Read El Reino de los Muertos Online

Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (36 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
11.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
41

Cerré la caja y devolví los ojos a la oscuridad. Este regalo era una burla. Me había tendido una trampa. Sabía que le seguiría el rastro hasta su casa. Sabía que yo no entendía todavía lo que estaba haciendo. Los ojos eran como signos: me estaba vigilando. Y si me estaba vigilando, ¿qué más sabía? De pronto, el miedo me atenazó la garganta. Tal vez conocía la existencia de mi familia. Al fin y al cabo, los había visto en la fiesta de la terraza de Najt. Debía protegerlos. Enviaría a Jety de inmediato para organizar una guardia de seguridad. Pero entonces, otro pensamiento colisionó contra el primero: ¿cómo había sabido que yo había descubierto la relación con Mutnodjmet? Y después, otro aún más alarmante: habíamos dejado a Mutnodjmet sin vigilancia.

En cuanto la barca amarró en el puerto del palacio de Malkata, Simut y yo atravesamos las puertas de entrada custodiadas y corrimos por los largos pasillos. Yo me devanaba los sesos por recordar la ruta que conducía a los aposentos de Mutnodjmet, pero el laberinto en sombras del palacio me confundió.

—¡Condúceme a la oficina de Khay!

Simut asintió, y continuamos corriendo. No me molesté en llamar a las puertas, sino que irrumpí en la estancia. Estaba dormido como un tronco, roncando en su diván, la cabeza echada hacia atrás, todavía vestido, con la copa de vino vacía. Le sacudí con violencia, y se despertó como un hombre que acaba de sufrir un accidente. Nos miró sobresaltado.

—¡Condúcenos ahora mismo a los aposentos de Mutnodjmet!

Parecía perplejo, pero lo puse de pie y lo empujé a través de la puerta.

—¡Quítame las manos de encima! —gritó con su voz quejumbrosa—. Soy muy capaz de andar sin ayuda.

Las puertas del apartamento de Mutnodjmet estaban cerradas, y las cuerdas atadas y selladas. Cuando nos acercamos, sentí que algo crujía bajo mis pies. Perplejo, me agaché y vi, a la luz de nuestras lámparas, algo brillante. Recogí un poco con el dedo y me lo llevé a los labios. Sal de natrón. Debía de haberse derramado de un saco que alguien había entrado en los aposentos. Pero ¿por qué haría alguien semejante cosa?

Rompí los sellos de las puertas y entramos con cautela. Reinaban el silencio y la oscuridad. Ni rastro de los dos enanos. Sostuve la lámpara delante de mí y avancé por el pasillo que conducía al salón. Pero cuando pasé frente a los trasteros, vi algo raro. Habían derramado el contenido de dos de las grandes tinajas (grano y harina) en el suelo, y formaban pulcras pilas. Simut me miró. Abrí con cuidado la tapa de una tinaja. Acuclillada en su interior había una pequeña figura bañada hasta el pecho en su propia sangre. Miré con más detenimiento y vi el pomo de su cuchillo enjoyado clavado en el corazón. Le habían abierto la parte posterior de la cabeza. Destapé la otra. El mismo espectáculo.

Entramos en el salón. Se había producido un forcejeo. Los muebles estaban volcados. Había copas rotas en el suelo. Y en un banco bajo dorado yacía un bulto oscuro y gris. Aparté con cuidado puñados de sal. Las cuencas de los ojos de Mutnodjmet me miraron, blancas y vacías. Su rostro hueco, en el que brillaban cristales de sal, estaba reseco y arrugado como si el tiempo lo hubiera resecado de repente. Tenía los labios marchitos y exangües, y su boca abierta se veía tan seca como un trapo abandonado bajo el sol de mediodía.

—¿Qué le ha pasado? —susurró Simut.

—El natrón ha absorbido los fluidos corporales. A estas alturas, sus órganos internos habrán empezado a convertirse en una papilla marrón oscuro.

