El Reino de los Muertos (41 page)

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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

BOOK: El Reino de los Muertos
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48

Llevaba la máscara negra de Anubis, el chacal, Guardián de la Necrópolis. Sus dientes pintados se veían blancos en la oscuridad. Vi un collar de oro ceremonial alrededor de su cuello.

—Has venido con tu mandril —constató con su voz grave.

—Insistió en conocerte.

—Es Tot, Registrador de los Muertos. Tal vez merece un lugar en esta reunión —replicó.

—Quítate esa máscara, Sobek, y mírame a los ojos —dije.

Las grandes catacumbas, con su laberinto de oscuridad y silencio, semejaban el inmenso y resonante oído de los dioses. ¿Estaban escuchando todas nuestras palabras? Se quitó la máscara poco a poco. Nos miramos. Contemplé con odio sus ojos del color del granito.

—Tienes a mi hijo, y quiero recuperarlo. ¿Dónde está? —pregunté.

—Aquí, escondido. Te lo devolveré. Pero antes has de darme algo.

—Lo tengo, pero no te lo daré hasta que mi hijo esté a salvo conmigo.

—Enséñamelo.

Alcé la bolsa de piel para que la viera a la luz de la lámpara. La miró con codicia.

—Nos encontramos en un callejón sin salida. No te diré dónde está el niño hasta que tenga la bolsa. Y tú no querrás que la bolsa entre en mi posesión hasta tener al niño. Así que seamos inteligentes y pensemos en una solución —dijo.

—¿Cuál es?

—El precio de la vida de tu hijo es tan solo una pequeña conversación conmigo. Hace mucho tiempo que te considero un honorable colega. Al fin y al cabo, somos muy parecidos.

—No hay nada de qué hablar. No me parezco en nada a ti. Solo quiero a mi hijo. Vivo. Ahora. Si le has hecho daño, si has dañado una sola partícula de él…

—En tal caso, has de ser paciente, o no te diré nada —repuso con frialdad—. He estado esperando este momento. Piensa, Buscador de Misterios. Tú también tienes preguntas. Tal vez yo tenga las respuestas.

Vacilé. Como todos los asesinos de su ralea, era un solitario. Deseaba que le comprendieran.

—¿De qué quieres hablar?

—Hablemos de la muerte. Porque es un tema que nos fascina a los dos. La muerte es el mayor de los dones, pues solo ella nos ofrece trascendencia y perfección en este desesperado y banal lugar de sangre y polvo —dijo.

—La muerte no es un don. Es una pérdida —repliqué.

—No, Rahotep. Te sientes más vivo cuando más cerca te hallas de la muerte. Sé que ocurre así en tu caso, pese al dulce mundo de tu familia. Todos esos queridos hijos, tu encantadora esposa… Pero los mortales son simples bolsas de sangre, huesos y tejidos viles. El corazón, el famoso corazón del que hablan nuestros poetas y amantes, no es más que carne. Todo se pudrirá.

—Se llama condición humana. Aprovechamos lo máximo posible. Lo que tú haces también es banal. Matas a chicos y chicas drogados e indefensos, y a pequeños animales. Los despellejas, les rompes los huesos y les arrancas los ojos. ¿Y qué? No tiene nada de especial. De hecho, es patético. No eres más que un colegial que tortura insectos y gatos. He visto cosas mucho peores. Me da igual por qué los matas de esa manera. Da igual. Es una especie de escenificación macabra que solo te complace a ti. Hablas de trascendencia, pero aquí estás, en las profundidades de las catacumbas, un hombrecillo solitario y frustrado, despreciado, un fracaso. Desesperado por el contenido de esta pequeña bolsa.

Estaba respirando más deprisa. Tenía que provocarlo.

—¿Sabías que uno de los chicos no murió? Está vivo. Te describió. Podrá identificarte —continué.

Negó con la cabeza.

—¿Un testigo sin ojos? No, Rahotep, eres tú el que está desesperado. Eres tú el fracasado. El rey ha muerto, tu carrera está acabada, tu hijo se halla en mi poder.

