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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (8 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—Pero, ¿cómo?

—Muy sencillo. Cuando estuvieron lacrando esos paquetes, Jonas Oldacre hizo que McFarlane sujetara uno de los sellos colocando el dedo pulgar sobre el lacre aún caliente. Debió de suceder de manera tan rápida y natural que me atrevería a decir que el joven ni se dio cuenta. Lo más probable es que ocurriera como le digo, y que ni el mismo Oldacre pensara en sacarle partido. Pero luego, mientras le daba vueltas al asunto en esa madriguera suya, se le debió ocurrir de pronto que la huella del pulgar podía servirle para aportar una prueba absolutamente condenatoria contra McFarlane. Era la cosa más fácil del mundo sacar una impresión en cera del sello, humedecerla con la sangre que saliera de un pinchazo y aplicar la marca a la pared durante la noche, bien por su propia mano, bien por la de su ama de llaves. Si examina estos documentos que se llevó a su refugio, le apuesto lo que quiera a que encuentra el sello con la huella del pulgar.

—¡Maravilloso! —exclamó Lestrade—. ¡Maravilloso! Tal como usted lo expone, está claro como el agua. Pero ¿qué objeto tenía este siniestro engaño, señor Holmes?

Resultaba divertidísimo ver cómo los modales presuntuosos del inspector se habían transformado de pronto en los de un niño que hace preguntas a su maestro.

—Bueno, no creo que sea difícil de explicar. Ese caballero que nos aguarda abajo es una persona de lo más astuta, maligna y vengativa. ¿Sabía usted que la madre de McFarlane lo rechazó hace tiempo? ¡Claro que no! Ya le dije que primero había que ir a Blackheath y luego a Norwood. Pues bien, aquel insulto, que es como él lo consideraba, quedó enquistado en su mente malvada y calculadora. Toda su vida ha anhelado vengarse, pero nunca se le presentó la oportunidad. Durante los últimos años, las cosas no le han ido bien —especulaciones secretas, supongo— y se encontraba en situación apurada. Entonces decidió defraudar a sus acreedores, y para ello pagó fuertes cantidades a un tal señor Cornelius, que sospecho que es él mismo con otro nombre. Aún no he seguido la pista de estos cheques, pero estoy seguro de que el propio Oldacre los cobró en algún pueblo de provincias donde, de cuando en cuando, lleva una doble vida. Se proponía cambiar definitivamente de nombre, recoger el dinero y desaparecer, para iniciar una nueva vida en otra parte.

—Parece bastante verosímil.

—Debió ocurrírsele que desapareciendo se libraba para siempre de sus acreedores y, al mismo tiempo, podría disfrutar de una cumplida y demoledora venganza contra su antigua novia, si conseguía dar la impresión de que el hijo de ésta lo había asesinado. Como canallada, era una obra maestra y la ha llevado a cabo como un auténtico maestro. La idea del testamento, que aportaría un móvil convincente para el crimen, la visita secreta sin que los padres lo supieran, el escamoteo del bastón, la sangre, los restos de animales y los botones encontrados entre las cenizas... todo ha sido admirable. Pero le ha faltado el don supremo del artista, el de saber cuándo hay que pararse. Quiso mejorar lo que ya era perfecto, estrechar aún más el lazo en torno al cuello de su desgraciada víctima... y lo echó todo a perder. Bajemos, Lestrade, hay una o dos preguntas que me gustaría hacerle a ese tipo.

La maligna criatura estaba sentada en su propia sala, con un policía a cada lado.

—Era una broma, señor, nada más que una broma —gemía sin cesar—. Le aseguro, señor, que me escondí sólo para ver qué efecto producía mi desaparición, y estoy seguro de que no cometerá usted la injusticia de imaginar que yo habría permitido que le ocurriese nada malo al pobre joven McFarlane.

—Eso lo decidirá el jurado —dijo Lestrade—. En cualquier caso, vamos a detenerlo bajo la acusación de conspiración, si es que no le acusamos de asesinato frustrado.

—Y es muy probable que se encuentre con que sus acreedores embargan la cuenta bancaria del señor Cornelius —dijo Holmes.

El hombrecillo dio un respingo y clavó sus malignos ojos en mi amigo.

—Tengo mucho que agradecerle —dijo—. Puede que algún día ajustemos cuentas.

Holmes sonrió con aire indulgente.

—Me temo que durante unos cuantos años va a estar muy ocupado —dijo—. Por cierto, ¿qué es lo que metió en la pila de madera, junto a sus pantalones viejos? ¿Un perro muerto, conejos o qué? ¿No quiere decirlo? ¡Vaya por Dios, qué poco amable es usted! En fin, me atrevería a decir que con un par de conejos bastaría para explicar la sangre y los restos calcinados. Si alguna vez escribe usted un pequeño relato de esto, Watson, puede apañarse con los conejos.

