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Authors: Nick Drake

Tags: #Histórico

El Reino de los Muertos (44 page)

BOOK: El Reino de los Muertos
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Después, continuó la construcción de cuatro sepulcros alrededor del sarcófago. Fue necesario mucho rato. Los hombres trabajaban con dificultades casi cómicas, esforzándose por descubrir el espacio y la lógica necesarios para colocar cada pieza, en el orden correcto y en silencio. Por fin, el trabajo finalizó, y los hombres, cubiertos de sudor y resollando como mulas, se retiraron. Ahora había un espacio de dos codos entre el gran sepulcro de oro y las paredes ornamentadas. Los sacerdotes terminaron de disponer objetos rituales siguiendo una pauta que solo ellos entendían: remos de madera, lámparas y cajas, jarras de vino y un ramo de olivo y persea. Cerraron las puertas de la tumba. Contenía sepulcro tras sepulcro, y en el corazón de este gran nido frío de oro, madera y piedra amarilla talladas e incrustadas, pequeño y vulnerable dentro de su panoplia de oro, dentro de esta acumulación de tesoros, yacía el cuerpo delgado, destripado y momificado del rey muerto. Lo recordé de repente, y la expresión complacida de su rostro mientras esperaba a que la cacería empezara, bajo las estrellas del desierto, vivo.

Caminamos hacia atrás en señal de respeto, con la cabeza gacha. Ay y Anjesenamón fueron los últimos. Y después, poco a poco, retrocedimos y salimos de la Sala de Espera, dejando al rey en su cámara de piedra con todo su oro, sus objetos funerarios, sus sofás, máscaras y barcas, sus juegos de mesa, los taburetes donde se sentaba cuando era pequeño, los cuencos de los que había bebido, todas las cosas de este mundo que necesitaría en el siguiente, donde el tiempo carecía de poder, y la oscuridad se transformaba en luz eterna e inalterable. Eso dicen.

Tomamos la colación funeraria y vimos cómo bajaban los últimos objetos funerarios a la Sala de Espera y la cripta más pequeña de la izquierda: ruedas de carro y partes aserradas o desmontadas de carros de oro; hermosas cajas pintadas de marquetería; y tres elegantes sofás, uno de ellos adornado con leones. Sus rostros dorados, hocicos azules y la mirada compasiva de sus ojos dorados, serios y sabios, brillaban en la oscuridad, y cuando pasaron arrojaron poderosas sombras contra la pared a la tenue luz de las lámparas. Recipientes blancos con ofrendas de alimentos se amontonaban bajo un sofá. Allí estaba la copa de alabastro, pálida y luminosa a la luz de la lámpara, que yo había visto en el camarote del barco de Tutankhamón. Había sillas y tronos adornados con los signos de Atón, y dos estatuas guardianas de tamaño natural que ignoraban estudiadamente el desorden; trompetas de plata envueltas en cañas, bastones de oro y flechas con punta dorada apiladas junto a las paredes. Introdujeron en la cripta pequeña muchas jarras de vino, cuya etiqueta indicaba que ya eran viejas, de los tiempos de Ajnatón, y muchas más vasijas de alabastro con aceites y perfumes, junto con cientos de cestas de fruta y carne, amontonadas sobre taburetes, cajas y una larga cama dorada. Había oro por todas partes, lo suficiente para hartarme de su famoso lustre.

Por fin, llegó el momento de encerrar a Tutankhamón en su tumba eterna. Tuve la extraña sensación de que nosotros, los vivos, apelotonados en el pasadizo, estábamos en el lado que no debíamos de la puerta de piedra construida a toda prisa entre nosotros y la ahora desierta Sala de Espera. Los rostros reunidos (nobles, sacerdotes y la joven reina) parecían conspiradores en un crimen, a la luz nerviosa y temblorosa de las velas. Experimenté algo similar a repulsión, tanto como compasión, cuando los albañiles, con sus sucias ropas de trabajo, colocaron en su sitio las últimas piedras con un sonido chirriante, para después aplicar toscamente yeso gris húmedo con sus paletas sobre ellas, y luego los guardias de la necrópolis dejaron la marca de sus insignias ovales de Anubis. Muchas manos se extendieron para dejar su señal por toda la eternidad, de una forma mecánica, ansiosa y reñida con el significado de los demás símbolos. «Obsequio de amor de toda la tierra… creador de imágenes de los dioses que quizá le concedan el aliento de la vida…»

