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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (37 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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—La noticia me aflige, pero que su nombre viva eternamente —dijo, la fórmula oficial, y con más de un toque de ironía. Anjesenamón desvió la vista, asqueada por su vanidad y maldad.

—¿El general deseaba decir algo más?

El hombre sonrió.

—Quisiera hacer una sencilla propuesta, y teniendo en cuenta las sensibilidades afectadas, creí correcto expresarme en privado. Decidí que era más compasivo. Al fin y al cabo, eres la viuda afligida de un gran rey.

—Su muerte nos ha privado de un gran hombre —contestó ella.

—No obstante, nuestro dolor personal ha de ocupar el lugar que le corresponde entre consideraciones más perentorias.

—¿Eso crees?

—Hay mucho en juego, mi señora. Estoy seguro de que lo sabes.

Sus ojos centellearon. Comprendí que se estaba divirtiendo, como un cazador furtivo con su arco, al acecho de una presa desprevenida.

—Conozco muy bien los complejos peligros de este momento de cambio en la vida de las Dos Tierras.

El general sonrió y extendió las manos.

—En tal caso, podemos hablar con total libertad. Estoy seguro de que ambos velamos por los intereses de las Dos Tierras. Para eso he venido: para hacer una propuesta. O quizá una sugerencia para que la tengas en consideración.

—¿Cuál es?

—Una oferta de alianza. Un matrimonio.

La reina fingió estupor.

—¿Un matrimonio? Mi duelo apenas acaba de empezar, el cadáver de tu mujer aún está caliente, ¿y ya hablas de matrimonio? ¿Cómo puedes ser tan insensible a los usos y derechos del dolor?

—Mi dolor es asunto mío. Es necesario hablar de estos temas ahora, para que tengas tiempo de meditar con detenimiento. Y tiempo para tomar la decisión correcta cuando corresponda.

—Hablas como si solo existiera una respuesta correcta.

—Hablo con la pasión que siento, pero creo de todo corazón que es así —dijo, y esta vez no sonrió.

Ella le miró.

—Yo también te pediré que medites sobre una propuesta mía.

El general pareció desconcertado.

—¿Cuál es?

—En momentos difíciles como este, aparece la gran tentación de pactar alianzas por motivos políticos. Muchas de estas son muy atractivas. Pero yo soy hija de reyes que dieron a este país el mayor poder que el mundo ha conocido. Mi abuelo concibió este palacio, y construyó muchos monumentos de esta gran ciudad. Mi gran antepasado Tutmosis III transformó el ejército de las Dos Tierras en la mejor fuerza conocida hasta el momento. Una fuerza que tú lideras ahora con magníficos triunfos. ¿Cómo debería representar yo la responsabilidad del poder que he heredado, en mi sangre y en mi corazón? ¿Cómo, sino gobernando en su nombre, convencida de que puedo contar con el apoyo de mis leales oficiales?

El hombre escuchó indiferente, y después se levantó.

—Un nombre está muy bien. Una dinastía está muy bien. Pero el reino no es un juguete. No se trata tan solo de pompa y palacios. Es una bestia salvaje, sucia y poderosa, que ha de ser doblegada por la fuerza de la voluntad bajo el peso de una autoridad que no tenga miedo, cuando sea necesario, de ejercer toda su fuerza y poder, sea cual sea el costo. Y ese es un trabajo de hombres.

—Soy una mujer, pero mi corazón es tan fuerte en ira y autoridad como el de cualquier hombre, créeme.

—Tal vez sí que eres digna hija de tu madre. Tal vez posees la voluntad y los redaños para golpear a tus enemigos con valentía.

Ella le examinó.

—No te confundas. Soy una mujer, pero he sido educada en el mundo de los hombres. Puedes estar seguro de que tu propuesta recibirá nuestra más meticulosa y juiciosa consideración.

—Hemos de hablar de nuestras consideraciones, y de las oportunidades que propongo, con más detalle. Estaré disponible para ti en todo momento. No albergo la intención de abandonar esta ciudad hasta que la situación se haya solucionado… a nuestra mutua satisfacción. He venido como un particular, pero también como general de los ejércitos de las Dos Tierras. Tengo mis responsabilidades, y las cumpliré con todo el rigor de mi cargo.

Hizo una reverencia, dio media vuelta y se fue.

43

Atravesé a la mayor velocidad posible el ruido y el caos de las calles atestadas en dirección a casa de Najt. El aire resplandecía de luz. Hasta los gritos y bramidos de los vendedores ambulantes, los muleros o los nerviosos niños parecían irritarme. Todo el mundo se interponía en mi camino. En mi mente, tenía la sensación de estar atacando moscas con un cuchillo, como si todo lo sucedido desde la última vez que había estado aquí fuera un sueño vacío y extraño del que aún no hubiera despertado. Sobek estaba en algún sitio, pero yo era incapaz de descubrir su rastro. ¿Cómo podía hacerlo? Necesitaba regresar al lugar donde le había conocido, y con el hombre que nos había presentado.

