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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (9 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Caminar es mi cura para la confusión. Es lo único que, a veces, consigue que me sienta cuerdo. Regresé a través de las calles desiertas, y ahora la ciudad nocturna me recordó un teatro vacío, una construcción de papiros, sombras y sueños. Me dispuse a meditar sobre todos los acontecimientos de aquel día extraordinario. Las ceremonias de la festividad con su atmósfera extrañamente contenida; el asombroso sacrilegio; la chica en las celdas, y su rabia, que había madurado como el vino hasta dar lugar a algo sombrío y poderoso; el encuentro nocturno con la reina del país, angustiada a causa del miedo; el encuentro con la nodriza del rey. Pero quizá lo más sorprendente de todo había sido el muchacho muerto, con sus extremidades destrozadas con crueldad, su atroz postura perfecta, dispuesta para la muerte, y el conjuro de lino. ¿Qué relación guardaban estos acontecimientos? Si es que estaban relacionados, porque soy propenso a descubrir pautas donde, quizá, no existen. De todos modos, presentía algo, una intuición escurridiza, fuera del alcance de mis pensamientos, como el borde reluciente de una astilla de cristal que destellaba entre ruinas, pero se esfumó enseguida. En ese momento, nada tenía sentido. Sé que me gusta meditar sobre la sorprendente relación que puede existir entre cosas muy dispares, más como en un sueño o un poema que en la realidad. Mis colegas se burlan de mí, y puede que tengan razón, pero aun así no creo que el misterio oculto en el corazón de los seres humanos sea tan comprensible como dicen. En cualquier caso, ¿de qué me servía eso entonces?

A continuación, me concentré en la talla. De manera superficial, expresaba animosidad hacia el anterior régimen de Atón, del cual el rey era heredero, superviviente y (como había dejado claro con sus pronunciamientos en público, actos y edificios nuevos) destructor. La iconoclastia, sin embargo, no era excepcional, y la pregunta interesante era: ¿por qué había sido entregada de una forma tan deliberada, incluso íntima, al rey? De modo más sutil, expresaba una grave amenaza, pues la aniquilación del signo representaba la aniquilación de la realidad. El rey también era el Sol. Y la destrucción del Sol, y peor todavía, la destrucción de los nombres reales, representaba la destrucción del rey y la reina en la otra vida. Y algo más: la furia desatada de aquellas marcas de cincel hablaba de una ira profunda, casi
demencial
. Era como si cada golpe de cincel fuera una puñalada contra el espíritu eterno del rey. Pero ¿por qué, y quién era responsable?

Miré la luna, que flotaba a baja altura sobre los tejados y las torres de los templos, como la hoz de luz en el ojo izquierdo de Horus, y recordé la antigua fábula que contamos a nuestros hijos acerca de que era el último fragmento perdido del ojo destruido del dios, que al final fue restituido por Tot, el dios de la escritura y los secretos. Ahora, sabemos otras cosas. Conocemos las acciones y movimientos de las formas celestiales gracias a la observación. Nuestros calendarios estelares documentan sus movimientos perpetuos y regresos a lo largo del año, y de infinidades de tiempo. Y además… De repente, se me ocurrió: ¿y si la piedra poseía un significado más evidente? ¿Y si decía eclipse? ¿Se refería tal vez a un eclipse real? Quizá el eclipse del Sol Viviente era una simple metáfora. Pero ¿y si no lo era? Parecía un vínculo posible, y me gustó la idea. Lo comentaría con Najt, que sabía mucho de esas cosas.

Subí por mi calle, abrí la puerta y entré en el patio. Tot me estaba esperando, vigilante y en cuclillas, como si supiera que estaba a punto de llegar y se hubiera preparado para estar presentable. Tanefert había insistido en que lo comprara unos años antes, pues las calles de la ciudad habían llegado a ser cada vez más peligrosas para un hombre de los medjay como yo. Afirmaba que lo quería como guardián de la casa, pero su verdadera intención era que yo gozara de más protección en mi trabajo. Había aceptado para complacerla. Ahora, casi era capaz de admitir que quería al animal por su inteligencia, lealtad y dignidad. Olfateó el aire a mi alrededor, como para adivinar todo cuanto había sucedido, y después me miró a los ojos con su antiguo y dulce desafío. Le acaricié el pelaje y paseó a mi alrededor, dispuesto a recibir más atenciones.

—Estoy cansado, viejo. Tú has estado dormitando aquí, mientras yo estaba trabajando…

Volvió a su sitio y se acomodó, con los ojos color topacio en guardia, pues veían todo en la oscuridad.

