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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (13 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Sejmet aparentaba serenidad y confianza con su nueva túnica plisada, y exhibía los pendientes que le habíamos regalado por su cumpleaños. La timidez de sus años de adolescencia estaba dando paso a una nueva serenidad. Ha leído mucho más que yo, y se acuerda de todo. Aún es capaz de recitar los poemas disparatados que compusimos cuando era una niña. Para ella, el conocimiento lo es todo. En una ocasión me dijo, muy en serio: «No puedo ser una atleta y una erudita al mismo tiempo». De modo que tuvo que elegir.

Cuando me siento con mi familia y mis amigos en veladas como estas, con la comida delante de nosotros sobre la mesa, y las lámparas de aceite encendidas en los nichos de las paredes, me pregunto qué he hecho para merecer tanta felicidad. Y en momentos más sombríos me preocupa que mi trabajo pueda poner todo esto en peligro, pues si algo me sucediera, ¿de qué vivirían? También debo preguntarme ¿por qué esta vida no es suficiente? ¿Cómo me las ingeniaré cuando mi padre haya fallecido, y las chicas se hayan casado y vivan en otras casas, y Amenmose estudie en otra parte, quizá en Menfis, y Tanefert y yo nos quedemos solos en el silencio nuevo y extraño de nuestros últimos años?

—Padre, me he estado preguntando por qué las chicas no tienen oportunidades para acceder a la educación y el progreso en nuestra sociedad.

Sejmet tomó un bocado de gacela mientras observaba el efecto de su frase.

—Esto está delicioso, por cierto —musitó.

Najt, Jety y mi padre me miraron, divertidos.

—Pero tú has tenido muchas oportunidades.

—Solo porque Najt me ha enseñado cosas que nadie más habría hecho…

—Y es una estudiante espectacular —añadió él con orgullo.

—Pero tengo la impresión de que, por ser una chica, he tenido menos oportunidades que los chicos, porque todo en nuestra sociedad gira alrededor de la superioridad de los hombres sobre las mujeres. Lo cual es ridículo. Vivimos en el mundo moderno. Solo porque tengo pechos no significa que haya perdido la cabeza.

Mi padre tosió de repente, como si se hubiera atragantado. Najt le dio palmaditas en la espalda, pero él tosió y tosió, con lágrimas en los ojos. Yo sabía que eran lágrimas de regocijo, pero no deseaba avergonzar a Sejmet. Le guiñé el ojo.

—Tienes toda la razón —dije—. Si decides que vas a lograr algo, has de ser resuelta.

—He decidido que no quiero casarme todavía. Quiero estudiar más. Quiero ser médico.

Miró a su madre. Supe al instante que ya habían hablado de esto. Miré a Tanefert, y ella me devolvió la mirada con una súplica silenciosa de que fuera considerado.

—Pero mi querida hija… —empecé, con el deseo de que Najt dijera algo que me apoyara en mi delicada posición.

—¿Sí, mi querido padre?

Me esforcé por encontrar las palabras adecuadas.

—Las mujeres no estudian medicina.

—La verdad es que sí —dijo Najt, rehusando su ayuda.

—¿Qué más da que no la hayan estudiado en el pasado? Es lo que yo quiero hacer. Hay muchos sufrimientos en el mundo, y yo deseo cambiar eso. Y también hay demasiada ignorancia. El conocimiento puede aliviar los sufrimientos y la ignorancia. Y en cualquier caso, ¿por qué me llamaste Sejmet si no querías que fuera médico?

—¿Por qué la llamasteis Sejmet? —quiso saber Nechmet, quien aprovechó la oportunidad para intervenir en la conversación.

—Porque significa «la más poderosa» —dijo Tanefert.

—Sejmet, la diosa leona, puede enviar enfermedades, pero también puede volver a llamarlas —afirmó la propia Sejmet.

—Veo que has aprendido mucho de tu inteligente padrino —observé.

—He estado hablando de cosas con él.

Por algún motivo, me sentí como la única pieza de un tablero que no ha avanzado más allá de la primera casilla.

De pronto, mi padre habló desde el otro extremo de la mesa.

—Será un médico maravilloso. Es tranquila, metódica y un placer para la vista. Todo lo contrario de esos malolientes e irascibles ancianos que agitan algunas hierbas quemadas en el aire y te obligan a beber tu propia orina. Confío en que me cuide cuando esté viejo y enfermo.

Sejmet me miró y dibujó una sonrisa victoriosa.

—Ya tienes garantizado tu primer paciente —dije—, pero ¿te das cuenta de lo que esto significa?

Asintió con expresión sabia.

—Significa años de estudio, y tendré que trabajar el doble que los demás porque seré la única chica entre toda una clase de chicos. Tendré que soportar la oposición del orden establecido y los insultos de los profesores anticuados. Pero sobreviviré.

No se me ocurría cómo oponerme a sus deseos, y la verdad era que me sentía orgulloso de su determinación. Lo único que me impedía apoyarla sin reservas era la certeza de la lucha que se avecinaba (eso, y la probabilidad del fracaso), no a causa de sus puntos débiles, sino de la negativa de las jerarquías a aceptarla.