Llamé con los nudillos a la puerta. Minmose, el criado de Najt, abrió con cautela. Me alegró ver que había dos guardias medjay detrás de él, con las armas preparadas.

—Ah, eres tú, señor. Albergaba esa esperanza.

Enseñé al punto a los guardias mi autorización, y Minmose me informó de que su amo estaba en la terraza del tejado. Subí los anchos escalones de madera, hasta desembocar de nuevo en el elegante espacio abierto. Mi viejo amigo estaba reclinado bajo el toldo bordado, aprovechando la leve brisa del norte, reflexionando sobre un rollo de papiro con una parsimonia cuya existencia había olvidado en mi mundo de política, luchas por el poder y mutilaciones.

Se levantó, contento de verme.

—¡Has vuelto! Los días pasaban deprisa, y pensé, seguro que ya ha regresado, pero no me llegaban noticias…

Vio la expresión de mi cara y enmudeció.

—¿Qué demonios ha sucedido? —exclamó alarmado.

Nos sentamos a la sombra, bajo la luz moteada, y le conté todo lo ocurrido. No podía estarse quieto, y se puso a pasear a mi alrededor, con las manos a la espalda. Cuando le narré el accidente del rey y su fallecimiento, se detuvo como petrificado.

—Con su muerte, todo el orden, la gran dinastía, está en peligro. Hemos gozado de siglos de prosperidad y estabilidad, y ahora todo se tambalea de repente. Eso deja la puerta abierta a que otros intenten conquistar el poder, Horemheb, por supuesto…

Le conté la llegada del general al palacio.

Volvió a sentarse, sacudió la cabeza, vacilante y temeroso como nunca le había visto.

—A menos que se pacte alguna especie de tregua, estallará una guerra civil en las Dos Tierras —murmuró.

—Parece que se avecina un desastre, pero es posible que Anjesenamón pueda utilizar su cargo y prestigio para llegar al fin que describes.

—Sí, tanto Ay como Horemheb se beneficiarían de una nueva alianza con ella —musitó.

—Pero, amigo mío, por trascendental que sea el problema, no es el principal motivo de mi visita —dije.

—¡Oh! ¿Qué podría ser peor? —preguntó angustiado.

—En primer lugar, ¿cómo está el chico?

—Se está recuperando bastante bien.

—¿Ya puede hablar? —pregunté.

—Debo decirte, amigo mío, que su recuperación acaba de empezar, pero ha respondido bien, y ha sido capaz de pronunciar algunas palabras. Ha preguntado por su familia, y por sus ojos. Quiere saber qué ha sido de sus ojos. También dijo que un espíritu bueno se comunicó con él en la oscuridad de sus sufrimientos. Un hombre de voz bondadosa.

Asentí, y procuré disimular lo agradecido que me sentía por este último comentario.

—Bien, esa es una buena noticia.

—Pero aún no me has revelado el motivo de tu visita, y eso me está poniendo muy nervioso —dijo.

—Creo que he descubierto el nombre del individuo que ha dejado los objetos en el palacio de Malkata. El hombre que amenazaba la vida y el alma del rey.

Se sentó hacia delante, complacido.

—Sabía que podrías hacerlo.

—También creo que el mismo hombre infligió esas crueldades al chico, a la chica muerta y al otro chico muerto. Ahora, Najt pareció consternado.

—¿El mismo hombre?

Asentí.

—¿Y quien es este artero monstruo?

—Antes de decírtelo, deja que hable con el chico.

Cuando el muchacho oyó dos pares de sandalias, lanzó un grito de alarma.

—No tengas miedo. He venido a verte con un caballero, uno de mis más antiguos amigos —dijo con dulzura Najt.

El muchacho se relajó. Me senté a su lado. Estaba tendido en una cama baja, dentro de una habitación cómoda y fresca. Gran parte de su cuerpo estaba todavía vendado con lino, y llevaba otro vendaje alrededor de la cabeza, con el fin de ocultar las cuencas desfiguradas. Donde le habían cosido la cara de la chica, los pequeños agujeros habían sanado, dejando un rastro de diminutas cicatrices blancas como estrellas. Estuve a punto de llorar de pena.

—Me llamo Rahotep. ¿Te acuerdas de mí?

Ladeó la cabeza en mi dirección y escuchó al personaje de mi voz como un pájaro alegre con una vaga comprensión del habla humana. Poco a poco, una leve y gratificante sonrisa se extendió sobre su rostro.

Miré a Najt, quien asintió para darme ánimos.

—Me alegro de que te encuentres bien. Me gustaría hacerte algunas preguntas. He de interrogarte sobre lo que pasó. ¿Te parece bien?

La sonrisa se desvaneció, pero al final cabeceó de forma casi imperceptible, lo cual me inspiró una idea.

—Voy a hacerte unas preguntas, y tú puedes contestar sí o no con la cabeza. ¿Lo harás por mí?

Asintió una vez poco a poco.

—El hombre que te hizo daño, ¿tenía el pelo corto y gris?

El chico asintió.

—¿Era un hombre mayor?

Volvió a asentir.

—¿Te dio algo a beber?

El chico vaciló, y después asintió.