Después, como un rebaño, retrocedimos por el pasadizo sosteniendo nuestras frágiles lámparas. Anjesenamón depositó un último ramo sobre los escalones: mandrágora, lotos azules, petunias, olivo, sauce. Flores de esperanza, frágiles y transitorias de la primavera del mundo. Su rostro estaba bañado en lágrimas. Fui el último en salir, y cuando miré hacia atrás vi, como una ola oscura al alzarse, que las sombras de nuestras formas al salir se reunían con la gran oscuridad eterna que ahora nos seguía dieciséis peldaños arriba, hasta que más piedras la sellaron para siempre.

53

La media luna se había hundido hasta el borde del perfil azul y negro del valle. Nos quedamos juntos, indecisos bajo las últimas estrellas, en el país de los vivos. Pero no estábamos solos. En la oscuridad se erguía una figura impresionante, con hombres armados a su espalda, sus armas bruñidas por la luz de la luna. Horemheb. Busqué a los guardias de Simut. Vi formas oscuras, cadáveres derrumbados en la oscuridad.

El general avanzó hacia Ay y Anjesenamón y preguntó:

—¿No creíste pertinente invitarme a los últimos ritos del rey?

Ay le plantó cara.

—Yo soy el rey. Yo he llevado a cabo los ritos y aceptado la sucesión. Anunciaré mi ascensión al trono y la posterior coronación por la mañana.

—¿Qué dices tú, reina? ¿Diste tan poca importancia a mi oferta que ni siquiera la discutiste conmigo antes de tomar la decisión que ha conducido a esta lamentable situación?

—Lo he meditado todo. Soy la viuda de Tutankhamón, Restaurador de los Dioses, y nieta de Amenhotep el Glorioso. Tú no eres noble.

—¿Cómo osas poner en duda mi nobleza? —gruñó el general en voz baja y amenazadora.

Ella hizo una pausa. El momento había llegado. Horemheb estaba impaciente por oír sus palabras.

—Nos ha llegado cierta información, privada y secreta, que nos ha sorprendido y decepcionado. Se refiere a la reputación e integridad del ejército.

Dejó que sus peligrosas palabras colgaran en el aire oscuro.

—La reputación e integridad del ejército son intachables —replicó Horemheb en tono amenazador.

—En ese caso, es posible que el general no esté enterado de todo lo que está ocurriendo en el seno de su propia división. Existen elementos del ejército que están comerciando con los hititas, nuestros seculares enemigos, para obtener beneficios personales —dijo la reina.

El general se acercó más, y su aliento se elevó en el frío aire nocturno.

—¿Osas acusar a mis divisiones de traición? ¿Tú?

La miró con sorna. Pero ella le plantó cara.

—Estoy informando de lo que ha llegado a mis oídos. Puede que no sea cierto. Pero puede que sí. La amapola opiácea. Transportada a través de las líneas de batalla. ¿Comercio con el enemigo? Sería una gran desgracia que tal insinuación llegara a las oficinas, los templos y al oído del general —dijo.

Horemheb desenvainó al punto su espada curva, y la hoja bruñida brilló a la luz de la luna. Por un momento, temí que fuera a decapitarla. Alzó el arma en su puño enguantado, y sus soldados nos apuntaron con sus potentes arcos, preparados para matarnos a todos en silencio al recibir la orden. Simut avanzó para proteger a la reina y amenazó con su cuchillo a Horemheb. Los dos hombres se miraron, tensos como perros antes de una feroz pelea. Pero Anjesenamón no cedió e intervino.

