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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (2 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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—¿Qué crees que vemos después de morir? —pregunté.

Jety sabe que debe seguirme la corriente durante mis ocasionales disquisiciones filosóficas, como ocurre con otras muchas cosas más. Es más joven que yo, y pese a las cosas sórdidas que ha visto en su vida de servicio en el medjay, su rostro ha logrado conservar su franqueza y frescura. Y su pelo, al contrario que el mío, sigue siendo negro como la medianoche. Está todavía tan en forma como un lebrel, con la misma pasión por la caza, tan diferente de mi naturaleza pesimista y con frecuencia propensa al cansancio. Pues a medida que me hago mayor, la vida se me antoja una incesante sucesión de problemas que hay que resolver, en lugar de horas que debemos disfrutar.

—Soy una compañía muy poco amena últimamente —me reproché.

—Creo que veremos campos verdes, donde los pretenciosos aristócratas serán esclavos y los esclavos, aristócratas pretenciosos, y me dedicaré todo el día a cazar patos en los marjales y beber cerveza para celebrar mi glorioso éxito.

No hice caso de su chanza.

—Si vamos a ver algo, ¿por qué los embalsamadores introducen cebollas en las cuencas de nuestros ojos? ¡Cebollas! El bulbo de las lágrimas…

—Tal vez la verdad estribe en que veremos el Otro Mundo solo con el ojo de nuestra mente… —replicó.

—Ahora sí que hablas como un hombre sabio —dije.

—Y no obstante, todos los que han nacido en la riqueza haraganean todo el día, disfrutando de sus lujos y sus relaciones amorosas mientras yo trabajo como un perro y no gano nada…

—Bien, ese es un misterio mucho mayor.

Atravesamos un laberinto de antiguos y angostos callejones que zigzagueaban entre las precarias casas construidas sin planificación alguna. De día, el barrio era ruidoso y estaba muy concurrido, pero de noche reinaba el silencio debido al toque de queda. Las tiendas caras y sus lujosas ofertas estaban protegidas tras postigos, como los objetos funerarios; los carros y puestos ambulantes del callejón de la Fruta habían desaparecido, y los talleres de madera, cuero y cristal estaban desiertos y en sombras. Incluso los pájaros encerrados en sus jaulas, colgadas bajo la luz de la luna, guardaban silencio. Y es que en estos sombríos días, el miedo impone obediencia a todo el mundo. El desastroso reinado de Ajnatón, cuando la corte real y los templos fueron trasladados de Tebas al nuevo templo de la ciudad de Ajtatón, se derrumbó hace diez años. Los poderosos sacerdotes de Amón, que fueron desplazados y desposeídos en tiempos de Ajnatón, recuperaron la autoridad, sus inmensas tierras e incalculables riquezas. Pero esto no devolvió la estabilidad, pues las cosechas fueron escasas, la peste mató a miles y miles de personas, y la mayoría creía que estos desastres eran un castigo por los graves errores del reinado de Ajnatón. Y como para demostrarlo, los miembros de la familia real fueron muriendo uno a uno: el propio Ajnatón, cinco de sus seis hijas, y por fin Nefertiti, su reina de extraordinaria belleza, cuyos últimos días fueron causa de muchas especulaciones en privado.

Tutankhamón heredó el reino de las Dos Tierras a los nueve años, y de inmediato se encontró casado con Anjesenamón, la última hija superviviente de Ajnatón y Nefertiti. Fue una alianza extraña pero necesaria, pues ambos eran hijos de Ajnatón, aunque de madres diferentes. Como últimos supervivientes de su gran dinastía, ¿quién más podía ser coronado? Sin embargo, eran unos niños. Y fue Ay, el regente, el «Padre de Dios» (tal era su título oficial) quien gobernó desde entonces con mano de hierro, estableciendo el reinado del miedo mediante funcionarios que a mí me parecían tan solo leales a causa del miedo. Hombres irreales. En un mundo con tanto sol, vivimos en un lugar sombrío, en una época oscura.

Llegamos a una casa que no era muy diferente de las demás del barrio: un muro alto y ruinoso de adobe para protegerla de la estrecha callejuela, un umbral con una sola puerta de madera combada, y al otro lado la sencilla casa de adobe, con varios pisos nuevos amontonados de manera precaria unos sobre otros, pues no había espacio disponible en la superpoblada ciudad de Tebas. Até a Tot a un poste del patio y entramos.

Era difícil calcular la verdadera edad de la víctima. Su cara, en forma de almendra, de una delicadeza casi elegante, parecía joven y vieja a la vez, y su cuerpo podía ser el de un muchacho, pero también el de una persona anciana. Podía contar doce o veinte años de edad. En circunstancias normales, sus pobres huesos habrían estado retorcidos y doblados unos sobre otros debido a los errores de su cuerpo tullido. Pero vi, a la tenue luz arrojada por la lámpara de aceite que ardía en un nicho de la pared, que estaban rotos en muchos lugares, y dispuestos de nuevo como los fragmentos de un mosaico. Levanté un brazo con cuidado. Era tan ligero como un cálamo partido. Los huesos rotos lo convertían en algo irregular y flexible. Era como una muñeca extraña hecha de lino fino y ramitas rotas.

