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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (24 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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—¿Qué deseas saber? —pregunté.

—Mi recuerdo de él se apaga cada día. Me aferro con fuerza a ciertas imágenes, pero son como un fragmento viejo de lino bordado: el color palidece, los hilos se deshilachan, y temo que pronto perderé su recuerdo.

—Creo que era un gran hombre con una nueva visión del mundo. Lo que hizo exigió gran valentía personal y voluntad política. Pero creo que albergaba una idea demasiado elevada de la capacidad de los seres humanos para perfeccionarse. Y ese fue el fallo de su gran ilustración —dije.

—¿Tampoco crees en la perfección?

Negué con la cabeza.

—En esta vida no. El hombre es mitad dios, pero también mitad bestia.

—Tu punto de vista es escéptico. Los dioses han llevado a cabo muchos intentos de crear una humanidad perfecta, pero cada vez se han quedado decepcionados, han desechado su obra y abandonado el mundo al caos. Creo que eso fue lo que le sucedió a mi padre. Pero no fue el final de la historia. ¿Te acuerdas? El dios Ra, con sus huesos plateados y piel dorada, su pelo y dientes de lapislázuli, y su ojo de cuya visión nació la humanidad, comprendió la traición que anida en el corazón de los hombres y envió a Hathor, en la forma de Sejmet la Vengadora, para matar a los que habían conspirado contra él. Pero en el fondo de su corazón, Ra sentía compasión por sus criaturas. De modo que cambió de opinión. Y engañó a la diosa. Creó la cerveza roja de los dioses y ella se embriagó de placer, y no se dio cuenta de que no era la sangre de la humanidad lo que manchaba el desierto. Así sobrevivimos a su venganza, gracias a la compasión de Ra.

Acarició al mono como si fuera la humanidad, y él Ra.

—Te estarás preguntando por qué te he contado esta fábula —dijo en voz baja.

—Me pregunto si se deberá a que no eres tu padre Y tal vez me la has contado porque, si bien él deseaba la perfección, llevó este mundo al borde de una terrible catástrofe. Y tal vez porque en tu compasión deseas salvar al mundo del desastre —dije.

Me miró.

—Puede que sea eso lo que estaba pensando. Pero ¿qué me dices de Hathor y su pasión por la sangre?

—No lo sé —respondí, con bastante sinceridad.

—Creo que existe una pauta de castigo en los acontecimientos. Un crimen engendra un crimen que engendra un nuevo crimen, y así hasta el final de todo. ¿Cómo podemos escapar de esta pauta, de este laberinto de venganza y sufrimiento? Solo gracias a un acto de perdón excepcional… Pero ¿son los seres humanos capaces de semejante compasión? No. Aún no he sido perdonado por los crímenes de mi padre. Quizá nunca lo seré. Y si es así, tendré que demostrar que soy mejor que él. Y aquí estamos, viajando en la oscuridad, rodeados de miedo, para que yo pueda volver triunfante con un león salvaje. Quizá entonces me afirmaré como rey por mis propios méritos, no como hijo de mi padre. Es un mundo extraño. Y aquí estás tú, para protegerme de ello, como el Ojo de Ra.

Introdujo la mano en su túnica y sacó un anillo, adornado con un pequeño ojo protector, muy hermoso. Me lo dio. Lo deslicé en mi dedo e incliné la cabeza para darle las gracias.

—Te doy este Ojo que todo lo ve para que tu vista sea tan poderosa como la de Ra. Nuestros enemigos viajan con la rapidez de las sombras. Siempre nos acompañan. Has de verlos. Has de aprender a ver en la oscuridad.

