El Reino de los Muertos (20 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El Reino de los Muertos
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—Drogas hipnóticas. La amapola opiácea…

Fingió pensar en ello.

—No aceptaríamos a nadie con fama de tomarlas. Hago todo cuanto está en mi poder por impedir tales cosas. Dirijo un negocio honrado.

—Pero estas drogas corren por todas partes…

—No puedo hacerme responsable del comportamiento privado y las inclinaciones de mis clientes —replicó con firmeza.

—Pero de alguna manera adquirirán las drogas —aduje.

Se encogió de hombros y esquivó mi mirada.

—Siempre hay mercaderes, intermediarios y proveedores. Como en cualquier negocio, sobre todo cuando se puede ganar oro.

Miré a Jety.

—Hace tiempo que me siento perplejo por saber cómo es posible satisfacer una demanda tan generalizada. O sea, el número de jóvenes que son detenidos cuando atraviesan las fronteras es pequeño, por consiguiente muchos han de lograr llegar a sitios como este en cada ciudad. Es una ruta de aprovisionamiento directa y conveniente, y poco peligrosa. Sabemos que las chicas que vienen aquí a trabajar la llevan encima. Y no obstante, aunque hubiera miles, no podrían transportar una cantidad suficiente de un lujo tan codiciado para satisfacer la demanda. Para mí es un misterio.

La mujer bajó la vista.

—Como ya he dicho, yo no me meto en esas cosas.

—No me costaría nada traer un destacamento de agentes de los medjay y registrar el local. Me temo que a muchos de tus clientes no les haría la menor gracia.

—Y yo me temo que no te das cuenta de lo poco que agradecerían tu estupidez. ¿Quién crees que viene aquí? Nuestros clientes proceden de los niveles más elevados de la sociedad. Jamás permitirían que un agente de baja estofa como tú les causara problemas.

Sacudió la cabeza, se levantó y agitó una campanita. La puerta se abrió y aparecieron los dos matones, sin sonreír.

—Estos caballeros se van —dijo la mujer.

Salimos con bastante sigilo, pero al llegar fuera, los matones se miraron, asintieron, y después uno me golpeó con mucha fuerza. Confieso que fue un puñetazo certero, y que dolió. El otro pegó a Jety con menos violencia, solo para equilibrar la situación.

—No seas tan sensible —dijo, mientras me masajeaba la mandíbula y la puerta se cerraba. Nos quedamos de pie en el silencio lúgubre y repentino de la calle.

—No te atrevas a decirme que me lo tenía merecido —advertí a Jety.

—De acuerdo, no lo haré —contestó.

Partimos en la oscuridad.

—Bien —dijo Jety—, ¿cómo entra todo este material en las Dos Tierras? No es posible que lo introduzcan solo estos chicos.

Negué con la cabeza.

—Creo que estos muchachos, estos correos, son una distracción. Son irrelevantes. El transporte y cargamento ha de producirse en cantidades mucho mayores. Pero si llega en barcos, las autoridades portuarias están sobornadas, y si llega por rutas terrestres, los guardias fronterizos recibirán sobornos también.

—Alguien, en algún lugar, está ganando una fortuna —comentó—, pero esta persona ha de ser muy poderosa y debe de tener muy buenos contactos.

Suspiré.

—Algunos días, me da la impresión de que nuestro trabajo es como intentar contener las aguas del Gran Río con las manos desnudas.

—Casi todas las mañanas me hago la misma pregunta —repuso Jety—, pero después me levanto y voy a trabajar. Y paso mi tiempo contigo, por supuesto, lo cual es una especie de compensación.

—Eres un hombre muy afortunado, Jety —dije—, pero piensa: al menos, las conexiones están cada vez más claras. Cada asesinato ha exigido narcotizar a la víctima, lo más probable con droga. La chica trabajaba aquí. Lo más probable es que los proveedores entreguen las drogas aquí. Es probable que se distribuya desde lugares como este a toda la ciudad. Algo es algo.

