Read El Reino de los Muertos Online

Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (21 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
12.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ay tomó la iniciativa. Habló en voz baja a Tutankhamón, quien estaba temblando, en tanto Anjesenamón intentaba darle agua para beber. Ordenó que la talla profanada se ocultara a la vista, y ordenó a todos aquellos que la habían visto que jamás hablaran de ella bajo pena de muerte. Los nombres volverían a ser grabados de inmediato. Anjesenamón estaba susurrando al oído de Tutankhamón, y por fin él asintió. Después, fingiendo que todo iba bien, el cortejo real continuó la visita. Cuando pasó a mi lado, Anjesenamón me miró. Pero no podíamos hablar.

Todos volvimos a atravesar a toda prisa la Sala Hipóstila, entre las grandes columnas, hasta salir al Patio del Sol, donde más grupos de sacerdotes se habían reunido y estaban postrados bajo el sol de mediodía, cegador después de la oscuridad, ante el rey y la reina. La procesión se quedó dentro de la alta sombra de las grandes columnas papiriformes que corrían a lo largo de tres lados. Rodeamos el patio en un extraño silencio, pues todo el mundo sabía ya que algo preocupante había sucedido, pero la ceremonia continuaba como si nada hubiera cambiado. Desde allí entrarnos en la parte más antigua del templo. Me encontré en una oscuridad antiquísima. Por todas partes se imponía la imagen tallada del rey Amenhotep, que hacía ofrendas a Amón-Ra, dios del templo y la ciudad. La comitiva real atravesó una cámara hipóstila de ofrendas. En las paredes, grabado en la eternidad de la piedra, Amenhotep conducía el ganado sagrado y efectuaba las ofrendas rituales de flores e incienso en el lugar donde la barcaza dorada del dios descansaría durante la festividad. Más allá de este punto, me habían dicho que había muchas capillas pequeñas anexas al Santuario Divino, e incluso antecámaras más pequeñas todavía a lo largo de las paredes laterales donde, refugiadas en profundas sombras, se alzaban imágenes de los dioses hechas en oro. Pero ni yo, ni casi ningún hombre, podía seguir más adelante de este punto. Solo el rey y los sacerdotes de mayor rango podían entrar en el santuario de Amón, oculto en el corazón del templo, donde su estatua, que le dotaba de presencia terrena entre los hombres, era adorada, alimentada y vestida.

Había llegado el momento, y Tutankhamón tenía que adentrarse solo en el misterio del santuario. Anjesenamón lo acompañaría hasta la antecámara, pero no iría más lejos. El rey parecía nervioso, pero dio la impresión de que sacaba fuerzas de flaqueza. Anjesenamón y el rey avanzaron y desaparecieron juntos, y se hizo el silencio.

Intensas ráfagas de incienso y rosas se elevaron del calor de todos aquellos cuerpos humanos apelotonados en la pequeña cámara y en el Patio del Sol, detrás de nosotros. Hileras de sacerdotes entonaban oraciones. Agitaron los sistros, con su ruido metálico. Las cantantes del templo entonaron los himnos. Daba la impresión de que el tiempo se iba prolongando más y más… Vi que Ay levantaba la cabeza apenas, como preguntándose si todo iba bien.

Y entonces, de repente, el rey y la reina reaparecieron juntos. Él había cambiado la Corona Azul por la Doble Corona del Alto y Bajo Egipto. El buitre y la cobra destellaban sobre su frente en señal de divina protección. Ella llevaba la alta corona de dobles plumas que había utilizado su madre, Nefertiti, y al hacerlo se proclamaba Reina de la Diosa. Lejos de aparentar vacilación o miedo, Tutankhamón clavó la vista con arrogancia por encima de la asombrada multitud de sacerdotes y dignatarios reunidos en el vestíbulo y en el Patio del Sol. Esperó, y después habló con su voz baja e intensa.

