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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (7 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—¿Qué le parece esto, Watson? —preguntó, extendiéndomelo.

Venía de Norwood y decía lo siguiente:

«Nuevas e importantes pruebas. Culpabilidad McFarlane demostrada definitivamente. Aconsejo abandone caso.

Lestrade.»

—Parece que va en serio —dije.

—Es el cacareo de victoria de Lestrade —respondió Holmes con una sonrisa amarga—. Sin embargo, sería prematuro abandonar el caso. Al fin y al cabo, las pruebas nuevas e importantes son un arma de doble filo, y bien pudiera ser que cortaran en dirección muy diferente a la que Lestrade imagina. Tómese el desayuno, Watson, e iremos juntos a ver qué podemos hacer. Me parece que hoy voy a necesitar su compañía y su apoyo moral.

Mi amigo no había desayunado, porque una de sus manías era la de no tomar alimento alguno en los momentos de más tensión, y alguna vez lo he visto confiar en su resistencia de hierro hasta caer desmayado por pura inanición. «En estos momentos no puedo malgastar energías y fuerza nerviosa en una digestión», solía decir en respuesta a mis recriminaciones médicas. Así pues, no me sorprendió que aquella mañana dejara el desayuno sin tocar y saliera conmigo hacia Norwood. Todavía había un montón de mirones morbosos en torno a Deep Dene House, que era una típica residencia suburbana, tal como yo me la había imaginado. Lestrade salió a recibirnos nada más cruzar la puerta, con la victoria reflejada en el rostro y los modales agresivos de un triunfador.

—Y bien, señor Holmes, ¿ha demostrado ya lo equivocados que estamos? ¿Encontró ya a su vagabundo? —exclamó.

—Todavía no he llegado a ninguna conclusión —respondió mi compañero.

—Pero nosotros ya llegamos a la nuestra ayer, y ahora se ha demostrado que era la acertada. Tendrá que reconocer que esta vez le hemos sacado un poco de delantera, señor Holmes.

—Desde luego, da usted la impresión de que ha ocurrido algo extraordinario —dijo Holmes.

Lestrade se echó a reír ruidosamente.

—No le gusta que le venzan, como a cualquiera —dijo—. Pero uno no puede esperar salirse siempre con la suya, ¿no cree, doctor Watson? Pasen por aquí, por favor, caballeros, y creo que podré convencerles de una vez por todas de que fue John McFarlane quien cometió este crimen.

Nos guió a través de un pasillo que desembocaba en un oscuro vestíbulo.

—Por aquí debió venir el joven McFarlane a recoger su sombrero después de cometer el crimen —dijo—. Y ahora, fíjese en esto.

Con un gesto dramático, encendió una cerilla e iluminó con su llama una mancha de sangre en la pared encalada. Era la huella inconfundible de un dedo pulgar.

—Examínela con su lupa, señor Holmes.

—Sí, eso hago.

—Estará usted al corriente de que no existen dos huellas dactilares iguales.

—Algo de eso he oído decir.

—Muy bien, pues entonces haga el favor de comparar esta huella con esta impresión en cera del pulgar derecho del joven McFarlane, tomada por orden mía esta mañana.

Colocó la impresión en cera junto a la mancha de sangre, y no hacía falta ninguna lupa para darse cuenta de que las dos marcas estaban hechas, sin lugar a dudas, por el mismo pulgar. Tuve la seguridad de que nuestro desdichado cliente estaba perdido.

—Esto es definitivo —dijo Lestrade.

—Sí, es definitivo —repetí yo, casi sin darme cuenta.

—Es definitivo —dijo Holmes.

Creí percibir algo raro en su tono y me volví para mirarlo. En su rostro se había producido un cambio extraordinario. Estaba temblando de regocijo contenido. Sus ojos brillaban como estrellas. Me pareció que hacía esfuerzos desesperados por contener un ataque convulsivo de risa.