—¿Estaba viva cuando se lo hizo?

El soldado sacudió la cabeza al pensar en una barbarie tan sofisticada.

—Habrá tardado en morir. Debió enloquecer de sed. Y eso es lo que le fascina. Ver a la gente sufrir y morir, con todo lujo de detalles. Pero no estoy seguro de que lo haga tan solo por el placer de presenciar su dolor. El dolor es una parte más del procedimiento, no el objetivo. Busca otra cosa. Algo más original.

—Pero ¿qué? —preguntó Simut.

Contemplé a la pobre mujer sin ojos. Era la única pregunta importante.

Mientras regresábamos por el pasadizo, recordé el pequeño frasco de cristal que había encontrado en el laboratorio de Sobek. Lo abrí, pero no parecía contener nada, pese al tapón y la fecha, cuidadosamente anotada. Observé en el fondo un polvillo de residuos blancos centelleantes. Mojé el dedo y lo probé con cautela. Más sal, pero no de natrón. Otro tipo de sal. Su sabor me resultó familiar, pero no logré identificarla.

42

La magnífica nave capitana de Horemheb,
Gloria de Menfis
, estaba anclada en las aguas serenas del lago. Erigida sobre su superficie cristalina, parecía un arma amenazadora. El Ojo de Horus estaba pintado de forma repetida a lo largo del casco, lo cual procuraba protección especial. Entre los ojos había imágenes de la cabeza de carnero de Amón, así como halcones alados y la figura del rey aplastando a sus enemigos. En los puestos de vigía laterales se reflejaba desafiante la figura de Montu, dios de la Guerra. Las camaretas estaban pintadas con círculos multicoloreados. Incluso las palas de los remos estaban adornadas con el Ojo de Horus. La amenaza se veía intensificada por los cadáveres de siete soldados hititas, colgados cabeza abajo, que giraban lentamente mientras se pudrían bajo el sol de la mañana.

—Me pregunto si ya habrá hecho acto de presencia —dije a Simut, mientras contemplábamos aquel bajel amedrentador.

—No. Esperará a efectuar su entrada triunfal en el palacio.

—¿Le conoces en persona? —pregunté.

Simut contempló el barco.

—Yo era cadete en Menfis cuando él ya era subjefe del Cuerpo del Norte. Recuerdo que vino para celebrar una fiesta privada en honor a los oficiales prometedores de la División Ptah. Ya se había casado con un miembro de la familia real. Todo el mundo sabía que pronto ascendería a general, y le trataban casi como si fuera el rey. Su discurso fue interesante. Dijo que los sacerdotes de Amón tenían un gran defecto: su empresa estaba fundada sobre la riqueza, y en su opinión, el deseo de riquezas nunca se ve satisfecho en los seres humanos, sino que se exacerba y da lugar a la decadencia y la corrupción. Defendió que esto crearía necesaria e inevitablemente un ciclo de inestabilidad en las Dos Tierras, y por lo tanto nos haría vulnerables a nuestros enemigos. Dijo que el ejército tenía el sagrado deber de romper este ciclo, reforzando el gobierno del orden. Pero solo podía conservar el derecho a hacerlo si observaba una pureza moral absoluta.

—Cuando los hombres hablan de pureza moral, se refieren a que han ocultado sus impurezas morales bajo una ilusión de virtud —dije.

Simut me miró.

—Hablas bien para ser un agente de los medjay.

—Sé de lo que hablo —repuse—. Los hombres no son capaces de alcanzar la pureza moral absoluta. Y eso es bueno, desde mi punto de vista, porque en ese caso no serían humanos.

Simut rezongó y continuó contemplando el gran bajel anclado en el puerto.

