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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (7 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Amarramos en el inmenso embarcadero del palacio que se extendía a todo lo largo de la orilla del lago. Ardían cuencos de cobre con aceite, que descansaban sobre bases de hierro forjado, los cuales desprendían una espesa y siniestra luz amarilla y naranja. Los guardias de palacio hicieron una profunda reverencia cuando Khay y yo bajamos del barco, lo cual me proporcionó una clara indicación del rango del hombre. En cualquier caso, no reparó en su existencia, como siempre hacen estos hombres de alta alcurnia.

Nos pusimos a caminar por un largo sendero, iluminado por lámparas, además de la bienvenida y familiar luna, en dirección a la larga silueta baja del complejo del palacio, y entonces (mi corazón espoleado por el misterio que me aguardaba, y mis pies por necesidad), entramos en una gran penumbra.

El gobernador de la Casa Real tomó una lámpara de aceite encendida de un nicho. Todo parecía silencioso, adornado con fastuosidad y aislado del mundo exterior. A lo largo del pasillo, que recorrimos a buen paso, había estatuas y tallas que descansaban sobre pedestales. Me pregunté qué habría en aquellas cámaras laterales, qué encuentros, qué discusiones, qué decisiones se tomarían, con grandes consecuencias que afectarían a todas las jerarquías, así como al desprevenido e indefenso mundo exterior. Continuamos avanzando, girando ora a la derecha ora a la izquierda, atravesamos altos y resonantes pasillos en los que grupos ocasionales de funcionarios conferenciaban y había guardias apostados, a medida que nos íbamos internando cada vez más en el complejo. Era un laberinto de sombras. A veces, pasaba un guardia o un criado, con la cabeza gacha, fingiendo que no existían mientras se ocupaban de las luces de las lámparas de aceite.

Cámara tras cámara de paredes pintadas con gloriosas escenas de placer y ocio de la élite (aves en las marismas, peces en las aguas transparentes) aparecían y desaparecían a la luz de la lámpara. Sería difícil encontrar el camino de vuelta. El sonido de mis pasos se me antojaba fuera de lugar, una alteración en el inmenso silencio. Khay me precedía, caminando con sus costosas y sigilosas sandalias. Decidí hacer más ruido, solo para irritarlo. Se negó a conceder atención a mi comportamiento ni con una sola mirada hacia atrás. Pero es extraño y cierto que somos capaces de leer el rostro de un hombre mirando su nuca.

Atravesamos a toda prisa un punto de control, mientras Khay ahuyentaba con un ademán a los guardias de élite de los aposentos reales, y después me condujo hasta el corazón del palacio por otro pasillo de techos altos, hasta que por fin nos detuvimos ante unas grandes puertas dobles de madera oscura incrustadas de plata y oro, bajo un escarabajo con alas tallado. Llamó con precisión, y al cabo de una pausa las puertas se abrieron y entramos en una amplia cámara.

Las opulentas superficies y muebles estaban iluminados por grandes cuencos asegurados con clavos en las paredes, cuyas llamas proyectaban una luz inmóvil y transparente. Los muebles y la decoración eran muy sobrios. La habitación parecía comunicar que la vida podía vivirse con calma, con sentimientos elevados. Pero también poseía la atmósfera de un espectáculo orquestado, como si detrás de aquellas encantadoras fachadas pudieran descubrirse los escombros de los albañiles, las brochas de los pintores y cosas sin terminar.

Una joven entró en silencio desde el patio que había al otro lado de las puertas abiertas y se detuvo en el umbral, entre la luz del fuego procedente de los grandes cuencos y las sombras oscuras que rodeaban todo. Daba la impresión de traer con ella un poco de ambos. Entonces, Anjesenamón salió a la luz, más cerca. Su rostro, pese a su belleza juvenil, denotaba una gran confianza en sí misma. Llevaba una elegante y lustrosa peluca con trenzas que enmarcaba sus facciones, un vestido de lino plisado ceñido bajo su seno derecho, cuyo corte suelto daba la impresión de esculpir su forma pulcra y elegante, y un ancho collar de oro, confeccionado con hilera tras hilera de amuletos y cuentas. Pulseras y brazaletes oscilaban y tintineaban alrededor de sus muñecas y tobillos al moverse. Anillos de oro y electrum
[1]
destellaban en sus dedos delicados. Pendientes de oro en forma de disco brillaban a la luz de la lámpara. Se había pintado el contorno de los ojos con kohl, y dibujado las líneas negras con un estilo algo anticuado. Comprendí mientras me miraba, con el fantasma de una sonrisa en sus labios, que lo había hecho a propósito para parecerse más a su madre.

Khay inclinó la cabeza al punto y yo lo imité, y esperamos, como exigía el protocolo, a que ella iniciara la conversación.

—No estoy segura de acordarme de ti, o si me acuerdo de historias que me han contado.

Su voz transmitía serenidad y curiosidad.

—Vida, prosperidad y salud. Eras muy joven, majestad.

—En otra vida. Otro mundo, tal vez.