—Los dioses se han revelado a Tutankhamón, Imagen Viviente de Amón, en el templo de Amón. Poseo los nombres reales: el nombre de Horus, Toro Potente, la Forma Creada Más Digna, Rey del Alto y Bajo Egipto, Poseedor de las Formas de Ra, Soberano de la Verdad. En mis nombres reales porto la Doble Corona, y sostengo el báculo del gobierno y el látigo de Osiris. Declaro que, desde este día, soy rey de nombre así como de hecho.

Los nombres son poderes. Convierten en realidad lo que enuncian. Se trataba de una declaración de nueva política de independencia. Una nueva coronación. Una oleada de asombro y admiración siguió a este inesperado y asombroso anuncio. Habría dado oro por ver la cara de Ay cuando escuchó estas palabras. Pero su cabeza huesuda siguió inclinada.

El rey continuó.

—Que esto sea anunciado a las Dos Tierras. Declaro que celebraré este día con una nueva fiesta en el nombre sagrado de Amón-Ra. Que quede documentado para siempre en la escritura de los dioses, y que estas palabras sean vertidas en escritura en todas las provincias de las Dos Tierras, para que todos los súbditos de la Gran Casa puedan conocer esta gran verdad.

Los escribas oficiales se adelantaron a toda prisa con sus paletas y se sentaron con las piernas cruzadas, las faldas extendidas sobre las rodillas como mesitas, y anotaron todo velozmente en sus rollos abiertos.

Mientras caía en la cuenta de que lo habrían ensayado muchas veces, Anjesenamón se levantó y fue a reunirse con Tutankhamón, y ambos se irguieron juntos, al tiempo que la muchedumbre asimilaba poco a poco la revelación y las implicaciones de sus palabras, y después se ponía de rodillas para postrarse. Me pregunté cómo reaccionaría Ay a este audaz movimiento en la gran partida del poder. Se volvió hacia la multitud de rostros, pendientes de la posibilidad de que no aceptara tal degradación sin lucha. Pero Ay era más inteligente que todo eso. Después de una larga y cautelosa pausa, como si fuera él quien tuviera en las manos el destino de las Dos Tierras, habló.

—Los dioses son omniscientes —dijo—. Nosotros, los que nos hemos esforzado toda la vida en apoyar y fortalecer la Gran Casa, y en restaurar el orden perdido en las Dos Tierras, celebramos esta proclamación. El rey es el rey. Que los dioses hagan de él un gran rey.

Los escribas también anotaron esto, y a una señal de Ay pasaron sus rollos a toda prisa, de mano en mano, hasta la cámara. Los recogieron algunos ayudantes, para ser copiados y distribuidos por todo el país y sus dominios, en rollos y en estelas de piedra grabadas. Y después, dio ejemplo a la multitud cuando se postró ante la pareja real como un monstruo anciano ante sus hijos, con parsimonia y rigidez, y con la peligrosa ironía que solo él parecía capaz de insinuar en todo lo que hacía. Anjesenamón y Tutankhamón se lo habían jugado todo en aquel momento, y en el éxito de su declaración. Los días siguientes decidirían si habían ganado o perdido.

22

El rey y la reina salieron del complejo del templo, atravesaron el Patio del Sol, donde los sacerdotes se humillaron sobre el suelo cuidadosamente barrido, cruzaron la columnata y subieron a su carruaje, que se los llevó a toda prisa en un breve destello dorado.

Antes de seguirlos para partir con Simut en su carruaje, miré hacia la zona abarrotada que había delante de la Sala Hipóstila, y vi a Ay de pie en el centro, mirándonos, inmóvil como una piedra. Daba la impresión de que oleadas de fervientes especulaciones y agitación estuvieran propagándose entre la multitud a su alrededor. La noticia circularía con celeridad hasta llegar a todos los rincones de la ciudad, a las burocracias y oficinas, los graneros y las tesorerías, y la
proclamación
oficial llegaría a Tebas, y después, mediante mensajeros, a todas las ciudades importantes: a Menfis, Abidos, Heliópolis y Bubastis, y al sur, a Elefantina y a todas las ciudades con guarnición de Nubia.

