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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (8 page)

BOOK: El rey de hierro
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Felipe el Hermoso había medido bien el golpe. La opinión pública admitiría sin objeciones, casi plácidamente, ese punto final de una tragedia que la había sacudido durante siete años.

El primer legado y el joven arzobispo de Sens cambiaron una imperceptible sonrisa de connivencia.

—Hermanos míos —tartamudeó el hermano visitador general—. ¿He oído bien? ¡No nos matan! ¡Nos conceden perdón!

Sus ojos estaban llenos de lágrimas; sus manos hinchadas temblaban y su boca de dientes rotos se abría como si fuera a reír.

El espectáculo de aquella alegría espantosa fue la causa de todo.

De pronto, tronó una voz desde lo alto de las gradas:

—¡Protesto!

Sonó tan potente, que nadie pensó, en primer momento, que pudiera pertenecer al gran maestre.

—¡Protesto contra esa sentencia inicua y afirmo que los crímenes que nos atribuyen son imaginarios! —gritó Jacobo de Molay.

Un inmenso suspiro se elevó de la multitud. El Tribunal se inquietó. Los cardenales se miraban estupefactos. Nadie esperaba eso. Juan de Marigny se puso en pie de un salto. ¡Adiós posturas lánguidas! Estaba lívido, tenso, temblaba de cólera.

—¡Mentís! —gritó al gran maestre—. ¡Confesasteis ante la comisión!

Instintivamente, los arqueros apretaron sus filas, aguardando una orden.

—¡No soy culpable —prosiguió Jacobo de Molay—, sino de haber creído a vuestros embustes, amenazas y tormentos! ¡Afirmo ante Dios que nos escucha, que la Orden es inocente y santa!

Y, en efecto, Dios parecía oírle. Sus palabras lanzadas hacia el interior de la catedral, repercutían en las bóvedas y volvían en forma de eco, como si otra voz más poderosa, desde el fondo de la nave, repitiera sus palabras.

—¡Confesasteis la sodomía! —gritó Juan de Marigny.

—¡En el tormento! —replicó Molay.

“…En el tormento”, repitió la voz, que parecía nacer en el tabernáculo.

—¡Confesasteis la herejía!

—¡En el tormento!

“…En el tormento”, repitió el tabernáculo.

—¡Lo retiro todo! —dijo el gran maestre.

“…Todo…”, respondió como trueno la catedral entera.

Un nuevo interlocutor se unió a este extraño diálogo. Godofredo de Charnay, el preceptor de Normandía, apostrofaba al arzobispo de Sens:

—¡Abusasteis de nuestro desfallecimiento! —decía—. Somos víctimas de vuestras intrigas y de vuestras falsas promesas. ¡Vuestro odio y vuestra sed de venganza nos han perdido! Pero y afirmo, ante Dios, que somos inocentes, y los que dicen otra cosa mienten como bellacos.

Entonces se desató el tumulto. Los monjes, desde detrás del tribunal, comenzaron a proferir grandes voces:

—¡Herejes! ¡A la hoguera! ¡Al fuego los herejes!

Pero su clamor fue ahogado bien pronto. Con ese impulso generoso que pone al pueblo al lado del más débil y del valor en desgracia, la turba, en su mayoría tomaba partido por los Templarios. Mostraban el puño en alto a los jueces. De todos los rincones de la plaza llegaban alaridos. Aullaba la gente en las ventanas; aquello amenazaba convertirse en un motín.

A una orden de Alán de Pareilles, la mitad de los arqueros se había formado en cadena, dándose el bazo para resistir a la presión de la multitud, mientras los otros, pica en ristre les hacían frente.

Los guardianes reales golpeaban a diestro y siniestro en medio del gentío, con sus bastones de las flores de lis. Las jaulas habían sido volteadas y las aves, pisoteadas, dejaban escapar estridentes cacareos.

El tribunal estaba en pie, desconcertado. Juan de Marigny discutía con el preboste de París.