—Las cosas han cambiado —dije.

—Levanta la vista —ordenó en voz baja, y con un enigmático destello de sus ojos oscuros dio media vuelta, con la intención de que la siguiera.

Entramos en el patio. Khay no se retiró, sino que nos siguió con discreción, a una distancia desde la que todavía podía oírnos, aunque fingía lo contrario. Una fuente cantaba en las sombras. El aire oscuro era frío y perfumado. La reina siguió un sendero ornamental, iluminado por más lámparas parpadeantes, internándose en la oscuridad bañada por la luna.

Recordé a la niña que había conocido años antes, enfurruñada y frustrada. Que se había convertido en una joven elegante y pletórica. Daba la impresión de que el tiempo se estaba burlando de mí. ¿Adonde habían ido a parar los años? Tal vez había madurado de repente, demasiado deprisa, de la forma que lo hace la gente cuando sobre ella se abaten cambios devastadores en la juventud. Pensé en mis hijas, la serenidad con la que administraban sus vidas cambiantes y a ellas mismas. No tenían necesidad, gracias a los dioses de la fortuna, de tales estrategias y apariencias. Pero también estaban madurando, camino de su futuro.

—Así que te acuerdas de mí —murmuró mientras caminábamos.

—En aquel tiempo tenías un nombre diferente —repliqué con cautela.

Ella desvió la vista.

—No tuve muchas oportunidades de elegir en ese asunto. Era una niña torpe y desdichada, con muy poco de princesa, al contrario que mis hermanas. Y ahora, todas han muerto, y resulta que debo ser mucho más que eso. Me han reinventado, pero tal vez aún no me siento digna del papel para el que me han… nombrado. ¿Es esa la palabra? ¿O es «destinado»?

Daba la impresión de estar hablando de una extraña, no de ella.

Llegamos a un gran estanque de aguas negras en el centro del patio, con lámparas de aceite en cada esquina. La luna se reflejaba en la superficie, oscilaba poco a poco en el sueño del agua. El lugar parecía romántico y secreto. Paseamos por el borde del estanque. En cierto modo, me daba la impresión de que avanzábamos hacia el meollo del asunto.

—Mi madre me dijo que, si alguna vez mi vida corría peligro, debía llamarte. Me prometió que acudirías.

—Y aquí estoy —contesté en voz baja. Había encerrado el recuerdo de su madre en una caja guardada en el fondo de mi mente. Era demasiado potente, y demasiado desesperanzado, para hacer otra cosa. Y el hecho de que ella estuviera muerta no cambiaba nada, porque ahora vivía donde yo carecía de poder para controlarla, en mis sueños.

—Y como me has llamado, y aquí estoy, tu vida debe de estar en peligro.

Un pez rompió la superficie inmaculada del agua, dando lugar a anillos concéntricos que lamieron en silencio las paredes del estanque. El reflejo de la luna se partió, y poco a poco volvió a unificarse.

—Estoy preocupada por señales. Portentos…

—No creo mucho en señales y portentos.

—Eso me han dicho, y es importante. Nos alarmamos con excesiva facilidad, mi marido y yo. Necesitamos a alguien menos supersticioso y menos timorato. Me considero moderna, una persona a quien las cosas inexistentes no asustan con facilidad. Pero he descubierto que no es así. Quizá este palacio no sirve de gran ayuda. Es tan inmenso y vacío de vida, que la imaginación lo puebla con todo cuanto teme. Un viento sopla desde la dirección que no esperas, desde la Tierra Roja, y ya presiento espíritus maliciosos agitando las cortinas. Estas estancias son demasiado grandes para dormir sin miedo. Mantengo las lámparas encendidas toda la noche, confío en la magia, aferró amuletos como una niña… Es ridículo, porque ya no soy una niña. No puedo permitirme el lujo de alimentar temores infantiles.

Desvió la vista.

—El miedo es un enemigo poderoso, pero un amigo útil.

—Eso solo podría decirlo un hombre —replicó ella risueña.

—Quizá deberías decirme de qué estás asustada —dije.

—Me han dicho que escuchas bien.

—Eso no es lo que mis hijas me dicen.

—Ah, sí, tienes hijas. Una familia feliz…

—No siempre es tan sencillo como eso.

Ella asintió.

—Ninguna familia es sencilla.

Hizo una pausa para meditar.

—Me casaron con mi marido cuando los dos éramos muy jóvenes. Yo era unos cuantos años mayor. Pero éramos niños, unidos por el estado con el propósito de formar alianzas de poder. Nadie nos preguntó si lo deseábamos. Ahora, nos sacan a pasear como estatuas en las grandes ocasiones. Llevamos a cabo los ritos. Hacemos los gestos. Repetimos las oraciones. Y después, nos devuelven al palacio. A cambio de esta obediencia, nos otorgan lujos, indulgencias y privilegios. No me quejo. Es todo lo que conozco. Este hermoso templo es lo más parecido a un hogar que he conocido durante muchos años. Es una prisión, pero se me antoja un hogar. ¿Es extraño que piense así?

