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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (43 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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—¿Puedo sostenerlo? —preguntó Anjesenamón.

Mi mujer le pasó el niño, y la reina de las Dos Tierras le sostuvo con cuidado y contempló su cara, que la examinaba vacilante. La reina rió de su expresión timorata.

—No está seguro de mí —dijo.

Entonces, el niño la honró respondiendo a su carcajada con su mejor sonrisa, y el rostro de Anjesenamón se iluminó, expresando el placer de aquel momento.

—Es un gran don tener hijos —dijo en voz baja, y le retuvo un momento más antes de devolverlo de mala gana a su madre.

Convencí a las chicas de que nos dejaran, y obedecieron, contentas de hacer reverencias y caminar hacia atrás, y tropezaron unas con otras a causa del entusiasmo cuando salieron de la sala. Entonces, nos quedamos solos de nuevo.

—Imagino que no habrás venido solo a pagarme, y para conocer a mis hijos.

—No. Tengo una especie de invitación para ti. Aunque también es una petición.

—¿Cuál es?

Ella respiró hondo y suspiró.

—Los Días de Purificación han terminado. Ha llegado el momento de enterrar al rey. Pero tengo un problema.

—¿Horemheb?

Ella asintió.

—Es absolutamente necesario que tome una decisión. Le he mantenido a distancia como mejor he podido, y creo que está casi convencido de que aceptaré su oferta. Ay también cree que me daré cuenta de la sabiduría de su propuesta.

—Por lo tanto, el momento en que reveles tu decisión será peligroso —dije.

—Sí, y debo actuar en cuanto hayan enterrado al rey. He decidido que, de momento, los necesito a ambos, si quiero reclamar las coronas y perpetuar mi dinastía. En lo tocante a Ay, ha ofrecido apoyarme como reina, siempre que continúe controlando las oficinas y la estrategia de las Dos Tierras. Tendría que aceptar su acceso al trono…

Se fijó en mi expresión de estupor, pero continuó.

—Pero a cambio conservo mi posición y mi independencia, y desarrollo mis propios contactos, relaciones y apoyo entre las oficinas del gobierno. Conferiré legitimidad útil a su autoridad. Ay es viejo, y no tiene hijos. Solo reinará unos pocos años, antes de transferirme toda su autoridad e influencia, para después morir. Así lo hemos acordado. Es lo mejor que puedo hacer.

—¿Y Horemheb?

—Eso es más difícil. Pese a la repulsión que me despierta, he tenido que considerar todas las opciones, todas las alternativas. Tiene fuerzas poderosas que le apoyan. Se encuentra al mando de algo más de treinta mil hombres. Su generación está compuesta de hombres nuevos, y el nuevo ejército ha sido un camino hacia el poder y el éxito para aquellos que, de otra forma, no tendrían nada. ¡Imagina de lo que serían capaces! Sin embargo, su acceso al poder le pondría en conflicto directo con Ay y las oficinas, y creo que esto provocaría tanta inestabilidad en las Dos Tierras como si se hubieran declarado la guerra. Ambos lo saben, y ambos reconocen que no les concede una clara ventaja. En este momento, la guerra civil no beneficiaría a nadie. Por otra parte, casi todas las divisiones de Horemheb se encuentran muy lejos, enzarzadas en las guerras contra los hititas. Aunque se negociara una tregua, tardarían meses en regresar, y el general lo consideraría un fracaso en toda regla. Pero sigue siendo muy peligroso.

«Gracias a ti, poseo la información necesaria sobre el tráfico de amapola opiácea, y podría utilizarla para dañar su reputación de pureza moral. Pero será muy difícil demostrarlo, y por encima de todo considero casi imposible identificarlo como el cerebro de la trama. También he decidido que dicha controversia sería muy perjudicial en un momento en que hay que esforzarse por crear una nueva unidad. Por consiguiente, todavía necesito contenerle, como un león en un cercado, de tal forma que el ejército siga más o menos colaborando dentro del ámbito de nuestra autoridad. Y para hacerlo, en el mundo real de los hombres y la ambición, he de tentarle con algo que él desea. De modo que le ofreceré la perspectiva del matrimonio, pero con la condición de que espere hasta la muerte de Ay. Y tal vez, si la suerte se pone de mi lado, se revelará una mejor posibilidad antes de eso, porque la verdad es que jamás podría compartir mi cama con ese hombre. Tiene el corazón de una rata.

