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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (22 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Las consecuencias y ramificaciones de todo esto se multiplicaron en nuestra mente. Anjesenamón volvió a hablar.

—El rey tiene razón. Ha de ser considerado un rey, y hacer cosas propias de un rey. Es de lo más necesario, y ha de hacerse. Pero hemos de solicitar algo importante. Es una petición personal…

Me miró directamente.

—¿Acompañarás al rey, Rahotep? Tú y Simut seréis los responsables de su seguridad.

¿Cómo había terminado, después de todo, sacando la paja más corta? ¿Cómo me había dejado enredar en esta situación, hasta el punto de no tener otra alternativa que continuar adelante? Pensé en la primera súplica de Anjesenamón, su llamada basada en la necesidad y el miedo. Decidí no pensar, de momento, en las recriminaciones y consecuencias de todo esto en casa.

Incliné la cabeza. Simut me miró, y después asintió en señal de aprobación.

—Necesitaremos un equipo de confianza y bien preparado. Pero que sea pequeño, sin extravagancias ni ostentaciones innecesarias: un cocinero, rastreadores, criados y un puñado selecto de guardias. Todos deberán ser sometidos a investigación por las autoridades de palacio, así como por hacienda. Me refiero al propio Ay —observé.

—Una propuesta sensata —dijo Anjesenamón—, pues así implicamos al regente en las medidas, en lugar de excluirlo, porque excluido es más peligroso.

Khay se dio cuenta de que no le quedaba otra alternativa que acceder.

—Me encargaré con Simut de todos los preparativos de seguridad necesarios para la visita a Menfis —dijo.

—Excelente —exclamó Tutankhamón dando una palmada. Y me di cuenta por primera vez de que parecía feliz.

23

La casa parecía desierta cuando llegué. Se me antojó raro estar en ella de día. Me sentí como un forastero, como les sucede en ocasiones a los hombres en sus hogares. Saludé en voz alta, pero solo Tot respondió al sonido de mi voz, y acudió a mí con la cola levantada.

Encontré a Tanefert regando las plantas en el tejado. Me detuve con sigilo en lo alto de la escalera, debajo del pórtico, durante un rato, mirándola mientras se movía entre las macetas, absorta y serena. Había algunas hebras plateadas en su pelo de medianoche, que ella se negaba, con razón, a teñir o arrancar. Hace muchos años que estamos juntos. Su número es mayor que el de los de mi vida anterior a conocerla. Me doy cuenta de la suerte que he tenido. Mi vida anterior se me antoja un sueño desleído de otro mundo. Y la vida posterior una nueva historia, con nuestras hijas, ahora casi unas jovencitas, y la sorpresa tardía de mi hijo.

Dejó el cubo de regar y estiró la espalda. Sus numerosos brazaletes destellaron cuando se deslizaron sobre su piel suave. Pensé por un momento que eran como los años de vida en común, puesto que le había regalado uno cada año, el día de nuestro aniversario de bodas.

Entonces, reparó en mi presencia. Sonrió con aire inquisitivo por lo extraño que resultaba verme aparecer a aquella hora.

Me acerqué a ella. Nos quedamos juntos, uno al lado del otro, con mi brazo alrededor de su espalda, mientras contemplábamos en silencio la vista de la ciudad. La tarde ya estaba avanzada, el sol había cruzado al otro lado del Gran Río, y flotaba sobre la orilla oeste. Desde aquí podíamos ver todos los tejados de nuestro barrio, con la colada tendida al sol, las verduras secándose bajo el calor, muebles desechados o vueltos a utilizar, y jaulas de pájaros.

—Tus plantas están floreciendo —dije, vacilante, para romper el silencio.

—Solo necesitan agua y sol, y un poco de atención…

Me dirigió una de sus miradas de complicidad, pero no añadió nada más. Había leído mi cara al instante, como siempre. No iba a soltarme con tanta facilidad. Esperó, mientras jugaba con una hoja marrón.

Me pregunté cuál sería la mejor forma de abordar el tema.

—He de irme unos días.

Ella continuó con la vista clavada en el horizonte, disfrutando de la brisa fresca del norte. Se soltó el pelo negro, que colgó sobre su cara un momento hasta que lo ciñó en un moño lustroso.

Me volví hacia ella y la abracé. Pero la sentí tensa en mi abrazo.

—No hagas que resulte más difícil. Tengo miedo.

La abracé con más fuerza, y se relajó un poco.

—Nada en el mundo es más importante para mí que tú y los niños. Jety tiene órdenes de cuidar de vosotros, y de ayudarte en lo que necesites.

Ella asintió.

—¿Cuánto tiempo estarás ausente?

—Tal vez diez días… Quince a lo sumo.

—Eso dijiste la última vez. Y prometiste que no volverías a hacerlo.

—Lo siento. Créeme, no tengo elección.