Reprimí la tentación de estamparle contra la pared de la catacumba y romperle la cara con la lámpara. No debía hacerlo, porque en tal caso, ¿cómo encontraría a Amenmose? Y todavía necesitaba respuestas.

—En cuanto a esos objetos absurdos que dejaste para el rey, tus extraños regalos, ¿crees que en verdad le asustaban?

Frunció el ceño.

—Sé que le causaban terror. Le mostraban, y también a esa chica, todo cuanto temían. Me bastaba con alzar un espejo hasta su terror a la muerte. El miedo es el mayor poder. Miedo de la oscuridad, de la vejez, de la destrucción y la condenación…, y sobre todo, miedo a la muerte: el miedo que impulsa a todos los hombres. El miedo que subyace en todo lo que hemos hecho, y en lo que hacemos. ¡El miedo es un poder glorioso, y lo he utilizado bien!

La voz de Sobek era más tensa ahora.

Me acerqué más a él.

—Eres un viejo patético, triste y pervertido. Ay te expulsó, y para vengarte encontraste una manera de volver a ser importante.

—Ay era un idiota. No veía lo que tenía delante de sus narices. Me despidió. ¡Traicionó mi afecto! Pero ahora se arrepiente. ¡Todo lo que ha sucedido, el caos y el miedo, son obra mía! Incluso tú, el famoso Rahotep, el Buscador de Misterios, no has podido detenerme. ¿Es que aún no lo comprendes? Yo te atraje. Te dejé un sendero, desde el principio hasta este momento. Y me has seguido como un perro, fascinado por el hedor a corrupción y muerte.

Yo ya lo sabía, pero me había negado a admitirlo. Él se dio cuenta.

—Sí. Ahora lo entiendes. El miedo te acecha. El miedo al fracaso.

Seguí intentando mantener a distancia ese miedo.

—¿Por qué odiabas a Tutankhamón? ¿Por qué empezaste a acosarlo?

—Era el segundo de una dinastía decadente y deteriorada. No era adecuado. No era viril. Su mente era débil y su cuerpo, imperfecto. Su fertilidad estaba marchita y solo ofrecía una progenie de criaturas deformes e inútiles. No hacía proezas. No podía permitir que fuera rey. Había que impedirlo. En otra época, en un tiempo de sabiduría, antes de esta era de locos, existía la sagrada costumbre de matar al rey cuando sus fracasos ponían en peligro la salud y el poder del país. Yo he restaurado ese noble ritual. He seguido los antiguos ritos. Sus huesos se rompieron, le arrancaron la cara y los ojos, su máscara mortuoria estaba compuesta de cosas podridas, para que los dioses nunca le reconocieran en el Otro Mundo. Yo he renovado la monarquía. Horemheb será rey. Posee poder y virilidad. Será Horus, Rey de Vida. En cuanto al niño rey, desaparecerá en la oscuridad del olvido. Su nombre nunca jamás volverá a ser pronunciado.

Había mencionado al general por fin. Insistí.

—¿Por qué Horemheb?

—Este país solo sabe lamentarse. Nuestras fronteras están siendo acosadas. Nuestras haciendas y graneros están vacíos. Putas, ladrones y fantaseadores gobiernan nuestros templos y palacios. Solo Horemheb posee la autoridad para restaurar la gloria de las Dos Tierras. Yo soy el que tiene poder sobre los vivos. Yo soy el que busca a los dioses. Yo soy el sol oscuro. Yo soy Anubis. ¡Yo soy la sombra! —gritó.

—¿Todo lo hiciste siguiendo órdenes de Horemheb? Los objetos, la talla de la Sala Hipóstila, el asesinato de Mutnodjmet… ¿Te prometió a cambio gloria y poder?

—¡Yo no recibo órdenes! Horemheb reconoció mis dones y encargó mis acciones. Pero es un soldado. No comprende las grandes verdades. Aún no conoce el alcance de mi obra, porque trasciende la política y el poder de este mundo. ¿De qué nos sirve este mundo si el Otro Mundo no se encuentra en nuestro poder?

