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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (25 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Sus ojos brillaron cuando la emoción se apoderó de él. Decidí que no podía guardar silencio.

—¿Quién era tu madre?

—Su nombre, como el de mi padre, se ha convertido en polvo y se lo ha llevado el viento.

—Kiya —dije.

Asintió poco a poco.

—Me alegro de que la conocieras. Al menos, su nombre sigue viviendo en algún sitio.

—Sé su nombre. Pero no su destino.

—Desapareció. Una tarde estaba, y por la noche había desaparecido. Recuerdo que corrí a los baúles de su ropa, me escondí dentro de uno y me negué a salir, porque lo único que quedaba era su perfume en los vestidos. Aún los conservo, aunque todo el mundo ha intentado convencerme de que me deshaga de ellos. No pienso hacerlo. Algunos días, todavía percibo un tenue fantasma de su olor. Es muy consolador.

—¿Nunca descubriste qué fue de ella? —pregunté.

—¿Quién iba a decirme la verdad? Y ahora, la gente que sabía tales secretos ha muerto. Aparte de Ay… Él nunca me lo contó. De modo que me he quedado con un misterio. A veces, me despierto por la noche, porque en mis sueños ella me ha llamado…, pero nunca puedo oír lo que dice. Y cuando despierto, vuelvo a perderla.

Un pájaro cantó en algún sitio, en las sombras.

—Los muertos viven en nuestros sueños, ¿no crees, Rahotep? Su eternidad está aquí. Mientras nosotros vivamos.

Y se dio unos golpecitos en el cráneo, mientras me miraba con sus ojos dorados.

27

Dos días después, las profundas corrientes del Gran Río nos acercaron a los dominios del sur de la ciudad de Menfis. La antigua necrópolis, construida en las márgenes del desierto sobre los cultivos, y el templo y la pirámide de Saqara, de edad indefinida, los primeros grandes edificios de las Dos Tierras, estaban ocultos en lo alto de la meseta. Simut describió los demás monumentos que se hallaban más al norte, pero que no podíamos ver desde el río: las relucientes pirámides de Keops y sus Reinas; el templo en honor a Horus del Horizonte, de construcción más reciente; y la gran Esfinge, donde Tutmosis IV había erigido la Talla de su Sueño, en la que juró apartar las arenas que asediaban la Esfinge a cambio de ser nombrado rey, como así ocurrió, aunque en aquel tiempo no tenía derecho al trono.

De pronto, Tebas se me antojó un pequeño poblado en comparación con la inmensa metrópolis que poco a poco se iba revelando ante nuestros ojos. Navegamos durante un tiempo considerable, observando los numerosos distritos de los templos, los enormes cementerios que bordeaban el desierto hacia el oeste, los barrios de clase media y los barrios pobres, aquellas pocilgas humanas que se extendían en caóticos distritos de chabolas hacia el verde infinito de los campos. Y por todas partes, elevándose sobre las viviendas bajas, los muros blancos de los recintos de los templos. Rodeados de barcas y barcazas que venían a darnos la bienvenida, así como veleros y esquifes particulares más pequeños, entramos en el puerto principal. Muchos malecones se proyectaban desde el muelle. Había naves comerciales y buques de guerra de muchos países, que descargaban grandes cantidades de madera preciosa y pequeñas montañas de minerales, piedra y grano. Miles de personas se apelotonaban en las largas calles pavimentadas que corrían junto al Gran Río. Los pescadores se detenían para contemplar el esplendor de nuestro barco real, con las redes recogidas goteando en sus brazos, y su captura todavía debatiéndose, plateada y dorada, en el fondo de las pequeñas barcas. Obreros cubiertos de polvo miraban desde los buques de abastecimiento, hundidos hasta las rodillas en ingentes cantidades de grano, o sobre bloques de piedra extraídos de las canteras. Los niños a los que aupaban sus padres saludaban desde los transbordadores abarrotados. Los curiosos, atraídos por la algarabía, salían de sus talleres, almacenes y tiendas.

Tutankhamón apareció en la cortina de su apartamento. Me indicó con un gesto que me reuniera con él. Se estaba ajustando la ropa con gestos nerviosos. Iba vestido con sus prendas blancas reales, y tocado con la Doble Corona.

—¿Tengo buen aspecto? —preguntó, casi con timidez—. Debo tener buena presencia. Han pasado muchos años desde la última vez que estuve en Menfis. Y también desde que conocí a Horemheb. Ha de darse cuenta de que he cambiado. Ya no soy el niño del que era tutor. Soy rey.

—Señor, no cabe la menor duda de que eres el rey.

Asintió satisfecho, y después, como un consumado actor, dio la impresión de concentrarse antes de salir a la luz del sol. Bajo las coronas, su rostro asumió la absoluta convicción de la que carecía momentos antes. Algo en la intensidad del momento y sus exigencias sacó lo mejor de él. Floreció ante su público. Nunca lo habría tenido más numeroso. El adiestrador entregó al rey su joven león, sujeto de la correa, y después avanzó hacia la luz de Ra entre un rugido de aclamaciones. Le vi adoptar la postura ritual de poder y victoria. En aquel momento justo, el joven león rugió. La multitud, que no podía ver al diligente cuidador aguijoneando a la bestia para que emitiera su heroico rugido, contestó con mayor entusiasmo todavía, como si no estuviera compuesta de muchos individuos, sino que fuera una gran bestia.

