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Authors: Arthur Conan Doyle

El regreso de Sherlock Holmes (4 page)

BOOK: El regreso de Sherlock Holmes
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—¡Atraparlo! ¿Atrapar a quién, señor Holmes?

—Al hombre que toda la policía ha estado buscando en vano: al coronel Sebastian Moran, que asesinó al honorable Ronald Adair con una bala explosiva, disparada con un fusil de aire comprimido a través de la ventana del segundo piso de Park Lane, número 427, el día 30 del mes pasado. Esa es la acusación, Lestrade. Y ahora, Watson, si es usted capaz de soportar la corriente que se forma con una ventana rota, creo que le resultará muy entretenido y provechoso pasar media hora en mi estudio mientras fuma un cigarro.

Nuestras antiguas habitaciones se habían mantenido inalteradas gracias a la supervisión de Mycroft Holmes y a los servicios inmediatos de la señora Hudson. Es cierto que al entrar observé una pulcritud desacostumbrada, pero los viejos puntos de referencia seguían todos en su sitio. Allí estaba el rincón de química, con la mesa de madera manchada de ácido. Sobre un estante se veía la formidable hilera de álbumes de recortes y libros de consulta que tantos de nuestros conciudadanos habrían quemado con sumo placer. Los gráficos, el estuche de violín, el colgador de pipas..., hasta la babucha persa que contenía el tabaco..., todo me saltaba a la vista al mirar a mi alrededor. En la habitación había dos ocupantes: uno de ellos era la señora Hudson, que nos miró radiante al vernos entrar; el otro era el extraño maniquí que tan importante papel había desempeñado en las aventuras de aquella noche. Era un busto de mi amigo en cera de color, admirablemente ejecutado y con un parecido absoluto. Estaba colocado sobre una mesita que le servía de pedestal y envuelto en una vieja bata de Holmes, de manera que, visto desde la calle, la ilusión era perfecta.

—Confío en que tomaría usted todas las precauciones, señora Hudson —dijo Holmes.

—Me acerqué de rodillas, señor Holmes, tal como usted me dijo.

—Excelente. Lo ha hecho usted muy bien. ¿Se fijó en dónde fue a pegar la bala?

—Sí, señor. Me temo que ha estropeado su magnífico busto, porque le atravesó la cabeza y fue a aplastarse contra la pared. La recogí de la alfombra y aquí la tiene.

Holmes me la mostró.

—Una bala de revólver blanda, como puede ver, Watson. Una idea genial. ¿Quién iba a imaginar que se podía disparar esto con un fusil de aire comprimido? Muy bien, señora Hudson, le estoy agradecido por su cooperación. Y ahora, Watson, haga el favor de ocupar una vez más su antiguo asiento, ya que me gustaría discutir con usted varios detalles.

Se había despojado de la raída levita y era de nuevo el Holmes de los viejos tiempos, con el batín de color parduzco con que había vestido a su efigie.

—Los nervios del viejo shikari siguen tan bien templados como siempre, y su vista igual de aguda —dijo riendo, mientras inspeccionaba la frente reventada de su busto—. Un balazo en el centro de la nuca, que atraviesa el cerebro de parte a parte. Era el mejor tirador de la India y no creo que haya muchos en Londres que le superen. ¿No había oído hablar de él?

—Nunca.

—¡Qué injusta es la fama! Aunque, si no recuerdo mal, tampoco había usted oído hablar del profesor James Moriarty, que poseía uno de los mejores cerebros de este siglo. Haga el favor de pasarme mi índice de biografías, que está en ese estante.

Fue pasando las páginas con indolencia, echándose hacia atrás en su asiento y emitiendo grandes nubes de humo con su cigarro.