—No creo que nuestro asesinato fuera útil a tu causa. No tienes suficiente poder para tomar el control de las oficinas, los templos y las Dos Tierras. Demasiadas tropas a tus órdenes están combatiendo en la guerra. Piénsalo bien. Escucha mi propuesta. Lo único que deseo es que reine el orden en las Dos Tierras, y por lo tanto es necesario compartir el poder entre nosotros tres para mantener ese orden. Ay gobernará como rey, pues controla las oficinas del reino. Tú seguirás siendo general. El tráfico secreto ha de interrumpirse. Si es así, tienes mucho que ganar. Ese es el futuro.

Horemheb bajó la espada poco a poco, e indicó a sus hombres con un ademán que bajaran los arcos.

—¿Y cuál es el futuro? ¿Te casarás con este saco de edad y enfermedades? —preguntó, señalando con desprecio a Ay.

—Mi rey ha muerto, pero solo yo puedo dar un sucesor, un hijo que sea rey a su vez. Ese es mi destino, y lo cumpliré. En cuanto al padre de mi hijo, lo elegiré con sumo cuidado, el mejor hombre, el más adecuado. Lo elegiré yo misma, y ningún hombre tendrá autoridad sobre mí. Quien sea ese noble hombre, lo tomaré como esposo. Y será rey, a mi lado. A su debido tiempo, gobernaremos juntos las Dos Tierras. Quizá puedas demostrar, señor, que eres tú ese hombre digno.

Ay, que había guardado silencio durante todo este diálogo, intervino entonces.

—Esas son las condiciones. Deberías saber que hay un millar de guardias de palacio apostados sobre nosotros, y en la entrada del valle. Están dispuestos a hacer lo que sea necesario para velar por nuestra seguridad. ¿Cuál es tu respuesta?

Horemheb alzó la vista, y en las escarpaduras de cada lado habían aparecido nuevas hileras de figuras oscuras armadas con arcos.

—¿Creías que no iba a prever cada uno de tus movimientos? —continuó Ay.

Horemheb miró a los dos. Después, se acercó todavía más.

—Maravilloso: un anciano con dolor de muelas y una muchacha débil con sueños de gloria que se aferra a las riendas del poder, y un agente de los medjay inútil, enterado ya de que su familia nunca estará a salvo. Escuchad…

Abrió los brazos al inmenso silencio de la noche y el desierto, que nos empequeñecía.

—¿Sabéis lo que es esto? El sonido del tiempo. Solo oís el silencio, pero está rugiendo como un león. No hay otro dios que el tiempo, y yo soy su general. Esperaré. Mi hora está próxima, y cuando llegue, triunfal y gloriosa, vosotros dos no seréis más que polvo, y vuestros nombres no serán más que polvo, porque yo los borraré de sus piedras, y usurparé vuestros monumentos, y en vuestro lugar nacerá una nueva dinastía que llevará mi nombre, un hijo valiente sucediendo a cada padre fuerte, generación tras generación, por siempre jamás.

Y después, sonrió, como si tuviera la victoria asegurada, dio media vuelta y se perdió en la oscuridad, seguido de sus tropas.

Ay le siguió con la mirada.

—Es un engreído. Vamos, hay mucho que hacer.

De pronto, se encogió y aferró su mandíbula. Daba la impresión de que ni todo el poder del mundo era capaz de aliviar el dolor de las muelas podridas.

Antes de que la reina partiera hacia su incierto futuro, Anjesenamón se volvió hacia mí.

—Acudí a ti en busca de ayuda. Lo has arriesgado todo por ayudarme durante estos días. He oído esa amenaza contra tu familia. No te quepa la menor duda de que haré todo cuanto esté en mi poder por proteger vuestra seguridad. Ya conoces mi deseo de que seas mi escolta privado. La oferta sigue abierta. Me haría feliz verte.