Caminé a su alrededor con mi lámpara. Sabía que había algo más.

—Gracias por el regalo de la caja con los ojos. Supongo que procedían de las víctimas que iba encontrando.

Asintió satisfecho.

—Fueron reunidos para ti. Un tributo. Y una señal.

—Los ojos lo son todo, ¿verdad? Sin ellos, el mundo desaparece para nosotros. Estamos en la oscuridad. Pero como en un eclipse, la oscuridad es una revelación. «El sol descansa en Osiris, Osiris descansa en el sol.»

Asintió.

—Sí, Rahotep. Por fin empiezas a ver, a ver la verdad…

—En tu taller encontré algunos frascos de cristal. ¿Qué contenían? —pregunté.

—¿Aún no lo has adivinado?

Lanzó un bramido de desprecio. Tot gruñó y se removió a mi lado.

—Sabían a sal… —dije.

—No te esforzaste lo bastante. Recogí las últimas lágrimas de los muertos, de sus ojos cuando veían la muerte acercarse. Los libros secretos nos enseñan que las lágrimas son un elixir que contiene la destilación de lo que el agonizante contempla en el último momento, cuando pasa de la vida a la muerte.

—Pero cuando bebes las lágrimas…, nada. Solo sal y agua, después de todo. Para que luego hablen de los misterios de los libros secretos…

Suspiró.

—El acto dispensaba placeres compensadores.

—Supongo que drogabas a tus víctimas para cometer tus barbaridades con mayor facilidad. Supongo que no oponían resistencia. Supongo que eras capaz de mostrarles las agonías de su pobre carne con todo lujo de detalles —dije.

—Como siempre, no captas el significado más profundo. Los dejaba como señales de advertencia para el rey. Pero quería algo más, algo más profundo.

—Querías mirar.

Asintió.

—La muerte es el momento más glorioso de la vida. Contemplar ese momento de tránsito, cuando el ser mortal entrega su espíritu, desde la mayor oscuridad a la luz del Otro Mundo, es contemplar el mayor júbilo que la vida puede ofrecer.

—Pero tus experimentos fracasaron, ¿verdad? Todos esos huesos rotos, las máscaras de oro y los rostros muertos resultaron ser tan solo ridículos accesorios. No había trascendencia. La droga producía fantasías, no visiones. Los muertos se limitaban a morir, y todo cuanto contemplaban tus ojos era el dolor y el pesar. Ese es el motivo de que desees esto.

Hice oscilar la bolsa de piel ante sus ojos fascinados. Extendió la mano hacia ella, pero Tot saltó de repente hacia él y lo mantuvo a distancia.

—Antes de dártelo, y de que me devuelvas a mi hijo, dime una cosa. ¿Cómo obtenías la amapola opiácea?

El destello de sorpresa en sus ojos glaciales me agradó.

—Es fácil de obtener —dijo con cautela.

—Para un médico como tú, y en pequeñas cantidades, sí. Pero hay algo más que eso. Existe un comercio secreto. Creo que sabes mucho de eso.

—No sé nada —murmuró.

—Tonterías. La demanda del lujo de sus placeres es tan abundante que ninguna cantidad de chicos y chicas desesperados, utilizados como traficantes, podrían satisfacerla. Pero eso sigue siendo un método útil para distraer a los medjay de la ciudad de lo que en verdad importa. Voy a contarte ese plan. La amapola opiácea crece en las tierras hititas, y después su extracto entra de contrabando en Tebas a bordo de barcos, a través del puerto. La droga se almacena y vende en todos los locales de alterne. Todos los funcionarios, en todas las fases (desde los guardias fronterizos hasta los burócratas que autorizan la apertura de locales de alterne, pasando por las autoridades portuarias), están sobornados. Todo el mundo necesita sobrevivir, sobre todo en estos tiempos difíciles. Pero lo que me fascina es esto: ¿cómo consiguen los cargamentos burlar desde la tierra de nuestros enemigos, los hititas, en tiempos de guerra, la vigilancia fronteriza del ejército? Solo hay una respuesta: el ejército es cómplice del tráfico.