Estuvimos callados unos momentos.

—Dijiste que tenías un ruego —le recordé.

—De hecho, dije que era una «petición», y también una invitación —contestó.

—¿Cuál es?

Hizo una pausa, nerviosa.

—¿Me acompañarás al entierro del rey? Tendrá lugar mañana por la noche.

52

Y así me sumé al cortejo fúnebre de Tutankhamón, en otro tiempo Imagen Viviente de Amón y Señor de las Dos Tierras, para acompañarlo, como él me había pedido en sus horas finales, hasta la eternidad. El cuerpo yacía en la cámara de palacio, envuelto en un sudario de lino blanco, dentro del ataúd más recóndito. Su aspecto era pulcro y limpio, como una muñeca grande bien hecha engarzada con hilo de oro y adornada con amuletos.

Anjesenamón rodeó su cuello con un collar de flores frescas azules, blancas y verdes. También exhibía alrededor del cuello un buitre de oro, y debajo un escarabeo. Sobre el pecho descansaba un halcón de oro. Tenía los brazos cruzados, y un par de manos doradas sujetaban el cayado y el látigo de la realeza. Recordé que yo había sido la última persona en sostener la mano del rey, mientras su vida se le escapaba. Sobre el sudario había un objeto de gloria y maravilla increíbles: una máscara mortuoria de oro puro, creada con la destreza más profunda de los orfebres, con el rostro orgulloso del dios Osiris. Pero el artesano también había recreado con precisión los ojos de Tutankhamón, astutos, vigilantes y brillantes, bajo las curvas de lapislázuli oscuras de sus cejas. Hechos de cuarzo y obsidiana, contemplaban la eternidad con confianza. El buitre y la cobra brillaban protectores sobre su rostro. Pensé que era el rostro que él hubiera deseado poseer para ir al encuentro de los dioses.

Atravesamos el palacio. Me permitieron andar detrás de Anjesenamón y al lado de Simut, quien me saludó con un cabeceo, contento de verme. Ay caminaba al lado de la reina. Estaba chupando otra pastilla de clavo y canela, cuyo olor percibía yo de vez en cuando. Volvían a dolerle las muelas. Era difícil sentir compasión. Cuando salimos por la entrada occidental del palacio, el aire de la medianoche era fresco, y las estrellas centelleaban en las profundidades del océano eterno de la noche. La momia, dentro de su ataúd abierto, fue depositada sobre un catafalco dorado protegido por frisos de cobras talladas y adornado con guirnaldas. Los demás ataúdes, uno dentro del otro, le seguían detrás sobre otras andas arrastradas por bueyes, pues su peso era enorme. Doce funcionarios de alto rango, incluidos Khay y Pentu, iban vestidos de blanco, con cintas blancas de luto sobre la frente. A una señal alzaron la voz como un solo hombre, y después tiraron de las cuerdas para arrastrar el primer catafalco, más liviano, sobre sus ruedecillas, que se desplazaban sobre las piedras del Camino de la Procesión.

Seguimos por el camino principal, primero hacia el oeste y después hacia el norte. A lo lejos, los largos y bajos edificios del templo de Hatshepsut se recortaban contra los riscos plateados por la luna. Fue un viaje lento y trabajoso. Simut había dispuesto en los puntos estratégicos de la ruta tropas de guardias, provistos de potentes arcos. La tierra se hallaba silenciosa bajo la inspección de la luna. Las sombras de la noche caían repartidas de forma extraña. Llegamos por fin al abrazo del Valle de los Reyes, y después nos encaminamos hacia el oeste, giramos a la izquierda, y luego de nuevo a la izquierda, hasta internarnos en el valle de la necrópolis más secreta del este del valle, y pasamos lentamente entre los inmensos y erosionados baluartes de roca, en dirección a la entrada de la tumba.

