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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (3 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Las calles se llenaron de repente. La gente iba saliendo de los diferentes barrios, de las villas de clase alta protegidas por altos muros y puertas reforzadas, así como de las callejuelas pobres y callejones sembrados de basura. Entonces, por una vez, las mulas de la ciudad, con sus cargamentos de adobe y escombros, frutas y verduras, no se veían en las calles, y los obreros inmigrantes, que en circunstancias normales estarían corriendo hacia su ingrato trabajo, disfrutaban de un excepcional día de descanso. Hombres de la élite burocrática, con sus ropajes blancos plisados, se aferraban a la parte trasera de sus carritos tirados por caballos, mientras traqueteaban y trotaban por las arterias de la ciudad, algunos acompañados por guardaespaldas que corrían a su lado. Hombres de las jerarquías inferiores caminaban con sus criados y sombrillas, junto con niños ricos y sus guardianes, y mujeres vestidas con ostentación se dirigían a visitas tempranas acompañadas de sus nerviosas doncellas. Todo el mundo se encaminaba, como obedeciendo a un son de tambores silencioso, hacia el Templo del Sur, situado en el extremo del territorio de la ciudad, con el fin de asistir a las ceremonias de la fiesta. Todo el mundo quería presenciar la llegada de los barcos sagrados que portaban los altares de los dioses, y aún más importante, vislumbrar al rey, que los recibiría en público antes de entrar en el más secreto y sagrado altar del templo, para comunicarse con los dioses y recibir la divinidad en su persona.

Pero cuando en otro tiempo la mayor preocupación de todo el mundo habría sido procurar que la familia fuera bien vestida, bien peinada, bien alimentada y con el aspecto más impresionante posible, en estos días de forzada obediencia, el asombro y la admiración habían sido sustituidos por angustia e incertidumbre. Los festejos no eran como yo los recordaba de mi infancia, cuando el mundo parecía una fábula sin límites: las procesiones y las visitas, paso a paso, de las figuras divinas en sus altares de oro, transportados en barcazas de oro, todo un espectáculo en sí mismo, se sucedían ante las multitudes acaloradas como grandes imágenes de un rollo de pergamino viviente.

Entré en mi patio y desaté a Tot de su correa. Saltó de inmediato sobre su cama y se acomodó para contemplar por el rabillo del ojo a una de las gatas, enfrascada en su exquisito lavado, con una elegante pata levantada en el aire para lamerla hasta dejarla impoluta. Parecía la amante mimada de un viejo caballero actuando para su público.

La casa era un caos. Amenmose estaba sentado con las piernas cruzadas a la mesa baja como un pequeño rey, agitando su puño al ritmo de alguna melodía que sonaba en su alegre cabeza, mientras la leche del cuenco se derramaba en el suelo y otro gato se apresuraba a lamerla. Las chicas corrían de un lado a otro, enfrascadas en sus preparativos. Apenas repararon en mi presencia.

—¡Buenos días! —grité, y ellas corearon una especie de respuesta. Tanefert me dio un fugaz beso al pasar. Me acomodé a la mesa con mi hijo, quien me miró con tibio interés un momento, como si no me conociera, y continuó atacando su plato para demostrarme lo bien que era capaz de hacerlo. Es el hijo adorado que no esperaba, la sorpresa y la dicha de mi edad adulta. A su edad, todavía cree todo cuanto le digo, de modo que le cuento lo mejor que se me ocurre. No entiende ni una palabra, por supuesto. Intenté entretenerlo dándole la leche, como si se tratara de una ocasión especial, y bebió con solemnidad.

Mientras le miraba, pensé en el muchacho muerto y destrozado, su imagen grotesca como una sombra repentina sobre la mesa de la vida. Que hubiera sido asesinado de aquella forma el mismísimo día de la fiesta podía no ser casual. Asimismo, podía no ser casual que las imperfecciones de la víctima recordaran las de nuestro joven rey. Aunque nadie osa mencionar jamás sus enfermedades, sus presuntas enfermedades, se rumorea que Tutankhamón es menos que perfecto en su cuerpo terrenal. Pero como pocas veces se le ve en público, nadie puede afirmar que eso sea cierto. No obstante, es de conocimiento público que nunca ha ejercido el poder por su cuenta, aunque a estas alturas ya será mayor de edad.

Me había encontrado con su padre varias veces, hacía años, en la ciudad de Ajtatón, y en dichas ocasiones también había vislumbrado al muchacho convertido ahora en rey, aunque solo fuera de nombre. Recordaba el tap, tap, tap de su bastón cuando resonaba en el corredor de aquel palacio vanidoso, trágico, y ahora probablemente abandonado. Recordaba su cara, carismática, angulosa, de mandíbula breve y huidiza. Parecía un alma vieja en un cuerpo joven. Y recordaba lo que mi amigo Najt me había dicho acerca del muchacho, que en aquellos tiempos se llamaba Tutanjatón: «Cuando el tiempo de Atón haya terminado, Amón será restablecido. Hasta es posible que reciba un nuevo nombre, Tutankhamón». Y así fue. Pues el demente Ajnatón había sido confinado en su palacio, en el polvoriento Más Allá de su ciudad soñada en ruinas Y después de su muerte, todos sus inmensos templos y multitud de grandes estatuas del rey y Nefertiti habían iniciado su inevitable retorno a los escombros. Se decía que los mismísimos ladrillos de la apresurada construcción de la ciudad habían vuelto al polvo de su creación.

