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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (3 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—¿Sabe usted dónde estamos? —susurró.

—Yo diría que ésa es Baker Street —respondí, mirando a través de la polvorienta ventana.

—Exacto. Nos encontramos en Candem House, justo enfrente de nuestros viejos aposentos.

—¿Y por qué estamos aquí?

—Porque aquí disfrutamos de una excelente vista de esa pintoresca mole. ¿Tendría la amabilidad, querido Watson, de acercarse un poco más a la ventana, con mucho cuidado para que nadie pueda verle, y echar un vistazo a nuestras viejas habitaciones, punto de partida de tantas de nuestras pequeñas aventuras? Veamos si mis tres años de ausencia me han hecho perder la capacidad de sorprenderle.

Avancé con cuidado y miré hacia la ventana que tan bien conocía. Al posar los ojos en ella, se me escapó una exclamación de asombro. La persiana estaba bajada y una fuerte luz iluminaba la habitación. A través de la persiana iluminada se distinguía claramente la negra silueta de un hombre sentado en un sillón. La postura de la cabeza, la forma cuadrada de los hombros, las facciones afiladas, todo resultaba inconfundible. Tenía la cara medio ladeada, y el efecto era similar al de aquellas siluetas de cartulina negra que nuestros abuelos solían enmarcar. Se trataba de una imagen perfecta de Holmes. Tan asombrado me sentía que extendí la mano para asegurarme que el original se encontraba a mi lado. Allí estaba, estremeciéndose de risa silenciosa.

—¿Qué tal? —preguntó.

—¡Cielo santo! —exclamé—. ¡Es maravilloso!

—Parece que ni los años han ajado ni la rutina ha viciado mi infinita variedad —dijo Holmes, y se notaba en su voz la alegría y el orgullo del artista ante su creación—. Se parece bastante a mí, ¿no cree?

—Estaría dispuesto a jurar que es usted.

—El mérito de la ejecución debe atribuirse a monsieur Oscar Meunier, de Grenoble, que invirtió varios días en el modelado. Se trata de un busto de cera. El resto lo apañé yo esta tarde, durante mi visita a Baker Street.

—Pero ¿por qué?

—Porque, mi querido Watson, tenía toda clase de razones para desear que ciertas personas creyeran que yo estaba aquí, cuando en realidad me encontraba en otra parte.

—¿Sospecha usted que alguien vigilaba esta casa?

—Sabía que la vigilaban.

—¿Quiénes?

—Mis antiguos enemigos, Watson. La encantadora organización cuyo jefe yace en la catarata de Reichenbach. Recuerde usted que ellos, y sólo ellos, saben que sigo vivo. Suponían que tarde o temprano regresaría a mis habitaciones, así que montaron una vigilancia permanente y esta mañana me vieron llegar.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque reconocí a su centinela al mirar por la ventana. Se trata de un tipejo inofensivo, apellidado Parker, estrangulador de oficio y muy buen tocador de birimbao. Él no me preocupaba nada. Pero sí que me preocupaba, y mucho, el formidable personaje que tiene detrás, el amigo íntimo de Moriarty, el hombre que me arrojó las rocas en el desfiladero, el criminal más astuto y peligroso de Londres. Ese es el hombre que viene a por mí esta noche, Watson; pero lo que no sabe es que nosotros vamos a por él.