—No importa lo que hagáis, monseñor, pero ¡haced algo! —decía el preboste—. Hay que detenerlos. Nos arrollarán. No conocéis a los parisienses cuando se irritan.

Juan de Marigny, extendiendo el brazo, alzó su cayado episcopal para dar a entender que iba a hablar. Pero nadie quería escucharlo. Lo abrumaban a insultos.

¡Torturador! ¡Falso obispo! ¡Dios te castigará!

—¡Hablad, monseñor, hablad! —lo apremiaba el preboste.

Temía por su puesto y su pellejo; recordaba los motines de 1306, durante los cuales fueron saqueadas las casas de los burgueses.

—¡Declaramos relapsos
(El término
“relapso”
,del latín re-lapsus, recaído, se aplicaba a los inculpados que recaían en la herejía después de haber manifestado pública abjuración)
a los dos condenados! —exclamó el arzobispo, forzando inútilmente la voz—. Han reincidido en sus herejías; han rechazado la justicia de la iglesia; la Iglesia los rechaza y los remite a la justicia del rey.

Sus palabras se perdieron en medio de la batahola. Luego, como una bandada de enloquecidas gallinas, el Tribunal penetró en Notre Dame, cuyo portal fue cerrado al instante.

A una señal del preboste a Alán de Pareilles, un grupo de arqueros se precipitó a los peldaños, otros trajeron la carreta, y a golpes de mangos de pica, los condenados fueron obligados a subir a ella. Se dejaban llevar con gran docilidad. El gran maestre y el preceptor de Normandía se sentían a la vez exhaustos y en calma. Por fin estaban en paz consigo mismos. Los otros dos nada comprendían.

Los arqueros abrieron paso a la carreta, en tanto que el preboste Ployebouche daba instrucciones a sus guardias para que despejaran la plaza cuanto antes. Dio media vuelta, completamente desbordado.

—¡Conducid los prisioneros al Temple! —gritó Alán de Pareilles—. Yo corro a avisar al rey.

V.- Margarita de Bordoña, reina de Navarra

Entretanto, Felipe de Aunay había llegado al palacio de Nesle. Le habían pedido que aguardara en la antecámara de las habitaciones de la reina de Navarra. Los minutos no acababan de pasar, y Felipe se preguntaba si Margarita se hallaría con algún importuno o simplemente se complacía en hacerlo languidecer. Hubiera sido muy propio de ella. Y tal vez, después de una hora de pisotear, levantarse y sentarse, oiría decir que no podía recibirlo. Su irritación iba en aumento.

Cuatro años atrás, cuando empezaron sus relaciones, no habría procedido de ese modo. O quizá sí. Ya no lo recordaba. En el entusiasmo de la incipiente aventura en la que la vanidad contaba tanto como el amor, de buena gana hubiera caminado cinco horas a la pata coja para ver a su amante desde lejos, o para rozarle los dedos u oír un susurro que significara la promesa de otra entrevista.

Los tiempos habían cambiado. Las dificultades que son aliciente de un naciente amor resultan intolerables cuando han transcurrido cuatro años; y a menudo la pasión muere por lo mismo que la provocó. La perpetua incertidumbre de las citas, las entrevistas postergadas, las obligaciones de la corte, a todo lo cual se sumaban las rarezas de Margarita, habían impulsado a Felipe a una exasperación que sólo expresaba con sus reproches y su cólera.

Margarita parecía tomar las cosas muy de otro modo. Saboreaba el doble placer de engañar al marido y de atormentar al amante. Pertenecía a esa clase de mujeres que sólo renuevan su deseo ante el espectáculo de los sufrimientos que inflingen, hasta que ese mismo espectáculo las hastía.