El espectáculo que nos había recibido en el muelle era una exhibición, cuidadosamente orquestada y abrumadora a propósito, del poder militar en la capital. Hasta perderse de vista, formando líneas perfectas, división tras división de soldados, cada una con el nombre del dios protector del distrito del que salían sus reclutas y oficiales, desfiló en la arena rielante. Entre ellos había miles de prisioneros de guerra, sujetos con grilletes y atados juntos por el cuello, con sus mujeres e hijos: libaneses con capa con sus largas patillas y perillas, nubios con sus faldas y sirios con sus largas barbas puntiagudas, todos obligados a adoptar la postura de la sumisión. Cientos de excelentes caballos (botín de guerra) bailaban sobre sus elegantes cascos. Representantes de cada estado subyugado cayeron de rodillas y suplicaron clemencia para su pueblo.

Y en el centro de todo esto, una figura solitaria, de pie bajo el sol al lado de un trono vacío, como si toda la exhibición le perteneciera. Horemheb, general de los ejércitos de las Dos Tierras. Le reconocí por su postura autoritaria mientras esperaba, inmóvil como una estatua.

Tutankhamón procedió con parsimonia, como un dios, haciendo esperar a todo el mundo mientras continuaba disfrutando de las aclamaciones de la multitud. Entretanto, los ancianos embajadores se estaban tambaleando bajo el sol, el populacho reclamaba a los vendedores de agua y fruta, las autoridades de la ciudad sudaban en sus ropajes. Y por fin, acompañado de Simut y una falange de guardias reales, se dignó descender por la plancha. La multitud renovó sus gritos de aclamación y lealtad, y los dignatarios hicieron los gestos rituales de respeto y homenaje. Por su parte, el rey no dio la menor señal de reconocimiento o respuesta, como si todo aquel espectáculo fuera insustancial y carente de importancia para él.

A una silenciosa señal de Simut, los guardias se desplegaron alrededor del rey, organizados como bailarines, presentando armas y arcos, mientras descendía los escalones recalentados de la ciudad. Simut y yo escudriñamos la multitud y los tejados en busca de cualquier indicio de problemas. Horemheb esperó el momento adecuado. Entonces, ofreció respetuosamente el trono al rey, pero sus gestos arrogantes consiguieron que este pareciera un hombre menos poderoso. Algo en la expresión fría del rostro de Horemheb daba la impresión de ahuyentar incluso a las moscas. Se volvió hacia la plaza silenciosa y gritó a cada uno de los miles de hombres presentes:

—Hablo a su majestad, Tutankhamón, Señor de las Dos Tierras. Traigo jefes de todos los territorios enemigos para que le supliquen por su vida. Estos viles extranjeros que no conocen las Dos Tierras, los postro a tus pies para siempre. Desde los confines de Nubia hasta las regiones más alejadas de Asia, todos están bajo el mando de su gran mano.

Entonces, Horemheb hincó la rodilla en el suelo, inclinó su esbelta cabeza con arrogante humildad y esperó a que el rey agradeciera sus palabras estereotipadas. Los segundos transcurrían como el agua de una clepsidra, mientras Tutankhamón dejaba que se postrara en deferencia pública el mayor tiempo posible. Yo estaba impresionado. El rey estaba aprovechando la ocasión. La multitud guardaba silencio, atenta a este enfrentamiento consumado, expresado en el idioma de las apariencias y el protocolo. Por fin, cuando juzgó que había llegado el momento, el rey pasó cinco magníficos collares de oro alrededor del cuello del general como regalo. Pero consiguió que pareciera una carga de responsabilidad, tanto como una señal de respeto. Entonces, levantó al general y lo abrazó.

El rey avanzó para aceptar los saludos y obediencia de los demás oficiales. Por fin, ascendió al trono situado sobre un estrado, bajo el dosel que proporcionaba cierto alivio del ardiente calor del sol al caer sobre las piedras. A una orden de Horemheb, todas las divisiones y todos los grupos de prisioneros de guerra desfilaron ante él, acompañados por trompetas y tambores. Tardaron horas. Pero el rey mantuvo su postura rígida y la mirada distante, pese a que estaba sudando a mares debajo de la corona y tenía la túnica empapada.