—¡Qué fantasía tan extraordinaria! ¿Por qué el ejército se confabularía para algo semejante? —resopló.

—El tesoro de ese tráfico secreto permite a Horemheb la independencia económica de la hacienda real. El mundo moderno es así. Los días de saqueos, pillajes y botines han pasado. Un ejército financiado de manera independiente, bien equipado y muy bien entrenado, es un monstruo peligroso.

Guardó silencio durante un largo momento.

—Incluso si esta fantasía extravagante fuera cierta, no tiene nada que ver conmigo.

—Por supuesto que sí. Tú estás enterado de todo esto. Tú eres el galeno. Tus conocimientos sobre alucinógenos te convierten en un elemento muy valioso. Horemheb te contrató no solo para administrar la droga a su enloquecida esposa, sino para supervisar el negocio en Tebas. Tú supervisas la llegada de los cargamentos al puerto, y te encargas de que llegue a los locales de alterne. Pero no creo que Horemheb conozca tus desagradables actividades privadas, ¿verdad? Me miró con sus ojos vacíos.

—Muy bien, Buscador de Misterios. Mis obras de arte eran tributos personales a Horemheb. Eran una contribución a su campaña en pos del poder, mi ofrenda de caos y miedo. Pero ¿de qué te va a servir este conocimiento? Más bien te condena. No puedo dejarte escapar. Estás atrapado en este otro mundo de oscuridad. Nunca encontrarás el camino de vuelta a la luz. Por lo tanto, voy a decirte la verdad. Y te veré sufrir. La visión de tu desdicha me compensará por la pérdida de la otra visión. No soy idiota. ¿Quién sabe si lo que llevas es real o una falsificación?

Y entonces lanzó un grito, imitando a la perfección a mi hijo. El cuchillo de obsidiana del miedo se deslizó entre mis costillas y perforó mi corazón. ¿Estaba muerto Amenmose, mi hijo? Presentí que era demasiado tarde. El había ganado.

—¿Qué le has hecho a mi hijo?

Mi voz se quebró.

Avancé un paso hacia él. Él retrocedió uno, al tiempo que alzaba la lámpara para deslumbrarme y ocultar su rostro.

—¿Sabes lo que gritó Osiris al Gran Dios cuando llegó al Otro Mundo? «Oh, ¿qué es este lugar desolado? No tiene agua, no tiene aire, su profundidad es incalculable; su oscuridad, tan negra como la noche. ¿Debo vagar sin esperanza donde nadie puede vivir en la paz del corazón ni satisfacer los anhelos del amor?» Sí, amigo mío. He convertido a tu hijo en un pequeño sacrificio a Osiris, el dios de los Muertos. Le he escondido muy lejos, en las profundidades de estas catacumbas. Aún está vivo, pero nunca le encontrarás, ni siquiera con todo el tiempo del mundo. Ambos moriréis de hambre aquí, perdidos en vuestro propio Otro Mundo. Ahora, Rahotep, tu rostro se ha abierto en verdad en la Casa de la Oscuridad.

Me abalancé sobre él. Tot se alzó sobre sus patas traseras, al tiempo que rugía y enseñaba los dientes, pero Sobek me arrojó de repente su lámpara de aceite y desapareció en la oscuridad.

49

Liberé el hocico de Tot y se precipitó hacia la oscuridad. Una luz roja brotaba del aceite hirviente derramado de la lámpara de Sobek y se proyectaba sobre la pared que tenía a mi espalda. Oí ladridos, y después un chillido gratificador. Pero necesitaba vivo a Sobek para prestar declaración, y sobre todo para devolverme a mi hijo. Grité una orden perentoria al mandril, mientras corría por la galería hacia la figura acurrucada en el suelo. Alcé mi lámpara. Tot había mordido la garganta de Sobek. Tenía un gran corte en un lado de la cara, el ojo pendía de su cuenca y la piel de la mejilla colgaba de su rostro, dejando al descubierto hueso y vasos sanguíneos. Sangre negra brotaba de la herida del cuello. Me arrodillé y acerqué su cara destrozada a la mía.

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