Seguimos el carro real hasta el río, donde se había congregado una gran muchedumbre, que gritaba plegarias y aclamaciones, y después abordamos el barco real para la travesía del río. El rey y la reina se quedaron en su recinto privado. La cortina estaba corrida. Cuando empezamos a cruzar las aguas, y los gritos procedentes de los muelles se desvanecieron, los oí hablar en voz baja. Las palabras no eran audibles, pero capté el tono de la voz femenina, que calmaba y alentaba a la de él, más quejumbrosa.

Cuando el barco atracó en palacio, la pareja real desembarcó, y al punto se vio rodeada de una falange protectora de guardias. Entraron corriendo, como si hasta la luz del sol fuera peligrosa.

Khay nos acompañó a Simut y a mí, mientras hablaba a toda prisa. Por una vez, parecía emocionado.

—¡Ay estará hecho una furia! —susurró muy animado—. No previó esto.

—Pero tú sí —contesté yo.

—Bien, me congratulo de haber sido beneficiario de las confidencias de la reina. No habría efectuado este movimiento de la gran partida sin establecer antes su red de apoyo entre los cercanos a ella.

Y la iba a necesitar, pensé. Ay tenía a las Dos Tierras cogidas del cuello. Todavía mandaba en el sacerdocio, las burocracias y hacienda. Horemheb controlaba el ejército.

—Pero ha estado a punto de producirse una catástrofe. ¿Cómo pudo ocurrir? Ha de investigarse cuanto antes. Por suerte, no impidió que el rey efectuara su proclamación —dijo Khay.

Simut se encrespó.

—Van a traer al arquitecto jefe para interrogarlo de un momento a otro.

—Y tú, Rahotep, no estás más cerca de descubrir al culpable, quien parece poseer libertad para acceder no solo a los aposentos reales, sino también a la Sala Hipóstila, ¡dentro de los límites del templo sagrado! —exclamó Khay, como si hubiera llegado el momento de repartir acusaciones entre nosotros dos.

—Estamos luchando contra una sombra —me defendí.

—Eso no quiere decir nada —bufó irritado.

—Lo que interesa ahora es comprender cómo piensa este hombre. Todo cuanto hace es una pista para acceder a su mente. Hemos de leer cada situación con detenimiento, y tratar de descifrar y comprender sus significados. El problema es: nuestros esfuerzos por controlar la situación se ven minados por el trastorno que está creando entre nosotros. Para él, es una especie de juego elegante. Nos desafía a comprenderlo, a analizarlo, y después a capturarlo. Hasta el momento, no hemos tenido éxito en ninguna de estas cosas. Apenas hemos empezado a tomarlo en serio. O quizá lo hemos tomado demasiado en serio, pues si hubiéramos hecho caso omiso de todas estas acciones, ¿de qué poder gozaría?

—Pareces un guerrero que admira a su enemigo —replicó Khay con sarcasmo.

—Puedo respetar su inteligencia y habilidad sin admirar ni respetar a qué las dedica.

Anjesenamón y Tutankhamón nos estaban esperando en una cámara de recepciones, sentados en dos tronos de estado. La atmósfera estaba preñada de euforia, pero también de una angustia tangible, pues no todo había salido a la perfección.

Khay, Simut y yo les ofrecimos nuestras felicitaciones formales.

Tutankhamón nos miró con ojos llameantes.

—Inclinad la cabeza ante mí —gritó de repente, al tiempo que se ponía de pie—. ¿Cómo es posible que me hayan humillado de nuevo? ¿Cómo es posible que no exista seguridad para mí, ni siquiera en mi templo?

Todos esperamos con la cabeza gacha.

—Esposo —se apresuró a intervenir Anjesenamón—, pensemos en nuestras opciones. Dejemos que estos buenos hombres nos aconsejen.

El rey volvió a sentarse en su pequeño trono.

—Levantad la vista.

Obedecimos.

—Ninguno de vosotros ha sido capaz de protegerme de todos estos peligros. Pero he tenido una idea. Creo que es una idea excelente. De hecho, puede que solucione nuestros problemas de inmediato.

Esperamos con lo que debía de ser una mezcla de emociones reflejadas en nuestro rostro.