Después de la muerte de Ajnatón, se abandonó el culto de Atón en las Dos Tierras de Egipto y sus dominios. La imagen del disco solar, y las numerosas manos que descendían con el Anj, signo de vida para bendecir el mundo, ya no estaba grabada en las paredes de los templos de ninguna ciudad. La vida en Tebas había continuado como si todo el mundo hubiera accedido a fingir que ninguna de aquellas cosas había sucedido jamás. Pero los recuerdos particulares de las personas no son tan fáciles de borrar de la historia, por supuesto. La nueva religión contaba con muchos partidarios fervorosos, y muchos más que, con la esperanza de ascensos terrenales, habían apostado su vida y futuro por su triunfo. Y muchos seguían oponiéndose en privado a los increíbles poderes terrenales de los sacerdotes de Amón y a la autoridad absoluta de un hombre en particular: Ay, un hombre que no era del mundo normal, un hombre de sangre fría, con un corazón tan decidido e indiferente como el goteo de una clepsidra. En nuestros tiempos, Egipto es el reino más rico y poderoso que el mundo haya conocido jamás, pero nadie se siente seguro. El miedo, ese enemigo enigmático y todopoderoso, nos ha invadido a todos, como un ejército secreto de sombras.

Salimos a toda prisa porque, como de costumbre, íbamos con retraso. La intensa luz del alba había dado paso al potente calor de la mañana. Amenmose iba subido a mis hombros, daba palmadas y chillaba de emoción. Avancé a empujones, mientras gritaba a la gente que nos dejara pasar. La insignia oficial de mi cargo en el medjay daba la impresión de obrar menos efecto que los ladridos de Tot. Nos ayudó a abrirnos paso entre la masa entusiasta de cuerpos sudorosos que luchaban por un espacio y congestionaban las estrechas callejuelas y pasajes que conducían al Gran Río. La música de cuerdas y trompetas luchaba a brazo partido con gritos, canciones y vítores, mientras los hombres se llamaban mutuamente al reconocerse o para intercambiar ingeniosos insultos. Monos atados farfullaban y pájaros enjaulados graznaban. Los vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías y tentempiés, e insistían en la perfección de sus ofertas. Un lunático, de rostro huesudo y ojos desorbitados que escudriñaban los cielos, anunciaba la llegada de los dioses y el fin del mundo. Yo lo disfrutaba todo tanto como mi hijo.

Nos seguían las chicas, vestidas con sus mejores galas, el pelo lustroso y perfumado con moringa y aceite de loto. Detrás de ella, Tanefert vigilaba que ninguna se extraviara, y que nadie intentara acercarse. Mis niñas se están convirtiendo en mujeres. ¿Cómo me sentiré cuando las tres grandes glorias de mi vida me abandonen al llegar a la edad adulta? He amado a cada una desde antes del momento en que entraron en el mundo chillando en respuesta a su nombre. Como la idea de su partida empezaba a dolerme, miré hacia atrás. Sejmet, la mayor, sonreía en silencio. La estudiosa de la familia, afirma que oye mis pensamientos, lo cual es alarmante, teniendo en cuenta los disparates de que se componen la mayoría de mis reflexiones.

—Deberíamos darnos prisa, padre.

Tenía razón, como de costumbre. La hora de la llegada de los dioses se estaba acercando.

Encontramos asientos en los palcos oficiales situados a la sombra de los árboles que bordeaban la orilla. En la orilla este habían dispuesto reservados y altares, y se habían congregado grandes multitudes expectantes a la espera de que el bajel apareciera. Saludé con un cabeceo a diversas personas a las que reconocí. Más abajo, agentes del medjay no lograban imponer demasiado orden a la muchedumbre, pero siempre era así durante la fiesta. Paseé la vista a mi alrededor. El número de tropas parecía sorprendentemente elevado, pero la seguridad se ha convertido en una obsesión nacional en nuestros días.

Entonces, Thuyu gritó y señaló el primero de los altos barcos cuando aparecieron a la vista desde el norte. Al mismo tiempo, vislumbramos las cuadrillas que, en la orilla del río, se esforzaban por tirar del
Userhet
, el Gran Barco del dios Amón. A esa distancia, el famoso y antiguo templo flotante de oro era apenas un resplandor en las aguas centelleantes. Pero a medida que se aproximaba y giraba hacia la orilla, se vieron con claridad las cabezas de los carneros situados a proa y a popa, y el sol en toda su gloria bañó los discos solares pulimentados que coronaban sus cabezas, enviando reflejos cegadores al otro lado de las inmensas aguas verdes y marrones, que deslumbraron a los espectadores. Las chicas lanzaron una exclamación ahogada y se levantaron, agitaron los brazos y gritaron. En el asta de la bandera y en el remo posterior aleteaban banderines de colores. Y en el centro estaba el altar dorado, que albergaba al dios en persona, el cual pasearía entre las multitudes durante el breve trayecto desde el muelle hasta la entrada del templo.