Me dirigió una de sus miradas más sombrías.

—Siempre hay elección.

—No, te equivocas. Creo que no tengo otra elección. Me siento atrapado por circunstancias que no puedo controlar. Cada paso que doy, en la dirección que sea, solo me hunde más y más en la trampa.

—Y yo tengo miedo de la llamada a la puerta. Temo abrirla y ver a un lúgubre mensajero de los medjay, con una expresión oficial en la cara, dispuesto a darme la mala noticia —replicó.

—Eso no ocurrirá. Sé cuidar de mí mismo.

—Eso nunca se sabe con seguridad. Este mundo es demasiado peligroso. Y sé que nunca te sientes más vivo que cuando estás en el corazón del peligro.

No pude decir nada.

—¿Adonde vas?

—A cazar.

Ella no tuvo otro remedio que reír.

—Hablo en serio. Voy a acompañar al rey a los terrenos de caza, al norte de Menfis.

Su rostro se ensombreció de nuevo.

—¿Por qué?

La guié escaleras abajo y nos sentamos en la quietud sombreada de nuestro pequeño patio. Tot nos observaba desde su rincón. Los sonidos del mundo (los vendedores ambulantes, los niños que gritaban, las madres que les gritaban a su vez) llegaban a nosotros como desde lejos. Se lo conté todo.

—Anjesenamón…

—¿Sí?

—¿Confías en ella?

Vacilé, y ella se dio cuenta.

—Ve con cuidado —dijo.

Estaba a punto de añadir algo más, cuando la puerta se abrió de golpe, y oí que Thuyu y Nechmet subían por el pasadizo, discutiendo sobre algo de trascendental importancia. Nechmet se abalanzó sobre el adormilado Tot, quien había aprendido a tolerar sus abrazos desmañados. Thuyu nos abrazó a ambos y se apoyó sobre mis rodillas, mientras comía una pieza de fruta. Admiré su gracia esbelta y su pelo lustroso.

Tanefert fue a buscarles agua. Mi hija mediana me dijo de inmediato lo que tenía en mente.

—No estoy segura de querer casarme.

—¿Por qué?

—Porque sé escribir y pensar, y sé cuidar de mí misma.

—Pero eso no significa que no vayas a conocer a alguien a quien puedas amar…

—Pero ¿por qué has de tener que amar a una sola persona, cuando hay tanta gente?

Le acaricié el pelo.

—Porque el amor es una decisión, querida.

Reflexionó sobre mis palabras.

—Todo el mundo dice que no puede remediarlo.

—Eso es enamorarse. El verdadero amor es diferente.

Ella frunció el ceño en señal de duda.

—¿Por qué es diferente?

En aquel momento, Tanefert regresó con la jarra de agua y sirvió cuatro copas, a la espera de mi respuesta.

—Enamorarse es romántico y maravilloso, una época muy especial. Es cuando crees que no hay nada más importante. Pero vivir en amor, año tras año, en verdadera camaradería, eso es el auténtico regalo.

Thuyu nos miró a los dos y puso los ojos en blanco.

—Hablas como un viejo —dijo. Rió y bebió agua.

Entonces, la criada sacó a Amenmose al aire fresco de la noche, despierto de su siesta de la tarde. Extendió los brazos, adormilado y malhumorado, para que lo alzara en brazos. Lo colgué sobre mis hombros para que pudiera golpear las jaulas con su palito. Al cabo de poco, los pájaros entonaron un cántico de indignación. Lo bajé y le di un poco de pastel de miel y agua. Sejmet también regresó y se sumó a nosotros. Sentó a su hermanito sobre la rodilla para entretenerlo.

Mi padre regresó a casa de su partida de
senet
, que juega con sus viejos amigos. Nos saludamos, y después fue a sentarse en su sitio habitual del banco, mientras su rostro surcado de arrugas nos observaba desde el rincón en sombras. Las chicas se sentaron a charlar con él. Tanefert empezó a pensar en la cena y dio instrucciones a la criada, quien hizo una reverencia y desapareció en la despensa. Preparé un plato con higos y nos serví a mi padre y a mí una pequeña copa de vino del oasis de Dajla.

—Una libación a los dioses —dijo, alzó la copa y sonrió con sus sabios ojos dorados, mientras observaba la serena tristeza de Tanefert.

Paseé la vista alrededor de mi familia, reunida en el patio de mi casa, en aquella noche como tantas otras, y levanté mi copa en libación a los dioses que me habían concedido el regalo de tanta felicidad. No cabía duda de que mi esposa tenía razón. ¿Por qué iba a querer arriesgar todo aquello, real y tangible, lanzándome hacia lo desconocido? Y no obstante, me llamaba y yo no podía negarme.

