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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (42 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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—¿Dónde está mi hijo?

La sangre borboteó en su boca cuando intentó reír. Apreté sus ojos con los pulgares.

—¿Qué ves ahora? —susurré en su oído—. Nada. No hay nada. No eres nada. El Otro Mundo no existe. Esta oscuridad que ves es tu eternidad.

Apreté más y más, hundiendo los ojos en sus cuencas, y sus pies patearon el polvo como un nadador ahogándose en tierra firme. Chilló como un roedor y noté sangre bajo mis dedos. Seguí apretando hasta que su malvado corazón bombeó las últimas gotas de sangre negra de su cuerpo y murió.

Propiné una patada a su cuerpo inútil, una y otra vez, pateé los restos de su cara hasta quedarme sin fuerzas. Después, me derrumbé en el suelo, llorando a causa de la derrota. Pues su muerte no había logrado nada. Me había equivocado. La lámpara de aceite se estaba apagando. Ya no me importaba.

Y entonces… Oí algo. Muy lejos: el sonido de un niño, que despertaba de una pesadilla y se encontraba solo en la oscuridad, lloraba y chillaba…

—¡Ya voy!

Los sollozos de Amenmose aumentaron de intensidad.

Tot saltó antes que yo y se precipitó hacia las grandes bolsas de oscuridad, pero cuando se desviaba a izquierda o derecha lo hacía con seguridad y me guiaba. Y todo el rato nos íbamos gritando, padre e hijo, gritando por la vida.

Tot le localizó al final de una de las galerías más profundas. Su cabecita sobresalía por encima del borde de una maceta lo bastante grande para albergar a un mandril adulto. Tenía la cara pegajosa a causa de las lágrimas y el polvo, y sus gritos eran inconsolables. Busqué una piedra para partir la maceta sin hacerle daño. Besé al niño c intenté calmarlo un poco, mientras repetía «Amenmose, hijo mío» una y otra vez. El primer golpe no rompió la maceta. El niño bramó con más desesperación todavía. Después, con otro golpe más firme, la maceta se rajó. Aparté los fragmentos, el polvo cayó en cascada, y por fin abracé el cuerpo tembloroso, frío y sucio de mi hijo.

La lámpara se estaba agotando. Teníamos que salir antes de que la luz se apagara. Grité una orden a Tot. Chilló como si me entendiera y saltó hacia delante. Sujeté al niño bajo mi brazo y corrí tras él, incapaz de proteger la llama al mismo tiempo.

No tardó en parpadear y morir.

Oscuridad absoluta. El niño gimoteó y empezó a llorar de nuevo. Intenté consolarlo.

—¡Tot!

El mandril saltó a mi lado, y a tientas y gracias a la costumbre sujeté la correa a su collar. Se internó en la negrura, y no pude hacer otra cosa que seguirle, intentando proteger al niño mientras nos golpeábamos contra las paredes y tropezábamos en el suelo irregular. La esperanza, la más delicada de las emociones, parpadeaba en mí como la luz de la lámpara. Besé desesperado los ojos de mi hijo. Se había callado, como si mi presencia en la oscuridad lo consolara y cualquier destino fuera ahora aceptable.

Y entonces, vi un breve destello en la oscuridad. Tal vez lo había imaginado, un producto de mi cerebro desesperado. Pero Tot volvió a chillar, y después la luz se duplicó, y oí que me llamaban gritos procedentes del mundo de la vida y la luz diurna. Grité a mi vez. Las luces giraron y se congregaron, avanzaron hacia mí, como una sagrada liberación de las sombras. Cuando se acercaron bajé la vista hacia la cara de mi hijo. Tenía los ojos abiertos de par en par, mientras miraba las luces en la oscuridad, como algo surgido de una fábula que aportara un final feliz a una historia terrorífica.

A la luz temblorosa de la primera lámpara reconocí un rostro familiar, temeroso y aliviado a la vez. Jety.