—Mi colección de emes es de lo mejorcito —dijo—. Sólo con Moriarty bastaría para dar prestigio a una letra, y aquí tenemos además a Morgan, el envenenador, Merridew, de funesto recuerdo, y Mathews, que me saltó el colmillo izquierdo de un puñetazo en la sala de espera de Charing Cross. Y aquí tenemos por fin a nuestro amigo de esta noche.

Me pasó el libro y leí: «Moran, Sebastian, coronel. Sin empleo. Sirvió en el 1° de Zapadores de Bengalore. Nacido en Londres en 1840. Hijo de sir Augustus Moran, C.B., ex embajador británico en Persia. Educado en Eton y Oxford. Sirvió en la campaña de Jowaki, en la campaña de Afganistán, en Charasiab (menciones elogiosas), Sherpur y Kabul. Autor de Caza mayor en el Himalaya occidental, 1881; Tres meses en la jungla, 1884. Dirección: Conduit Street. Clubes: el Anglo-Indio, el Tankerville, el Bagatelle Card Club.»

Al margen aparecía escrito, con la letra precisa de Holmes:

«El segundo hombre más peligroso de Londres.»

—Es asombroso —dije, devolviéndole el volumen—. La carrera de este hombre es la de un militar honorable.

—Es cierto —respondió Holmes—. Hasta cierto punto, se portó muy bien. Siempre fue un hombre con nervios de acero, y todavía se cuenta en la India la historia de cuando se arrastró por una acequia persiguiendo a un tigre herido, devorador de hombres. Algunos árboles, Watson, crecen derechos hasta cierta altura y de pronto desarrollan cualquier extraña deformidad. Lo mismo sucede a menudo con las personas. Sostengo la teoría de que el desarrollo de cada individuo representa la sucesión completa de sus antepasados, y que cualquier giro repentino hacia el bien o hacia el mal obedece a una poderosa influencia introducida en su árbol genealógico. La persona se convierte, podríamos decir, en una recapitulación de la historia de su familia.

—Una teoría bastante extravagante, diría yo.

—Bien, no insistiré en ello. Por la causa que fuera, el coronel Moran, empezó a descarriarse. Aún sin dar lugar a ningún escándalo público, la India le llegó a resultar demasiado incómoda. Se retiró, vino a Londres y también aquí adquirió mala reputación. Fue entonces cuando le localizó el profesor Moriarty, para quien actuó durante algún tiempo como jefe de su Estado Mayor. Moriarty le proporcionaba dinero en abundancia, y sólo le utilizó en uno o dos trabajos de primerísima categoría, que quedaban fuera del alcance de un criminal corriente. Quizás recuerde usted la muerte de la señora Stewart, de Lauder, en 1887. ¿No? Bueno, pues estoy seguro que Moran estuvo en el fondo del asunto; pero no se pudo demostrar nada. El coronel tenía las espaldas tan bien cubiertas que, incluso después de la desarticulación de la banda de Moriarty, resultó imposible acusarle de nada. ¿Se acuerda de aquella noche en que fui a su casa y cerré las contraventanas por temor a los fusiles de aire comprimido? Sabía muy bien lo que me hacía: estaba enterado de la existencia de este extraordinario fusil y sabía también que lo manejaba uno de los mejores tiradores del mundo. Cuando fuimos a Suiza, él nos siguió en compañía de Moriarty, y no cabe duda de que fue él quien me hizo pasar aquellos cinco minutos de infierno en la cornisa de Reichenbach.