Negué con la cabeza.

Una nueva pausa, mientras ella pensaba.

—Pero en los últimos tiempos… no me siento a salvo, ni siquiera aquí.

—¿Por qué?

—¡Por muchos motivos! En parte, quizá, porque presiento cambios en la atmósfera. Este palacio es un mundo muy contenido y disciplinado. Cuando las cosas cambian, por consiguiente, me doy cuenta al punto: objetos que no están donde deberían, o que aparecen como caídos del cielo. Cosas que tal vez no signifiquen nada, pero que vistas de otra manera podrían implicar algo misterioso, algo… Y entonces, hoy…

Se quedó sin palabras. Se encogió de hombros. Esperé a que continuara.

—¿Te refieres a los sucesos de la fiesta? La sangre…

Negó con la cabeza.

—No. Algo diferente.

—¿Me lo puedes enseñar?

—Sí. Pero antes, debo decirte algo más.

Me condujo hasta un largo banco al amparo de las sombras, y me habló en voz muy baja, como un conspirador.

—Lo que voy a contarte es un secreto que solo conozco yo y unos cuantos hombres de confianza. Has de darme tu palabra de que guardarás silencio. Las palabras son poderes, y el silencio también es un gran poder. Esos poderes son míos, y han de ser respetados y obedecidos. Si no lo haces, me enteraré, y no te librarás de tu castigo.

Me miró muy seria.

—Te doy mi palabra.

Asintió, satisfecha, y respiró hondo.

—Tutankhamón anunciará su coronación y su ascensión al trono en breve. Habría sido hoy, después de haber comulgado con los dioses, pero no pudo ser. Es evidente. Nos quedamos frustrados en esta ocasión. Pero nada nos detendrá. El futuro del reino se halla en juego.

Espió mi reacción.

—Ya es rey —comenté con cautela.

—Pero solo de nombre, porque Ay es regente y, en realidad, detenta todo el poder. Su gobierno es la autoridad efectiva del reino. Es invisible, y bajo esa guisa hace lo que le da la gana, mientras nosotros no somos más que sus marionetas. Hemos de hacernos con el poder ahora. Mientras haya tiempo.

—Eso será muy difícil. Y muy peligroso.

—Es evidente. Ahora comprenderás mejor por qué te he llamado.

Sentí que las sombras del palacio se espesaban a mi alrededor a cada palabra que ella pronunciaba.

—¿Puedo hacer una pregunta?

Ella asintió.

—¿Estás segura de que Ay no le apoyará en esto?

Anjesenamón se me antojó de repente la mujer más sola que había visto en mi vida. Era como si una ráfaga de viento hubiera abierto la puerta de su corazón. En aquel momento, supe que no había forma de escapar de aquella extraña noche, ni del funesto laberinto de aquel palacio.

—Nos destruiría a ambos si llegara a enterarse.

Había determinación y miedo en sus ojos.

—¿Estás segura de que no lo sabe?

—No puedo estar segura —dijo—, pero no ha dado señales. Trata al rey con desprecio, y lo mantiene en una infancia dependiente que ya tendría que haber superado. Su autoridad depende de nuestra sumisión. Pero ha cometido el más peligroso error: nos subestima. Me subestima. Pero no pienso tolerarlo más. Somos hijos de nuestro padre. Soy hija de mi madre. La llevo dentro de mí, me llama, me alienta, me convence de que venza mi miedo. Ha llegado el momento de que nos reafirmemos, a nosotros y a nuestra dinastía. Creo que no soy la única que no desea vivir en un mundo gobernado por un hombre de corazón tan frío.

Yo necesitaba pensar con detenimiento.

—Ay es muy poderoso. También es muy inteligente y muy despiadado. Necesitarás una estrategia muy poderosa y singular para vencerlo —repliqué.

—He tenido mucho tiempo para estudiarlo, así como a las estratagemas de su mente. Lo he observado, pero creo que él no me ha visto. Soy una mujer, y por lo tanto no merezco su atención. Soy casi invisible. Y… se me ha ocurrido una idea.

Se atrevió a aparentar orgullo por un momento.

—Estoy seguro de que sabes lo que hay en juego —contesté con cautela—. Aunque consigáis proclamar la ascensión del rey al poder, Ay continuará sujetando las riendas de su administración. Controla muchas facciones y fuerzas poderosas.

—La crueldad de Ay es famosa, pero no carecemos de aliados, y él no carece de grandes enemigos. Además, no olvides su amor obsesivo por el orden. Preferiría partirse por la mitad que correr el riesgo de una renovación del desorden en el mundo.

—Creo que preferiría partir por la mitad a otros mil antes que a sí mismo.

Ella sonrió por primera vez.

—Ay está más preocupado por los que amenazan su supremacía. Horemheb, el general, está esperando su oportunidad. Todo el mundo lo sabe. Y recuerda, contamos con otra gran ventaja sobre Ay. Tal vez la mayor de todas…

—¿Cuál es?

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