—Recuerda también que el asesino te está obligando a bailar entre dos mundos —dijo, y sonrió con ironía.

Si teníamos razón, y el mismo hombre era responsable de ambos crímenes, todo lo que yo estaba haciendo era saltar de pista en pista, como un perro que siguiera un rastro de comida, con los ojos clavados en el suelo sin ver nada más.

Di las buenas noches a mi ayudante y, cansado, me dirigí por fin a casa.

21

El sol cegador de finales de la mañana no perdonaba a nada ni a nadie su terrible mirada. La ciudad parecía cocerse, seca, marrón, amarilla y blanca, en el calor. Alcé la vista. Vi las alas oscuras de un halcón entrar y salir del resplandor, llevando a cabo delicados ajustes a medida que se dejaba llevar por las corrientes ascendentes del aire tórrido del desierto. Era Horus, con el ojo derecho del sol y el ojo izquierdo de la luna. ¿Qué veía, cuando contemplaba nuestro extraño y pequeño mundo de estatuas y monstruos, multitudes y desfiles, templos y casuchas, riqueza y pocilgas? ¿Qué opinaría de este grupo ceremonial de figuras diminutas, protegidas por endebles sombrillas, mientras avanzaba por la avenida de las Esfinges, flanqueada de árboles podados a la perfección, hacia el Templo del Sur? ¿Me veía, ataviado como un actor con las vestimentas blancas de los sacerdotes? ¿Nos veía a todos, en nuestro verde mundo de campos y árboles, dependientes de la serpiente centelleante del Gran Río, y rodeados por la infinitud de la eterna Tierra Roja? ¿Qué veía más allá del horizonte? Lo observé mientras nos sobrevolaba durante un largo momento, para después alejarse en dirección al río, antes de desaparecer por encima de los tejados.

Había dormido mal, una vez más. Había soñado con el chico. En el sueño, llevaba la cara de Neferet, la joven, y me estaba sonriendo de una forma misteriosa. Después, poco a poco, con cautela, empecé a desprenderle la cara, pero ella continuó sonriendo. Y cuando por fin se la quité por encima de la cabeza, vi que debajo solo había una máscara de oscuridad, y percibí el olor dulzón de la podredumbre. Había despertado de repente y me dolía la cabeza. Tal vez el vino de la noche anterior era más peleón de lo que había supuesto. Por la mañana, no recibí la menor compasión de Tanefert. Y cuando regresé del barbero con la cabeza afeitada, ella se limitó a sacudir la cabeza.

—¿Qué aspecto tengo? —pregunté, mientras me pasaba la mano por el cráneo reluciente.

—Pareces un bebé grande —dijo ella, reacia a echarme una mano.

—Entonces, no parezco un sacerdote del templo, ¿verdad?

Debo reconocer que lanzó una gran carcajada.

—No creo… Y no vuelvas a casa hasta que te haya crecido.

A lo largo de la avenida de las Esfinges, una multitud bien adiestrada esperaba muda y dócil en el silencio que impregnaba el aire y entonó gritos de alabanza cuando pasaron los reyes en su carruaje. Tutankhamón lucía la Corona Azul, y estaba rodeado por una falange apretada de guardias de palacio, con las plumas de los tocados brillando a la luz, los arcos y flechas pulidos y centelleantes. Soldados del ejército tebano se erguían a todo lo largo de la avenida. Simut estaba haciendo su trabajo, utilizando todos los recursos bajo su mando. A continuación, le seguía Ay en su carruaje. Simut y yo marchábamos juntos. El lo miraba todo con intensa atención, cualquier detalle fuera de lugar, cualquier señal de problemas. Después, venía una larga hilera de funcionarios y sacerdotes de palacio, Khay entre ellos, todos con idénticas túnicas blancas, cada uno con sus sudorosos criados sosteniendo sombrillas sobre la cabeza de sus amos. Reparé en un perro callejero que corría junto a este sombrío desfile, entrando y saliendo del amparo de los árboles y los soldados. No paraba de ladrar, enseñando los dientes como si hubiera visto la sombra de un enemigo o un intruso. De pronto, uno de los soldados tebanos lo abatió con una flecha. La multitud se volvió atemorizada, pero nadie fue presa del pánico y el desfile continuó.