26

La fuerte corriente nos impulsaba hacia delante, siempre hacia el norte, hacia Menfis. Simut y su guardia vigilaban a todas horas. Yo estaba nervioso, no podía dormir, y me sentía atrapado en el agua. Siempre que el rey salía a tomar el aire, cosa que no sucedía a menudo, procurábamos alejarnos de los pueblos. Aun así, cada campo y cada palmeral suponían la posibilidad de un peligro, pues constituíamos un blanco fácil. Desde nuestro puesto, veía aldeas cochambrosas acurrucadas bajo la sombra de las datileras, donde niños desnudos y perros hormigueaban en las estrechas y torcidas calles de barro, y las familias vivían apelotonadas unas sobre otras con sus animales en viviendas de una habitación, poco más que establos. En los campos, mujeres vestidas con túnicas milagrosamente limpias cultivaban las inmaculadas hileras verdes y doradas de cebada y trigo, cebollas y calabazas. Todo parecía idílico y plácido, pero nada es lo que aparenta: esas mujeres trabajaban de sol a sol con el fin de pagar los impuestos sobre el grano para trabajar la tierra, alquiladas probablemente a una familia de la élite, que vivía con toda clase de comodidades en su lujosa y bien amueblada propiedad de Tebas.

Después de tres días de navegación nos acercamos a la ciudad casi desierta de Ajtatón. Me dirigí a la proa para observar la hilera de acantilados rojos y grises que se alzaban detrás de la ciudad. Tan solo unos años antes, había sido el centro de un gran experimento de Ajnatón: una nueva, alegre y blanca capital del futuro; grandes torres, templos del sol al aire libre, oficinas y barrios de villas lujosas. Pero desde la muerte del padre del rey, las burocracias habían ido regresando poco a poco a Tebas o a Menfis. Y después, la peste había llegado como una maldición vengativa, y matado a cientos de los que se habían quedado, muchos de ellos sin empleo ni sitio adonde ir. Se decía que la peste también había matado a las demás hijas de Ajnatón y Nefertiti, pues habían desaparecido de la vida pública. Ahora, aparte del personal básico, se decía que la ciudad estaba casi abandonada, contaminada y en ruinas. Pero ante mi sorpresa e interés, Simut me informó del gran deseo del rey de visitar la ciudad.

Y fue así que, a la mañana siguiente, justo cuando los primeros pájaros empezaban a cantar, y la neblina del río flotaba insustancial y fría sobre las sinuosas corrientes de las aguas negras, y mientras las sombras de la noche todavía yacían sobre el suelo, bajamos (acompañados por una tropa de guardias) de nuestro barco amarrado a la tierra firme de la historia.

Con el rey vestido de blanco y la Corona Azul, un bastón dorado rematado por un puño de cristal, y una tropa de guardias tanto en la retaguardia como en la vanguardia, cubiertos con armaduras y provistos de lanzas relucientes cuyo propósito era intimidar a cualquier transeúnte deslumbrado por aquella inesperada visita de seres de otro mundo, nos dirigimos hacia el centro de la ciudad por senderos desiertos que, años antes, habían sido arterias bulliciosas. Cuando atravesamos los límites de la ciudad, vi al punto los efectos de su abandono: las paredes, antes recién pintadas, habían virado ahora a grises y marrones polvorientos. Los elegantes jardines plantados con esmero estaban invadidos de malas hierbas, y los estanques de los ricos estaban agrietados y vacíos. Algunos burócratas y criados todavía iban a trabajar por estas desiertas calles, pero daba la impresión de que se movían con desgana, y se detuvieron en seco para contemplar estupefactos nuestro grupo, antes de caer de rodillas cuando pasó el rey.