50

Cuando entré con Amenmose en casa, Tanefert cayó de rodillas, con la boca abierta en un aullido silencioso de dolor y alivio. Lo retuvo en la fortaleza de sus brazos y no le soltó. Cuando por fin, con dulces palabras, conseguí arrancárselo de los brazos y tenderlo en el sofá, ella se revolvió contra mí y me pegó con los puños, me abofeteó como si quisiera partirme en dos. Me alegré de permitírselo.

Después, lavó al niño con agua fría y un paño, con infinita ternura, mientras le hablaba en voz baja. Estaba cansado e irritable. Luego lo veló mientras dormía, como si no fuera a abandonarlo jamás. Tenía la cara bañada en lágrimas. Evitó mi mirada. Yo era incapaz de hablar. Intenté acariciarle la mejilla con la mano, pero no me hizo caso. Estaba a punto de retirarla, cuando ella la asió, besó y retuvo. Yo la rodeé entre mis brazos, y ella me abrazó con tanta fuerza como había abrazado a nuestro hijo.

—No me perdones nunca, porque yo nunca me lo perdonaré —dije al fin.

Me miró con sus ojos oscuros, ahora serenos.

—Me prometiste que no permitirías que tu trabajo pusiera en peligro a nuestra familia —se limitó a decir.

Tenía razón. Apoyé la cabeza en mis manos. Ella me acarició la cabeza, como si fuera un niño.

—¿Cómo se lo llevó?

—Tuve que ir a comprar comida. Los niños se habían cansado de comer lo mismo una y otra vez. Estaban aburridos, frustrados. Yo no podía quedarme en casa todo el día. No era posible. Así que decidí ir al mercado. Dejé a la criada a cargo de los niños. El guardia estaba en la puerta. La mujer dice que estaban jugando en el patio, mientras ella hacía la colada. De pronto, oyó gritos. Salió corriendo, y Amenmose había desaparecido. La puerta estaba abierta. El guardia yacía en el suelo, y manaba sangre de su cabeza. Sejmet intentó detenerlo mientras se llevaba a Amenmose. El hombre la golpeó. Ese monstruo golpeó a mi hija. Fue culpa mía.

Se aovilló y sollozó. Lágrimas estériles anegaron mis ojos. Ahora me tocó a mí consolarla entre mis brazos.

—Ese monstruo ha muerto. Yo lo maté.

Tanefert alzó su llorosa cara, sorprendida, y comprendió que era verdad.

—Te ruego que hoy no me hagas más preguntas. Hablaré de eso cuando pueda. Pero está muerto. Ya no volverá a hacernos daño —prometí.

—Ya nos ha hecho demasiado —replicó mi mujer, con una sinceridad que me partió el corazón.

Las chicas asomaron la cabeza desde detrás de la cortina. Tanefert alzó la vista y forzó una sonrisa.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Thuyu, mientras se mordisqueaba la trenza.

—Está dormido, así que no alcéis la voz —dije.

Nekmet le miró.

Pero, al verlo, Sejmet se derrumbó. Vi el círculo morado que rodeaba su ojo, los arañazos en los brazos, las heridas en las piernas. Tragó saliva y enormes lágrimas acudieron a sus ojos.

—¿Cómo pudiste permitir que le pasara eso? —gritó con su voz rota, casi sin respiración.

Sentí que la vergüenza me cubría como una capa de barro. La besé con dulzura en la frente, sequé sus lágrimas y dije a todas:

—Lo siento mucho.

Y me marché.

Me senté en el banco del patio. Los sonidos de la calle me llegaban amortiguados, como desde otro mundo. Pensé en todo lo sucedido desde la noche en que Jety llamó a la pared contigua a la ventana. Mi corazón estaba martilleando en mis costillas. Al abandonarla, había puesto en peligro a mi familia. En aquel momento, no me había parecido así. Tal vez no me había quedado otra alternativa. Pero Tanefert tiene razón: siempre puedes elegir. Yo había elegido el misterio, y había pagado el precio. Ignoraba cómo podría curar la herida.

