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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (28 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Entonces, nos pusimos en movimiento, nuestras ruedas surcaron el terreno arenoso e irregular, hasta que los carros de caza se desplegaron sobre un área de terreno despejado de la anchura de una plaza. Una vez estuvimos situados, el maestro de la caza lanzó un grito ensayado a los arqueros que se habían desplegado hacia el este. Delante, a lo lejos, apenas pude distinguir a los animales en el abrevadero, tan solo siluetas recortadas contra la luz del amanecer. Algunos alzaron la cabeza nerviosos al oír el extraño grito. Y entonces, a una señal del maestro de la caza, los batidores empezaron a golpear sus bastones de madera en una terrorífica cacofonía, y al instante los rebaños de animales echaron a correr alarmados, tal como era la intención, hacia los carros. Oí el resonar lejano de sus pezuñas acercándose a nosotros. Cada hombre asió sus riendas, y después, con el rey al frente (quien recibía instrucciones del maestro de la caza), los carros saltaron hacia delante entre un revuelo ensordecedor. De pronto, nos encontramos en plena batalla.

Los lebreles y los guepardos se lanzaron hacia las bestias que se aproximaban. Los hombres de los carros tenían las lanzas subidas a la altura del hombro o, si llevaban auriga, los arcos equilibrados y apuntados… pero de pronto los animales, asustados, intuyeron el peligro que acechaba y se desviaron al unísono hacia el oeste, de manera que nuestros carros se desplegaron, la cacería bajo la gloria de la luna, a cuya luz era posible ver todo en detalle. Miré al rey y comprobé que estaba concentrado en la presa, mientras azuzaba a sus caballos. Era un auriga excelente. Lo seguí, procurando mantenerme lo más cerca posible de él, y vi que Simut hacía lo mismo, con el fin de formar una especie de círculo protector. Yo temía que una flecha o una lanza, en teoría perdidas, le alcanzaran en plena cacería, mientras silbaban sobre nuestras cabezas en el aire y se clavaban delante de nuestro camino.

Los animales, espantados, levantaban nubes de polvo, muy desagradable para los ojos y la garganta, así que nos desviamos un poco hacia el norte, todavía al galope, con el fin de tener mejor visión. Los animales más lentos ya estaban empezando a desfallecer, en especial los avestruces, y mientras yo miraba el rey apuntó y derribó uno grande. Un lebrel agarró del cuello al ave caída y empezó a llevársela a rastras, mientras gruñía y se esforzaba debido al gran peso. El rey me sonrió, emocionado, pero más adelante las presas grandes seguían corriendo todavía a toda velocidad. Azuzamos a nuestros caballos. Los carros saltaban sobre el terreno desigual. Eché un vistazo a los ejes y recé para que el mío resistiera. Me castañeteaban los dientes y los huesos se agitaban dentro de mi piel. Un zumbido constante invadía mis oídos. Tuve ganas de gritar como un niño.

El rey consiguió colocar una flecha en su arco y lo levantó para apuntar. Decidí que había llegado el momento de hacer algo, y lo imité. Delante vi a un veloz antílope y lo elegí como blanco. Tiré de las riendas y me desvié a la derecha. Obligué al caballo a correr más, hasta que de repente lo tuve a tiro. En un repentino hueco entre los flancos de los demás animales dejé que la flecha volara del arco. Durante un momento no pasó nada, pero después vi que aminoraba la velocidad, se enredaba con sus piernas y caía al suelo. El rebaño siguió corriendo por encima y alrededor del animal abatido, y muchos carros continuaron la persecución.

De repente, se hizo un silencio absoluto. La flecha había penetrado en el costado del animal, y sangre oscura y abundante manaba de su flanco. Tenía los ojos abiertos de par en par, pero no veía nada. Las moscas, esos eternos acompañantes de la muerte, ya estaban zumbando alrededor de la herida. Sentí orgullo y compasión al mismo tiempo. Hacía un momento, aquel cuerpo de carne y hueso era un ser vivo de elegancia y energía magníficas. Estoy acostumbrado a los cuerpos de los muertos, a los cadáveres mutilados, destripados, abiertos en canal, y al hedor dulzón de la carne humana podrida. Pero este animal, sacrificado en la gloria de la cacería, parecía otro orden de fallecimiento. En señal de gratitud y respeto, recité la oración de la ofrenda para honrar el espíritu del animal.

El rey se acercó en su carro, acompañado de Simut a bordo del suyo. Frenaron y esperamos bajo la luz de la luna. El aliento cálido de nuestros caballos era como toques de trompeta en el frío aire de la noche del desierto. El rey me felicitó. Simut observó al animal y alabó su calidad. Llegó el maestro de la caza, me dedicó más alabanzas y ordenó a sus ayudantes que se llevaran al animal, junto con los demás abatidos en la cacería. La carne no escasearía.