Nos desplazamos en carro hasta el centro de la ciudad. Simut y yo íbamos los primeros, delante de Tutankhamón, flanqueado por sus guardias de a pie, cuyas armas destellaban bajo la luz del sol. Observé que los edificios y cuarteles generales eran como los de Tebas, aunque en número mucho mayor. Las casas estaban construidas en vertical debido a la falta de espacio, y en las callejuelas laterales se hallaban las viviendas más humildes de aquellos que trabajaban al servicio del ejército, la institución central de la ciudad. Habitaciones únicas que eran sala de trabajo, establo y hogar al mismo tiempo se abrían directamente a las calles sucias. Las carreteras reales y las superficies pavimentadas de los caminos sagrados, flanqueados de esfinges, obeliscos y capillas, habían sido despejados de curiosos, de modo que nos dirigimos a toda prisa hacia el palacio de Menfis. Por encima del ruido estruendoso de las ruedas sobre las piedras del pavimento, Simut iba señalando las vistas famosas: al norte, la inmensa y antigua construcción de adobe de la antigua ciudadela, las murallas blancas, que daban su nombre al barrio. Y el Gran Templo de Ptah al sur, con el gran muro que rodeaba el recinto. Un canal corría hacia el sur en dirección al barrio de templos de la diosa Hathor. Divisamos otros canales al pasar, que comunicaban el río y el puerto con el centro de la ciudad.

—Hay al menos cuarenta y cinco cultos diferentes en la ciudad, y cada uno cuenta con su propio templo —gritó orgulloso—. Hacia el oeste se encuentra el templo de Anubis.

Yo imaginé a los embalsamadores, los fabricantes de ataúdes, los fabricantes de máscaras y amuletos, y los escritores de los Libros de los Muertos, todos los artesanos especializados que se amontonaban en aquel barrio para trabajar en el complejo negocio del poderoso dios, Guardián de la Necrópolis y de las Tumbas contra los malhechores. Pero no habría tiempo para visitas guiadas.

Simut estaba ansioso por llegar antes que el rey. Una multitud ya se había congregado en los apretados espacios de las calles y callejuelas, con el fin de vislumbrar la llegada del monarca al gran palacio de Menfis, pero tenía vedado el acceso a la explanada situada delante de las torres del palacio. No obstante, todo aquello era una pesadilla para la seguridad, pues había gran cantidad de dignatarios extranjeros y locales, así como funcionarios y hombres de la élite. La guardia de Simut estuvo preparada de inmediato. Ocuparon posiciones en silencio y con eficacia, y ordenaron con voz perentoria a la gente que se apartara con el fin de crear un pasadizo de seguridad para el rey. Sabían muy bien lo que estaban haciendo, y se movían como un solo hombre en pautas que habrían practicado y ensayado muchas veces. Su comportamiento exquisito y brusco a la vez no permitió que nadie, ni siquiera los guardias del palacio de Menfis, dudara de su autoridad. Los seguían arqueros reales, con sus grandes arcos cargados y apuntados a los tejados.

Entonces, las trompetas del templo resonaron desde las murallas cuando llegó el rey, rodeado de más guardias. Su tributo, el clamor de la multitud, las órdenes que vociferaban las autoridades, era ensordecedor, pero de repente el desfile pasó del calor y la luz polvorientos, así como del alboroto de las calles, al frío silencio del primer salón de recepciones. Todos nos encontramos al punto en una relativa seguridad. Más autoridades aguardaban la llegada del rey. Era la primera vez que le veía en una coyuntura de carácter social. Mientras en palacio había parecido, en ocasiones, un niño perdido, ahora se comportaba como un rey: la postura rígida y digna, su elegante rostro calmo y compuesto, la expresión que no buscaba aprobación en las sonrisas ansiosas, ni expresaba su poder con altiva arrogancia. Poseía un carisma que emanaba de su aspecto inusual, de su juventud y de la otra cualidad que yo recordaba de cuando era un niño: la de un alma vieja en un cuerpo joven. Hasta el bastón de oro que llevaba a todas partes se había convertido en un elemento que realzaba su personalidad.

Simut me había advertido de que se habían producido muchas presiones políticas desde la oficina del general Horemheb para que el rey pernoctara en el palacio durante su visita real. Pero la oficina de Ay había insistido en que el rey asistiera a las recepciones necesarias, y luego regresara al barco para partir. Era la decisión correcta. Menfis era peligrosa. La ciudad era el corazón de la administración de las Dos Tierras, pero también la sede del cuartel general del ejército. Por desgracia, no podía confiarse por entero en la lealtad del ejército en este momento delicado, en especial bajo las órdenes de Horemheb.

La gran cámara resonaba con el ruido de cientos de hombres de la élite (diplomáticos, autoridades extranjeras, hombres de negocios acaudalados, funcionarios de alta alcurnia), que fanfarroneaban, ladraban y vociferaban dándose aires de importancia, mientras se abrían paso entre la multitud, cada uno esforzándose por acercarse o impresionar a sus superiores, o por denigrar a sus iguales e inferiores. Atravesé la muchedumbre ruidosa y me mantuve cerca del rey. Vi que saludaba con un cabeceo a cada persona, a medida que se las iban presentando sus dos funcionarios, y después conversaba con cada peticionario y dignatario, controlando los breves momentos de la entrevista, respondiendo con elegancia a las alabanzas y ofrecimientos, y dando a entender a cada hombre que era importante y sería recordado.

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