Estaba a punto de decir algo, cuando Tot ladró de repente en el patio. Una brusca llamada a la puerta nos enmudeció a todos. Me levanté y fui a abrir. Un hombre alto, corpulento y con cara de pocos amigos, vestido con el uniforme oficial de la guardia de palacio, estaba esperando. Detrás de él había guardias con las espadas brillando a la luz de la lámpara de aceite que había en el nicho contiguo a la puerta.

—Sé para qué habéis venido —dije en voz baja, antes de que pudieran hablar—. Concededme unos momentos, por favor.

Tanefert dice que siempre se puede elegir. Pero a veces se equivoca. Pedí a Jety que me acompañara, y a Najt que se quedara y continuara con la celebración. Sejmet atravesó la cocina conmigo. Miró a los guardias que esperaban fuera y asintió.

—No te preocupes, padre. El trabajo es importante. Lo que tú haces es importante. Lo comprendo. Estaremos aquí cuando regreses.

Sonrió y me dio un beso en la mejilla.

14

Mientras cruzábamos de nuevo el Gran Río (Jety sentado frente a mí y Tot acuclillado a mis pies, pues desconfía de la naturaleza traicionera de los barcos y el agua), contemplaba el océano negro de la noche donde centelleaban misteriosas estrellas. Pensé en un viejo dicho que mi padre me había contado: que lo importante no eran las incontables estrellas, sino la gloriosa oscuridad que las separaba. Los antiguos rollos de papiro que Najt me había enseñado aquella tarde, con sus columnas y signos, parecía la plasmación humana más tosca del mayor de los misterios.

Los remeros nos guiaron hasta el malecón de palacio, y las aguas negras lamieron con dulzura las piedras que la luna teñía de plata. Khay estaba esperando. A la luz rielante de los fuegos que ardían en los cuencos de cobre, vi su rostro huesudo transformado por la angustia que pugnaba por reprimir. Presenté a Jety como mi ayudante. Este se mantuvo a una distancia respetuosa, con la cabeza gacha. Khay lo examinó y cabeceó.

—Su conducta y seguridad son responsabilidad tuya —anunció severo.

He oído hablar de gente que regresa en sueños a las mismas situaciones y dilemas. Las imágenes torturantes de sus temores y horrores se repiten noche tras noche: persecuciones de pesadilla por túneles interminables, el veloz deslizarse de cocodrilos invisibles pero presentidos en las profundas aguas negras; o el vislumbre de los muertos amados, inalcanzables entre una inmensa multitud gris. Y después, el soñador atormentado despierta sudado y llorando de forma incontrolable por algo o alguien extraviado una y otra vez en ese Otro Mundo de visiones. Este palacio, con sus largos pasillos, numerosas puertas cerradas y silenciosas antecámaras, me recordaba algo por el estilo. Imaginé que cada cámara cerrada podía contener un sueño diferente, una pesadilla diferente. Y sin embargo, no sentía miedo. El entusiasmo me estrujó de nuevo en su monstruosa y gloriosa presa. Algo inesperado había sucedido. Y yo no podía ser más feliz.

Atravesamos el puesto de guardia y entramos en los aposentos reales. En algún lugar, una puerta retumbó en la oscuridad, y la voz de un hombre joven lanzó una orden temblorosa. Voces más bajas, insistentes y persuasivas, intentaron calmarlo. Otro estruendo de puerta, y se impuso de nuevo el silencio de muerte. Khay, siempre alerta al significado de estos signos y prodigios, avanzó a toda prisa sobre sus caras e inmaculadas sandalias, hasta que llegamos una vez más a las grandes puertas dobles de la cámara de Anjesenamón. Jety me miró con las cejas enarcadas, divertido por la situación en la que nos encontrábamos. Entonces, las puertas se abrieron de repente para darnos acceso.

Dentro, nada había cambiado. Las luces ardían en los mismos sitios. Las puertas que daban al patio y a su jardín continuaban abiertas. Anjesenamón, custodiada por un soldado, estaba sentada muy quieta, con la vista clavada en una pequeña caja de madera cerrada que descansaba sobre una bandeja al otro lado de la estancia, como si estuviera hipnotizada. Cuando entramos, se volvió poco a poco para mirarnos. Tenía las manos enlazadas con fuerza, y sus ojos brillaban.

La caja no podía contener nada más grande que una peluca. Estaba atada con un cordón, anudado de una forma compleja. Detalle interesante, parecía más un nudo mágico que uno práctico. El enigma de dicho nudo (la fascinación del perpetrador por acertijos frustrantes, quizá demenciales) parecía alarmantemente relacionado con los extraños misterios de los últimos días. En lugar de desanudar el cordón (pues era una prueba, y quizá Najt reconocería el significado de su diseño), lo corté. Agaché la cabeza hacia la tapa de la caja y percibí el más ínfimo de los sonidos. Algo se estaba moviendo dentro, en el límite de lo audible, incluso en el silencio de la cámara. Miré a Jety y a Khay, y después levanté con mucha cautela la tapa. El hedor dulzón de la carne podrida invadió la sala. Todo el mundo retrocedió al instante y se llevó la túnica a la nariz.