De regreso en el campamento habían encendido antorchas, que ardían en círculo alrededor del gran fuego. El matarife ocupaba su puesto, en la periferia, mientras su hacha y cuchillos cortaban con determinación los vientres blandos y vulnerables de los cadáveres colgados. Tiraba con indiferencia las pezuñas cortadas a un lado, y recogía los intestinos en grandes amasijos resbaladizos, antes de arrojar las mejores partes a un caldero. Varios arqueros montaban guardia en la margen de la penumbra del campamento con el fin de protegerlo, a él y a la carne, de las hienas y zorros del desierto.

Habían presentado al rey la pieza cobrada por él, el avestruz. Pasó los dedos sobre las espléndidas plumas blancas y marrones.

—Tengo muchos abanicos —dijo como sin darle importancia—. Por lo tanto, ordenaré que confeccionen uno para ti, Rahotep, como recuerdo de esta estupenda cacería.

Me incliné.

—Será un honor.

Bebimos agua sedientos, y después escanciaron vino de una jarra alta en nuestras copas de oro. Nos sirvieron la carne recién preparada de la caza en platos de metal exquisitos, dispuestos sobre esterillas. Elegí un cuchillo de bronce. El rey comía con cautela, examinaba todo cuanto colocaban ante él en bandejas de oro, y después probaba un poco. Pese a las exigencias físicas de la cacería, no comía con gran apetito. En cuanto a mí, estaba muerto de hambre, y disfrutaba de cada bocado de la carne, cuyo sabor era maravilloso, más intensa y tierna que la que se podía comprar a los carniceros de la ciudad.

—¿No te gusta el antílope? —pregunté.

—Me resulta extraño ver al animal vivo correr por su vida, y ahora tener en la mano este pedazo de carne… muerta.

Estuve a punto de reír de su sinceridad infantil.

—Todos comen a todos. Más o menos…

—Lo sé. Los perros se comen a los perros. Así es el mundo del hombre. Y no obstante, descubro que la idea es algo… bárbara.

—Cuando mis hijos eran más pequeños, y matábamos un pato o un conejo en casa, suplicaban que perdonara la vida al animal, y después, cuando los había desplumado, o arrancado el pellejo y la piel como si fueran prendas de ropa, y ya habían derramado todas las lágrimas, suplicaban que les enseñara el corazón y quedarse la pata de la suerte. Y después, se comían el guiso sin más consecuencias, y aún pedían más.

—Los niños no son sentimentales. O quizá se les enseña a ser así porque no podemos soportar su sinceridad. O su crueldad.

—¿Te enseñaron a ser sentimental?

—No me educaron en una casa, sino en un palacio. Me arrebataron a mi madre, y mi padre era tan lejano como una estatua. Mis compañeros eran una nodriza y un mono. ¿Es sorprendente que dedicara mi amor a los animales? Al menos, sabía que me querían, y podía confiar en su amor.

Dio un poco de su plato al mono, y después se lavó los dedos en un cuenco.

Pero en aquel momento nos interrumpió una sombra que apareció en las paredes de lino, a la entrada de la tienda. Dejé que mi mano cayera hacia el pomo de la daga oculta en mi túnica. La luz del fuego del campamento consiguió que la sombra pareciera gigantesca cuando se acercó. El rey dio permiso para entrar. Era su ayudante personal. Cargaba con una bandeja de pasteles de miel recién hechos, y una porción de panal. Los ojos del rey se encendieron de placer. El ayudante hizo una reverencia y depositó la bandeja ante nosotros. El cocinero habría decidido preparar un plato especial para la cena de la cacería del rey.

Los dedos delicados del monarca se precipitaron al punto hacia los pasteles, pero yo así su muñeca instintivamente.

—¡Cómo osas tocarme! —gritó.

—Perdona, señor, pero no podemos estar seguros…

—¿De qué? —gritó malhumorado, y se puso de pie.

—De que esta miel se encuentre en buen estado. Desconocemos su origen. Preferiría no correr el riesgo…

Entonces, su pequeño mono, de ojos astutos y brillantes, saltó de su hombro, se apoderó de un pedazo de panal del plato y corrió a refugiarse en un rincón.

—¿Ves lo que has conseguido? —gritó el rey, irritado.

Se acercó al mono, emitiendo sonidos cariñosos, pero el animal, desconfiado, huyó a la esquina opuesta, donde empezó a mordisquear su tesoro, mientras parpadeaba de ansiedad. El rey le siguió una vez más, y yo me acerqué desde el otro lado, en un movimiento de pinza, pero el animal era demasiado veloz para nosotros, se escapó de nuevo entre mis piernas, al tiempo que intentaba morder mi mano con sus dientecitos afilados, y corrió al otro lado de la tienda, donde se sentó a horcajadas, mientras masticaba y farfullaba, hasta zamparse por completo el pedazo de panal. El rey volvió a acercarse, y ahora que no tenía nada que perder, el mono trotó obediente hacia él, tal vez incluso con la esperanza de recibir más golosinas.