—También comentó algo acerca de la familia real que nunca he olvidado. Dijo que su prioridad era la perpetuación de su dinastía como representantes de los dioses en la tierra. Y por supuesto, cuando esa prioridad coincidía con los intereses de las Dos Tierras, todo iba bien. Pero también dijo que cuando aparecía un trastorno o una disensión, o cuando la familia real fallaba en sus deberes divinos, las Dos Tierras debían identificar sus necesidades y valores como fundamentales. No los de la familia real. Y por consiguiente, solo el ejército, que no deseaba ni el poder ni la riqueza, sino únicamente la afirmación de nuestro orden en todo el mundo, tendría la sagrada obligación de defender su gobierno, con el fin de garantizar la supervivencia de las Dos Tierras.

—¿Y a qué crees que se refería con «trastorno o disensión»? —pregunté.

—Estaba insinuando los peligros inherentes a que un rey demasiado joven para gobernar con sentido común hubiera heredado las Coronas, bajo la tutela de un regente cuyos intereses eran oscuros. Pero creo que se refería a otra cosa.

Bajó la voz.

—Creo que se refería a la continuidad en privado del culto a Atón en el seno de la familia. El dios prohibido del padre. Aquella peligrosa religión que ya había provocado un caos terrible en la memoria reciente, y que no podía volver a prosperar. Implicaba que el ejército no toleraría la menor señal de su regreso a la vida pública.

—Creo que tienes razón. Y eso también sigue siendo un defecto de Anjesenamón. Porque al igual que su marido, le cuesta desligarse no solo de los fracasos de su padre, sino de la raíz del problema: la religión prohibida.

Anjesenamón estaba en la cámara con sus damas, que la estaban preparando para la recepción oficial. Los intensos aromas de perfumes y aceites flotaban en la atmósfera calma. Pequeños tarros dorados, así como estuches de cristal azules y amarillos, estaban abiertos ante ella. Sostenía en las manos un pez hecho de cristal azul y amarillo, y estaba vertiendo una esencia muy perfumada de sus labios fruncidos.

—Horemheb ha solicitado audiencia. Hoy a mediodía —dijo.

—Tal como esperábamos.

Me miró, y después volvió a examinar con detenimiento su apariencia en el bruñido espejo de cobre. Llevaba una hermosa peluca con trenzas de pelo corto y rizado, y una túnica plisada del mejor lino con flecos dorados, sujeta bajo el seno derecho con el fin de realzar su figura. De sus brazos colgaban brazaletes y cobras sinuosas doradas. Del cuello, mediante hilos tan finos que eran casi invisibles, pendían varios colgantes y un trabajado pectoral de oro que representaba a Nejbet, la diosa Buitre, que sostenía los símbolos de la eternidad, con las alas azules desplegadas en un gesto protector. Después, sus ayudantes depositaron alrededor de sus hombros una notable prenda, un chal compuesto de pequeños discos dorados. Se dio la vuelta, y destellaron deslumbrantes a la luz de las velas. A continuación, sus ayudantes le calzaron sandalias, chancletas de oro delicado, las correas adornadas con florecillas doradas. Y por fin, depositaron sobre su cabeza la alta corona, sujeta mediante una cinta dorada adornada con cobras protectoras. Cuando la había visto por última vez vestida con prendas reales, parecía angustiada. Hoy, su aspecto era sorprendentemente majestuoso.

Se volvió hacia mí.

—¿Qué aspecto tengo?

—Pareces la reina de las Dos Tierras.

Sonrió complacida. Contempló el pectoral.

—Esto pertenecía a mi madre. Espero que algo de su gran espíritu me proteja.

Entonces, al intuir mi estado de ánimo lúgubre, me miró de nuevo.

—Ha pasado algo, ¿verdad? —preguntó de repente.

Asentí. Comprendió, y despidió a las damas. Cuando estuvimos solos, le comuniqué la noticia de la muerte de Mutnodjmet. Se sentó muy quieta, mientras rodaban lágrimas por sus mejillas, las cuales estropearon el maquillaje de kohl y malaquita que se había aplicado con tanto cuidado. Sacudió la cabeza una y otra vez.

