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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (27 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Nos encaminamos hacia el oeste, y el sol naciente arrojó las sombras sesgadas de nuestras formas delante de nosotros. Los rastreadores y la mitad de los guardias iban en primer lugar, determinando la dirección. Cuando empezamos a ascender poco a poco la meseta del desierto, el aire zumbó a causa del calor. El crujido de los ejes de madera, la ocasional caída de un caballo suelto, y el jadeo de los criados y las mulas me llegó con claridad a través del aire seco.

Creemos que el desierto es un lugar vacío, pero no es así. Está señalizado y trazado por pistas antiguas y nuevas, y por las rutas grabadas en el suelo por hombres y animales. Mientras avanzábamos bajo el calor de la mañana, nos encontramos con algunos boyeros y pastores, aquellos enjutos y angulosos nómadas que siempre se mueven de un lado a otro. Sin afeitar, con el pelo muy corto, las faldas encajadas entre las piernas, cargados con sus pequeños rollos de provisiones, algunas ollas a la espalda y los largos bastones en sus manos huesudas, mientras avanzan sin cesar con su paso lánguido y largo. Sus animales, delgados y resistentes, mordisquean lo que encuentran, se mueven con el mismo paso parsimonioso hacia los charcos de agua ocultos en esos lugares remotos de calor y luz.

A veces, mientras continuábamos nuestra marcha, los rastreadores emitían extraños chillidos agudos, como de animales o pájaros, con el fin de indicar que habían avistado algo: un pequeño rebaño de gacelas o antílopes del desierto, avestruces o caracales, que nos observaban muy quietos desde una distancia prudencial, olfateaban el viento, y de repente desaparecían en una nube de polvo.

Cuando el sol se acercaba a su cénit, nos detuvimos para acampar. Los rastreadores encontraron un lugar que se beneficiaba de la protección de un risco largo y bajo, hacia el norte (porque ahí la brisa llegada desde esa dirección sería más bien fría por la noche), y todo el mundo se apresuró con disciplina a realizar las tareas asignadas. Un poblado de tiendas surgió de la nada. Los taladros funcionaron a la perfección, las chispas se transformaron en llamas cuando la madera prendió, se sacrificaron animales, y el intenso aroma de la carne asada no tardó en impregnar el aire del desierto. Yo estaba hambriento. El rey se sentó en su trono de viaje, con el lujo de un dosel blanco que le proporcionaba sombra, y se abanicó para combatir el enorme calor diurno y las moscas, mientras contemplaba la construcción del campamento. Junto con sus baúles y los muebles de viaje dorados, en este mundo carente de paredes parecía un dios de visita en el mundo. Todo parecía perfecto.

Me dirigí a la cumbre de la elevación más cercana para examinar el terreno. Me protegí los ojos del áspero resplandor. No se veía nada en ninguna dirección, salvo el gris y rojo del desierto, moteado en ocasiones de tenaces arbustos. Desvié la vista hacia el círculo del campamento. Los caballos, mulas, carneros y cabras, atados a gruesas estacas de madera, estaban comiendo el pienso que les habían dado. Habían soltado a los patos de sus jaulas, que anadeaban y picoteaban con furia el suelo del desierto, poco prometedor. Los perros de caza y guepardos, que ladraban y jadeaban a causa del calor, estaban separados, vigilados por sus cuidadores. Habían levantado casi todas las tiendas, y el rey se hallaba situado en el centro del campamento, con el fin de asegurar la máxima protección. La vara central dorada rematada en una bola brillaba al sol. Los carros de caza formaban una hilera. Todo parecía una visión civilizada. Pero cuando volví a escudriñar la distancia en todas las direcciones, asimilé la inmensidad vacía e inhumana del desierto. Habíamos venido a pasarlo bien, pero nuestras tiendas de colores y los vehículos recordaban los juguetes de un niño dispuestos en un páramo sin límites.

Entonces, a lo lejos, vi un rastro de figuras diminutas como insectos, cuya ruta a través del páramo las conduciría hasta nuestro campamento. Sudando bajo el resplandor del sol de la tarde, volví corriendo al campamento y alerté a los guardias. Simut se acercó a toda velocidad.

—¿Qué pasa?

—Se acercan desconocidos. Podrían ser pastores, pero no llevan animales.

Los guardias se alejaron y no tardaron en traer a los hombres ante nuestra presencia, al tiempo que los empujaban con sus lanzas centelleantes. Parecía el encuentro de dos mundos: el nuestro, con sus pulcras túnicas blancas y armas pulidas, y el de ellos, pobres y nómadas, sus humildes vestimentas de colores y dibujos atrevidos, las sonrisas amplias de escasos dientes. Eran recolectores de miel, que habitaban en los márgenes de las tierras del desierto. El jefe se adelantó, inclinó la cabeza con respeto y ofreció un tarro.

—Un regalo para el rey, pues él es el Señor de las Abejas.