—¡Caramba, caramba! —exclamó por fin—. ¡Vaya, vaya! ¿Quién lo iba a pensar? ¡Qué engañosas pueden ser las apariencias, ya lo creo! ¡Un joven de aspecto tan agradable! Debe servirnos de lección para que no nos fiemos de nuestras impresiones, ¿no cree, Lestrade?

—Pues sí, hay gente que tiende a creerse infalible, señor Holmes —dijo Lestrade.

Su insolencia resultaba insufrible, pero no podíamos darnos por ofendidos.

—¡Qué cosa más providencial que el joven fuera a apretar el pulgar derecho contra la pared al coger su sombrero de la percha! ¡Una acción tan natural, si nos ponemos a pensar en ello! —Holmes estaba tranquilo por fuera, pero todo su cuerpo se estremecía de emoción reprimida mientras hablaba—. Por cierto, Lestrade, ¿quién hizo este sensacional descubrimiento?

—El ama de llaves, la señora Lexington, fue quien se lo hizo notar al policía que hacía la guardia de noche.

—¿Dónde estaba el policía de noche?

—Se quedó de guardia en el dormitorio donde se cometió el crimen, para que nadie tocase nada.

—¿Y cómo es que la policía no vio esta huella ayer?

—Bueno, no teníamos ningún motivo especial para examinar con detalle el vestíbulo. Además, no está en un lugar muy visible, como puede apreciar.

—No, no, claro que no. Supongo que no hay ninguna duda de que la huella estaba aquí ayer.

Lestrade miró a Holmes como si pensara que éste se había vuelto loco. Confieso que yo mismo estaba sorprendido, tanto de, su comportamiento jocoso como de aquel extravagante comentario.

—A lo mejor piensa usted que McFarlane salió de su celda en el silencio de la noche con objeto de reforzar la evidencia en su contra —dijo Lestrade—. Emplazo a cualquier especialista del mundo a que diga si ésta es o no la huella de su pulgar.

—Es la huella de su pulgar, sin lugar a discusión.

—Bien, pues con eso me basta —dijo Lestrade—. Soy un hombre práctico, señor Holmes, y cuando reúno mis pruebas saco mis conclusiones. Si tiene usted algo que decir, me encontrará en el cuarto de estar, redactando mi informe.

Holmes había recuperado su ecuanimidad, aunque todavía me parecía detectar en su expresión destellos de regocijo.

—Vaya por Dios, qué mal se ponen las cosas, ¿no cree, Watson? —dijo—. Y sin embargo, existen algunos detalles que parecen ofrecer alguna esperanza a nuestro cliente.

—Me alegra mucho saberlo —dije yo, de todo corazón—. Me temía ya que todo había terminado para él.

—Pues yo no diría tanto, querido Watson. Lo cierto es que existe un fallo verdaderamente grave en esta evidencia a la que nuestro amigo atribuye tanta importancia.

—¿De verdad, Holmes? ¿Y cuál es?

—Tan sólo esto: que me consta que esa huella no estaba ahí cuando yo examiné esta pared ayer. Y ahora, Watson, salgamos a dar un paseíto al sol.

Con la mente confusa, pero sintiendo renacer en el corazón una llama de esperanza, acompañé a mi amigo en su paseo por el jardín. Holmes examinó una a una y con gran interés todas las fachadas de la casa. A continuación, entró en ella e inspeccionó todo el edificio, desde el sótano a los áticos. La mayoría de las habitaciones estaban desamuebladas, pero aun así, Holmes las examinó minuciosamente. Por último, en el pasillo del piso superior, al que daban tres habitaciones deshabitadas, volvió a acometerle el espasmo de risa.

—Desde luego, esta casa tiene aspectos muy curiosos, Watson —dijo—. Creo que va siendo hora de que pongamos al corriente a nuestro amigo Lestrade. Él ha pasado un buen rato a costa nuestra, y puede que nosotros lo pasemos a costa suya, si mi interpretación del problema resulta ser correcta. Sí, sí, creo que ya sé cómo tenemos que hacerlo.