Pero de pronto, dio la impresión de tropezar, como si se hubiera olvidado de andar, y después se aovilló en una bola apretada, en tanto se retorcía y agitaba, lanzando chillidos de dolor. El grito de socorro del rey atrajo al punto a Simut y los guardias. No pudieron hacer nada. Con misericordiosa rapidez, el mono murió. Me alegré de que el rey no hubiera muerto víctima del veneno.

Levantó con cautela al animal muerto y lo abrazó. Se volvió hacia nosotros.

—¿Qué estáis mirando? —gritó.

Nadie se atrevió a abrir la boca. Por un momento, pensé que me iba a arrojar el pequeño cuerpo. En cambio, dio media vuelta y lo condujo a la privacidad de su dormitorio.

La luna colgaba baja sobre el horizonte negro. Hacía mucho frío. Los guardias del rey pateaban el suelo y se movían de un lado a otro mientras reanudaban su labor de vigilancia, con la intención de calentarse y mantenerse despiertos, parados delante de un brasero que ardía como un pequeño sol en su receptáculo negro. Chispas rojas saltaban un instante hacia la noche y se desvanecían. Para conseguir más privacidad, Simut y yo cruzamos el perímetro del campamento. Lejos de la luz del fuego, las inmensas tierras plateadas del desierto se extendían sin límites. Eran más hermosas bajo la enorme negrura del cielo nocturno, que bajo la áspera luz y el calor del día. Alcé la vista, y me dio la impresión de que los cielos eran más brillantes que nunca aquella noche, con los millones de estrellas que centelleaban eternamente en el aire perfecto. Pero aquí, en la tierra, teníamos problemas una vez más.

—Tengo la sensación de que no está a salvo en ningún sitio —dijo Simut por fin—. Me parece que no podemos hacer nada por garantizar su seguridad.

Habíamos interrogado al ayudante y al cocinero, quien se había apresurado a explicar que Tutankhamón había solicitado en persona pastelillos de miel. Ambos estaban aterrorizados por su participación en lo sucedido, y la implicación de que eran cómplices.

—Al rey le gusta el dulce. Siempre pide algo dulce al final de una comida —dijo el cocinero, mientras se retorcía sus grandes manos sudorosas.

—Yo no lo aprobé, pero los deseos del rey han de obedecerse a toda costa —añadió el ayudante con altanería, mientras miraba nervioso al cocinero.

Yo contaba con la prueba de mis propios ojos para confirmar su historia, y no cabía duda de que la persona que había enviado la miel conocía muy bien la debilidad del rey por el dulce.

—Si conseguimos atrapar a aquellos recolectores de miel, podremos interrogarlos sin intermediarios. No tardarán en confesar quién les ordenó entregar la miel —dije.

Pero Simut negó con la cabeza.

—Ya he preguntado al maestro de la caza. Me ha convencido de que es una tarea infructuosa seguir su rastro, sobre todo en la oscuridad. Conocen bien el desierto, y me ha asegurado que, si no desean ser capturados, al amanecer habrán desaparecido sin dejar rastro.

Reflexionamos sobre las posibilidades que aún se abrían ante nosotros.

—El rey sigue vivo, y eso es lo más importante.

—Desde luego, pero ¿quién posee tal influencia que incluso aquí es capaz de intentar asesinarlo?

Señaló la inmensidad de las incontables estrellas y de la noche del desierto.

—Creo que solo hay dos personas —contesté.

Me miró y asintió. Nos entendíamos muy bien.

—Y yo sé a quién elegiría como candidato más probable —dijo en voz baja.

—¿Horemheb?

Asintió.

—Nos encontramos en su territorio, y no le habrá sido difícil seguir nuestras huellas. Sería muy beneficioso para él que el rey muriera lejos de la corte, y el caos que se originaría le proporcionaría el campo de batalla perfecto a la hora de enfrentarse a Ay por el poder.

—Todo eso es cierto, aunque podría decirse que él sería el principal sospechoso, y quizá no querría ser tan… obvio.

Simut rezongó.

—Mientras que Ay es lo bastante inteligente para fraguar algo desde tan lejos, cosa que también arrojaría la sombra de la duda sobre Horemheb —continué.

—Pero en cualquier caso, ambos se beneficiarían de la muerte del rey.

—Y en cualquier caso, son hombres de inmensa influencia y poder. Ay no puede controlar el ejército, pero lo necesita. Horemheb no puede controlar las oficinas, pero las necesita. Y los dos desean controlar los terrenos reales. Estoy empezando a pensar que el rey se interpone entre ambos como un obstáculo en su gran batalla particular —dije.

Simut asintió.

—¿Qué crees que deberíamos hacer? —preguntó.

—Creo que deberíamos quedarnos aquí. La prioridad es matar a un león. Eso proporcionará al rey renovado consuelo y confianza en sí mismo.

—Estoy de acuerdo. Regresar de cualquier otra forma sería una señal de fracaso. Ha puesto el listón muy alto. No debemos fracasar.

Volvimos hacia el brasero para calentarnos.

—Vigilaré toda la noche, con los guardias —ofreció Simut.

—Y yo iré a ver si el rey necesita algo, y dormiré en su tienda si me lo ordena.

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