Poco a poco, los planes de mi amigo se iban revelando. Desde aquel cómodo escondite podíamos vigilar a los vigilantes y perseguir a los perseguidores. La silueta angulosa de la casa de enfrente era el cebo y nosotros éramos los cazadores. Aguardamos silenciosos en la oscuridad, observando las apresuradas figuras que pasaban y volvían a pasar frente a nosotros. Holmes permanecía callado e inmóvil, pero yo me daba cuenta de que se mantenía en constante alerta, sin despegar los ojos de la corriente de transeúntes. Era una noche fría y turbulenta y el viento silbaba estridentemente a lo largo de la calle. Muchas personas iban y venían, casi todas embozadas en sus abrigos y bufandas. Una o dos veces, me pareció ver pasar una figura que ya había visto antes, y me fijé sobre todo en dos hombres que parecían resguardarse del viento en el portal de una casa, a cierta distancia calle arriba. Intenté llamar la atención de mi compañero hacia ellos, pero Holmes dejó escapar una exclamación de impaciencia y continuó clavando la mirada en la calle. Más de una vez dio pataditas en el suelo y tamborileó rápidamente con los dedos en la pared. Resultaba evidente que se estaba impacientando y que sus planes no iban saliendo tal y como había calculado. Por fin, ya cerca de la medianoche, cuando la calle se iba vaciando poco a poco, Holmes se puso a dar zancadas por la habitación, presa de una agitación incontrolable. Me disponía a hacer algún comentario cuando levanté la mirada hacia la ventana iluminada y sufrí una nueva sorpresa, casi tan fuerte como la anterior. Agarré a Holmes por el brazo y señalé hacia arriba.

—¡La sombra se ha movido!

Efectivamente, ya no la veíamos de perfil, sino que ahora nos daba la espalda. Evidentemente, los tres años de ausencia no habían suavizado las asperezas de su carácter ni su irritabilidad ante inteligencias menos activas que la suya.

—¡Pues claro que se ha movido! —bufó—. ¿Me cree tan chapucero, Watson, como para colocar un monigote inmóvil y esperar que varios de los hombres más astutos de Europa se dejen engañar por él? Llevamos dos horas en esta habitación, y durante este tiempo la señora Hudson ha cambiado de posición el busto ocho veces, es decir, cada cuarto de hora. Se acerca siempre por delante de la figura, de manera que no se vea su propia sombra. ¡Ah! —Holmes aspiró con agitación.

En la penumbra del cuarto pude ver que inclinaba la cabeza hacia delante, con todo el cuerpo rígido, en actitud de atención. Es posible que los dos hombres que yo había visto siguieran acurrucados en el portal, pero ya no los veía. Toda la calle estaba silenciosa y oscura, con excepción de aquella brillante ventana amarilla que teníamos enfrente, con la negra silueta proyectada en su centro. En medio del absoluto silencio volví a oír aquel suave silbido que indicaba una intensa emoción reprimida. Un instante después, Holmes me arrastró hacia el rincón más oscuro de la habitación y me puso la mano sobre la boca en señal de advertencia. Los dedos que me aferraban estaban temblando. Jamás había visto tan alterado a mi amigo, a pesar de que la oscura calle permanecía aún desierta y silenciosa.