Cerré la puerta de fuera y entré con sigilo en la cocina. Me lavé los pies, tomé una copa de agua de la jarra de arcilla y comí un puñado de dátiles. Después, seguí el pasillo y, con el mayor sigilo posible, descorrí la cortina de nuestra habitación. Tanefert estaba tumbada de costado, la forma de sus caderas y hombros como una elegante cursiva en un rollo oscuro, descrita por la luz de la lámpara. Me quité la túnica y me acosté a su lado, al tiempo que dejaba la bolsa de piel junto al sofá. Sabía que estaba despierta. Me acerqué a ella, rodeé con los brazos su cuerpo tibio, adapté mi forma a la de ella y besé su suave hombro. Ella se volvió hacia mí, medio sonriente medio irritada, en la oscuridad, me besó y se entregó a mi abrazo, tierno y confortable. Más que nada en el mundo, esto me daba la sensación de estar en casa. Besé su lustroso pelo negro. ¿Qué debía contarle de los acontecimientos de la noche? Ella sabía que yo hablaba muy pocas veces del trabajo, y comprendía mi reticencia. Nunca se ofendía por ello, porque sabía que yo necesitaba separar ambos mundos. Pero siempre es capaz de descifrarme: percibe que algo ha pasado o que estoy preocupado por mi forma de entrar en una habitación. No podían existir secretos. De modo que se lo conté.

Acarició mi brazo mientras escuchaba, como calmando su propia angustia. Notaba los latidos de su corazón, el pájaro de su alma en el árbol verde de su vida. Terminé mi relato, y ella permaneció inmóvil un rato, mientras meditaba en silencio. Me miraba, pero con los ojos extraviados, como alguien que contempla un fuego.

—Podrías haberte negado.

—¿Crees que habría debido?

Su silencio fue elocuente, como siempre.

—Entonces, devolveré esto mañana.

Levanté la bolsa y deposité el anillo de oro en la palma de su mano.

Ella lo miró, y después me lo devolvió.

—No me pidas que te diga qué has de hacer. Sabes que lo detesto. No es justo.

—Entonces, ¿qué?

Se encogió de hombros.

—¿Qué pasa?

—No lo sé. Tengo un mal presentimiento…

—¿Dónde?

La toqué.

—No seas tonto. Sé que cada día está erizado de peligros, pero ¿qué bien puede salir de esto? ¿Intrigas palaciegas, atentados contra la vida del rey? Son asuntos oscuros. Me asustan. Pero tú estás animado de nuevo…

—Porque estoy agotado…

Bostecé de una manera exagerada para demostrarlo.

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Sabía lo que ella estaba pensando. Y ella sabía lo que yo estaba pensando. Entonces, mi esposa habló.

—Necesitamos este oro —dijo—. Y tú no puedes evitarlo. Te encantan los misterios.

Sonrió con tristeza en la oscuridad al pensar en lo que implicaban sus palabras.

—Quiero a mi mujer y a mis hijos.

—¿Somos misterio suficiente para el Buscador de Misterios?

—Nuestras hijas pronto nos abandonarán. Sejmet tiene casi dieciséis años. ¿Cómo ha ocurrido eso? Es un gran misterio para mí cómo el tiempo ha pasado con tal celeridad desde que gateaban, vomitaban y sonreían con orgullo y sin dientes. Y ahora, mira…

Tanefert deslizó su mano en la mía.

—Y míranos a nosotros. Una pareja de edad madura necesitada de sueño.

Apoyó la cabeza sobre el cabecero de la cama y cerró sus agraciados ojos.

Me pregunté si el sueño se dignaría visitarme esta noche. Lo dudaba. Tenía que pensar en cómo iba a abordar aquel nuevo misterio cuando saliera el sol, cosa que no tardaría en ocurrir. Me tumbé y contemplé el techo.

9

Llegué nada más amanecer a la oficina de hacienda. Un limpiador, provisto de cepillo y cubo, trabajaba al otro lado de la gran sala, esparciendo agua fresca con gestos eficientes, para luego secarla hasta que la piedra brillaba bajo sus pies. Trabajaba de manera metódica e impasible, con la cabeza gacha, cuando los primeros burócratas y funcionarios llegaron al trabajo. Hombres con túnicas blancas que nos miraron a Tot y a mí con fugaz curiosidad, pero pasaron ante el limpiador como si no existiera, dejando las huellas sucias de sus sandalias polvorientas en el suelo inmaculado. El hombre las secó una y otra vez, con infinita paciencia. Era un hombre que jamás pisaría una piedra limpia y reluciente. En ningún momento miró al desconocido sentado en el banco, con el mandril pacientemente a su lado, esperando a alguien.

Por fin, un funcionario de alto rango, el subdirector de hacienda, me invitó a entrar en su oficina, algo angustiado bajo su afable competencia. Conocía a los de su clase: leales, orgullosos de sus méritos sin demostrarlo, disfrutando de las justas recompensas de su profesión (las comodidades de una buena villa, tierra productiva y fieles sirvientes). Dejé a Tot atado fuera. Nos sentamos en taburetes opuestos. Cambió de lugar algunos objetos (estatuillas, bandejas, el tubo de su pluma de caña, la paleta de mezclado, dos bolsitas para la tinta roja y la tinta negra) esparcidos sobre la mesa baja y recitó su larga lista de títulos, desde el principio de su vida profesional hasta aquel preciso momento. Solo entonces preguntó en qué podía ayudarme. Le dije que deseaba una audiencia con Ay. Fingió sorpresa.