Gracias a la acción conjunta de los remeros de la parte posterior del barco y la cuadrilla de la orilla, el barco se detuvo junto al gran muelle de piedra. Nos fue posible entonces ver el friso protector de cobras encima del altar, las coronas sobre las cabezas de los carneros, y los halcones de oro erguidos en sus postes. Amenmose guardaba un silencio absoluto, boquiabierto, asombrado por aquella visión de otro mundo. Después, entre un inmenso y ensordecedor rugido, que impulsó a mi hijo a acurrucarse angustiado contra mi pecho, el altar del dios fue alzado a hombros de los sacerdotes. Se esforzaron por mantener en equilibrio el peso de tanto oro macizo, mientras descendían lenta y cautelosamente la plancha hasta el muelle. La multitud se abalanzó contra los brazos entrelazados de los guardias. Dignatarios, sacerdotes y potentados extranjeros se arrodillaron e hicieron sus ofrendas.

El templo se hallaba a una corta distancia de la orilla del río. Había una parada ritual, donde el altar se detenía para que el dios oculto aceptara las ofrendas, antes de ser transportado hacia la puerta del templo.

Si queríamos gozar de una buena vista de la llegada del altar portátil, había llegado el momento de moverse.

3

Nos abrimos paso entre la muchedumbre hasta la mansión de Najt en la ciudad, que se encuentra cerca de la avenida de las Esfinges, al norte de la entrada del templo. Aquí se hallan las residencias de las familias más acaudaladas y poderosas de la ciudad, y mi viejo amigo Najt pertenece a ese selecto grupo, aunque en persona no podría parecerse menos a esos seres altivos, arrogantes y grotescos que conforman la inmensa mayoría de nuestra llamada clase alta. Fui consciente una vez más de mi desprecio hacia esa gente, e intenté prepararme para la inevitable condescendencia de que haría gala dicho grupo.

Estaba esperando para recibir a sus numerosos invitados ricos y famosos en la puerta principal, ataviado con sus mejores galas. Su rostro posee facciones angulosas y delicadas, que se han hecho más pronunciadas con el paso del tiempo, y unos ojos moteados de topacio poco comunes que observan la vida y la gente corno un espectáculo fascinante, aunque algo remoto. Es el hombre más inteligente que he conocido en mi vida, y para él la vida de la mente, y de la investigación racional de los misterios del mundo, lo significa todo. No tiene pareja, ni parece necesitarla, pues su vida está llena de intereses y agradables compañías. Siempre me ha recordado a un halcón, como si solo estuviera posado sobre la tierra, dispuesto a volar a los cielos con un leve encogimiento de hombros de su poderosa mente. No estoy seguro de por qué somos amigos, pero da la impresión de que siempre disfruta de mi compañía. Y la verdad es que quiere a mi familia. Cuando vio a mis hijos, su rostro se iluminó de dicha, porque le adoran. Los abrazó y besó a Tanefert (que, en mi opinión, le adora demasiado), y después nos urgió a entrar en la repentina tranquilidad del hermoso patio, lleno de plantas y aves poco comunes.

—Subid a la terraza —dijo, al tiempo que entregaba dulces especiales de la festividad a cada uno de los niños, como un hechicero bondadoso—. Casi llegáis tarde, no quiero que os perdáis nada de este día tan especial.

Levantó en brazos a la complacida Nechmet, y seguido con atención por las dos chicas mayores, subió a saltos la amplia escalera, hasta que llegamos a la espaciosa terraza del tejado. Al contrario que la mayoría de la gente, acostumbrada a utilizar sus diminutos tejados para secar verduras y frutas al sol, además de tender la colada, Najt usa sus aposentos más amplios para empresas de mayor atractivo, por ejemplo, observar el tránsito de las estrellas en el cielo nocturno, pues este misterio es su pasión más profunda Y los utiliza para sus famosas fiestas, a las que invita a gente de todos los círculos sociales. En esa ocasión se había congregado una numerosa multitud, que bebía su excelente vino, degustaba los manjares exquisitos de las múltiples bandejas dispuestas sobre aparadores por todas partes, y charlaba bajo la protección del toldo, de hermosos bordados, o bajo las sombrillas sostenidas por pacientes y sudorosos criados.

La vista era una de las mejores de la ciudad. Los tejados de Tebas se alejaban en todas las direcciones, un laberinto de color terracota y ocre, atiborrado de los rojos y amarillos de las cosechas resecas, muebles y cajas sin utilizar y abandonados, aves enjauladas y otros grupos de personas reunidas en estas plataformas alzadas sobre el caos de la ciudad. Mientras contemplaba el panorama, me di cuenta de lo mucho que había crecido la ciudad durante la última década.

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