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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (5 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Los demás intercambiaron miradas.

—Sí. De lo contrario, todos seríamos delincuentes, y todos estaríamos encarcelados.

Sobek asintió con aire pensativo.

—Tal vez el monstruo reside en la imaginación humana —dijo—. Creo que ningún animal padece los tormentos de la imaginación. Solo el hombre…

—La imaginación es capaz de empujarnos hacia lo mejor que hay en nosotros, y también hacia lo peor —aseguró Hor—, y yo sé lo que a la mía le gustaría hacer con algunas personas.

—Tus versos ya son suficiente tormento —bromeó el arquitecto.

—Y por eso son tan importantes la vida civilizada, la moralidad, la ética y todo eso. Somos medio ilustrados medio monstruos —afirmó Najt—. Hemos de basar nuestra urbanidad en la razón y el beneficio mutuo.

Sobek alzó la copa.

—Brindo por tu razón. Le deseo todo el éxito. Un rugido procedente de las calles le interrumpió. Najt dio una palmada.

—¡Ha llegado el momento! —gritó.

Se produjo un movimiento general hacia el parapeto de la terraza, y los hombres se dispersaron para competir por los mejores sitios.

Sejmet apareció a mi lado.

—¡Padre, padre, ven o te lo perderás todo!

Y me llevó a rastras. Más vítores resonaron como un trueno en la avenida, que se fue propagando entre la multitud hasta el corazón de la ciudad. Teníamos una vista perfecta de la explanada que se extendía ante los muros del templo.

—¿Qué está pasando? —preguntó Thuyu.

—En el interior del templo, el rey y la reina están esperando el momento adecuado para aparecer y dar la bienvenida a los dioses —dijo Najt.

—¿Y qué hay dentro del templo?

—Un misterio dentro de un misterio dentro de un misterio —contestó él.

Ella lo miró con los ojos entornados, irritada.

—Eso no significa nada de nada —comentó, de manera muy acertada.

Él sonrió.

—Dentro hay una construcción nueva extraordinaria, la Sala Hipóstila. Acaba de ser concluida, después de muchos años de trabajos. No existe nada semejante sobre la tierra. Sus columnas se elevan hacia el cielo, y están talladas y pintadas con imágenes maravillosas del rey haciendo ofrendas, y el techo está pintado con innumerables estrellas doradas alrededor de la diosa Nut. Al otro lado está el inmenso Patio del Sol, rodeado de muchas columnas altas y esbeltas. Y más allá, has de atravesar portal tras portal, a medida que los suelos se elevan y los techos descienden, y las sombras son cada vez más espesas, y todo esto conduce al corazón de todo: el altar cerrado del dios, donde se despierta al amanecer, se alimenta con los más exquisitos manjares, se viste con el mejor de los linos y regresa a dormir por la noche. Pero solo muy pocos sacerdotes, y el propio rey, tienen permiso para entrar, y ninguno de los elegidos puede hablar jamás de lo que ha presenciado. Y tú nunca debes hablar de lo que acabo de decirte. Porque se trata de un gran secreto. Y los grandes secretos acarrean grandes responsabilidades.

La miró muy serio.

—Quiero verlo.

Exhibió su sonrisa inteligente.

—Nunca lo conseguirás —dijo Sejmet de repente—. Solo eres una chica.

Najt estaba pensando en cómo contestar a eso, cuando las trompetas lanzaron una fanfarria ensordecedora. A esta señal, las hileras de sacerdotes se arrodillaron como un solo hombre en el polvo perfecto, y los soldados se pusieron firmes, las puntas de sus lanzas y espadas brillando bajo el sol implacable. Entonces, de las sombras del inmenso muro del recinto aparecieron dos pequeñas figuras, sentadas en tronos cargados por funcionarios y rodeados por hombres de las oficinas y sus ayudantes. En cuanto salieron de las sombras al sol, sus mantos y altas coronas reflejaron la potente luz y proyectaron un brillo cegador. Un silencio absoluto descendió sobre la ciudad. Hasta los pájaros enmudecieron. El momento más importante del ritual de la fiesta había empezado.

Pero nada sucedió durante unos momentos, como si hubieran llegado demasiado temprano a una fiesta y nadie hubiese pensado en alguna actividad para mantenerlos entretenidos. Los portadores de la sombrilla real enarbolaron sombrillas y protegieron a las figuras reales dentro de círculos de sombra. Entonces, un rugido anunció la llegada del dios en su altar dorado, cargado a hombros de sus porteadores, mientras la procesión doblaba la esquina lenta y trabajosamente, y aparecía en un destello de luz. Las figuras reales esperaron, sentadas como muñecos, vestidas de gala, rígidas y menudas.

Precedido por sacerdotes de alto rango que cantaban oraciones y conjuros, rodeado de acróbatas y músicos, y seguido por un toro blanco expiatorio, el dios se acercó. Por fin, el rey y la reina se levantaron: Tutankhamón, la Imagen Viviente de Amón, y a su lado Anjesenamón.

—Parece asustada.