El inspector de Scotland Yard estaba aún escribiendo en la salita cuando llegó Holmes a interrumpirle.

—Tengo entendido que está usted redactando un informe sobre este caso —dijo.

—Así es.

—¿No le parece que quizá sea un poco prematuro? No puedo dejar de pensar que sus pruebas no son concluyentes.

Lestrade conocía demasiado bien a mi amigo para no hacer caso de sus palabras. Dejó la pluma y le miró con gesto de curiosidad.

—¿Qué quiere usted decir, señor Holmes?

—Sólo que hay un testigo muy importante, al que usted todavía no ha visto.

—¿Puede usted presentármelo?

—Creo que sí.

—Pues hágalo.

—Haré lo que pueda. ¿Cuántos policías tiene usted aquí?

—Hay tres al alcance de mi voz.

—¡Excelente! —dijo Holmes—. ¿Puedo preguntar si son todos hombres grandes y fuertes, con voces potentes?

—Estoy seguro de que sí, aunque no sé qué tienen que ver sus voces con esto.

—Tal vez yo pueda ayudarle a comprender eso, y una o dos cosillas más —dijo Holmes—. Haga el favor de llamar a sus hombres y lo intentaré.

Cinco minutos más tarde, los tres policías estaban reunidos en el vestíbulo.

—En el cobertizo de fuera encontrarán una considerable cantidad de paja —dijo Holmes—. Les ruego que traigan un par de brazadas. Creo que resultarán de suma utilidad para convocar al testigo que necesitamos. Muchas gracias. Watson, creo que lleva usted cerillas en el bolsillo. Y ahora, señor Lestrade, le ruego que me acompañe al piso de arriba.

Como ya he dicho, en aquel piso había un amplio pasillo al que daban tres habitaciones vacías. Sherlock Holmes nos condujo hasta un extremo de dicho pasillo. Los policías sonreían y Lestrade miraba a mi amigo con una expresión en la que se alternaban el asombro, la impaciencia y la burla. Holmes se plantó ante nosotros con el aire de un mago que se dispone a ejecutar un truco.

—¿Haría el favor de enviar a uno de sus agentes a por dos cubos de agua? Pongan la paja aquí en el suelo, separada de las paredes. Bien, creo que todo está listo.

La cara de Lestrade había empezado a ponerse roja de irritación.

—¿Es que pretende jugar con nosotros, señor Sherlock Holmes? —dijo—. Si sabe algo, podría decirlo sin tanta payasada.

—Le aseguro, mi buen Lestrade, que tengo excelentes razones para todo lo que hago. Tal vez recuerde usted el pequeño pitorreo que se corrió a costa mía cuando el sol parecía dar en su lado de la valla, así que no debe reprocharme ahora que yo le eche un poco de pompa y ceremonia. ¿Quiere hacer el favor, Watson, de abrir la ventana y luego aplicar una cerilla al borde de la paja?

Hice lo que me pedía, y pronto se levantó una columna de humo gris, que la corriente hizo girar a lo largo del pasillo mientras la paja seca ardía y crepitaba.

—Ahora, veamos si logramos encontrar a su testigo, Lestrade. Hagan todos el favor de gritar «fuego». Vamos allá: uno, dos, tres...

—¡Fuego! —gritamos todos a coro.

—Gracias. Por favor, otra vez.

—¡Fuego!

—Sólo una vez más, caballeros, todos a una.

—¡¡Fuego!! —el grito debió resonar en todo Norwood.

Apenas se habían extinguido sus ecos cuando sucedió algo asombroso. De pronto se abrió una puerta en lo que parecía ser una pared maciza al extremo del pasillo, y un hombrecillo arrugado salió corriendo por ella, como un conejo de su madriguera.

—¡Perfecto! —dijo Holmes muy tranquilo—. Watson, eche un cubo de agua sobre la paja. Con eso bastará. Lestrade, permita que le presente al testigo fundamental que le faltaba: el señor Jonas Oldacre.