Cuando la procesión llegó a la entrada del templo, el sudor resbalaba por mi columna vertebral. Habían dispuesto un toldo de lino ante las enormes puertas dobles, adornado con oro y plata, que conducía a la nueva Sala Hipóstila. El abuelo del rey había iniciado su construcción cuando yo era joven, con el ambicioso plan de sustituir el laberinto de antiguos y pequeños templos por lo que sería un gigantesco y oscuro edificio moderno, con altas columnas de piedra lo bastante grandes para acoger a multitudes en su parte superior. Iba a ser la maravilla del mundo, y ese día yo iba a gozar del privilegio excepcional de verlo con mis propios ojos.

La zona situada delante del templo estaba invadida por miles de sacerdotes con túnica, tantos que, cuando se postraron, la inmensa explanada pareció un gran lago blanco. Los músicos del templo atacaron un nuevo ritmo y una nueva melodía. Simut paseaba sin cesar la vista a su alrededor, atento a todas las contingencias, mientras examinaba las posiciones de sus arqueros en los muros del perímetro, la formación precisa de los guardias que flanqueaban al rey y la reina para protegerlos, y escrutaba a todo el mundo con sus ojos oscuros. Esta vez no podían producirse errores, sorpresas de sangre ni pánico masivo.

Por fin, acompañados por una fanfarria de las trompetas del templo, alzadas y relucientes bajo la luz, entramos a través de las grandes puertas, bajo las enormes piedras talladas de los muros exteriores, y nos internamos en la gran columnata. Mi primera impresión fue de un reino de sombras. Columnas talladas a la perfección, de una circunferencia mucho mayor que la de una palmera (de la circunferencia de diez árboles), se alzaban hacia el aire fresco, oscuro y misterioso. Había catorce, en dos grandes filas, cada una de unos treinta codos, que sostenían el inmenso techo como una colosal arcada de piedra bajo un cielo nocturno de granito. Delgados rayos de luz caían inclinados desde los altos lucernarios, en gajos y rodajas de intenso brillo. Motas insustanciales bailaron durante un breve instante de gloria. Siempre que la intensa luz acariciaba la piedra, iluminaba los detalles de las tallas pintadas que cubrían todas las superficies.

El largo desfile de dignatarios y funcionarios arrastraba los pies detrás de nosotros, todos juntos, empujando y quejándose por encontrar un puesto bajo las inmensas columnas. La arquitectura de la sala conseguía que parecieran diminutos y carentes de importancia. Los sonidos que emitían recordaban a un rebaño de cabras; respiraban, tosían, removían los pies y susurraban sus despreciables comentarios de asombro al ver por primera vez aquel nuevo prodigio. No obstante, estos eran los hombres que controlaban el poder y la gloria del reino. Los hombres de los terrenos reales, los hombres de las burocracias y los hombres de los templos. Todos aquellos que habían perdido su poder y riqueza durante el reinado de Ajnatón, el padre del rey, y que ahora los habían recuperado y afirmaban haber devuelto el
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a las Dos Tierras. Por supuesto, lo que habían recuperado de verdad era su implacable autoridad y el permiso para controlar y desarrollar los infinitos recursos y oportunidades comerciales de las tierras, con el fin de beneficiar a sus propias arcas. Y el mismísimo rey, aunque de manera pasiva, era el icono de la restauración. En otra zona del templo de Karnak, a principios de su reinado, había ordenado (mejor dicho, Ay había ordenado en su nombre) que erigieran una estela de piedra con una inscripción destinada a perdurar toda la eternidad, y sus palabras eran famosas: «La tierra se puso del revés y los dioses habían dado la espalda a todo el país. Pero después de muchos días mi majestad se alzó sobre el trono de su padre y gobernó todo el territorio de Horus, tanto la Tierra Negra como la Tierra Roja, que se hallaban bajo su control». Y ahora daba la impresión de que lo que su abuelo había dejado sin terminar sería concluido en presencia del nieto; y de que el extraño interregno de Ajnatón había sido olvidado por completo; sus edificios, abandonados; sus imágenes, dejadas de lado; su nombre, silenciado; su recuerdo, falto de adoración, como si nunca hubiera existido. Solo quedaba el recuerdo de su iluminación religiosa y su intento de arrebatar el poder a los sacerdotes tradicionalistas, reprimido pero poderoso para muchos.