Por fin, nos detuvimos en la carretera real. Los rayos del sol se habían alzado sobre el horizonte, y el calor se hizo notar al instante. En otro tiempo un camino inmaculado para la llegada de Ajnatón y su familia real en los carros de oro, la calle era ahora un sendero vacío para los fantasmas y el viento cargado de polvo. Llegamos a la primera torre del Gran Templo de Atón. Los muros se estaban desmoronando. Las largas banderas de colores, que habían aleteado mecidas por la brisa del norte, estaban raídas y desteñidas por el efecto devastador del sol. Las altas puertas de madera colgaban sueltas de sus goznes herrumbrados. Uno de los guardias las abrió, con crujidos reticentes de madera reseca. Entramos en el inmenso patio. En otro tiempo había estado abarrotado de cientos de mesas de ofrendas, atendidas por miles de fieles con sus resplandecientes túnicas blancas, las manos alzadas en el nuevo ritual al sol, sosteniendo frutas y flores, incluso bebés, para que los rayos nocturnos los bendijeran. Las numerosas estatuas de piedra de Ajnatón y Nefertiti todavía tenían la vista clavada en el inmenso espacio, pero ahora solo se veían ruinas, el fracaso de su magna visión. Una o dos estatuas habían caído, y yacían cabeza abajo o cabeza arriba, con la mirada ciega dirigida al cielo.

El rey avanzó y dejó claro que deseaba algunos momentos de intimidad.

—Toda la ciudad se está convirtiendo en polvo —susurró Simut, cuando nos rezagamos e intentamos mirar.

—Supongo que siempre fue eso.

—Con agua añadida —bromeó en tono sombrío.

Sonreí en homenaje a aquel sorprendente momento de ingenio. Tenía razón. Añades agua y haces barro. Secas los ladrillos al sol, después añades yeso y pintura, así como madera y cobre procedentes de la isla de Alasiya, oro de las minas de Nubia y años de trabajo, de sangre, sudor y muerte, de todos los demás lugares, y contemplas una visión del paraíso en la tierra. Pero no habían contado con suficiente tiempo ni tesoros para construir la visión en piedra eterna, y por eso ahora estaba regresando al polvo de su creación.

El rey se había parado ante una gran estatua de piedra de su padre. Las facciones angulosas de la estatua estaban cinceladas por sombras: todas las características del poder estaban encarnadas en aquellos extraños rasgos. Antes habían sido el epítome de la monarquía. Pero ahora, hasta el estilo, con sus extraños y ambiguos alargamientos, se había convertido en algo del pasado. El rostro del rey exhibía una expresión enigmática cuando se irguió, pequeño, humano y frágil, ante el poderío de su padre de piedra, entre las desoladas ruinas de la gran visión de su padre. Y entonces, hizo algo extraño: se postró de rodillas y reverenció a la estatua. Los testigos nos preguntamos si deberíamos imitarlo, pero dio la impresión de que nadie de su séquito estaba por la labor. Me acerqué a él y protegí su cabeza con una sombrilla. Cuando alzó la vista, vi que sus ojos estaban anegados en lágrimas.

Visitamos los palacios de la ciudad, nos abrimos paso entre las extrañas pruebas de la antigua presencia humana: una sola sandalia polvorienta; fragmentos de ropa desteñida; jarrones rotos y jarras de vino vacías, su contenido evaporado hacía mucho tiempo; pequeños objetos domésticos, copas y platos todavía sin romper, pero llenos de pequeños remolinos de arena y polvo. Paseamos a través de altos salones decorados, en otro tiempo hogar de gloriosa prosperidad y música exquisita, y ahora nido de aves, serpientes, ratas y carcoma. Bajo nuestros pies, exquisitos suelos pintados con jardines acuáticos llenos de peces y pájaros vidriados se veían descoloridos y agrietados por la despreocupada acción del tiempo.

—Descubro que, de repente, estoy recordando cosas que había olvidado. Yo pasé mi niñez aquí. Crecí en el palacio de la Orilla Norte, pero ahora recuerdo que me trajeron a esta cámara.

El rey hablaba en voz baja, mientras estábamos de pie en el vestíbulo del Gran Palacio, cerca del río. Los largos rayos del sol matutino caían en diagonal, polvorientos y potentes. Una multitud de gráciles columnas sostenían el alto techo, todavía adornado con el añil del cielo nocturno y el oro centelleante de las estrellas.