El inspector miraba al recién llegado mudo de asombro. Éste, a su vez, parpadeaba a causa de la fuerte luz del pasillo y nos miraba a nosotros y al fuego a punto de apagarse. Tenía una cara repugnante, astuta, cruel, maligna, con ojos grises e inquietos y pestañas blancas.

—¿Qué significa esto? —dijo por fin Lestrade—. ¿Qué ha estado usted haciendo todo este tiempo, eh?

Oldacre dejó escapar una risita nerviosa, retrocediendo ante el rostro furioso y enrojecido del indignado policía.

—No he causado ningún daño.

—¿Qué no ha causado daño? Ha hecho todo lo que ha podido para que ahorquen a un inocente. Y de no ser por este caballero, no estoy seguro de que no lo hubiera conseguido.

La miserable criatura se puso a gimotear.

—Se lo aseguro, señor, no era más que una broma.

—¿Conque una broma, eh? Pues le prometo que no será usted quien se ría. Llévenselo abajo y ténganlo en la salita hasta que yo llegue. Señor Holmes —continuó cuando los demás se hubieron ido—, no podía hablar delante de los agentes, pero no me importa decir, en presencia del doctor Watson, que esto ha sido lo más brillante que ha hecho usted en su vida, aunque para mí sea un misterio cómo lo ha logrado. Ha salvado la vida de un inocente y ha evitado un escándalo gravísimo, que habría arruinado mi reputación en el Cuerpo.

Holmes sonrió y palmeó a Lestrade en el hombro.

—En lugar de verla arruinada, amigo mío, va usted a ver enormemente acrecentada su reputación. Basta con que introduzca unos ligeros cambios en ese informe que estaba redactando, y todos comprenderán lo difícil que es pegársela al inspector Lestrade.

—¿No desea usted que aparezca su nombre?

—De ningún modo. El trabajo lleva consigo su propia recompensa. Quizás yo también reciba algún crédito en un día lejano, cuando permita que mi leal historiador vuelva a emborronar cuartillas, ¿eh, Watson?, ahora, veamos cómo era el escondrijo de esa rata.

A unos dos metros del extremo del pasillo se había levantado un tabique de listones y yeso, con una puerta hábilmente disimulada. El interior recibía la luz a través de ranuras abiertas bajo los aleros. Dentro del escondrijo había unos pocos muebles, provisiones de comida y agua y una buena cantidad de libros y documentos.

—Estas son las ventajas de ser constructor —dijo Holmes al salir—. Uno puede arreglarse un escondite sin necesidad de ningún cómplice..., exceptuando, por supuesto, a esa alhaja de ama de llaves, a la que yo metería también al saco sin pérdida de tiempo, Lestrade.

—Seguiré su consejo. Pero ¿cómo descubrió usted este lugar, señor Holmes?

—Llegué a la conclusión de que el tipo estaba escondido en la casa. Y cuando medí este pasillo, contando los pasos, y descubrí que era dos metros más corto que el del piso de abajo, me resultó evidente dónde se encontraba. Pensé que le faltarían agallas para quedarse quieto al oír la alarma de fuego. Naturalmente, podríamos haber irrumpido por las buenas y detenerlo, pero me pareció divertida la idea de hacer que se descubriera él mismo. Y además, Lestrade, le debía a usted una pequeña mascarada por sus chuflas de esta mañana.

—Pues la verdad, señor, ahora hemos quedado en paz. Pero ¿cómo demonios sabía que ese individuo estaba en la casa?

—La huella del pulgar, Lestrade. Usted mismo dijo que era definitiva, y ya lo creo que lo era, aunque en otro sentido. Yo sabía que el día anterior no estaba ahí. Presto mucha atención a los detalles, como quizás haya observado, y había examinado la pared. Me constaba que el día anterior estaba limpia. Por tanto, la huella se había dejado durante la noche.

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