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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (17 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Con mucho cuidado y delicadeza, y lo más deprisa posible, utilicé mi cuchillo para quitar los puntos y, al fin, desprender la espantosa máscara. Fluidos pegajosos y rastros de sangre habían contribuido a que la cara de la chica se pegara a la del muchacho, y tuve que retirarlos. Los dos rostros se separaron a regañadientes. El rostro del muchacho estaba muy pálido, como exangüe, y bordado ahora de manchas de sangre producto de las agujas del asesino. Más terrible aún, en el lugar de sus ojos solo había las cuencas vacías y sanguinolentas. Entregué a Jety la cara de la chica, pues incluso en su lamentable estado serviría para identificarla, algo a lo que aferrarse.

Entonces, de repente, el chico respiró hondo, algo más parecido a un leve grito. Intentó moverse, pero los huesos rotos se lo impidieron. Y entonces, un espasmo de dolor recorrió su cuerpo.

—Procura estar quieto. Soy un amigo. ¿Quién te ha hecho esto?

Pero no podía hablar, pues tenía rotos los huesos de la mandíbula.

—¿Fue un hombre?

Se esforzó por comprenderme.

—¿Un hombre joven o un hombre viejo?

Estaba temblando.

—¿Te obligó a ingerir un polvo o un líquido?

Jety tocó mi hombro.

—No puede entenderte.

El chico se puso a gemir, un sonido bajo y lastimero, como un animal asustado. Estaba padeciendo el recuerdo de lo que le había ocurrido. Respirar parecía algo terriblemente doloroso. De manera instintiva toqué su mano con la mía, pero el gemido se convirtió en un terrible aullido de dolor. Desesperado por impedir que muriera, humedecí sus labios y frente con un poco de agua. Esto pareció revivirlo. Abrió apenas la boca, como suplicando más agua, y yo se la di. Pero entonces, se sumió en la inconsciencia. Horrorizado, me incliné para auscultar de nuevo su boca y percibí, gracias a los dioses, el aliento más ínfimo. Aún estaba vivo.

—Jety, necesitamos un médico. ¡Ahora!

—Pero yo no conozco a ningún médico —tartamudeó.

Me devané los sesos. Y entonces, de repente, me vino la idea.

—Rápido, hemos de conducirle a casa de Najt. No nos queda mucho tiempo.

—Pero ¿cómo…? —empezó, mientras agitaba las manos inútilmente en el aire.

—En su cama, idiota, ¿no lo entiendes? —le grité—. Quiero mantenerlo con vida, y Najt puede hacerlo.

Y así, ante el asombro de la familia del muchacho, cubrí el cuerpo del chico con una sábana de lino como si ya estuviera muerto, y los dos lo levantamos de la cama (no pesaba gran cosa) y recorrimos las calles de esta guisa. Yo iba el primero, gritando a todo el mundo que dejara el paso libre, sin hacer caso de las miradas curiosas de la gente, todos empujando para ver qué cargábamos y qué provocaba tanta agitación. Pero cuando veían el lino sobre el cuerpo suponían que transportábamos un cadáver, y se alejaban, sin demostrar el menor interés. Su reacción fue muy diferente de la de Najt, cuando le enseñé el cuerpo torturado bajo la sábana. Jety y yo estábamos bañados en sudor, y ansiosos por tomar un largo sorbo de agua, pero mi prioridad era el muchacho. No me había atrevido a comprobar su estado en la calle, solo rezaba para que los inevitables movimientos de la cama en nuestras manos no le causaran un dolor excesivo. Esperaba que solo estuviera inconsciente, pero no en el Otro Mundo.

Najt ordenó a los criados que trasladaran al chico a una de las cámaras, y después lo examinó con minuciosidad. Jety y yo le observamos nerviosos. Una vez hubo concluido, se lavó las manos en una jofaina, y después cabeceó con firmeza para indicar que nos reuniéramos con él fuera.

—Debo confesar, amigo mío, que es el regalo más extraño que me has traído jamás. ¿Qué he hecho yo para merecer esto? El cuerpo tullido de un muchacho, los huesos rotos, el rostro marcado de una forma tan peculiar por los agujeros de agujas, los ojos arrancados… Estoy en la inopia, en la inopia por completo, acerca de los motivos que te han impelido a traerlo aquí, como un gato que llevara a su casa los restos de su presa…

Estaba furioso. Y yo también, me di cuenta.

—¿Y a quién más habría podido llevarlo? Sin una atención experta, morirá. Pero he de mantenerlo a salvo hasta que se recupere. Es mi única pista. Solo él podrá decirme quién le hizo esto. Hasta es posible que nos ayude a identificar a su atacante. ¿Se recuperará?

—Tiene la mandíbula dislocada. Los brazos y las piernas rotos en varios sitios. Temo que se infecten los cortes de su cara y las cuencas de los ojos. Y entre todos los grandes misterios de las crueldades que han infligido a su cuerpo, ¿por qué hay marcas de agujas en su cara?

Saqué de mi bolsa el rostro de la chica y se la enseñé. Volvió la cara, asqueado.