Fue Sejmet quien vino en mi busca. Estaba sorbiendo por la nariz, y se secaba la cara con la túnica. Pero se sentó a mi lado, dobló las piernas con elegancia bajo el cuerpo y se recostó contra mi costado. La rodeé con un brazo.

—Lo siento, te dije algo horrible —dijo en voz baja.

—Era la verdad. Confío en que siempre me digas la verdad.

Asintió, como si, en los últimos tiempos, los pensamientos se agolparan en su cabeza.

—¿Por qué se llevó ese hombre a Amenmose?

—Porque quería hacerme daño. Quería demostrarme que era capaz de arrebatarme una de las cosas más importantes del mundo para mí.

—¿Por qué haría alguien algo semejante?

—Creo que no lo sé. Puede que nunca lo sepa.

—¿Qué fue de él?

—Está muerto.

Asintió, reflexionó sobre mis palabras, pero no dijo nada más, y seguimos sentados juntos, escuchando el ruidoso caos de la vida callejera, mientras el sol se iba alzando, expulsaba las sombras y escuchábamos los ruidos de las chicas al preparar la comida en la cocina, discutiendo y riendo de nuevo.

51

En cuanto supe que mi familia estaba a salvo, fui al palacio una vez más para entregar mi informe final. Me angustiaba la idea de volver a entrar en aquel reducto de sombras, pero Anjesenamón necesitaba con desesperación saber qué había descubierto sobre Horemheb, su forma de financiar el nuevo ejército, sus tratos con Sobek. Esta información sería crucial en sus negociaciones. Podría utilizar aquella información contra el general, insinuando que estaba enterada de todo y que podía revelar lo que sabía, para así ponerlo al descubierto y sustituirlo. Contaría con el poder de negociar una tregua entre ella, Ay y Horemheb. La reina, Khay y Simut me habían mirado estupefactos mientras lo explicaba todo. En cuanto me hubieron interrogado a su plena satisfacción, me excusé. Dije que necesitaba estar a solas con mi familia, recuperarme de todo lo sucedido. Hice una reverencia, caminé hacia atrás y, sin pedir permiso, di media vuelta. Esperaba de todo corazón no tener que volver a pisar aquellas cámaras silenciosas.

Durante los días siguientes, un calor continuo y agobiante se instaló en el país. El sol abrasaba el suelo sin piedad, y hasta las sombras se ocultaban. La ciudad bullía de pronósticos, espejismos y rumores. Los barcos de Horemheb, cargados con varias divisiones de Menfis, habían llegado entre un clamor de alarma, y permanecían anclados cerca del puerto, en la orilla este. Se temía en cualquier momento un ataque o la ocupación, pero los días transcurrían y no sucedía nada. El calor constante y el futuro incierto conseguían que la vida cotidiana fuera difícil e insustancial, pero la gente continuaba trabajando, comiendo y durmiendo como de costumbre. Por la noche, el toque de queda era más estricto que nunca, y yo me sentaba en el tejado con Tot, incapaz de dormir, contemplando las estrellas, bebiendo demasiado vino, escuchando los ladridos de los perros guardianes y los perros callejeros, pensando en todo y en nada. Me sentía el último hombre vivo bajo la luna.

A veces, miraba por encima de los caóticos laberintos de tejados en dirección al palacio de Malkata. Imaginaba todas las tensiones y luchas de poder que debían de estar teniendo lugar en él, mientras el cadáver de Tutankhamón era sometido a los últimos Días de Purificación, con vistas a su entierro. Pensé en Horemheb, a bordo de su nave capitana que flotaba en el puerto; en Khay, bebiendo vino en su oficina, y en Ay, solo en sus aposentos perfectos, con los puños apretados por culpa del dolor incesante de sus mandíbulas. Y pensé en Anjesenamón, paseando por sus apartamentos iluminados por lámparas, ideando formas de ganar el juego de mesa de la política y asegurar el futuro de sus hijos nonatos. Y me vi a mí mismo, meditando y bebiendo en la oscuridad, hablando más con Tot que con cualquier otro ser, tal vez porque me había acompañado durante toda la odisea. Solo él comprendía. Y nunca podría hablar.