Como podrá usted suponer, durante mi estancia en Francia leí con bastante atención los periódicos, a la espera de una oportunidad de echarle el guante. Mi vida no tenía sentido mientras él anduviese suelto por Londres. Su sombra pesaría sobre mí noche y día, y tarde o temprano encontraría una oportunidad de caer sobre mí. ¿Qué podía hacer? No podía buscarle y pegarle un tiro, porque iría a parar a la cárcel. Tampoco serviría de nada recurrir a un magistrado. Los jueces no pueden actuar basándose en lo que a ellos tiene que parecerles una sospecha disparatada. Así que no podía hacer nada. Pero seguía leyendo los sucesos, porque estaba seguro de que tarde o temprano le pillaría. Y entonces se produjo la muerte de este Ronald Adair. ¡Por fin había llegado mi oportunidad! Sabiendo lo que yo sabía, ¿no resultaba evidente que el coronel Moran era el culpable? Había jugado a las cartas con el joven; le había seguido a su casa desde el club; le había disparado a través de la ventana abierta. No cabía duda alguna. Sólo con las balas bastaría para echarle la soga al cuello. Así que vine inmediatamente. El hombre que vigilaba mi casa me vio, y yo estaba seguro de que informaría a su jefe de mi presencia. Como es natural, el coronel relacionaría mi súbito regreso con su crimen y se alarmaría terriblemente. No me cabía duda de que intentaría quitarme de en medio cuanto antes, para lo cual traería su arma asesina. Le dejé un blanco perfecto en la ventana y, después de avisar a la policía de que sus servicios podrían ser necesarios —por cierto, Watson, usted los localizó a la perfección en aquel portal—, me instalé en lo que me pareció un excelente puesto de observación, sin imaginar que él elegiría el mismo lugar para atacar. Y ahora, querido Watson, ¿queda algo por aclarar?

—Sí —dije—. No ha explicado todavía qué motivos tenía el coronel Moran para asesinar al honorable Ronald Adair.

—¡Ah, querido Watson, aquí entramos en el terreno de las conjeturas, donde la mente más lógica puede fracasar! Cada uno puede elaborar su propia hipótesis, basándose en las pruebas existentes, y la suya tiene tantas posibilidades de acertar como la mía.

—Pero usted tiene ya la suya, ¿no?

—Creo que no resulta difícil explicar los hechos. Quedó demostrado que el coronel Moran y el joven Adair habían ganado una suma considerable jugando de compañeros. Ahora bien, es indudable que Moran hizo trampas; sé desde hace mucho tiempo que las hacía. Supongo que el día del crimen Adair se dio cuenta que Moran era un tramposo. Lo más probable es que hablara con él en privado, amenazándole con revelar la verdad a menos que Moran se diese de baja en el club y prometiera no volver a jugar a las cartas. Es muy poco probable que un joven como Adair provocase un escándalo de buenas a primeras denunciando a un hombre muy conocido y mucho mayor que él. Lo lógico es que actuara tal como yo digo. Para Moran, quedar excluido de los clubes significaba la ruina, ya que vivía de lo que ganaba trampeando a las cartas. Así que asesinó a Adair, que en aquel mismo momento estaba calculando el dinero que tenía que devolver, ya que consideraba inaceptable quedarse con el fruto de las trampas de su compañero. Cerró la puerta para que las damas no le sorprendieran e insistieran en que les explicara lo que estaba haciendo con la lista y el dinero. ¿Qué tal se sostiene esto?

—Estoy convencido de que ha dado usted en el clavo.

—El juicio lo confirmará o lo desmentirá. Mientras tanto, y pase lo que pase, el coronel Moran no nos molestará más, el famoso fusil de aire comprimido de Von Herder pasará a adornar el museo de Scotland Yard, y Sherlock Holmes queda libre de nuevo para dedicar su vida a examinar los interesantes problemillas que la complicada vida de Londres nos plantea sin cesar.

2. La aventura del constructor de Norwood

—Desde el punto de vista del experto criminalista —dijo Sherlock Holmes—, Londres se ha convertido en una ciudad particularmente aburrida desde la muerte del llorado profesor Moriarty.

—No creo que encuentre usted muchos ciudadanos honrados que compartan su opinión —respondí yo.