Era un hombre del delta, y como tal la abeja no solo era su sustento, sino el símbolo de su tierra. La miel es muy apreciada, y más todavía la variedad cultivada en las colmenas de arcilla de los jardines de la ciudad. Se dice que los sabores son tan intensos como las lágrimas de Ra, porque las abejas liban en las raras flores del desierto, y estos hombres dedican su vida a seguir el florecimiento transitorio de las estaciones en las márgenes del desierto. Yo me inclinaba a pensar que eran inofensivos, delgados como sus bastones, oscuros debido a la edad y el uso, y ¿qué podían hacer contra nuestras armas? Ordené que les dieran agua y comida, y después insinué que los invitábamos a continuar su camino. Caminaron hacia atrás sin dejar de hacer reverencias en señal de respeto.

Sopesé el tarro en las manos. El tosco recipiente estaba sellado con cera de abeja. Pensé en abrirlo, pero no me decidí.

—¿Qué deberíamos hacer con esto? —pregunté a Simut.

Se encogió de hombros.

—Quizá deberías dárselo al rey —decidió—. Le gusta mucho el dulce…

Al llegar a la tienda del rey, me anunciaron y entré. La ancha luz del desierto se filtró en el interior y brilló en los dibujos de las colgaduras de lino de las paredes. La parafernalia real estaba dispuesta para improvisar un palacio: sofás, sillas, objetos de gran valor, esterillas, etcétera. Un abanicador se hallaba detrás del rey, con ojos que no veían nada, y agitaba poco a poco el aire recalentado. El rey estaba comiendo. Cuando me incliné y le ofrecí el tarro, vi mi propia sombra en la pared de la tienda, como una figura de la talla de un templo que hacía una ofrenda santa al dios.

—¿Qué es eso? —preguntó risueño, al tiempo que se lavaba las manos en un cuenco, y las extendió para que el criado las secara.

—Miel de flores del desierto. Una ofrenda de unos recolectores.

Lo tomó en sus elegantes manos y lo examinó.

—Un regalo de los dioses —dijo sonriente.

—Propongo que la guardemos, y cuando regresemos a Tebas, te recordará esta cacería.

—Sí. Una buena idea.

Dio una palmada, y un criado se acercó para llevarse el tarro de miel.

Hice una reverencia y caminé hacia atrás, pero él insistió en que lo acompañara. Me ofreció un sitio en el sofá, frente a él. Parecía mucho más animado, y empecé a pensar que había sido acertado, al fin y al cabo, emprender el viaje. Lejos del palacio de sombras y sus peligros, su ánimo había mejorado muchísimo.

Bebimos un poco de vino, y nos trajeron algunos platos de carne.

—¿Esta noche iremos a cazar? —preguntó.

—Los rastreadores confían en descubrir algo. Hay un aguadero no lejos de aquí. Si nos acercamos con el viento en contra y con sigilo, se congregarán muchos animales al anochecer. Pero los rastreadores también me han dicho que los leones no abundan mucho.

Asintió decepcionado.

—Los hemos cazado casi hasta la extinción. En su sabiduría, se han refugiado en sus dominios. Pero tal vez uno conteste a mi llamada.

Comimos en silencio un rato.

—He descubierto que amo el desierto. ¿Por qué consideramos algo tan puro y sencillo un lugar de barbarie y miedo? —preguntó de repente.

—Los hombres temen lo desconocido. Tal vez necesiten darle un nombre, para así poder ejercer su autoridad sobre él. Pero las palabras no son lo que aparentan —contesté.

—¿Qué quieres decir?

—Son escurridizas. Las palabras pueden cambiar de significado en cualquier momento.

—Eso no es lo que nos dicen los sacerdotes. Dicen que las palabras santas constituyen el mayor poder del mundo. Son el lenguaje secreto de la creación. El dios habló y el mundo se hizo. ¿No es así?

Me miró como retándome a contradecirlo.

—Pero ¿y si las palabras son obra de los hombres y no de los dioses?

Por un momento, aparentó desconcierto, y después sonrió.

—Eres un hombre extraño, y un agente de los medjay poco común. Hasta sería posible imaginar que crees que los dioses son invención de los hombres.

Vacilé en contestar. El se dio cuenta.

—Ve con cuidado, Rahotep. Tales pensamientos son blasfemos.

Incliné la cabeza. Me dirigió una larga mirada, pero no de antagonismo.

—Ahora voy a descansar.

Y de este modo fui despedido de la presencia real.

Salí de la tienda. El sol había sobrepasado su cénit, y el campamento se encontraba en silencio, pues todo el mundo, salvo los guardias de la periferia, debajo de sus sombrillas, se había refugiado del calor victorioso de la tarde. Yo no deseaba pensar más en hombres, dioses y palabras. De repente, me sentí cansado de todos ellos. Escuché el gran silencio del desierto, y se me antojó el sonido más bello que había oído en mucho tiempo.

