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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (26 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Entonces, de pronto, observé a Horemheb de pie a la sombra arrojada por una columna. Un funcionario untuoso le estaba hablando, y aburriendo de paso, pero sus ojos permanecían clavados en el rey, con la atención fija de un leopardo. Por un momento, adquirió el aspecto de un cazador al acecho de su presa. Pero entonces, el rey se dio cuenta de que le miraba, y Horemheb se apresuró a sonreír. Avanzó hacia el rey, y en ese momento, su rostro, iluminado por un rayo de luz intenso, adquirió el color blanco del mármol. Acompañado por el joven oficial que había leído su carta en Tebas, se abrió paso con movimientos decididos entre la multitud. Yo me acerqué más.

—Es un honor recibir a su majestad de nuevo en Menfis —dijo el general en tono oficial.

Tutankhamón sonrió, con afecto algo cauteloso.

—Conservo muy buenos recuerdos de esta ciudad. Fuiste un amigo bueno y de confianza.

El rey parecía delicado y menudo al lado del general, más viejo y corpulento. Los que presenciaban el diálogo, incluido el joven secretario, esperaron en silencio a que Horemheb continuara.

—Me alegro de que opines así. Yo gozaba entonces de los títulos de diputado y tutor militar. Recuerdo bien que me consultabas acerca de muchos asuntos de estado y política, y que me escuchabas. Se decía que yo era capaz de pacificar el palacio…, cuando nadie más podía hacerlo.

Sonrió sin abrir la boca. El rey le devolvió la sonrisa, precavido. Había intuido la corriente subterránea de hostilidad en el tono de Horemheb.

—Sí, el tiempo pasa. Parece que sucedió mucho tiempo atrás…

—Entonces eras un niño. Ahora, saludo al rey de las Dos Tierras. Todo cuanto somos, y todo cuanto tenemos, se halla concentrado en tu poder real.

Inclinó la cabeza con cortesía.

—Guardamos en gran estima tu afecto. Lo atesoramos. Deseamos honrar todas tus obras y hazañas…

El rey dejó morir la frase.

—Habrás observado muchos cambios en Menfis —continuó Horemheb, cambiando de tema.

—Nos hemos enterado de que tienes muchos proyectos nuevos. De que estás construyendo una nueva tumba para ti, en la necrópolis de Saqara —contestó el rey.

—Se trata de una pequeña tumba particular. Su decoración y adorno entretienen mis escasas horas de ocio. Sería un honor para mí enseñártela. Las tallas de las paredes son muy hermosas.

Sonrió con ironía, como si fuera un chiste privado, pero su mirada era distante.

—¿Qué plasman esas tallas? ¿Los numerosos triunfos militares del general Horemheb?

—Las gloriosas campañas de Nubia, conducidas al triunfo por su alteza, se hallan descritas —replicó el general.

—Recuerdo tu glorioso y triunfal liderazgo en esas campañas, en mi nombre.

—Tal vez su majestad olvida su distinguida contribución a su gloria.

—Yo no olvido nada —contestó el rey sin doblez.

Se produjo un breve silencio, mientras Horemheb meditaba su respuesta. Parecía un cocodrilo: los ojos encima de la superficie, siempre vigilantes, y el resto de su cuerpo oculto en la oscuridad.

—El rey estará hambriento y sediento después del viaje. Ha de comer bien antes de partir en su expedición de cacería real —dijo, casi en el tono que se emplearía con un niño. Después, dio una palmada, y al instante aparecieron varios criados con manjares exquisitos sobre hermosos platos de cerámica. Los ofrecieron con respeto al rey, pero este hizo caso omiso, y me di cuenta de que no le había visto comer o beber nada aquí.

Horemheb dio una orden perentoria a un joven oficial. Desapareció, y nosotros esperamos, sin que Horemheb o el rey hablaran para aliviar el silencio. Me pregunté qué pensaría ahora Tutankhamón de este hombre al que había llamado buen padre.

El oficial regresó con un cautivo sirio de alta alcurnia, con las manos atadas a la espalda, y le obligó a inclinarse en la postura tradicional del enemigo capturado. El hombre, que se encontraba en mal estado, con la cabeza rapada de cualquier manera y marcas de cortes despiadados, los miembros delgados como cañas, contemplaba el suelo con la rabia de la humillación en sus ojos orgullosos. El oficial tomó uno de los platos de comida y se lo ofreció a Horemheb, quien abrió por la fuerza la boca del cautivo, como si fuera un animal. El hombre tenía miedo, pero sabía que no le quedaba ninguna alternativa. En cualquier caso, se estaba muriendo de hambre. Masticó con cautela, y después tragó temeroso. Todos esperamos a ver si se doblaba en dos y se derrumbaba por los efectos del veneno o del deficiente guiso. No ocurrió nada de todo esto, por supuesto, pero Horemheb le obligó a probar todos los platos. Por fin, le obligaron a ponerse de cara a la pared, para que el rey fuera testigo de que no sufría los efectos del veneno. No obstante, el resultado de la extraña representación fue asombroso, pues Horemheb consiguió dar a entender que el rey podía ser el prisionero alimentado por la fuerza.