—Bien, bien, ya sé que no debo ser egoísta —dijo él, sonriendo, mientras apartaba su silla de la mesa del desayuno—. Desde luego, la sociedad sale ganando y nadie sale perdiendo, con excepción del pobre especialista sin trabajo que ve desaparecer su oficio. Mientras aquel hombre se mantuvo activo, el periódico de cada mañana ofrecía infinitas posibilidades. Muchas veces se trataba tan sólo de una mínima huella, Watson, del indicio más leve, y, sin embargo, bastaba para que yo supiera que por allí andaba aquel magnífico y maligno cerebro, del mismo modo que el más ligero temblor en los bordes de la telaraña nos recuerda la existencia de la repugnante araña que acecha en el centro. Pequeños hurtos, asaltos violentos, agresiones sin objeto aparente... Para quien conociera la clave, todo se podía encajar de un modo coherente. No existía entonces una sola capital en Europa que ofreciera las oportunidades que Londres ofrecía para el estudio científico de las altas esferas del crimen. Pero ahora... —se encogió de hombros, en burlona desaprobación del estado de cosas al que tanto había contribuido él mismo.

En la época de la que estoy hablando, hacía varios meses que Holmes había reaparecido, y yo, a petición suya había traspasado mi consultorio y volvía a compartir con él los antiguos aposentos de Baker Street. Un joven doctor apellidado Verner había adquirido mi pequeño consultorio de Kensington, pagando con asombrosa celeridad el precio más alto que yo me atreví a pedir, un asunto que no quedó explicado hasta varios años más tarde, cuando descubrí que Verner era pariente lejano de Holmes y que en realidad había sido mi amigo el que aportó el dinero. Nuestros meses de asociación no habían sido tan anodinos como Holmes afirmaba, ya que, revisando mis notas, veo que este período incluye el caso de los documentos del ex-presidente Murillo y también el escandaloso asunto del vapor holandés Friesland, que estuvo a punto de costarnos la vida a los dos. Sin embargo, su carácter frío y orgulloso rechazaba por sistema todo lo que se pareciera al aplauso público y me hizo prometer, en los términos más estrictos, que no diría una sola palabra sobre él, sus métodos o sus éxitos; una prohibición que, como ya he explicado, no levantó hasta hace muy poco.

Tras expresar su excéntrica protesta, Sherlock Holmes se arrellanó en su sillón, y estaba desplegando el periódico de la mañana con aire despreocupado cuando a ambos nos sobresaltó un tremendo campanillazo en la puerta, seguido de inmediato por un fuerte repiqueteo, como si alguien estuviera aporreando con los puños la puerta de la calle. Cuando ésta se abrió, oímos una ruidosa carrera a través del vestíbulo y unos pasos que subían a toda prisa las escaleras. Un instante después, irrumpía en nuestra habitación un joven excitadísimo, con los ojos desorbitados, desmelenado y jadeante. Nos miró primero al uno y luego al otro, y al advertir nuestras miradas inquisitivas cayó en la cuenta de que debía ofrecer algún tipo de excusas por su desaforada entrada.

—Lo siento, señor Holmes —exclamó—. Le ruego que no se ofenda. Estoy a punto de volverme loco. Señor Holmes, soy el desdichado John Hector McFarlane.

Hizo esta presentación como si sólo con el nombre bastara para explicar su visita y sus modales, pero por el rostro impasible de mi compañero me di cuenta de que aquello le decía tan poco a él como a mí.

—Tome un cigarrillo, señor McFarlane —dijo Holmes, empujando su pitillera hacia él—. Estoy seguro de que, a la vista de sus síntomas, mi amigo el doctor Watson le recomendaría un sedante. Ha hecho tanto calor estos últimos días... Ahora, si se siente usted más tranquilo, le agradecería que tomara asiento en esa silla y nos contara muy despacio y con mucha calma quién es usted y qué desea. Ha pronunciado usted su nombre como si yo tuviera necesariamente que conocerlo, pero le aseguro que, aparte de los hechos evidentes de que es usted soltero, procurador, masón y asmático, no sé nada en absoluto de usted.

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