3. La aventura de los monigotes

Holmes llevaba varias horas sentado en silencio, con su larga y delgada espalda doblada sobre un recipiente químico en el que hervía un preparado particularmente maloliente. Tenía la cabeza caída sobre el pecho y, desde donde yo lo miraba, parecía un pajarraco larguirucho, con plumaje gris mate y un copete negro.

—Y bien, Watson —dijo de repente—, ¿de modo que no piensa usted invertir en valores sudafricanos?

Di un respingo de sorpresa. Aunque estaba acostumbrado a las asombrosas facultades de Holmes, aquella repentina intromisión en mis pensamientos más íntimos resultaba completamente inexplicable.

—¿Cómo demonios sabe usted eso? —pregunté.

Holmes dio media vuelta sin levantarse de su banqueta, con un humeante tubo de ensayo en la mano y un brillo burlón en sus hundidos ojos.

—Vamos, Watson, confiese que se ha quedado completamente estupefacto.

—Así es.

—Debería hacerle firmar un papel reconociéndolo.

—¿Por qué?

—Porque dentro de cinco minutos dirá usted que todo era sencillísimo.

—Estoy seguro de que no diré nada semejante.

—Verá usted, querido Watson —colocó el tubo de ensayo en su soporte y comenzó a disertar con el aire de un profesor dirigiéndose a su clase—, la verdad es que no resulta muy difícil construir una cadena de inferencias, cada una de las cuales depende de la anterior y es, en sí misma, muy sencilla. Si después de hacer eso se suprimen todas las inferencias intermedias y sólo se le presentan al público el punto de partida y la conclusión, se puede conseguir un efecto sorprendente, aunque puede que un tanto chabacano. Pues bien: lo cierto es que no resultó muy difícil, con sólo inspeccionar el surco que separa su dedo pulgar del índice, deducir con toda seguridad que no tiene usted intención de invertir su modesto capital en las minas de oro.

—No veo ninguna relación.

—Seguro que no; pero se la voy a hacer ver en seguida. He aquí los eslabones que faltan en la sencillísima cadena: Uno: cuando regresó anoche del club, tenía usted tiza entre el dedo pulgar y el índice. Dos: usted se aplica tiza en ese lugar cuando juega al billar, para dirigir el taco. Tres: usted no juega al billar más que con Thurston. Cuatro: hace cuatro semanas, me dijo usted que Thurston tenía una opción para comprar ciertas acciones sudafricanas, que expiraría al cabo de un mes y que deseaba compartir con usted. Cinco: su talonario de cheques está guardado en mi escritorio y no me ha pedido usted la llave. Seis: por tanto, no tiene usted intención de invertir su dinero en este negocio.

—¡Pero si es sencillísimo! —exclamé.

—Ya lo creo —dijo él, un poco escocido—. Todos los problemas le parecen infantiles después de que se los hayan explicado. Pues aquí tiene uno sin explicación. A ver qué saca usted de esto, amigo Watson.

Arrojó sobre la mesa una hoja de papel y volvió a enfrascarse en sus análisis químicos. Yo miré desconcertado el absurdo jeroglífico dibujado en el papel.

—¡Pero, Holmes, si es un dibujo hecho por un niño! —exclamé.

—Ah, ¿eso le parece?

—¿Qué otra cosa puede ser?

—Eso es precisamente lo que le gustaría saber al señor Hilton Cubitt, de Ridling Thorpe Manor, Norfolk. Este pequeño rompecabezas llegó con el primer reparto del correo, y el caballero en cuestión iba a venir en el siguiente tren. Han llamado a la puerta, Watson. No me extrañaría que fuera él.

Se oyeron fuertes pasos en la escalera y un instante después entró en la habitación un caballero alto, colorado, bien afeitado, con ojos claros y mejillas sonrosadas que indicaban que vivía lejos de las nieblas de Baker Street. Al entrar, pareció que entraba con él un soplo del aire fresco, sano y vivificante de la costa este. Después de estrecharnos las manos a los dos, se disponía a sentarse cuando su mirada fue a posarse en el papel con los extraños dibujos, que yo acababa de examinar y había dejado sobre la mesa.

—Y bien, señor Holmes ¿qué ha sacado de eso? —preguntó—. Me dijeron que le gustaban a usted los misterios extravagantes, y no creo que pueda encontrar uno más extravagante que éste. Le envié el papel por delante para que tuviera tiempo de estudiarlo antes de que llegara yo.

—Desde luego, se trata de un documento muy curioso —dijo Holmes—. A primera vista, podría pensarse que no es más que un juego de niños. Son una serie de monigotes ridículos que parecen estar bailando. ¿Por qué le atribuye usted tanta importancia a una cosa tan grotesca?

—No soy yo, señor Holmes, es mi esposa. Esto la tiene muerta de miedo. No dice nada, pero puedo advertir el terror en sus ojos. Por eso quiero llegar al fondo del asunto.