Pero, de pronto, percibí lo que sus sentidos, más agudos que los míos, ya habían captado. A mis oídos llegó un sonido bajo y furtivo que no procedía de Baker Street, sino de la parte trasera de la casa en la que nos ocultábamos. Una puerta se abrió y volvió a cerrarse. Un instante después, se oyeron pasos en el pasillo, pasos que pretendían ser sigilosos, pero que resonaban con fuerza en la casa vacía. Holmes se agazapó contra la pared y yo hice lo mismo, con la mano cerrada sobre la culata de mi revólver. Atisbando a través de las tinieblas, logré distinguir los contornos difusos de un hombre, una sombra apenas más negra que la negrura de la puerta abierta. Se quedó parado un instante y luego avanzó para entrar en la habitación, encogido y amenazador. La siniestra figura se encontraba a menos de tres metros de nosotros, y yo ya tensaba los músculos, dispuesto a resistir su ataque, cuando me di cuenta de que él no había advertido nuestra presencia. Pasó muy cerca de nosotros, se acercó con sigilo a la ventana y la alzó como un palmo, con mucha suavidad y sin hacer ruido. Al agacharse hasta el nivel de la abertura, la luz de la calle, ya sin el filtro del cristal polvoriento, cayó de lleno sobre su rostro. El hombre parecía fuera de sí a causa de la emoción. Sus ojos brillaban como estrellas y sus facciones temblaban. Se trataba de un hombre de edad avanzada, con nariz fina y pronunciada, frente alta y calva, y un enorme bigote canoso. Llevaba un sombrero de copa echado hacia atrás, y bajo su abrigo desabrochado brillaba la pechera de un traje de etiqueta. Su rostro era sombrío y atezado, surcado por profundas arrugas. En la mano llevaba algo que parecía un bastón, pero que al apoyarlo en el suelo resonó con ruido metálico. A continuación, sacó del bolsillo de su abrigo un objeto voluminoso y se enfrascó en una tarea que concluyó con un fuerte chasquido, como el que produce un muelle o un resorte al encajar en su sitio. Siempre con las rodillas en el suelo, se inclinó hacia delante, aplicando todo su peso y su fuerza sobre alguna especie de palanca; el resultado fue un prolongado chirrido que terminó también con un fuerte chasquido. Entonces el hombre se enderezó y vi que lo que sostenía en la mano era una especie de fusil, con una culata de forma extraña. Abrió la recámara, metió algo en ella y cerró de golpe el cerrojo. Luego se volvió a agachar, apoyó el extremo del cañón en el borde de la ventana abierta y vi cómo sus largos bigotes rozaban la culata mientras sus ojos brillaban al enfilar el punto de mira. Oí un ligero suspiro de satisfacción cuando se acomodó la culata en el hombro y comprobé el magnífico blanco que ofrecía la silueta negra sobre fondo amarillo, en plena línea de tiro. El hombre permaneció rígido e inmóvil durante un instante y luego su dedo se cerró sobre el gatillo. Se oyó un fuerte y extraño zumbido y el prolongado tintineo de un cristal hecho pedazos. En aquel instante, Holmes saltó como un tigre sobre la espalda del tirador y le hizo caer de bruces. Pero, al momento, volvió a levantarse y agarró a Holmes por el cuello con la fuerza de un loco. Le golpeé en la cabeza con la culata de mi revólver y cayó de nuevo al suelo. Me lancé sobre él y, mientras lo sujetaba, mi compañero hizo sonar con fuerza un silbato. Se oyeron pasos que corrían por la acera y dos policías de uniforme, más un inspector de paisano, penetraron en tromba por la puerta delantera.

—¿Es usted, Lestrade? —preguntó Holmes.

—Sí, señor Holmes. Quise ocuparme yo mismo de este asunto. ¡Qué alegría volverle a ver en Londres, señor!

—Pensé que no le vendría mal un poco de ayuda extraoficial. Tres asesinatos sin resolver en un año no indican nada bueno, Lestrade. Sin embargo, en el misterio de Molesey no se comportó usted con su habitual..., quiero decir, lo llevó usted bastante bien.

Nos habíamos puesto de pie y nuestro prisionero jadeaba ruidosamente con un fornido policía a cada lado. En la calle empezaban ya a reunirse grupillos de curiosos. Holmes se acercó a la ventana, la cerró y bajó las persianas. Lestrade había sacado dos velas y los policías habían destapado sus linternas. Entonces pude, por fin, echarle un buen vistazo a nuestro prisionero. El rostro que nos encaraba era tremendamente viril, pero de expresión siniestra, con la frente de un filósofo por arriba y la mandíbula de un depravado por abajo. Debía de tratarse de un hombre con grandes dotes tanto para el bien como para el mal, pero resultaba imposible mirar sus ojos azules y crueles, con los párpados caídos y la mirada cínica, o la agresiva nariz en punta y la amenazadora frente surcada de arrugas, sin leer en ellos las claras señales de peligro colocadas por la Naturaleza. No hacía caso de ninguno de nosotros y mantenía los ojos clavados en el rostro de Holmes, con una expresión que combinaba a partes iguales el odio y el asombro. Y no dejaba de murmurar entre dientes:

—¡Maldito demonio! ¡Maldito demonio astuto!