—¿De qué forma sancionada por el tiempo proclama un nuevo rey su poder y valentía, sino en la caza del león? Nos hemos proclamado rey. Por consiguiente, ¿qué mejor método de demostrar nuestra aptitud al pueblo que ir a la Tierra Roja a cazar, y regresar con el trofeo de un león? —continuó.

Fue Khay el que habló primero.

—Una jugada maestra, por supuesto —empezó con mucha cautela—. Crearía una imagen positiva ante el pueblo. Pero, señor, ¿has pensado que eso te expone a un gran peligro?

—¿Qué hay de nuevo al respecto? Aquí, en mis propios aposentos, que en teoría son seguros, existe un peligro todavía mayor —replicó el rey, malhumorado.

Anjesenamón apoyó una mano con dulzura sobre la del rey.

—¿Puedo hablar? —preguntó.

El rey asintió.

—Me parece que el éxito del reinado depende en gran parte de la cautelosa exhibición de poderes y virtudes de ese reinado, personificado en el rey. Desfiles de la victoria, rituales de triunfo, etcétera, son los medios utilizados para explicar al pueblo la gloria del reinado. Por consiguiente, si el rey estuviera bien protegido, una cacería simbólica, llevada a cabo dentro de uno de los grandes cotos de caza, podría ser muy útil en este momento —dijo.

—Un compromiso maravilloso —dijo de inmediato Khay—. Un acontecimiento tal puede ser organizado enseguida dentro de la seguridad del coto de caza. Un león, quizá un ciervo salvaje… —continuó esperanzado.

Pero el rostro del rey se ensombreció.

—No. El ritual no es suficiente. Hay que acometer una proeza. ¿Qué dignidad existe en cazar un león que ya ha sido capturado y no puede escapar? Deben verme cazando un león. Y ha de ocurrir en el desierto, que es su territorio. Deben verme afirmar mi autoridad real sobre la tierra del caos. No debe ser nada simbólico —replicó. Eso nos enmudeció.

Ahora le llegó el turno de hablar a Simut. Fue menos diplomático.

—En el coto de caza podemos controlar el entorno. Podemos garantizar tu seguridad. Pero en el desierto acechan grandes peligros.

—Tiene razón —dijo Anjesenamón—. Lo que importa es el espectáculo, ¿no?

Pero Tutankhamón negó con la cabeza.

—Todo el mundo sabrá que me he limitado a matar a una bestia atrapada. Ese no es el gesto más adecuado para iniciar mi reinado. Soy un buen cazador. Lo demostraré. Iremos al desierto.

Khay probó de nuevo.

—¿Ha tenido en cuenta su majestad que, con el fin de llegar a los terrenos de caza del noroeste o nordeste, tendremos que pasar por Menfis? Tal vez no sea muy… deseable. Al fin y al cabo, es la ciudad de Horemheb y la base del ejército —murmuró, sin saber cómo expresarlo.

Tutankhamón se levantó de nuevo y se apoyó en su bastón dorado.

—Una visita real a Menfis es de lo más deseable en este momento. Intentamos acercar más a Horemheb a nuestro corazón. Es un antiguo aliado, y por si lo has olvidado, fue mi tutor en Menfis. Ha estado demasiado ocupado con las guerras hititas. Viajaremos con todo el boato debido. Es necesario que yo haga acto de presencia en la ciudad, ahora más que nunca, porque es la ciudad de Horemheb. Debo afirmar mi presencia y mi nueva autoridad. Y cuando lo logre, volveré triunfal a Tebas, con un desfile victorioso a través de las calles de la ciudad, y todo el mundo sabrá, y reconocerá, que Tutankhamón es rey no solo de nombre, sino de hecho.

BOOK: El Reino de los Muertos
12.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Acid Bubbles by Paul H. Round
Bird's Eye View by Elinor Florence
Almost Identical #1 by Lin Oliver
Quiet Walks the Tiger by Heather Graham
Fiends by John Farris
Never Can Say Goodbye by Christina Jones
Rogue Stallion by Diana Palmer