvora no se habría difundido por la casa con tanta rapidez. Para eso se necesita una corriente de aire. Sin embargo, la puerta y la ventana sólo estuvieron abiertas durante un espacio de tiempo muy corto.

—¿Cómo demuestra usted eso?

—Porque la vela no ha chorreado.

—¡Fantástico! —exclamó el inspector—. ¡Fantástico!

—Como tenía la seguridad de que la ventana había estado abierta en el momento de la tragedia, supuse que pudo haber intervenido una tercera persona, que estaría fuera y habría disparado a través de la ventana. Los disparos dirigidos contra esta persona podrían haber dado en el marco. Busqué allí y, como esperaba, encontré la señal del balazo.

—¿Y cómo es que la ventana se encontró cerrada y asegurada?

—El primer impulso de la mujer debió de ser cerrar y asegurar la ventana. Pero... ¡Ajá! ¿Qué es esto?

Era un bolso de mujer sobre la mesa del estudio. Un bolsito muy elegante, de piel de cocodrilo y plata. Holmes lo abrió y volcó sobre la mesa su contenido. Había veinte billetes de cincuenta libras del Banco de Inglaterra sujetos con una goma, y nada más.

—Habrá que guardar esto para presentarlo en el juicio —dijo Holmes, entregando al inspector el bolso con su contenido—. Ahora es necesario que intentemos arrojar alguna luz sobre esta tercera bala que, resulta evidente por el astillamiento de la madera, ha sido disparada desde el interior de la habitación. Me gustaría hablar de nuevo con la señora King, la cocinera... Dijo usted, señora King, que las despertó un fuerte estampido. Al decir eso, ¿quería usted decir que le pareció más fuerte que el segundo?

—Bueno, señor, yo estaba dormida y me despertó, así que resulta difícil juzgar... Pero me pareció muy fuerte.

—¿Podría haberse tratado de dos tiros, disparados casi al mismo tiempo?

—No sabría decirle, señor.

—Yo creo que eso fue, sin duda, lo que sucedió. Me parece, inspector Martín, que hemos agotado ya las posibilidades de esta habitación. Si tiene la amabilidad de acompañarme, veremos qué nueva información nos ofrece el jardín.

Había un macizo de flores que llegaba hasta la ventana del estudio, y al acercarnos, todos dejamos escapar una exclamación. Las flores estaban pisoteadas, y la tierra blanda estaba cubierta de marcas de pisadas. Pisadas grandes, masculinas, con punteras particularmente largas y puntiagudas. Holmes husmeó entre la hierba y las hojas como un perro de caza que busca un ave herida. De pronto, con un grito de satisfacción, se agachó y recogió del suelo un pequeño cilindro de latón.

—Lo que pensaba —dijo—. La pistola tenía un expulsor, y aquí está el tercer casquillo. Creo, inspector Martín, que nuestro caso está casi terminado.

El rostro del inspector del condado había ido reflejando su intenso asombro ante el rápido y magistral avance de las investigaciones de Holmes. Al principio, había mostrado cierta tendencia a afirmar su propia posición, pero ahora se encontraba abrumado de admiración y dispuesto a seguir a Holmes donde fuera sin hacer preguntas.

—¿De quién sospecha usted?

—Ya llegaremos a eso. Hay varios aspectos del problema que aún no he tenido ocasión de explicarle. Pero ahora que hemos llegado hasta aquí, creo que lo mejor será que conduzca el asunto a mi manera, y luego se lo aclararé todo de una vez por todas.

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