29

El maestro de la caza, acompañado de su jefe de rastreadores, me indicó que avanzara. Me desplacé con el mayor sigilo posible a través del terreno sembrado de arbustos, hasta llegar a la elevación desde la que estaban vigilando el abrevadero. Miré por encima del borde y contemplé un notable espectáculo. A la luz tardía, rebaños de gacelas, antílopes y algunas reses salvajes estaban esperando su turno de beber, para después mirar con cautela hacia las distancias doradas de la sabana, o dejar caer sus elegantes cabezas para pacer. Los rastreadores habían excavado el abrevadero horas antes para atraer la máxima cantidad de animales posible. Algunos olfateaban el suelo oscuro inquietos, pues percibían la presencia de los hombres, pero se sentían atraídos por la necesidad de beber.

—El agua ha obrado su efecto —susurró el maestro de la caza—. Ahora tenemos buena caza.

—Pero ni rastro de leones.

—Pueden sobrevivir sin agua durante largos períodos, y escasean en nuestros días. En otro tiempo eran abundantes, como los leopardos, que nunca he visto.

—¿Cazamos lo que hay a mano, o esperamos más?

El hombre consideró las posibilidades.

—Podríamos matar un antílope, y dejar el cadáver ahí para que el león acuda a devorarlo.

—¿Como cebo?

Asintió.

—Pero aunque tengamos la suerte de topar con uno, hace falta mucha habilidad, gran valentía y muchos años de práctica para cazar y matar un león salvaje.

—En tal caso, menos mal que contamos con algunos cazadores avezados en nuestro grupo para apoyar al rey en su momento de triunfo.

Me miró con escepticismo a modo de respuesta.

El silencioso rastreador, cuyos ojos penetrantes no habían abandonado el espectáculo del abrevadero y su repentina población, habló de repente.

—Esta noche no habrá leones. Ni ninguna noche, creo.

Dio la impresión de que el maestro de la caza le daba la razón.

—La luz de la luna ayudará, pero podríamos esperar muchas horas sin que nada sucediera. Será mejor tener ocupados al rey y sus cazadores con lo que hay disponible en este momento. Todo está preparado, de forma que vamos a cazar. Será un buen ejercicio. Y siempre nos queda mañana. Nos adentraremos más en el desierto.

Más tarde nos acercamos desde el sur y el este, al amparo de la brisa del norte que se había levantado. El ocaso estaba tiñendo de oro, naranja y azul el firmamento. Los invitados a la cacería, tanto hombres de la élite, con su indumentaria a la moda, como los cazadores profesionales, se erguían en sus carros, a la espera, mientras ahuyentaban a las inevitables moscas y calmaban a sus caballos, inquietos. Los arqueros examinaban sus arcos y flechas. La impaciencia se palpaba en el aire. Atravesé la pequeña población en dirección al rey. Iba en un carro sencillo, flexible y práctico. Tenía ruedas de madera resistentes, y su construcción ligera y abierta se adaptaba bien al escabroso terreno. Dos caballos excelentes, adornados con tocados de plumas, anteojeras doradas y magníficos chales, estaban preparados. El rey se erguía sobre una piel de leopardo que cubría las correas del suelo. Llevaba una túnica de lino blanco sobre los hombros y un largo taparrabos ceñido para procurar libertad y flexibilidad de movimientos. Tenía los guanteletes listos, para que sus manos sensibles pudieran administrar las tensiones de las riendas de cuero, en caso de que deseara sustituir a su auriga, quien se erguía respetuosamente a un lado. Tenía apoyado al lado un abanico de oro con asa de marfil y magníficas plumas de avestruz, así como el bastón de oro. Al lado de dichos objetos, un magnífico arco, y numerosas flechas guardadas en un carcaj, estaban preparados para la cacería.

Parecía emocionado y nervioso.

—¿Alguna señal?

Negué con la cabeza. No sabría decir si se quedó decepcionado o aliviado.

—Pero hay grandes rebaños de gacelas y antílopes, así como de avestruces, de modo que no todo está perdido. Y solo es la primera cacería. Hemos de ser pacientes.

Los caballos relincharon y dieron un breve salto adelante, pero tiró de las riendas con pericia.

Entonces, levantó la mano para llamar la atención de los cazadores, la mantuvo inmóvil durante un largo momento, y después la dejó caer. La cacería había empezado.

Los que iban a pie se desplegaron a toda prisa y en silencio hacia el este, con sus arcos y flechas preparados. Los carros esperaron un poco antes de moverse desde el sur. Yo ocupé mi puesto en el carro. Admiré la tensión cantarina y ligera de su construcción. Los caballos olfatearon la emoción que flotaba en el aire, el cual se estaba enfriando a marchas forzadas. La luna llena colgaba sobre el horizonte. Su pálida luz nos iluminaba como si fuéramos dibujos de un rollo, personajes de una fábula titulada
Cacería nocturna
. Miré la cara del rey. Bajo su corona, con la cobra apoyada sobre la frente, aún parecía muy joven. Pero también decidido y orgulloso. Intuyó que le estaba mirando y se volvió hacia mí, sonriente. Asentí e incliné la cabeza.

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