Empujé el papiro de autorización de Khay hacia él. Desenrolló el documento y repasó los caracteres con celeridad. Después, me miró con expresión diferente.

—Entiendo. ¿Podrías esperar unos momentos?

Asentí. Desapareció.

Escuché un rato los sonidos irrelevantes del pasillo y el lejano coro de aves del río. Lo imaginé llamando con los nudillos a puertas, una tras otra, como una caja dentro de otra caja, hasta llegar al umbral del templo más recóndito.

Cuando reapareció, dio la impresión de que había recorrido un largo camino. Estaba sin aliento.

—Sígueme, por favor…

Atravesamos sombras profundas y los largos ángulos de luz del sol que caían sobre los corredores. Los guardias de las puertas levantaron sus armas en señal de respeto. El funcionario me guió hasta el último umbral. No fue más allá. Un ayudante crispado y desdeñoso (uno de los tres sentados en tensa espera ante la oficina) llamó a la puerta como un colegial nervioso, y escuchó el silencio que siguió. Debió de oír algo, porque abrió la puerta, y yo pasé.

La cámara estaba desierta. Contenía el mínimo de muebles: dos sofás, ambos exquisitamente forjados, dispuestos uno frente al otro. Una mesa baja, hermosa de una manera funcional, estaba colocada a idéntica distancia de ambos sofás. Las paredes carecían de adornos, pero estaban revestidas de una piedra tan fina que hasta el mismo grano hacía juego. Hasta la luz que entraba era mínima, perfecta y serena. Di un empujón a la mesa para que perdiera su alineación perfecta.

Había dos puertas en paredes opuestas, situadas como alternativas en un juego. Sin que yo me diera cuenta, una de ellas se había abierto en silencio. Ay estaba parado en el umbral a oscuras, con su túnica blanca, que brillaba a la luz de una ventana alta. Parecía un sacerdote. Costaba distinguir su rostro.

Incliné la cabeza.

—Vida, prosperidad y salud —dije, siguiendo la fórmula.

Pero cuando alcé la vista, me sorprendió ver que, pese a todo su poder, tal como había dicho Anjesenamón, durante los años transcurridos desde la última vez que le había visto el tiempo destructor había iniciado su obra con él. Se movía con cautela, rígido, como si no confiara en sus huesos. No cabía duda de que sufría de fiebres, aunque se esforzaba por disimularlo. Pero sus penetrantes ojos de serpiente poseían una tremenda intensidad y concentración. Me observaba fijamente, como un experto en objetos de dudoso valor. Su boca delgada expresaba decepción y desaprobación inevitables. Sostuve su mirada. Había arrugas en su frente y alrededor de sus ojos gélidos, y la piel se tensaba sobre los planos de su cara. Tenía los ojos hundidos, casi muertos. Se veían puntos rojos donde le habían arrancado espinillas. Percibí el olor de la pastilla que retenía bajo la lengua: clavos y canela, el remedio para el dolor de muelas, la maldición de la edad.

—Siéntate —dijo en voz muy baja.

Obedecí, y observé la dificultad con la que se acomodaba en uno de los exquisitos sofás.

—Habla.

—Sabrás que he…

—Basta.

Levantó la mano derecha. Esperé.

—Si la reina se hubiera dignado solicitar mi opinión, habría prohibido que te enviara a buscar.

Me miró de arriba abajo.

—No me gusta que los medjay de la ciudad interfieran en la administración y los asuntos de palacio.

—Me llamó para un asunto personal y privado —dije.

—Conozco muy bien la naturaleza e historia de tu relación con la familia real —dijo en voz baja—. Y si esto no continúa siendo un asunto privado y personal, no te quepa duda de que no tendré compasión contigo y con tu familia.

Asentí sin decir nada.

—En cualquier caso, he decidido que la talla es irrelevante. Ha de ser destruida y olvidada.

Su mano, con manchas y huesuda, tembló cuando aferró su bastón. Examiné el orden estricto de aquella cámara. La estancia parecía carente de vida y de su estado natural de desorden.

—No obstante, da la impresión de que ha alarmado al rey y la reina.

—Son niños. Los niños tienen miedo de lo insustancial. El fantasma de la tumba. El espíritu malvado debajo del sofá. Pura superstición. No hay lugar para la superstición en las Dos Tierras.

—Quizá no es superstición, sino imaginación.

—No existe diferencia.

Para ti no, pedazo de nada, pensé.

—No obstante, esto representa un fracaso del orden. Los funcionarios de palacio tendrían que haberlo detectado. Que consiguiera sortear los límites de palacio es una grave negligencia. No podemos tolerarlo —continuó.

—No cabe duda de que habrá una investigación y los errores serán subsanados.

Hizo caso omiso del desdén que impregnaba mi tono.

—El orden es la prioridad del poder. Después de las arrogantes catástrofes del pasado, el glorioso reinado de Tutankhamón representa el triunfo del orden divino universal de
maat
por la voluntad de los dioses. Hemos enderezado estas tierras. No permitiremos que nada las amenace. Nada.

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