Y entonces, con el corazón acelerado, pregunté:

—¿Eran sus ojos gris azulados? ¿Como piedras en un río?

Un escalofrío recorrió al muchacho. Asintió una vez, después dos, y continuó así, asintiendo y falto de respiración, como enloquecido de miedo al recordar aquellos ojos fríos.

Najt corrió al lado del chico y trató de calmarle. Aplicó un paño húmedo y frío a su frente. Por fin, el pánico se aplacó. Ojalá no tuviera que causarle aquella angustia.

—Lamento, amigo mío, haberte pedido que recordaras aquello, pero me has sido de gran ayuda. No me olvidaré de ti.

—Sé que no puedes verme, pero yo soy tu amigo. Te lo prometo. Nadie volverá a hacerte daño. ¿Aceptas mi palabra? —pregunté.

Y esperé hasta que, muy lentamente, a regañadientes, asintió de manera casi imperceptible. Najt me interrogó al salir.

—¿A qué venían esas preguntas?

—Ahora ya puedo decirte el nombre del hombre que hizo todas esas cosas. Pero prepárate. Porque le conoces —contesté.

—¿Yo? —dijo Najt, con estupor y cierto grado de ira.

—Se llama Sobek.

Mi viejo amigo se quedó inmóvil como una estatua, y boquiabierto como un idiota.

—¿Sobek? —repitió con incredulidad—. ¿Sobek?

—Era el médico de Ay. Este lo expulsó y sustituyó. Le dio otro trabajo de menor importancia. Cuidar de la loca Mutnodjmet. Pero cuidó de ella a su manera interesada. La convirtió en una adicta al opio, y al final ella hizo todo cuanto él quería. Y ahora, ella también ha muerto.

Se sentó poco a poco en el banco más cercano, como agotado por tanta información.

—¿Le has prendido? —preguntó.

—No. No tengo ni idea de dónde está, o dónde atacará de nuevo. Necesito tu ayuda.

Pero Najt continuaba con su expresión horrorizada.

—¿Qué pasa? —pregunté con brusquedad.

—Bien, es amigo mío. Estoy conmocionado.

—Por supuesto, y me lo presentaste aquí. Eso no te convierte en culpable o cómplice. Pero significa que tú puedes ayudarme a atraparlo.

Desvió la vista.

—Amigo mío, ¿por qué tengo la sensación de que me estás ocultando algo, una vez más? ¿Otro de tus secretos?

No dijo nada.

—Necesito que respondas a todas mis preguntas con sinceridad y detalle. Si te niegas, tendré que tomar las medidas pertinentes. Esto también es importante, y no hay tiempo para jueguecitos.

Se quedó estupefacto por mi tono. Nos miramos. Se dio cuenta de que yo hablaba en serio.

—Ambos somos miembros de una sociedad.

—¿Qué clase de sociedad?

Continuó con la mayor de las reticencias.

—Estamos consagrados a la búsqueda del conocimiento per se. Me refiero a la investigación y al estudio de conocimientos secretos. En nuestros tiempos, estos conocimientos esotéricos han sido empujados a la clandestinidad. Se han convertido en inaceptables. Tal vez fueron siempre algo que solo podía ser apreciado por una élite iniciada, que valoraba el conocimiento sobre todo lo demás. Protegemos y continuamos las tradiciones antiguas, la sabiduría antigua.

—¿Cómo?

—Somos iniciados, conservamos los ritos secretos, los libros secretos… —tartamudeó.

—Ahora vamos bien. ¿Sobre qué versan esos libros?

—Sobre todo. Medicina. Estrellas. Números. Pero solo tienen una cosa en común.

Vaciló.

—¿Qué es? —pregunté.

—Osiris. Es nuestro dios.

Osiris. El rey que, en la historia antigua, gobernaba las Dos Tierras, pero fue traicionado y asesinado, y después resucitado en el Otro Mundo por su esposa Isis, cuyo amor y lealtad lo hizo posible. Osiris, a quien plasmamos como un hombre con piel negra o verde, con el fin de indicar su fertilidad y su regalo de resurrección y vida eterna, vestido con los vendajes blancos de los muertos, sosteniendo el cayado y el látigo, y la corona blanca. Osiris, a quien también llamamos «la sempiterna buena persona». Osiris, quien ofrece la esperanza de la vida eterna, siempre que sus seguidores lleven a cabo los preparativos adecuados para morir. Osiris, quien según se dice nos espera a todos después de la muerte en la Sala del Juicio, el juez supremo, preparado para escuchar nuestra confesión.

Me senté y examiné a Najt un momento. Tenía la sensación de que aquel hombre, a quien consideraba un amigo íntimo, se había transformado de repente casi en un desconocido para mí. Me miró como si sintiera lo mismo.

—Lamento mi manera de hablarte. Nuestra amistad es muy importante para mí, y no quiero ponerla en peligro. Pero no tenía otra alternativa. Tenía que obligarte a decirme esto. Eres mi único contacto posible con ese hombre.

Asintió poco a poco, y fuimos recuperando gradualmente la cordialidad de nuestra relación.

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