—¡Ah coronel! —dijo Holmes, arreglándose el arrugado cuello de la camisa—. Nunca es tarde si la dicha es buena, como dice el refrán. Creo que no he tenido el gusto de verle desde que me hizo objeto de sus atenciones cuando yo estaba en aquella cornisa sobre la catarata de Reichenbach.

El coronel seguía mirando a mi amigo como si estuviera en trance.

—Todavía no les he presentado —dijo Holmes—. Este caballero es el coronel Sebastian Moran, que perteneció al ejército de Su Majestad en la India y que ha sido el mejor cazador de caza mayor que ha producido nuestro Imperio Occidental. ¿Me equivoco, coronel, al decir que nadie le ha superado aún en número de tigres cazados?

El feroz anciano no dijo nada y siguió fulminando con la mirada a mi compañero; con sus ojos de salvaje y su hirsuto bigote, él mismo se parecía prodigiosamente a un tigre.

—Parece mentira que mi sencillísima estratagema haya engañado a un shikari con tanta experiencia —dijo Holmes—. Debería resultarle muy conocida. ¿Nunca ha atado usted un cabrito debajo de un árbol, para apostarse entre las ramas con su rifle y aguardar a que el cebo atrajera al tigre? Pues esta casa vacía es mi árbol y usted es mi tigre. Es posible que llevara usted rifles de reserva, por si se presentaban varios tigres o por si se daba la improbable circunstancia de que le fallara la puntería. Pues bien —dijo señalando a su alrededor—, éstos son mis rifles de reserva. El paralelismo es exacto.

El coronel Moran dio un paso adelante, rugiendo de rabia, pero los policías le hicieron retroceder. La furia que despedía su rostro era algo terrible de contemplar.

—Confieso que me tenía usted reservada una pequeña sorpresa —continuó Holmes—. No se me ocurrió que también usted utilizaría esta casa vacía y esta ventana tan conveniente. Había supuesto que actuaría usted desde la calle, donde mi amigo Lestrade y sus alegres camaradas le estaban aguardando. Exceptuando este detalle, todo ha salido como yo esperaba.

El coronel Moran se volvió hacia el inspector.

—Puede que tengan ustedes una causa justificada para detenerme y puede que no —dijo—. Pero, desde luego, no existe razón alguna por la que tenga que aguantar las burlas de este individuo. Si estoy en manos de la ley, que las cosas se hagan de manera legal.

—Bien, eso es bastante razonable —dijo Lestrade—. ¿No tiene nada más que decir antes de que nos vayamos, señor Holmes?

Holmes había recogido del suelo el potente fusil de aire comprimido y estaba examinando su mecanismo.

—Un arma admirable y originalísima —dijo—. Silenciosa y de tremenda potencia. Llegué a conocer a Von Herder, el mecánico alemán ciego que la construyó por encargo del difunto profesor Moriarty. Durante años he sabido de su existencia, pero hasta ahora no había tenido la oportunidad de examinarla. Se la encomiendo de manera muy especial, Lestrade, junto con sus correspondientes balas.

—Puede usted confiarla a nuestro cuidado, señor Holmes —dijo Lestrade mientras todo el grupo se dirigía hacia la puerta—. ¿Algo más?

—Sólo preguntar de qué piensa usted acusar al detenido.

—¿De qué, señor? Pues, naturalmente, de intentar asesinar al señor Sherlock Holmes.

—De eso, nada, Lestrade. No tengo ninguna intención de aparecer en el asunto. A usted, y sólo a usted, le corresponde el mérito de la importantísima detención que acaba de practicar. Sí, Lestrade, le felicito. Con su habitual combinación de astucia y audacia, ha conseguido usted atraparlo.

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