No pasaba día sin que Felipe se dijera que un gran amor no prospera en el adulterio; ni un solo día dejaba de prometerse que terminaría con aquella relación tan hiriente. Pero era débil y cobarde, se encontraba aprisionado. Semejante al jugador que se empeña en salvar su pérdida, perseguía sus sueños de antaño, su vano presente, su tiempo perdido, su dicha pasada. No tenía coraje para levantarse de la mesa y decir: “Ya he perdido bastante.”

Y allí estaba, transido de tristeza y despecho, aguardando que se dignaran hacerlo entrar.

Para distraer su impaciencia, miraba el ir y venir de los palafreneros en el patio de palacio, quienes sacaban los caballos para llevarlos a apacentar en el pequeño Pré-aux-Clercs, y a los cargadores que traían cuartos de reses y fardos de verdura.

El palacio de Nesle se componía de dos edificios unidos pero distintos; el palacio propiamente dicho, de reciente construcción y la torre un siglo más antigua, que formaba parte del sistema de defensas construidas bajo Felipe-Augusto. Felipe el Hermoso había comprado el conjunto de la edificación, seis años atrás, al conde Amaury de Nesle, y los otorgó como residencia a su hijo mayor, el rey de Navarra.
(La
torre der Nesle
, antes torre de Hamelin, por el nombre del preboste de París que impulsó su construcción, y el
palacio de Nesle
ocupaban el actual emplazamiento del Instituto de Francia y el de la Moneda.

El jardín limitaba a poniente con la muralla de Felipe-Augusto, cuyo foso, llamado por esta parte “foso de Nesle”, sirvió de trazado a la calle de Mazarino. El conjunto fue dividido en Gran Nesle, Pequeño Nesle y Mansión Nesle. Posteriormente, se construyeron sobre sus diversas partes, los palacios de Nevers, de Guénégaud, de Conti y de la Moneda. La torre no fue destruida hasta 1663, para la construcción del Colegio Mazarino o de las Cuatro Naciones, adscrito al Instituto desde 1805.)

Entonces la torre había sido utilizada como sala de guardias y almacén. Margarita la hizo arreglar y amueblar para ella, según manifestaba, para retirarse allí algunas veces y dedicarse a la oración. Afirmaba que tenía necesidad de soledad, y como la sabía de carácter fantasioso, Luis de Navarra no se asombró por ello. Pero en realidad sólo había querido ese arreglo para poder recibir con mayor tranquilidad al apuesto Aunay.

Esto llenó de inigualable orgullo a su amante. Por amor a él una reina había transformado una fortaleza en cámara de amor.

Y cuando el hermano mayor de Felipe, Gualterio de Aunay, se convirtió en el amante de Blanca, la torre sirvió igualmente de secreto asilo a la nueva pareja. El pretexto resultaba fácil: Blanca venía a visitar a su prima y hermana política: Margarita sólo quería que la dejaran ser complaciente y cómplice.

Pero ahora, mientras Felipe contemplaba la enorme torre sombría, de techo almenado, ventanas estrechas y altas, que dominaba el río, no podía menos de preguntarse si otros hombres no pasarían con su amante las mismas noches turbulentas… ¿Acaso no autorizaban la duda esos cinco días sin dar señales de vida, cuando todo se prestaba a un encuentro?

Se abrió una puerta y una camarera lo invitó a seguirla. Esta vez estaba decidido a no dejarse embaucar. La camarera lo precedió por un largo corredor y luego desapareció. Felipe entró en una habitación baja de techo atestada de muebles, donde flotaba un persistente perfume que conocía muy bien. Era una esencia de jazmín que los mercaderes recibían de Oriente.

Felipe necesitó algunos minutos para acostumbrarse a la penumbra y al calor del ambiente. Un gran fuego ardía en la chimenea de piedra.

—Señora… —dijo.

Una voz surgió del fondo del cuarto, un poco ronca, como adormecida.

—Acercaos, messire.