Cuando arribamos por fin, vi tesoros y pilas de objetos que ya habían sido descargados y dispuestos bajo sábanas de lino blanco, como si un gran palacio se estuviera mudando de emplazamiento. Debían de ser los tesoros funerarios que amueblarían la tumba después de que terminaran los ritos, y hubieran colocado y sellado los ataúdes dentro de los sarcófagos.

Los dieciséis escalones de piedra tallada que descendían a la tumba estaban iluminados por lámparas, y mientras todo el mundo se preparaba para los ritos que iban a tener lugar, yo bajé. Me sorprendió lo que la luz de las lámparas revelaba: la entrada de la tumba aún no estaba terminada, y de hecho daba la impresión de que acababan de limpiar el pasadizo para la ceremonia. En los peldaños vi abandonados tarros con vendajes y natrón, así como los pellejos de agua de los obreros, abandonados apresuradamente a un lado. Atravesé la puerta tallada en la roca y entré en la Sala de Espera.

Allí también el trabajo estaba sin terminar. En el suelo inclinado y en la piedra de las paredes se veían las marcas rojas y las líneas directrices de los albañiles. No habían barrido del suelo desconchones ni fragmentos de piedra caliza. Destellos dorados en las paredes indicaban los puntos donde los muebles reales habían raspado la piedra, debido a las prisas de los porteadores. La atmósfera olía a elementos quemados (cera de vela, aceite, incienso, juncos), incluso la piedra de las paredes y los techos bajos parecían impregnados de la historia acre de los numerosos cinceles que habían horadado el lecho de roca, astilla a astilla, golpe a golpe.

Me desvié a la derecha y entré en la cámara funeraria. Las paredes estaban adornadas, pero de un modo sencillo y nada ostentoso. Era evidente que no habían tenido tiempo para nada más majestuoso y elaborado. Las numerosas secciones sólidas del sepulcro de oro comprendían cuatro enormes cajas, cada una dentro de la otra, apoyadas contra las paredes a la espera de ser ensambladas en las reducidas dimensiones del espacio oscuro, una vez los ataúdes hubieran sido colocados dentro del sarcófago. Cada sección de gloriosa madera dorada llevaba instrucciones inscritas en el lado interior sin dorar, qué extremo coincidía con cuál, etcétera. Un inmenso sarcófago de piedra amarilla ya ocupaba casi todo el espacio de la cámara. Cada esquina estaba labrada con las detalladas alas protectoras superpuestas de las deidades.

Giré a la derecha de nuevo y contemplé el tesoro. Ya estaba provisto de muchos objetos: el gran sepulcro impediría sacar ninguno de la cámara funeraria. Lo primero que vi fue una talla de tamaño natural de Anubis, reluciente y negro, con las largas orejas apuntadas hacia arriba como si escuchara con atención, bajo una manta que alguien había depositado sobre su espalda, como si quisiera calentarle en la oscuridad infinita de su vigilancia. Detrás de él había un enorme sepulcro canopo de oro. Habían colocado y sellado a lo largo de una pared muchos sepulcros y cofres negros. En la pared opuesta había más sepulcros cuadrados. Al lado de Anubis había una fila de cofres de marfil y madera.

Abrí uno cuando nadie miraba. Contenía un hermoso abanico de plumas de avestruz. Su inscripción rezaba: «Hecho de plumas de avestruz obtenidas por su majestad cuando cazaba en los desiertos al este de Heliópolis». Pensé en el abanico que me había prometido. Encima de estos cofres descansaban varios barcos en
miniatura
, fabricados con mucha atención al detalle y pintados de vivos colores, junto con velas y jarcias en miniatura. Reparé en una pequeña caja de madera que había a mis pies. Sin poder resistir la tentación, levanté la tapa y vi dos diminutos ataúdes dentro: las hijas nacidas muertas de Anjesenamón, supuse.