El grupo real fue invitado a examinar las tallas murales que corrían a todo lo largo de las nuevas murallas circundantes. Los sacerdotes levantaron antorchas o se congregaron en grupos, de manera que sus túnicas reflejaban y realzaban la luz que caía en diagonal, y así revelaban los detalles de los relieves pintados que la oscuridad ocultaba. Daba la impresión de que las llamas parpadeantes imprimían movimiento a las imágenes coloridas. Me esforcé por acercarme más al rey y la reina, pero también porque sentía curiosidad por ver aquellos prodigios. En primer lugar, al lado de la entrada, un potente rayo de luz del sol, por casualidad o estratagema, iluminaba las facciones talladas del propio rey. Le vi detenerse ante su imagen de piedra tallada, que daba la bienvenida al dios del templo. Tutankhamón, en carne y hueso, con sus temores infantiles y su rostro delicado, examinó su reflejo en piedra, que exhibía la espalda ancha y los gestos decididos y autoritarios de un rey. Debo confesar que no se le parecía en nada, salvo por las similitudes del perfil y las orejas.

Todo el mundo continuó avanzando en paralelo a la larga pared oeste. Había tallas que describían la procesión del agua de los dioses hasta Karnak durante la festividad de Opet. Vi los ágiles acróbatas y las barcazas con sus jarcias plasmadas hasta el último detalle, y los músicos ciegos con sus instrumentos. Daba la impresión de que cada rostro era el retrato de un individuo al que yo habría reconocido entre una multitud. Me pregunté si mi cara, y las de mis familiares, aparecerían entre ellas.

Después, a base de muchos empujones y tensión, el grupo real, asistido por los funcionarios y criados, se acercó a la pared opuesta, que continuaba la historia de la fiesta. Tutankhamón y la reina caminaban con parsimonia, leían las imágenes con detenimiento, mientras escuchaban al sumo sacerdote y sus acólitos, inclinados con respeto hacia ellos, susurrando alabanzas e información, sin duda comentando el asombroso coste y las notables estadísticas de esta magna obra de la glorificación del templo a las imágenes del rey y los dioses. El acontecimiento estaba siguiendo su rumbo previsto.

Regresaron hacia la entrada y fueron invitados a examinar el último registro de las tallas murales cerca de la esquina, que describía la escena más importante (en la cual el rey accedía a la presencia del dios dentro del altar), cuando algo ocurrió. Tutankhamón estaba leyendo las inscripciones de este sagrado momento, con la dirección del sumo sacerdote, cuando de repente retrocedió alarmado. El sumo sacerdote, profundamente impresionado y avergonzado, alzó las manos ante sus ojos, como si hubiera presenciado una profanación atroz. Al punto, la guardia de palacio adoptó una postura defensiva alrededor del grupo real, esgrimiendo las dagas curvas desenvainadas. Detrás de mí, la gente estiraba el cuello para ver qué estaba pasando. Me abrí paso a través de los guardias. Ay ya estaba examinando la talla que el sumo sacerdote estaba indicando a su séquito. Permitió que me acercara a él con el fin de examinarla. En un cartucho, los nombres reales del rey habían sido borrados por completo.

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