—Le he fallado. ¿Cómo ha podido ocurrir en el palacio, mientras yo estaba aquí durmiendo?

—Sobek es muy listo.

—Pero Ay y Horemheb son tan culpables de su muerte como este hombre malvado y repulsivo. La encerraron, la enloquecieron. Era el último miembro de mi familia. Ahora estoy sola. Fíjate en mí.

Echó un vistazo a su atavío real.

—No soy más que una estatua para estas prendas.

—No, eres mucho más que eso. Eres la esperanza de las Dos Tierras. Eres nuestra única esperanza. Sin ti, el futuro es oscuro. No lo olvides.

Cuando la reina entró, mil personas hicieron una reverencia y guardaron silencio. La sala de recepciones de palacio había sido lujosamente preparada para la visita de Horemheb. Ardía incienso en cuencos de cobre. Enormes y trabajados ramos de flores estaban dispuestos en jarrones. La guardia de palacio flanqueaba el camino hasta el trono. Reparé en que Ay no se hallaba presente. La reina subió al estrado, se volvió hacia sus funcionarios y tomó asiento. Y después, todos esperamos en un silencio que debimos soportar más tiempo del previsto. El general llegaba con retraso. El goteo de la clepsidra medía el paso del tiempo y la creciente humillación de su ausencia. Miré a la reina. Era ducha en este juego y mantenía la compostura. Por fin, oímos la fanfarria militar, y de repente el general atravesó la cámara, seguido de sus lugartenientes. Se detuvo ante el trono, miró con arrogancia a la reina e inclinó la cabeza. Ella continuó sentada. El estrado le concedía la ventaja de estar más alta que el general.

—Levanta la vista —dijo en voz baja.

El hombre obedeció. La reina esperó a que hablara.

—Vida, prosperidad y salud. Mi lealtad es famosa a lo largo y ancho de las Dos Tierras. La deposito, y con ella mi vida, a tus pies.

Sus palabras resonaron en la cámara. Mil pares de oídos estaban atentos al menor matiz.

—Hace mucho que confiamos en tu lealtad. Es más que oro para nosotros.

—Es la lealtad lo que me alienta hoy —contestó el general de forma ominosa.

—Pues di lo que piensas, general.

El hombre la miró, se volvió hacia la cámara y habló a todos los reunidos.

—Lo que deseo decir solo debe escucharlo la reina, y precisa mayor intimidad.

Ella inclinó la cabeza.

—Nuestros ministros son uno con nosotros. ¿Qué asunto no puede ser escuchado por ellos?

El general sonrió.

—No se trata de asuntos de estado, sino personales.

Ella le examinó con detenimiento. Después, se levantó y le invitó a acompañarla a la antecámara. Él la siguió, y yo también. El general se volvió hacia mí, furioso, pero la reina habló con firmeza.

—Rahotep es mi guardia personal. Va a todas partes conmigo. Yo respondo de su integridad y silencio.

No tuvo otro remedio que aceptar.

Me quedé junto a la puerta, como un guardia de seguridad. Se sentaron el uno frente al otro en divanes. El general no parecía a gusto en aquel entorno más doméstico, como si las paredes y los almohadones le fueran ajenos. Sirvieron vino, y después los criados se esfumaron. Ella respetó el silencio y esperó a que él hablara.

—Sé que el rey ha muerto. Te ofrezco mi sentido pésame.

Observó la reacción de la reina con atención.

—Acepto tu pésame. Del mismo modo que aceptamos tu lealtad. También te ofrecemos nuestro pésame por la espantosa y prematura muerte de tu esposa, mi tía.

En lugar de sorpresa o dolor por la noticia, el hombre se limitó a asentir.

BOOK: El Reino de los Muertos
11.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Transmaniacon by John Shirley
Fuego mágico by Ed Greenwood
The Mask of Troy by David Gibbins
Witchlanders by Lena Coakley
Code Breakers: Beta by Colin F. Barnes
Conceived in Liberty by Murray N. Rothbard