Mientras estaba reflexionando sobre estos pequeños restos abandonados entre el batiburrillo de objetos de oro, Khay se reunió conmigo.

—Si esas niñas hubieran nacido sanas, hoy viviríamos en un mundo muy diferente —dijo.

Asentí.

—Aquí hay muchas reliquias familiares. Objetos que llevan los nombres de la familia, y otros con la imagen de Atón —dije.

—Es cierto. Mira estos, por ejemplo: paletas, cajas y pulseras que pertenecían a sus hermanastras. Y esperando allí arriba, escondido bajo las sábanas de lino, hay vino de la ciudad de Ajtatón, y tronos reales con el símbolo de Atón. Son cosas particulares, pero ahora prohibidas, encerradas por toda la eternidad en esta tumba. Así está bien.

—Imagino que si Horemheb se apoderara de estos tesoros, la circunstancia jugaría en su favor. Podría utilizarlos para chantajear a Anjesenamón, acusándola de lealtad secreta a la religión desterrada. De modo que Ay está aprovechando esta oportunidad para enterrar los símbolos de un pasado fracasado, junto con el último rey de dicha época.

—Exacto. De ahí tantas prisas y secretismo.

—Y fíjate a qué se reduce todo: madera, oro, joyas y huesos.

Volvimos a subir la escalera hacia el mundo nocturno. Vi que las estrellas empezaban a desvanecerse. El amanecer no tardaría en revelarse. Había llegado el momento de llevar a cabo los últimos rituales. Ay iba vestido con la piel de leopardo de sacerdote, y sobre su vieja cabeza descansaba la Corona Azul de la monarquía, adornada con discos dorados. Sería él quien se encargaría del rito de la Apertura de la Boca, y al hacerlo afirmaría su sucesión. Colocaron en posición vertical el ataúd que contenía la momia, y Ay se apresuró a alzar el
pesesh kef
bifurcado hacia la boca del rey difunto, y después hacia los demás órganos sensoriales (nariz, oídos y ojos), con el fin de restaurar sus poderes y permitir que el espíritu del rey volviera a reunirse con su cuerpo, de forma que pudiera resucitar en la siguiente vida. Todo se hizo siguiendo las instrucciones, pero a la mayor velocidad posible, como si Ay temiera que fueran a interrumpirlo. Reparé en que los guardias de Simut estaban apostados a lo largo de los puntos elevados del valle y cerca de la entrada.

Bajaron los ataúdes a la tumba con grandes esfuerzos. Nuestro pequeño grupo de dolientes los seguimos. Una vez en la Sala de Espera, la atmósfera era densa y calurosa. Nadie hablaba, pero se oía con claridad la respiración de los presentes, nerviosa y pesada debido a la extraña acústica de la cámara. Tan solo pude distinguir fragmentos de actividad por encima de las cabezas de los demás hombres, mientras continuaban los ritos en la cámara funeraria. Vi que alzaban el ataúd con un enorme esfuerzo, distinguí el destello de un amuleto, y percibí el olor a resina caliente cuando la vertían en el ataúd más recóndito. Oraciones y encantamientos flotaban en el aire. Por fin, depositaron la tapa de piedra del sarcófago. Oí los quejidos de cuerdas y poleas, los gruñidos de los hombres mientras trabajaban en el angosto espacio. Entonces, se oyó un repentino crujido y una exclamación ahogada de los testigos. Uno de los obreros había dejado caer su esquina, y la tapa de piedra se había partido en dos al golpear el sarcófago. El supervisor, al comprender que no se podía hacer nada, dio una palmada. Juntaron las piezas rotas, las sellaron a toda prisa con aljez y pintaron de amarillo la grieta para disimularla.

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