Asentí. Miró con tristeza la entrada sellada de la tumba de su joven marido difunto. Después, dio media vuelta, seguida de Khay y los demás nobles, y todos subieron a los carros que los transportarían de regreso por el largo camino pavimentado hasta el palacio de las sombras, y el despiadado trabajo de modelar y asegurar el futuro de las Dos Tierras. Recordé lo que Horemheb había dicho acerca del poder: era una fiera corrupia. Confié en que ella supiera domarla.

Simut y yo los vimos partir. La oscuridad se iba disipando a marchas forzadas.

—Horemheb tiene razón, me temo. Ay no vivirá mucho, y la reina no puede gobernar sin un heredero. Al menos, mientras Horemheb espere.

—Es cierto, pero se está convirtiendo en una mujer poderosa. Lleva a su madre dentro. Eso me da cierta esperanza —le contesté, con una sensación de optimismo que me pilló por sorpresa.

—Vamos a subir a la colina para ver salir el sol en este nuevo día —comentó.

Ascendimos por las sendas, como cicatrices en la piel antigua, áspera y oscura de la ladera, y pronto vimos ante nosotros el inmenso panorama del mundo en sombras: los antiguos y fértiles campos, las aguas eternas del Gran Río y la ciudad dormida con sus gloriosos templos y torres, sus ricos y silenciosos palacios, sus cárceles y tugurios, sus casas silenciosas y barrios pobres. Aspiré el aire puro y fresco. Era vigorizante y fortalecedor. Las últimas estrellas se estaban desvaneciendo, y más allá de la ciudad se insinuaba un tono rojizo en el horizonte. El rey había muerto. Pensé en sus ojos, en su rostro dorado, en la oscuridad, tal vez viendo (¿quién sabe?) el Otro Mundo aparecer ante él, mientras la luz de la eternidad se encendía y su espíritu se reunía de nuevo con él.

En cuanto a mí, lo que mis ojos contemplaban del mundo era suficiente. Humo de los primeros fuegos empezaba a elevarse en el aire quieto y puro. A lo lejos oí los primeros cantos de los pájaros. Apoyé la mano sobre la cabeza de Tot. Me miró con sus ojos sabios y viejos. Mi mujer y mis hijos aún estarían dormidos. Sentí un enorme deseo de estar con ellos cuando despertaran. Necesitaba encontrar una forma de creer que estaríamos a salvo, pese a los peligros y amenazas que nos reservaba el futuro. Miré el cielo añil, y el horizonte se iba aclarando más a cada momento. Pronto amanecería.

Nota del autor

Desde 1922, cuando Howard Carter llevó a cabo su trascendental descubrimiento en el Valle de los Reyes, Tutankhamón se ha convertido en el más famoso, atrayente y, de alguna manera, misterioso de todos los antiguos egipcios. De niño, en 1972, me llevaron a ver la gran exposición de Tutankhamón en el Museo Británico. Los objetos de su tumba (entre ellos el sepulcro de oro, las estatuillas doradas que le plasmaban con una lanza o sosteniendo el látigo del poder, la «copa de los deseos» de alabastro, un cetro de oro, gloriosas joyas, una larga trompeta de bronce, un bastón arrojadizo y un arco de caza muy adornado) se me antojaron los tesoros de un mundo perdido. Sobre todo, su máscara mortuoria de oro macizo (sin duda una de las obras de arte más hermosas del mundo antiguo) daba la impresión de resumir el poderoso misterio del llamado «rey niño», quien poseyó un poder inmenso, vivió entre tales prodigios, y sin embargo murió joven de manera misteriosa (debía de contar menos de veinte años), para luego ser enterrado a toda prisa y olvidado por completo durante unos tres mil trescientos años.

El descubrimiento de la tumba provocó un enorme resurgir de la fascinación popular por Egipto, pero quizá revitalizó los misterios ocultos de las pirámides y tumbas, así como las maldiciones de las momias, en las películas de serie B, en detrimento de una visión más equilibrada de aquella notable cultura. Para Tutankhamón, por ejemplo, las pirámides ya eran tan antiguas como Stonehenge para nosotros hoy.

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