Miré a Sejmet, y después a la reina de nuevo. Mi hija tenía razón. Bajo la parafernalia del poder, la corona y los mantos, la reina parecía nerviosa.

Vi por el rabillo del ojo que, de entre la espesa multitud que se protegía de la intensa luz del sol bajo sombrillas, varias figuras alzaban a otras figuras, como en un ejercicio de acrobacia, y después una serie de veloces movimientos, brazos que arrojaban algo, pequeñas bolas oscuras que describieron un arco en el aire, por encima de las cabezas de los reunidos, siguiendo una trayectoria inexorable hacia las figuras erguidas del rey y la reina. Tuve la impresión de que el tiempo se dilataba y aminoraba su velocidad, como ocurre en los últimos momentos previos a un accidente.

Una serie de brillantes destellos rojos estallaron de repente sobre el polvo inmaculado, y sobre los mantos del rey y la reina. El rey se tambaleó hacia atrás y se derrumbó en el trono. El silencio de un profundo estupor suspendió todo movimiento durante un largo momento. Y después, el mundo estalló en mil fragmentos de ruido, acción y chillidos.

Temí que Tutankhamón estuviera muerto, pero poco a poco levantó las manos horrorizado o asqueado, reticente a tocar la materia roja que resbalaba sobre sus vestiduras reales, hasta formar un charco en el polvo. ¿Sangre? Sí, pero no del rey, porque había demasiada y se había derramado con excesiva rapidez. El altar del dios osciló mientras los sacerdotes porteadores, sin saber cómo reaccionar, esperaban instrucciones, que no llegaban. Anjesenamón estaba paseando la vista a su alrededor, confusa. Después, como si despertaran de un lento sueño, sacerdotes y soldados rompieron filas.

Fui consciente de que las chicas estaban gritando y llorando, de que Thuyu se acurrucaba contra mí, de que Tanefert abrazaba a las demás chicas, y de la fugaz mirada de Najt, que me comunicaba su asombro y estupor ante aquel acto sacrílego. En la terraza del tejado, hombres y mujeres se miraban, con las manos alzadas hacia la boca, o apelaban a los cielos en busca de consuelo en ese momento desastroso. Un tumulto se alzó cuando el pánico se apoderó de la muchedumbre, para luego dar paso a la confusión, y la gente comenzó a empujar las hileras de guardias del medjay, con la intención de salir a la avenida de las Esfinges y huir de la escena del crimen. Los guardias del medjay respondieron cargando contra la multitud, golpeando a todos cuantos podían alcanzar con sus bastones, arrastrando a transeúntes inocentes por el pelo, derribando a hombres y mujeres (algunos fueron pisoteados por los demás) y llevándose a cuantos podían capturar.

Miré hacia el lugar desde el que habían partido las bolas y reparé en el rostro de una joven, tenso a causa del nerviosismo. Estaba seguro de que era una de las personas que había arrojado las bolas. La observé mientras ella paseaba la vista a su alrededor para comprobar si alguien la había visto, y luego empezó a alejarse en medio de un grupo de jóvenes que parecían congregarse a su alrededor para protegerla. Alguna idea se le debió de ocurrir, porque alzó los ojos y vio que la estaba observando. Sostuvo mi mirada un momento, y después se ocultó bajo una sombrilla, con la esperanza de desaparecer en la confusión, pero vi a un grupo de guardias del medjay que rodeaban a todos cuantos podían detener, como pescadores, y ella quedó atrapada junto con muchos más.

Ya estaban conduciendo en carro con vergonzosa celeridad al rey y la reina hacia la seguridad de los muros del templo, seguidos por el dios oculto en su altar dorado y las multitudes de dignatarios que se agachaban y huían, atentos tan solo a su propia angustia. Después, todos desaparecieron por las puertas del templo, dejando a sus espaldas un alboroto sin precedentes en el corazón de la ciudad. Unas cuantas vejigas de sangre (armas de repente tan poderosas como el arco más sofisticado y la flecha más acerada) lo habían cambiado todo.

Contemplé la calle abarrotada de gente, que formaba remolinos presa del pánico, y por un instante lo que parecía suelo sólido se me antojó un abismo de sombras oscuras, y en su interior vi la serpiente del caos y la destrucción, que se halla enroscada en secreto bajo nuestros pies, con sus ojos dorados abiertos.

4

Dejé a la familia con instrucciones de esperar en casa de Najt hasta que pudieran regresar a casa sin peligro, bajo el cuidado de los guardias de mi amigo. Después, me llevé a Tot y salí con cautela a la calle. Agentes del medjay detenían a los últimos sospechosos. Se oían gritos y chillidos lejanos, transportados por el aire humeante. La avenida semejaba un inmenso rollo de papiro sobre el cual había quedado constancia de lo que acababa de suceder en la arena pisoteada, escrito con las huellas de pisadas de la gente que había huido, abandonando miles de sandalias. El aire transportaba la basura de un lado a otro. Ráfagas de aire caliente describían círculos airados, y después morían en el aleteo del polvo. Había pequeños grupos congregados alrededor de los muertos y heridos, lloraban y clamaban a los dioses. Los restos de todas las flores de la fiesta, aplastadas y pisoteadas, constituían una ofrenda propiciatoria inadecuada al dios de esta confusión.