Y después, una noche, poco después del crepúsculo, oí que alguien llamaba. Cuando abrí la puerta, vi un carro y una tropa de guardias de palacio, como una aparición en mi caótica calle. A uno y otro lado de la calle, rostros boquiabiertos contemplaban el espectáculo. Esperaba ver las facciones sombrías y huesudas de Khay, pero el rostro que me miraba con cautela era el de Anjesenamón. Iba disfrazada con una túnica de lino.

—Veo que te he sorprendido. ¿Puedo entrar? —preguntó incómoda.

Había imaginado que rechazaría volver a relacionarme con estas personas y sus intrigas palaciegas, pero descubrí que no podía cerrarle la puerta en las narices. Asentí, ella se apeó con cautela del carro con sus sandalias de oro de excelente calidad (demasiado buenas para esta calle), y bajo la protección de una sombrilla entró a toda prisa en mi modesto hogar.

Tanefert estaba en la cocina. Cuando entramos en dirección al salón, donde casi nunca nos sentábamos, vio quién era y dio la impresión de caer en trance. Entonces, recordó sus buenos modales y se inclinó.

—Vida, salud y prosperidad a vuestra majestad —dijo en voz baja.

—Espero que perdones esta visita inesperada. Ha sido una grosería por mi parte presentarme sin haber sido invitada —dijo la reina.

Tanefert cabeceó, asombrada. Las dos mujeres se examinaron con detenimiento.

—Id al salón, por favor. Traeré refrescos —dijo Tanefert.

Nos acomodamos en bancos, en un silencio embarazoso. Anjesenamón paseó la vista alrededor de la sencilla sala.

—Nunca te di las gracias por todo lo que hiciste por mí. Sé
que
pagaste un precio muy alto por tu lealtad. Demasiado alto, al final. Tal vez quieras aceptar esto como compensación, por inadecuado que sea.

Me tendió una bolsa de piel. La abrí y extraje un collar de honor de oro. Era un objeto hermoso y valioso, de calidad y manufactura soberbias, y gracias a su valor podría mantener a mi familia durante años. Asentí y lo devolví a la bolsa, sin sentir nada de lo que debería experimentar por recibir semejante tesoro.

—Gracias.

Se hizo el silencio. Oía a Tanefert en la cocina, preparando la bandeja.

—El regalo es una excusa. La verdad es que he deseado verte cada día, y he reprimido la tentación de mandarte llamar. No me decidía a hacerlo. Me doy cuenta de lo mucho que he llegado a depender de ti.

—Pero aquí estás —contesté, tal vez con excesiva rudeza.

—Sí. Aquí estoy. Te he imaginado con frecuencia en tu casa, con tu familia. Me gustaría conocerla. ¿Sería posible?

En cualquier caso, las chicas siempre estaban alerta a todos los visitantes y la oportunidad de conocerlos, y se habían reunido en la cocina, donde las oía interrogar a su madre acerca de la identidad de la inesperada visitante. Las hice entrar. Debo admitir que se acercaron, con los ojos abiertos de par en par, y se postraron de hinojos, para luego ejecutar una reverencia impecable.

Anjesenamón les dio las gracias, pidió que se levantaran y se presentaran. Entonces, entró mi padre. Hincó sus doloridas rodillas con movimientos torpes, como un viejo elefante, asombrado por aquella invitada extraordinaria. Tanefert regresó con Amenmose en los brazos.

Estaba adormilado y se frotaba los ojos.

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