Holmes levantó el papel para que le diera de lleno la luz del sol. Era una página arrancada de un cuaderno. Los dibujos estaban hechos a lápiz y eran tal como sigue:

Holmes examinó el papel durante un buen rato y después lo dobló con cuidado y lo guardó en su cuaderno de bolsillo.

—Este promete ser un caso de lo más interesante e insólito —dijo—. En su carta me informaba usted de algunos pormenores, señor Cubitt, pero le agradecería muchísimo que lo repitiera todo, en beneficio de mi amigo el señor Watson.

—No se me da muy bien contar historias —dijo nuestro visitante, cerrando y abriendo con nerviosismo sus grandes y fuertes manos—, así que no vacile en preguntarme si algo no queda claro. Empezaré por mi boda, que tuvo lugar hace un año. Pero, antes que nada, quiero decirles que, aunque no soy un hombre rico, mi familia lleva viviendo en Ridling Thorpe desde hace cinco siglos, y no existe una familia más conocida en todo el condado de Norfolk. El año pasado vine a Londres para la Fiesta de Aniversario y me alojé en una casa de huéspedes de Russell Square, porque allí era donde se alojaba Parker, el vicario de nuestra parroquia. También estaba allí una señorita americana apellidada Patrick, Elsie Patrick. No sé cómo, nos hicimos amigos, y antes de un mes yo estaba tan enamorado como puede estarlo un hombre. Nos casamos discretamente en el registro civil y regresamos a Norfolk convertidos en matrimonio. Le parecerá a usted una locura, señor Holmes, que un hombre perteneciente a una antigua e ilustre familia se case de esta manera, sin saber nada del pasado ni de la familia de su esposa; pero si la viera y la conociera, no le costaría tanto entenderlo.

Ella se portó con absoluta honradez. No se puede decir que no me diera toda clase de facilidades para romper el compromiso si yo lo deseaba. He tenido en mi vida algunas compañías muy desagradables —me dijo—. Quiero olvidarme de ellas y preferiría no mencionar nunca el pasado, porque me resulta muy doloroso. Si me aceptas, Hilton, te llevarás una mujer que no tiene nada de qué avergonzarse personalmente; pero tendrás que aceptar mi palabra y permitirme guardar silencio sobre todo lo que sucedió hasta el momento en que llegué a ser tuya. Si estas condiciones te resultan inaceptables, regresa a Norfolk y déjame seguir con la vida solitaria que llevaba cuando me encontraste. Estas fueron las palabras exactas que me dijo el día antes de nuestra boda. Yo le contesté que aceptaba gustoso sus condiciones, y hasta ahora he cumplido mi palabra.

Pues bien, llevamos ya casados un año y hemos sido muy felices. Pero hace aproximadamente un mes, a finales de junio, advertí las primeras señales de que algo andaba mal. Un día, mi esposa recibió una carta de América. Pude ver el sello. Se puso pálida como un muerto, leyó la carta y la arrojó al fuego. No hizo ningún comentario y tampoco lo hice yo, porque una promesa es una promesa; pero desde aquel momento, mi mujer no ha conocido un instante de sosiego. Tiene una expresión constante de miedo, como si estuviera esperando algo terrible. Lo mejor que podría hacer es confiar en mí; descubriría que soy su mejor amigo. Pero mientras no hable, yo no puedo decir nada. Le aseguro, señor Holmes, que es una mujer sincera, y que si en el pasado se vio metida en algún lío, no fue por culpa suya. No soy más que un simple hacendado de Norfolk, pero no existe en Inglaterra un hombre que valore más que yo el honor de su familia. Ella lo sabe bien, y lo sabía antes de casarse conmigo. Jamás arrojaría una mancha sobre nuestro honor..., de esto estoy seguro.

Y ahora llegamos a la parte extravagante de la historia. Hace como una semana, el martes de la pasada semana, encontré en el alféizar de una ventana un conjunto de monigotes bailarines, como los de este papel, dibujados con tiza. Pensé que los habría dibujado el mozo de cuadras, pero éste juró que no sabía nada del asunto. En cualquier caso, los pintaron durante la noche. Hice que los borraran y no se lo comenté a mi mujer hasta más tarde. Con gran sorpresa por mi parte, ella se lo tomó muy en serio y me rogó que si aparecían más se los dejara ver. No sucedió nada durante una semana, pero ayer por la mañana encontré este papel sobre el reloj de sol del jardín. Se lo enseñé a Elsie y cayó desmayada al instante. Desde entonces parece como sonámbula, medio aturdida y con el terror constantemente pintado en los ojos. Fue entonces cuando decidí escribirle y enviarle el papel, señor Holmes. No es una cosa que se pueda denunciar a la policía, porque se habrían reído de mí, pero usted me dirá qué se puede hacer. No soy rico, pero si algún peligro amenaza a mi mujercita, gastaría hasta el último penique para protegerla.

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