Me obligué a mirar el interior de la caja. Gusanos blancos se removían a través de las cuencas de los ojos, nariz, oídos y mandíbulas de una cabeza humana. Vi un par de clavículas, algunas vértebras atadas juntas con un cordón, y cráneos mucho más pequeños, pertenecientes a pájaros o roedores. Huesos de todo tipo (tanto animales como humanos) habían sido reunidos para crear aquella depravada máscara mortuoria. Las máscaras mortuorias suelen ser de oro, para representar la muerte de los dioses, pero esta había sido diseñada a propósito como una especie de antimáscara, hecha a base de restos del asesino. Pero sí había una pieza de oro: un collar en el que se había escrito un nombre en un cartucho real. Lo extraje con unas pinzas que estaban cerca. El jeroglífico rezaba: «Tutankhamón».

Examiné la caja. Alrededor de la tapa, por dentro y por fuera, aparecían tallados y después pintados en rojo y negro extraños símbolos, curvas, hoces, puntos y líneas afiladas, como una especie de escritura absurda. No reconocí el idioma. Parecía el idioma de una maldición. Pensé que no me gustaría oír esas palabras pronunciadas en voz alta. No querría conocer al hombre cuyo idioma representaran esos signos. Imaginé un monstruo. Y en el centro de la superficie interior de la tapa estaba tallada una imagen que reconocí al instante: un círculo oscuro. El sol destruido.

Khay, que apretaba un paño de lino contra la nariz y la boca, se acercó a regañadientes, echó un vistazo al contenido de la caja, y después se alejó a toda prisa, como si el suelo se hundiera bajo sus pies. El soldado se acercó con determinación y lo contempló con autodisciplina militar. Se apartó para dejar paso a Anjesenamón. Khay intentó disuadirla de que mirara, pero ella insistió. De pie cerca de mí, luchó contra su reacción al olor, y después hundió la vista con valentía en los restos de la caja. No aguantó más de unos breves momentos.

Pero de repente, las grandes puertas se abrieron con un grito de frustración y un joven de hermoso rostro en forma de almendra y facciones menudas y delicadas irrumpió en la cámara. Cojeaba levemente y se apoyaba en un elegante bastón. Un pectoral de oro deslumbrante colgaba sobre sus estrechos hombros. Excelentes prendas de lino envolvían su cuerpo, que era delgado, pero ancho en la cintura. Un pequeño mono parlanchín, atado con una cadena de oro, corría delante de él.

—¡No me tratarán como a un niño! —gritó Tutankhamón, Señor de las Dos Tierras, Imagen del Dios Viviente, en el silencio de la cámara.

Khay y el soldado se colocaron delante de la caja e intentaron convencerlo de que no se acercara, sin atreverse a tocar su cuerpo real, pero pese a su leve deficiencia fue demasiado veloz para ellos. Se movió con la astucia y la celeridad de un escorpión. Contempló las tallas, y después la imagen podrida. Al principio pareció fascinado por lo que veía, por la corrupción del conjunto. Después, cuando empezó a interpretarlo, su expresión cambió. Anjesenamón tomó sus manos entre las de ella y le habló en voz baja, más como una hermana mayor que como una esposa, y le convenció de que se alejara. El me miró, y observé que tenía los ojos de su padre, casi femeninos, pero con una expresión inocente aunque potencialmente cruel. Vio el collar con el nombre real y lo arrebató de mi mano. Bajé la vista al punto, recordando los protocolos de respeto.

Mientras esperaba, con la vista clavada en el suelo, pensé en que Tutankhamón parecía mucho más interesante de cerca. De lejos me había parecido tan insustancial como una caña. Pero de cerca poseía carisma. Su piel reluciente evocaba la vida de alguien que pocas veces se exponía al aire puro, al sol despiadado. Parecía más un ser de la luna. Sus manos eran exquisitas e inmaculadas. Y algo de las proporciones largas de sus extremidades parecía a juego con la elegancia bruñida de su collar de oro, sus joyas de oro y sus sandalias de oro. En su presencia, me sentía terrenal. Se me antojó una especie rara que solo podría sobrevivir en un entorno protegido de sombra, secretismo y lujo extremo. No me habría sorprendido ver hermosas alas de plumas plegadas detrás de sus omoplatos, o diminutas joyas entre sus dientes perfectos. No me habría sorprendido saber que solo bebía agua de una fuente divina. Pero tampoco me habría sorprendido saber que vivía en un cuarto de niños, con las puertas cerradas a cal y canto para aislarse de un mundo exterior cuyas exigencias se negaba a reconocer. Me di cuenta al instante de lo aterrorizado que se hallaba, y comprendí que el hombre agazapado tras ambos «regalos» lo sabía muy bien. Tutankhamón arrojó el collar a un lado.

—Esta abominación ha de ser apartada de nuestra vista y destruida por el fuego.

Su voz, aunque temblorosa, estaba modulada con despreocupación, provista de un timbre delicado. Como mucha gente que habla bajo, lo hacía de manera intencionada, a sabiendas de que creaba las circunstancias en que los demás se esforzaban por escuchar cada palabra.

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