—Mi padre hablaba muy poco. Yo vivía temeroso de él. A veces, rendíamos culto juntos. En ocasiones, iba a verle yo solo. Siempre era una ocasión especial. Iba vestido al modo oficial, y recorría numerosos corredores llenos de silencio y ancianos feos, lúgubres y atemorizadores, que me hacían reverencias pero nunca hablaban. A menudo me dejaba esperando un rato, hasta que se decidía a reparar en mi presencia. Yo no osaba moverme. Estaba asustado.

Yo no estaba muy seguro de qué hacer ante aquella inesperada confesión. De manera que le devolví el cumplido.

—Mi padre también es un hombre silencioso. Me enseñó a pescar. Cuando era niño, descendíamos a lo largo de la orilla del río durante muchas horas, al caer la noche, en una barca de caña, los sedales en el agua, y ninguno de los dos hablaba, solo disfrutábamos del silencio.

—Ese es un buen recuerdo —dijo el rey.

—Era una época sencilla.

—«Una época sencilla»…

Repitió las palabras con extraña nostalgia, y estuve seguro de que jamás había conocido una época sencilla en su vida. Tal vez era eso lo que más deseaba. Así como el pobre desea riquezas, el rico, en su tremenda ignorancia, cree que desea la sencillez de la pobreza.

El rey estaba contemplando la Ventana de las Apariciones, donde su padre se había erguido sobre su pueblo, repartiendo regalos de tesoros y collares de honor. Sobre la ventana había una talla del disco de Atón, y los numerosos rayos del sol irradiaban como brazos esbeltos, algunos de los cuales terminaban en una delicada mano que ofrecía el Anj de Vida. Pero ahora la ventana estaba vacía, y no quedaba nadie que pudiera recibir tales bendiciones.

—Recuerdo esta sala. Recuerdo una gran multitud de hombres y un largo silencio. Recuerdo que todo el mundo me estaba mirando. Recuerdo…

Enmudeció, vacilante.

—Pero mi padre no estaba aquí. Recuerdo que yo lo buscaba. En su lugar estaba Ay. Y tuve que pasar entre la multitud hasta entrar en esa cámara, con él.

Señaló.

—¿Qué sucedió entonces?

Atravesó con parsimonia las desteñidas escenas del río inmortalizadas en el enorme suelo, en dirección a una puerta cuyas tallas de adorno habían proporcionado un glorioso banquete a las termitas. La abrió. Lo seguí hasta el interior de una larga cámara. Todos los muebles y demás contenido habían desaparecido. Poseía la acústica hueca de un lugar desocupado desde hacía mucho tiempo. Se estremeció.

—Después de aquello, nada volvió a ser igual. Vi a mi padre solo una vez más, y cuando me vio se puso a gritar como un loco. Levantó una silla y trató de golpearme con ella en la cabeza. Y después, se sentó en el suelo, lloró y gimoteó. Esa fue la última vez que le vi. Estaba loco. Era un terrible secreto, pero yo lo sabía. Me llevaron a Menfis. Recibí mi educación y viví con mi nodriza, y Horemheb se convirtió en mi tutor. Intentó ser un buen padre para mí. Mi padre verdadero se había convertido en una no persona. Un día, me prepararon para la coronación. Tenía nueve años. Me casaron con Anjesenpaaten. Nos dieron nuevos nombres. Yo, que toda la vida me había llamado Tutanjatón, recibí el nuevo nombre de Tutankhamón. Ella se convirtió en Anjesenamón. Los nombres son poderes, Rahotep. Perdimos nuestra antigua persona y nos convertimos en otra. Éramos como huérfanos, confusos, desorientados y desdichados. Y yo estaba casado con la hija de la mujer que, decían, había destruido a mi madre. Pero aún quedaba una sorpresa por llegar, pues ella me gustó. Hemos logrado no odiarnos mutuamente por culpa del pasado. Nos hemos dado cuenta de que no es culpa nuestra. Es casi la única persona del mundo en la que confío.

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