Lo habían colocado al estilo funerario, con las piernas torcidas enderezadas, sus delgados e irregulares brazos cruzados, las manos como las garras abiertas de un halcón, una sobre la otra. Sus ojos estaban cubiertos con hojas de oro, y habían pintado alrededor de ellos el Ojo de Ra en negro y verde. Aparté con cautela las hojas. Le habían arrancado los ojos. Contemplé el misterio de sus cuencas vacías, y devolví a su sitio las hojas de oro. Su rostro era lo único que no había sido alterado con éxito, quizá porque sus contorsiones (pensad en el número de músculos necesarios para sonreír) no pudieron borrar su habitual sonrisa torcida ni con la ayuda de los martillos, tenacillas y demás instrumentos utilizados para reorganizar el material imperfecto de su cuerpo. La sonrisa perduraba en su cara como una pequeña victoria sobre tanta crueldad. Pero no era eso, por supuesto. Su piel pálida (una señal de que pocas veces le habían permitido exponerse al sol) estaba fría como un fiambre. Sus dedos eran largos y delgados, y las uñas cortadas con esmero se veían impolutas. Las manos torcidas no parecían haberle servido de gran cosa en la vida, y no se habían debatido contra su grotesco destino. Aunque pareciera extraño, no había ligaduras en sus muñecas, tobillos o cuello.

Lo que habían hecho con él era malvado y cruel, y habría exigido una fuerza física considerable, además de conocimientos y experiencia en anatomía. Pero no le habría matado necesariamente. En una ocasión me habían llamado por un asesinato producto de la guerra de bandas en los barrios pobres. La víctima, un joven, estaba enrollado en una esterilla de cañas, con la cabeza fuera para ser testigo de su castigo, que había consistido en ser golpeado con pesados garrotes. Aún recuerdo la expresión de terror en su cara, mientras desenrollaban poco a poco la esterilla, empapada en sangre, cuando su cuerpo cayó a un lado y murió.

La mayoría de las víctimas de asesinato revelan la historia de su final en las posturas, marcas y heridas infligidas a su cuerpo. Incluso su expresión habla a veces en la vacuidad como arcilla de la muerte: pánico, asombro, terror, todo queda registrado, y perduran rastros durante un tiempo después de que el pajarillo del alma, el
ba
, haya partido. Pero este joven presentaba una calma inusual. ¿Por qué? Se me ocurrió una idea. Tal vez el asesino le había apaciguado con algún narcótico. En cuyo caso, debía tener conocimientos de farmacopea, o acceso a ella. Hoja de cannabis, quizá, o flor de loto en infusión de vino. Pero ninguno de ellos habría producido algo más que un leve efecto soporífero. La raíz de la mandrágora, cuando se extrae, es un sedante más potente.

Pero este grado de violencia y la sofisticación del concepto sugería algo más potente todavía. Tal vez el zumo de la amapola, que podía obtenerse si sabías adonde acudir. Custodiado en jarrones en forma de vainas de semillas de amapola invertidas, solo entraba en el país por las rutas más secretas, y era cosa sabida que casi todos los cultivos se hallaban en las tierras de nuestros enemigos del norte, los hititas, con los cuales estábamos enzarzados en una larga guerra de desgaste por el control de las tierras, vitales desde un punto de vista estratégico, que se extienden entre nuestros imperios. Era un lujo prohibido, pero muy popular.

La habitación de la víctima, situada en la planta baja, daba al patio, tan falto de personalidad como un almacén. Había muy pocos recuerdos de la breve vida privada del muchacho, salvo por algunos papiros enrollados y un sonajero. Había un sencillo taburete de madera apartado en las sombras, desde el cual era posible que hubiera contemplado la vida de la calle a través del marco de la puerta, por la cual su asesino podría haber entrado con facilidad al caer la noche. Sus muletas estaban apoyadas contra la pared, al lado de la cama. El suelo de barro estaba barrido y limpio. No había huellas de las sandalias del asesino.

A juzgar por la casa y su emplazamiento, sus padres pertenecían a la clase burocrática baja, y debían de haber mantenido oculto a su hijo de los críticos y supersticiosos ojos del mundo. Algunas personas creían que tales deformidades indicaban abandono y rechazo de los dioses, mientras que otros opinaban que eran una señal de la gracia divina. Jety interrogaría a los sirvientes y tomaría declaración a los miembros de la familia. Pero yo ya sabía que no sacaría nada en limpio, pues este asesino jamás se permitiría cometer errores prosaicos. Tenía demasiada imaginación y demasiado estilo.