—Encontramos esto cosido a su cara. Pertenece a un cuerpo que también encontramos; el de una chica. Se llamaba Neferet.

—Aparta esa cosa, por favor. No puedo hablar contigo si me arrojas a la cara los restos de un rostro humano —gritó.

Comprendí su reticencia. Entregué la cara a Jety, quien tomó posesión de ella a regañadientes y la guardó de nuevo en la bolsa.

—¿Podemos hablar?

Asintió.

—No estoy acostumbrado, como tú, a los actos más brutales de nuestra especie. Nunca he participado en una batalla. Nunca me han robado o atacado. Nunca me he peleado. Aborrezco la violencia, como sabes muy bien. La sola idea me repugna. De modo que perdóname si, lo que para ti es algo habitual, a mí me asquea hasta lo más hondo.

—Te perdono, pero dime, ¿podrás salvarlo?

Suspiró.

—Es posible, siempre que no haya infección. Podremos curar los huesos. La sangre no.

—¿Cuándo podría hablar con él?

—Amigo mío, este chico está destrozado, literalmente. Las heridas tardarán semanas, meses, en curar. Tiene la mandíbula destrozada. Si vive, necesitará tiempo para recuperarse de su ceguera. Pasará un mes, corno mínimo, hasta que pueda hablar. Todo esto suponiendo que la experiencia no haya dañado su mente, y que sea capaz de hablar y comprender.

Contemplé al muchacho. Era mi única esperanza. Me pregunté qué podría decirme, y si, dentro de un mes, sería demasiado tarde.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jety en voz baja, parados delante de casa de Najt. Parecía estupefacto.

—¿Tienes alguna pista de dónde trabajaba Neferet?

—He restringido la lista a un par de lugares. Deberíamos visitarlos —contestó.

Me enseñó una lista de establecimientos.

—Estupendo. ¿Cuándo?

—Después de anochecer sería mejor. Cuando hay público.

Asentí.

—Nos encontraremos en el primero. Tráetela —dije, con referencia a la cara, que había vuelto a guardar en la bolsa de piel.

—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó.

—Tengo ganas de ir a casa y beberme una buena botella de vino tinto, y de dar la cena a mi hijo. Pero he de regresar al palacio. Los interrogatorios de todos aquellos que gozan de acceso a los aposentos reales han tenido lugar esta tarde. Tendría que haber estado presente.

Alcé la vista hacia el sol de la tarde, que ahora estaba descendiendo hacia el oeste. Era posible que ya me hubiera perdido algo.

—¿Quieres que te acompañe?

Negué con la cabeza.

—Quiero que vuelvas con la familia del chico y les expliques que vamos a cuidar de él. Diles que está vivo y que albergamos bastantes esperanzas. Sobre todo, encárgate de que vigilen al muchacho. Aposta un par de guardias dentro de la entrada de casa de Najt a todas horas. No queremos que nadie haga más daño a ese chico. No podemos correr el riesgo de perderlo.

—¿Qué pasará si muere? —preguntó Jety en voz baja.

—No lo sé —contesté—. Reza a los dioses para que viva.

—Tú no crees en los dioses —contestó.

—Se trata de una emergencia. De pronto, estoy reconsiderando mi punto de vista.

18

Intenté no correr mientras me orientaba, ahora de memoria, hacia los aposentos reales. De día, observé más gente: grupos de funcionarios, ministros extranjeros, delegados y potentados a los que entretenían en diversas cámaras. Enseñé mis permisos a los guardias, quienes los examinaron con detenimiento antes de permitirme pasar. Al menos, la seguridad había mejorado.

—Conducidme hasta Simut, al punto —ordené.

Khay y él estaban esperando en la oficina del primero. Cuando entré, los dos me miraron con cara de pocos amigos.

—Lo siento. Ha surgido otra emergencia.

—¿Más importante que esta? —preguntó Khay como sin darle importancia.

Simut me tendió en silencio un rollo de papiro. Contemplé la lista de unos diez nombres: los jefes de los terrenos reales; visires del norte y el sur; Huy; canciller; el jefe de la servidumbre; el chambelán; el portador del abanico de la mano derecha del rey…

—A todos los que han entrado en los aposentos reales durante los últimos tres días los he reunido e interrogado. Es una pena que no estuvieras presente. No les gustó esperar, y no les gusta que los interroguen. Contribuye a la sensación de incertidumbre que reina en palacio. Temo que fui incapaz de encontrar ninguna prueba contra ellos —dijo.

—¿Quieres decir que todos afirman tener coartada? —pregunté, irritado con el hombre y con mi angustia ante la falta de progresos. Tenía razón. Tendría que haber estado presente.

Asintió.

—Por supuesto, ahora estamos investigando a estos, y te entregaré otro informe por la mañana.

—Pero ¿dónde están ahora?

—Les pedí que se quedaran aquí hasta que pudieras hablar con ellos. ¿Qué más quieres que haga? Ya ha oscurecido, y están irritados por no poder volver a casa con su familia. Ya afirman estar encarcelados en los aposentos reales.