—Todos somos muy conscientes de los peligros y amenazas que el rey ha padecido, incluso en su propio palacio. Ahora, si lo deseas, puedes participar en nuestro banquete con absoluta confianza —dijo el general a propósito.

Y todos vieron que el rey tomaba una pequeña porción de carne de pato, la masticaba con parsimonia y sonreía.

—Nuestro apetito está satisfecho —anunció.

Aquel extraño episodio fue, como luego descubrimos, una escaramuza sin importancia, que preparó el camino para los discursos que siguieron. Cuando Horemheb subió al estrado, toda la cámara guardó silencio. Bocados de comida fueron engullidos, dedos grasientos se lavaron en lavafrutas, y los criados desaparecieron. El general contempló a los reunidos. Su rostro apuesto, que daba la impresión de no haberse permitido jamás el lujo de la expresión personal, adoptó los rasgos de la autoridad: una cierta proyección de la barbilla, y una mirada serena, imperturbable, de superioridad. Esperó a que se hiciera un silencio absoluto. Después, habló sin fluidez, pero sí con energía y convicción, puntuando su discurso con gestos enérgicos que se veían ensayados y torpes, y con un ocasional humor casi burlón que, presentí, podía tornarse en cualquier momento en saña. Dio la bienvenida oficial al rey y su séquito, y juró la colaboración absoluta de todos los recursos de la ciudad (que enumeró en gran detalle, solo para recordarnos los poderes y riquezas de los que disponía) para satisfacer sus necesidades de seguridad y placeres durante lo que calificó de «breve visita», camino de la cacería real. Consiguió que sonara como una queja antes que un cumplido, y yo escruté la cara del rey para ver su reacción. Pero este continuó con la vista clavada en el frente.

Después, Horemheb continuó.

—En estos tiempos de elevada inseguridad en las Dos Tierras, el ejército continúa siendo la fuerza del orden y la justicia, que defiende los grandes y eternos valores y tradiciones de nuestro reino. Estamos defendiendo con éxito nuestros intereses territoriales en las tierras de Amurru. Las guerras son una necesidad, para afirmar nuestra preeminencia y autoridad en el mundo, y para extender nuestras fronteras. Ganar dichas guerras es responsabilidad mía. La perfección del orden y la justicia, de las que nuestro estado da ejemplo, ha de ser apoyada y mantenida, y por consiguiente solicitamos al rey y a sus consejeros que entreguen más fondos para la consecución de este gran objetivo: aumentar el número de divisiones del ejército y asegurar nuestro glorioso éxito, que sin duda devolverá con creces la inversión que solicitamos ahora de manera oficial.

Hizo una pausa. Paseé la vista alrededor de la gran sala. Todo el mundo estaba prestando atención, a la espera de la respuesta del rey. El público le concedió un silencio absoluto, para poder escuchar hasta la palabra más silenciosa.

—La guerra es el estado normal de la humanidad —empezó por fin—. Es una grande y noble causa. Apoyamos y costeamos el ejército de las Dos Tierras. Aclamamos a su general. Su objetivo es nuestro objetivo: el triunfo de nuestro orden mediante el legítimo ejercicio del poder. Hemos mantenido nuestro apoyo durante todos estos largos años de lucha, con fe en nuestro general, quien nos continúa asegurando una conclusión triunfal de estas guerras. Pero nuestra hacienda está sometida a muchas demandas. Es responsabilidad del rey y de sus consejeros alcanzar el equilibrio de estas numerosas demandas, a veces conflictivas.
Maat
es el orden divino del universo, pero en nuestras ciudades y tierras ese orden divino es defendido por las finanzas correctas, de acuerdo con las contribuciones exigidas a todo el mundo. Por lo tanto, pedimos al general de las Dos Tierras que explique y justifique, ante todos los aquí congregados, por qué el ejército requiere ahora más subsidios, teniendo en cuenta nuestro generoso apoyo.

Horemheb avanzó, como si estuviera preparado para este movimiento.

—Nuestra solicitud no se basa tan solo en la triunfal conclusión de nuestras guerras en el extranjero. Su propósito es reforzar la presencia y el poder del ejército en casa. Porque está claro que existen fuerzas negativas enquistadas en el seno de nuestra sociedad. A juzgar por todos los informes, estas fuerzas han conseguido infiltrarse en el mismísimo corazón no solo de nuestros templos y oficinas de gobierno, sino en el palacio real. Nos preguntamos cómo es posible que se hayan permitido esos hechos traicioneros.

El público lanzó una exclamación ahogada, pues las implicaciones de las palabras de Horemheb iban dirigidas al corazón de la autoridad del rey.

Pero Tutankhamón ni se inmutó.

—Es la ley del mundo que los hombres sean vulnerables a la deslealtad y el engaño. Siempre hay aquellos que buscan el poder para sí: hombres de corazón traicionero y mente sediciosa. Pero no temáis, siempre triunfaremos sobre estos hombres, pues su mezquina desafección carece de poder sobre nuestra gran monarquía. Los dioses se vengarán en ellos.