S
EGUNDA
P
ARTE

El ayer me pertenece, conozco el mañana

El libro de los muertos

Conjuro 17

24

El sol había desaparecido sobre los lisos tejados del palacio de Malkata, y los últimos vestigios de luz del día estaban abandonando los valles. La larga y baja meseta del desierto, hacia el oeste, lanzaba destellos dorados y rojos detrás de nosotros. El gran lago estaba liso, su negrura plateada como obsidiana pulida, y reflejaba el cielo oscuro, salvo cuando lánguidas olas provocadas por algún siluro invisible alteraban su superficie. La luna pálida flotaba sobre todo, como el casco curvo de un bajel blanco, en el añil cada vez más profundo del cielo, donde las primeras estrellas estaban empezando a aparecer. Los criados encendieron lámparas y antorchas a lo largo del muelle, que bañaron el lugar de una luz anaranjada y sombría.

Todas las cosas necesarias para un desplazamiento real se iban cargando poco a poco en la gran nave capitana real, la
Amado de Amón
. Sus curvas largas y elegantes se alzaban hacia la alta y adornada proa y los florones tallados de la popa, bellamente proporcionados. Las detalladas escenas que adornaban los pabellones plasmaban al rey pisoteando a los enemigos en la batalla. Las grandes velas estaban plegadas, y los grandes remos todavía suspendidos, apoyados contra los camarotes. Halcones reales, que remataban los altos mástiles, extendían sus alas doradas hacia la luz plateada de la luna. Todo el barco parecía equilibrado a la perfección sobre las aguas tranquilas del lago. Amarrado a su lado aguardaba otra nave, casi tan hermosa, la
Estrella de
Tebas. Juntas componían un glorioso par, el modo de transporte más adelantado de cualquier civilización, provisto de todos los lujos y construido con el profundo conocimiento de la artesanía que aprovecha todas las ventajas de los elementos del viento y el agua, las corrientes del río que desembocan perpetuamente en el delta o, al regresar, los vientos del norte que nos impulsan hacia casa.

Yo estaba preocupado. Lo que había confiado en que fuera un acontecimiento breve y a pequeña escala, se había convertido en un ejercicio problemático de política y apariencias. Tendría que haberme dado cuenta de que nada sería sencillo. Se habían producido reuniones confidenciales, con discusiones y correspondencia en uno y otro sentido, entre las oficinas del rey, la división de seguridad y casi todos los demás departamentos del gobierno, acerca de todo, desde el alejamiento del rey de los asuntos del gobierno, hasta largas disputas entre diferentes ministerios con relación a la lista de pasajeros, los pertrechos, los muebles necesarios y el programa de actividades oficial. Todo había supuesto un problema. Pero Ay se había hecho cargo del caos. No le había visto desde la proclamación en el templo, pero daba la impresión de que apoyaba la idea de la cacería. También se había decidido que Anjesenamón se quedaría en Tebas en representación del rey en el gobierno. Ay también se quedaría. Nada de lo que había hecho hasta el momento indicaba que no apoyara la proclamación del rey.

Yo también estaba preocupado por el muchacho. Najt me había dicho que sus progresos eran muy lentos, y que no debía esperar una recuperación.

—Acepta lo peor, desconfía de cualquier mejoría y trata de impostor al éxito —me había aconsejado sentencioso, cuando me había dejado caer por su casa de la ciudad para saber del muchacho. Este parecía casi momificado en las tablillas y vendajes de lino con los que mi amigo estaba intentando curar sus terribles heridas. Había observado que los puntos de la cara estaban empezando a sanar. No podía ver, por supuesto, pero cuando le hablé, leí en su cara que me reconocía.

—¿Te acuerdas de mí? —pregunté en voz baja.

Asintió.

—He de irme fuera, pero te dejo al cuidado de este caballero. Se llama Najt. Cuidará de ti hasta mi regreso. No tengas miedo. Es un buen hombre. Cuando vuelva, tú y yo hablaremos. ¿Me has entendido?

Al final había asentido una vez más, poco a poco. No podía hacer nada más, sino confiar contra toda esperanza en que siguiera con vida cuando regresara a Tebas.

Me distrajeron de este recuerdo los graznidos, balidos y llamadas indignadas de los patos, pollos y cabras mientras los iban cargando, nerviosos y asustados, en los barcos. Grupos de esclavos transportaban baúl tras baúl de provisiones en cajas, debajo de sal. Contenían animales sacrificados enteros, huesos blancos en pedazos de carne blandos y oscuros. Cargamentos de frutas y verduras, sacos de grano, bandejas de plata, vestidos de lino, copas y tazas… Daba la impresión de que nos marchábamos por toda la eternidad. Un capataz supervisaba, paseaba con aire imperioso entre los equipos de trabajadores, marcaba artículos en un largo papiro donde todo lo necesario estaba apuntado. Me presenté y le pedí que me explicara todo lo que estaban cargando. Asintió y me indicó que lo siguiera hacia las despensas.

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