Resopló.

—Bien, teniendo en cuenta lo que hay en juego, esa es la última de nuestras preocupaciones. ¿Quiénes son esos hombres? Quiero decir, ¿a quiénes son leales?

Khay se abalanzó sobre mí al punto.

—Son leales al rey y a las Dos Tierras. ¿Cómo te atreves a insinuar lo contrario?

—Sí, esa es la versión oficial, lo sé. Pero ¿cuáles son hombres de Ay?

Intercambiaron una mirada vacilante. Pero fue Simut quien contestó:

—Todos.

Cuando entré, los grandes hombres de los terrenos reales se volvieron como un solo hombre para mirarme con franca hostilidad, pero siguieron sentados en señal de desprecio. Vi que los habían aprovisionado de abundante vino y comida. Como siempre, Khay se enzarzó en una presentación farragosa, y yo le interrumpí en cuanto pude.

—Ya no es un secreto que, de alguna manera, alguien está dejando objetos en los aposentos reales, cuyo objetivo es alarmar y amenazar al rey y la reina. Hemos llegado a la conclusión de que la única forma de que estos objetos puedan ser depositados en el palacio, pese a la excelencia de la seguridad palaciega, es que alguien de alta alcurnia los está entregando. Y me temo, señores, que eso significa uno de vosotros.

Siguió un momento de gélido silencio, y de repente todos se pusieron de pie, clamando indignados contra mí, Khay y Simut. Khay palmeó el aire turbulento con sus diplomáticas manos, como si calmara a unos niños.

—Señores, por favor. Recordad que este hombre cuenta con la aprobación pública del rey. Solo está cumpliendo su deber en nombre del rey. Como tal vez recordéis, tiene permiso para proseguir su investigación, y cito las palabras reales, «con independencia de adonde puedan conducirlo».

Su intervención fue eficaz.

—Lamento los inconvenientes. Sé que lleváis vidas muy ocupadas, desempeñáis papeles importantes, y sin duda os esperan familias angustiadas en casa… —continué.

—Te lo podrías haber ahorrado, al menos —bufó uno de ellos.

—Y me gustaría poder decir que ha llegado el momento de daros las gracias y abrir la puerta para que os marcharais, pero no es el caso. Por desgracia, ahora tendré que hablar con cada uno de vosotros en privado, y también tendré que interrogar a todos los funcionarios y empleados que estén relacionados con vosotros aquí en palacio…

Otro rugido de indignación respondió a mis palabras, durante el cual me fui dando cuenta poco a poco de que alguien estaba llamando a la puerta de la cámara, lo cual obró el efecto de silenciar a todo el mundo. Me acerqué a la puerta, furioso por la interrupción, y vi sorprendido a Anjesenamón, que sostenía un pequeño objeto en la palma de la mano.

La figurilla mágica, no mayor que mi mano, estaba envuelta en un paño de lino, y la habían dejado ante la cámara del rey. Habría sido muy posible confundirla con un juguete, de no ser por el aire de maldad que emanaba de ella. Hecha de cera oscura, con forma de figura humana, carecía de personalidad o detalle, un feto a medio formar del Otro Mundo. Le habían atravesado la cabeza de oreja a oreja con agujas de cobre, y de atrás a delante a través de los ojos, así como a través de la boca, y desde arriba hasta el centro del cráneo. Ninguna perforaba el cuerpo, como si la maldición fuera dirigida en exclusiva a la cabeza, la sede del pensamiento, la imaginación y el miedo. Algunos mechones de pelo negro humano se habían introducido en el ombligo para transferir la esencia de la víctima a la materia inerte de la figurilla. Me pregunté si sería cabello del propio rey, porque de lo contrario la magia no sería eficaz. En la cera de la espalda habían escrito los nombres y títulos del rey. El ritual desencadenaría la maldición de la muerte sobre la persona y sus nombres, de modo que la destrucción del espíritu se prolongaría hasta el Otro Mundo. Tales figurillas representaban una magia antigua y poderosa para quienes creían en su autoridad. Era otro intento de aterrorizar, pero se trataba de una amenaza mucho más íntima que cualquiera de las demás, incluida la máscara de la muerte, pues significaba una gran maldición contra la inmortalidad del espíritu del rey.

Habían introducido en la cera de la espalda una hoja de papiro. La despegué y desenrollé con cautela. En él aparecían diminutos signos escritos en tinta roja, como los tallados en el contorno de la caja que contenía la máscara de la muerte. Podían ser tonterías, por supuesto, pues las maldiciones se expresan a veces de tal guisa, pero también podían constituir un lenguaje mágico auténtico.

Anjesenamón, Khay y Simut esperaron impacientes mientras yo terminaba de examinar el objeto.

—Esto no puede continuar —dijo Khay, como si verbalizándolo pudiera conseguirlo—. Es una absoluta catástrofe…

Yo no dije nada.

—Tres veces ha sido invadida la privacidad del rey. Tres veces ha sido alarmado… —continuó, balando como una cabra.

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