Su calma era impresionante. Miró sin ambigüedad a Horemheb. El general volvió a avanzar.

—Las palabras son poderes. Pero los actos son todavía más poderosos. Rezaremos por la seguridad del rey, y le recordaremos que un gran ejército espera, a su disposición, para defender las Dos Tierras del enemigo interno, y también del que acecha al otro lado de nuestras fronteras.

Tutankhamón inclinó poco a poco su elegante cabeza.

—Y en reconocimiento de tu lealtad, nos comprometemos a destinar más recursos a las guerras, en apoyo de las divisiones, a la espera de la gran victoria. Solicitamos que nuestro general regrese a dichas guerras, pues ¿dónde debería estar un general, sino con sus tropas en la batalla?

Los presentes se dieron cuenta en aquel momento de que el discurso exigía su vociferante apoyo. Lanzaron vítores, de modo que dio la impresión de que el rey había triunfado. Pero los oficiales del ejército, que observaban la escena desde la periferia, como chacales al acecho de una víctima, permanecieron imperturbables, de modo que quienes aplaudían parecieron monos.

28

Partimos aquella tarde. El cielo estaba lechoso a causa del calor, y la multitud había disminuido y se mostraba más calma. Las corrientes nos transportaron a toda prisa más allá de los grandes márgenes de la ciudad. Habíamos sobrevivido a los posibles peligros de la visita de estado. A bordo de este gran barco, en el Gran Río, sentía que podía controlar mejor lo que me rodeaba. Más al norte, en las inmensas marismas del delta, el río empezaría a cambiar, se extendería en innumerables ramas que al final se dividirían una y otra vez, hasta que al fin, como un inmenso, intrincado e innavegable abanico, desembocaría en el mar, hacia el norte. Por la noche, habíamos amarrado en un punto elegido por su lejanía de cualquier ciudad, y hasta de pequeñas aldeas. Nos acomodamos temprano para pasar la noche.

La caravana que partió antes del amanecer no era pequeña. Incluía una delegación de diplomáticos, representantes y funcionarios cuya función era estar disponibles para el rey en caso de necesidad, pero lo más importante era presenciar y documentar las hazañas del rey, pues la narración de sus proezas y habilidades no tardaría en ser conmemorada en los Escarabeos de las Cacerías, que serían distribuidos a lo largo y ancho de las Dos Tierras. Y por supuesto, el equipo incluía guardias reales uniformados, soldados de infantería que protegerían la caravana y los aurigas. También armeros que transportaban las armas reales, las lanzas, flechas, redes y escudos del rey; el maestro de la caza y sus ayudantes; los adiestradores de los perros y guepardos; después, los batidores y rastreadores, cuyos conocimientos de las costumbres y guaridas de los animales serían determinantes en el éxito de la cacería. En la caravana real, nuestro número nos incluía a mí y a Simut, y a Pentu, el médico.

El aire del amanecer era frío y puro. La luna estaba baja en el cielo, y las estrellas empezaban a desvanecerse. La niebla flotaba sobre las aguas en sombras, y las primeras aves ocultas empezaron a cantar como si quisieran conjurar a Ra con su música. Pese a la hora, todo el mundo parecía despierto e inspirado por la belleza de la escena, tan perfecta como un mural, y por la perspectiva de la aventura de la cacería. Los caballos patearon el suelo cuando los desataron, y el aliento de hombres y animales formó nubes en la fría oscuridad.

Los campos verdes y negros continuaban en silencio cuando nuestro extraño desfile pasó junto a los caminos surcados. Solo los agricultores más madrugadores, y algunos niños descalzos de ojos maravillados, que habían llegado a sus cultivos antes de que saliera el sol para aprovechar sus derechos de agua, vislumbraron el espectáculo. Miraron y nos señalaron como si surgiéramos de un sueño prodigioso.

Cuando llegamos a la margen de los cultivos, hicimos una pausa. Delante de nosotros se extendía la Tierra Roja. Me impresionó como siempre el gran silencio de su aparente vaciedad, más sagrado para mí que cualquier templo. El sol acababa de surgir por encima del horizonte, y yo me volví para disfrutar del calor de sus primeros rayos en mi cara.

El rey se irguió en su carro y alzó las manos hacia Ra, su dios. Iba con el pecho desnudo, una falda y una estola sobre el hombro. Por un momento, dio la impresión de que su rostro y su cuerpo brillaban. Sujetaba a su joven león con la corta correa de cuero, y se esforzaba por proyectar la imagen de un rey, pese a su pequeña estatura y su bastón dorado. Un rugido y un largo aullido se elevaron de los grupos de cazadores y soldados, una celebración del inicio de la cacería, y un grito de advertencia a los malos espíritus del desierto. Entonces, una vez cumplido el ritual, el rey avanzó en su carro, y al recibir esta señal cruzamos la frontera eterna entre las Tierras Negras y las Rojas.

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