¿Se atrevía a recibirlo en su cuarto, sin testigos? Al instante se vio tranquilizado y decepcionado: la reina de Navarra no estaba sola. Medio oculta por las cortinas del lecho bordaba una dama de compañía, con el mentón y el cabello aprisionados por las blancas tocas de viuda. Margarita estaba echada en la cama, vestida con un largo ropaje de casa con vueltas de piel, que dejaba ver sus pies desnudos, pequeños y regordetes. Recibir a un hombre con tal atuendo y en tal postura ya constituía, de por sí, una audacia.

Felipe se adelantó y adoptó un tono cortesano, desmentido por su rostro, para enunciar que la condesa de Poitiers lo enviaba en busca de noticias de la reina de Navarra, y le transmitía, junto con un presente, sus cariñosos saludos.

Margarita lo escuchó sin hacer movimiento no volver los ojos.

Era pequeña, de cabellos negros y de tez ambarina. Se decía que tenía el cuerpo mas hermoso del mundo, y por cierto, no era ella la última en hacerlo saber.

Felipe contemplaba aquella boca redonda, sensual, la barbilla corta partida por un hoyuelo, la carnosa garganta que el amplio escote dejaba a la vista, los brazos plegados y hacia arriba descubiertos por la generosa sisa. Felipe se preguntaba si Margarita no estaría completamente desnuda bajo la ropa de la cama.

—Dejad el presente sobre la mesa —dijo Margarita—. Lo veré en seguida.

Se desperezó, bostezó, y Felipe vio la lengua rosada, el paladar y los dientecillos blancos; bostezaba a la manera de los gatos.

Ni una sola vez había vuelto los ojos hacia él. Por el contrario, se sentía observado por la dama de compañía. Él no conocía, entre las acompañantes de Margarita, aquella viuda de largo rostro y penetrante mirada. Hizo un esfuerzo para contener su irritación, que crecía por momentos.

—¿Debo llevar —preguntó— alguna respuesta a madame de Poitiers?

Margarita se dignó por fin a mirar a Felipe. Tenía unos ojos admirables, oscuros y aterciopelados, que acariciaban las cosas y las personas.

—Decid a mi hermana política de Poitiers… —comenzó.

Felipe, que había cambiado de lugar, con nervioso ademán indicó a margarita que despidiera a la vieja. Pero Margarita no parecía comprender. Sonreía, aunque no a Felipe; sonreía al vacío.

—O mejor, no —continuó—. Le escribiré un mensaje que vos le entregaréis.

Luego sse dirigió a la dama de compañía:

—Bien está por hoy. Es tiempo de que me vista. Id a preparar mis ropas.

La vieja dama pasó al cuarto contiguo, pero dejó la puerta abierta.

Margarita se levantó, dejando ver una bella, tersa rodilla y al pasar junto a él le dijo, con un hilo de voz:

—Te amo.

—¿Por qué hace cinco días que no te he visto? —preguntó él de la misma manera.

—¡Qué hermosura! —exclamó Margarita extendiendo el cinturón que la había traído—. Juana tiene un gusto exquisito! ¡Cómo me deleita este presente!

—¿Por qué no te he visto? —repitió Felipe, en voz baja.

—Me vendrá de maravilla para mi nueva escarcela —replicó Margarita casi gritando—. Señor de Aunay, ¿podéis esperar a que escriba unas palabras de agradecimiento?

Se sentó en una mesa, tomo una pluma de ganso y un trozo de papel (El papel de algodón, que se considera un invento chino, en un principio “pergamino griego” porque los venecianos descubrieron su uso en Grecia, hizo su aparición en Europa hacia el siglo X. El papel de lino (o de trapo) fue importado, poco después, por los sarracenos de España. Las primeras fábricas de papel fueron establecidas en Europa durante el siglo XIII. Por razones de conservación y resistencia, el papel no se utilizaba jamás en documentos oficiales, pues éstos debían soportar “sellos colgantes”). Hizo a Felipe señal de que se acercara, y éste pudo leer en el papel. “¡Prudencia!”

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