Me senté en silencio, mientras meditaba sobre el extraño rompecabezas dispuesto ante mí en el diván, intrigado y confuso por la deliberada extrañeza del acto. Lo que el asesino había hecho al muchacho debía de significar algo más: una intención o un comentario, escrito sobre el cuerpo. ¿Era la crueldad del acto una expresión de poder? ¿O tal vez una expresión de desprecio por las imperfecciones de la carne y la sangre, que indicaban una profunda necesidad de mayor perfección? O, lo más interesante, ¿poseía una implicación específica el posible parecido del muchacho con el rey, con sus enfermedades, aunque yo debía recordarme que se trataba tan solo de rumores? ¿Por qué le habían pintado la cara como a Osiris, el dios de las sombras? ¿Por qué le habían arrancado los ojos? ¿Y por qué me recordaba todo esto un antiguo ritual de abominación, mediante el cual nuestros antepasados maldecían a sus enemigos, primero destrozando lápidas de piedra en que habían escrito su nombre y sus títulos, y después ejecutándolos y enterrándolos, decapitados, cabeza abajo? Aquí había meditación, inteligencia y elocuencia. Estaba casi tan claro como un mensaje. Solo que estaba en un idioma que yo era incapaz de descifrar.

Y entonces, vi algo. Alrededor del cuello, oculto bajo su túnica, había una tira de lino de calidad excepcional, sobre la que habían escrito jeroglíficos con una hermosa tinta. Alcé la lámpara. Era un conjuro protector, consagrado a los difuntos, durante la travesía nocturna del Otro Mundo en el Barco del Sol. Concluía: «Tu cuerpo, oh, Ra, es eterno gracias al conjuro».

Me quedé muy quieto, mientras examinaba aquel raro objeto, hasta que Jety tosió con discreción en la entrada de la cámara del muchacho. Guardé el lino en mi túnica. Lo enseñaría a mi viejo amigo Najt, noble de riqueza y carácter, experto en asuntos de sabiduría y conjuros, y en muchas cosas más.

—La familia está preparada para recibirte —dijo.

Estaban esperando en una habitación lateral iluminada por algunas velas. La madre se estaba meciendo en su dolor. Su marido se hallaba sentado en silencio a su lado. Me acerqué a ellos y les ofrecí mis inútiles condolencias. Indiqué con un discreto cabeceo al padre que me siguiera, y me acompañó hasta el pequeño patio. Nos sentamos en el banco.

—Me llamo Rahotep. Soy detective jefe de la división de los medjay de Tebas. Mi ayudante Jety tendrá que hablar contigo más detalladamente. Me temo que es necesario, incluso en un momento así. Pero dime, ¿esta noche has oído u observado algo raro?

Negó con la cabeza.

—Nada. No tenemos vigilancia nocturna, porque todo el mundo nos conoce y nuestra casa no es rica. Somos gente corriente. Dormimos arriba, porque se está más fresco, pero nuestro hijo dormía aquí, en la planta baja. Era mucho más sencillo para él si deseaba desplazarse. Le gustaba mirar lo que pasaba en la calle. Era lo único que veía de la vida de la ciudad. Si nos necesitaba por la noche, llamaba.

Hizo una pausa, como si escuchara el silencio con la esperanza de oír la voz de su hijo.

—¿Qué clase de hombre haría esto a un muchacho de amor y alma tan sencillos?

Me miró, desesperado por recibir una respuesta. No descubrí ninguna que pudiera ayudarle en aquel momento.

El intenso dolor de sus ojos se había transformado en la desesperada pureza de la venganza.

—Cuando lo atrapes, entrégamelo. Lo mataré, lenta y cruelmente. Descubrirá el verdadero significado del dolor.

Pero yo no podía prometerle aquello. Desvió la vista y su cuerpo empezó a temblar. Le dejé en la privacidad de su dolor.

Nos paramos en la calle. Hacia el este, el horizonte estaba virando de añil a turquesa. Jety bostezó sin disimulos.

—Pareces un gato de la necrópolis —dije.

—Tengo un hambre gatuna —replicó en cuanto hubo terminado el bostezo.

—Antes de pensar en desayunar, pensemos en ese joven.

Jety asintió.

—Malvado…

—Pero extrañamente determinado.

Volvió a asentir, mientras contemplaba la oscuridad que estaba cambiando rápidamente a sus pies, como si pudiera proporcionarle una pista.

—Todo anda revuelto en estos tiempos. Pero cuando se resuelve en la mutilación y alteración de chicos indefensos y tullidos…

Meneó la cabeza, asombrado.

—Y nada menos que hoy, el día más importante de las festividades —dije en voz baja.

Dejamos que la idea flotara entre los dos un momento.

—Toma declaración a la familia y los criados. Registra la habitación en busca de algo que no hayamos visto en la oscuridad… Hazlo mientras las huellas aún estén frescas. Averigua si los vecinos vieron a algún forastero merodeando. El asesino eligió a este chico con mucho cuidado. Puede que alguien lo haya visto. Después, ve a la fiesta y diviértete. Nos encontraremos en el cuartel general más tarde.

Jety asintió y volvió a entrar en la casa.

Cogí a Tot de la correa, recorrí el callejón y me desvié por la calle al final. El dios Ra acababa de aparecer sobre el horizonte, renacido del gran misterio del Otro Mundo nocturno a un nuevo día, blanco plateado, y extendía su repentino e inmenso brillo luminoso. Cuando los primeros rayos acariciaron mi cara, noté calor al instante. Había prometido volver a casa con los niños cuando amaneciera, y ya iba con retraso.

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