Examiné las manchas de sangre derramada, pegajosa y coagulada bajo el sol en forma de charcos negros. Tot olfateó con delicadeza la sangre, y sus ojos se alzaron hacia mí. Las moscas volaban furiosamente sobre estas riquezas inesperadas. Recogí con cautela una vejiga y le di vueltas en mi mano. No tenía nada de artificial, ni tampoco su acto. Pero era radical en su originalidad, y en la tosca eficacia de su abominación: pues los perpetradores habían humillado al rey igual que si le hubieran colgado cabeza abajo y cubierto de mierda de perro.

Pasé bajo la imagen tallada en piedra de nuestro estandarte, el Lobo, El Que Abre los Caminos, y entré en el cuartel general de los medjay. Al instante, me asaltó el caos. Hombres de todos los rangos corrían de un lado a otro, gritaban órdenes y contraórdenes, y en general exhibían su rango y apariencia decidida. A través de la multitud vi a Nebamun, jefe de los medjay de Tebas. Me miró, obviamente irritado por mi presencia, y me señaló su oficina con un gesto brusco. Suspiré y asentí.

Cerró la puerta de una patada, y Tot y yo nos sentamos con paciencia en nuestro lado de una mesa baja no muy limpia, cubierta de rollos de papiro, tentempiés a medio consumir y lámparas de aceite sucias. Su cara grande, siempre erizada de barba de varios días, parecía más sombría que nunca. Miró con desdén a Tot, quien le devolvió impertérrito la mirada, al tiempo que empujaba los diversos documentos con sus puños rechonchos: no eran manos de burócrata. No era un hombre de papiros, sino un hombre de la calle.

El y yo habíamos evitado hablarnos de manera directa, pero yo había intentado demostrarle que no le guardaba rencor por su ascenso sobre mí. No deseaba su trabajo, pese a la decepción de mi padre y los deseos de Tanefert. Ella habría preferido que habitara la seguridad de una oficina, pero sabe que detesto verme atrapado en una habitación mal ventilada, enredado en el tedio y la insensatez de la política interna. Todo para él, pero ahora tenía poder sobre mí, y ambos lo sabíamos. A pesar de todo, se me revolvieron las tripas.

—¿Cómo está la familia? —preguntó sin demasiado interés.

—Bien. ¿Y la tuya?

Hizo un gesto vago, como un sacerdote que ahuyentara a una mosca inoportuna.

—Qué desastre —dijo, y sacudió la cabeza. Decidí callar lo que había visto.

—¿Quién crees que hay detrás? —pregunté con aire inocente.

—No lo sé, pero cuando los encontremos, y lo haremos, yo personalmente les arrancaré la piel a largas y lentas tiras. Y después, los abandonaré en el desierto dentro de un cerco de estacas bajo el sol de mediodía, para pasto de las hormigas gigantes y los escorpiones. Y mientras tanto, miraré.

Yo sabía que carecía de recursos disponibles para investigar el caso con detalle. En estos últimos años, habían recortado el presupuesto de los medjay una y otra vez en favor del ejército, y demasiados ex miembros de los medjay estaban ahora desempleados, o bien trabajaban (por una remuneración mejor de la que jamás recibirían en el cuerpo) como agentes de seguridad privada para clientes ricos y sus familias, en sus casas o en sus tumbas sembradas de tesoros. Eso dificultaba el gobierno del cuerpo de policía de la ciudad. Por lo tanto, haría lo habitual cuando se enfrentaba a un problema real: detendría a los sospechosos habituales, inventaría acusaciones contra ellos y los ejecutaría de cara a la galería. Tal es el procedimiento de la justicia en nuestros tiempos.

Se inclinó hacia atrás, y reparé en lo mucho que había crecido su vientre desde que le habían nombrado para el nuevo cargo. La grasa, con sus implicaciones de riqueza y vida relajada, parecía haberse integrado en su nueva personalidad.

—Hace tiempo que no protagonizas uno de tus grandes proyectos, ¿eh? Supongo que estarás buscando un puesto en la investigación…

Su forma de mirarme me dio ganas de levantarme y marchar.

—Yo no. Me gusta la vida tranquila —repliqué. Pareció ofenderse.

—Entonces, ¿por qué diantres estás aquí? ¿Has venido a hacer turismo?

—Esta mañana he examinado un cadáver. Un chico, un hombre joven, en circunstancias interesantes…

Pero no me dejó terminar.

—A nadie le importa una mierda un chico muerto. Escribe un informe, archívalo… y después hazme el favor de largarte. Aquí no hay nada para ti hoy. Puede que la semana que viene pueda encontrarte algo para limpiar, cuando los demás hayan terminado. Es hora de dar una oportunidad a los agentes más jóvenes.

Forcé una sonrisa, pero fue como si un perro irritado enseñara los dientes. Él se dio cuenta. Sonrió, se levantó, dio la vuelta a la mesa y, con burlona rigidez, abrió la puerta. Yo salí. Cerró la puerta de golpe a mi espalda.

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