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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (7 page)

BOOK: El rey de hierro
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—¡Pues bien! Tranquilizad a Margarita y tranquilizaos, Blanca; Luis y Carlos os harán compañía esta noche. Hoy es buen día para el reino —dijo Felipe el Hermoso—. No se celebrará consejo esta noche. En cuanto a vuestro esposo, Juana, que ha ido a Dole y a Salins a vigilar los intereses de vuestro condado, no creo que tarde más de una semana.

—Entonces me preparo a festejar su vuelta —dijo Juana, inclinando su bella cabeza.

Para el rey Felipe, la conversación que acababa de sostener era muy larga. Volvió la espalda bruscamente a sus interlocutores y se alejó sin despedirse, hacia la gran escalera que conducía a sus habitaciones privadas.

—¡Uf! —dijo Blanca, con la mano sobre el pecho, viéndolo desaparecer—. De buena nos hemos librado.

—Creí desfallecer de miedo —dijo Juana.

Felipe de Aunay estaba rojo hasta la raíz de los cabellos, no ya de confusión, como poco antes, sino de cólera.

—Gracias por vuestras palabras al rey —dijo secamente a Blanca—. Son cosas muy agradables de oír.

—¿Y qué queríais? —exclamó Blanca. ¿Acaso vos lo hubierais hecho mejor? Os quedasteis pasmado y tartamudeante. Se nos vino encima sin que lo notáramos; tiene el oído más fino del reino. Por si había escuchado las últimas palabras, era la única manera de engañarlo. En lugar de recriminarme deberíais felicitarme, Felipe.

—No empecéis de nuevo —dijo Juana—. Caminemos, recorramos las tiendas, dejemos este aire de conspiradores.

—Messire —prosiguió Juana en vos baja—, os haré notar que vos y vuestros estúpidos celos son la causa de todo. Si no os hubierais puesto a gemir tan alto por los sufrimientos que os hace padecer Margarita, no habríamos corrido el riesgo de que el rey nos oyera.

Felipe conservaba su expresión sombría.

—En verdad —dijo Blanca—, vuestro hermano es más agradable que vos.

—Sin duda lo tratan mejor, de lo que me alegro por él —respondió Felipe—. En efecto, soy un estúpido, al dejarme humillar por una mujer que me trata como un lacayo, que me llama a su lecho cuando la vienen ganas, que me aleja cuando le pasan, que me tiene días enteros sin dar señales de vida, y que finge no conocerme cuando se cruza conmigo. ¿Cuál es el juego, a fin de cuantas?

Felipe de Aunay, escudero de monseñor el conde de Valois, era desde cuatro años el amante de Margarita de Borgoña. La mayor de las nueras de Felipe el Hermoso. Y si osaba hablar de tal modo delante de Blanca de Borgoña, esposa de Carlos de Francia, era porque Blanca era la amante de su hermano, Gualterio de Aunay, escudero del conde de Poitiers. Y si podía descararse delante de Juana, Condesa de Poitiers, era porque ésta, aunque no era amante de nadie, favorecía, un poco por flaqueza y otro poco por diversión, las intrigas de las otras dos nueras reales, combinando entrevistas y facilitando encuentros.

Así, en aquel anticipo de primavera de 1314, el día mismo en que los Templarios iban a ser juzgados, cuando tan grave asunto era la principal preocupación de la corona, dos hijos del rey de Francia, el Mayor, Luis, y el menor Carlos, llevaban los cuernos, por obra y gracia de dos escuderos, pertenecientes uno a la casa de su tío, el otro a la de su hermano, y todo bajo la tutela de su hermana política, Juana, esposa constante, aunque benévola celestina, que sentía un turbio placer viviendo los amores ajenos.

—En todo caso, nada de torre de Nesle esta noche —dijo Blanca.

—Para mí no será distinta de las anteriores —respondió Felipe de Aunay—. Pero rabio al pensar que hoy, entre los brazos de Luis de Navarra, Margarita murmurará, sin duda, las mismas palabras…

—Amigo mío, vais demasiado lejos —dijo Juana con mucha altivez—. Hace un momento acusabais a Margarita, sin razón, de tener otros amantes. Ahora queréis impedir que tenga un marido. Los favores que os concede os hacen olvidar quién sois. Creo que mañana aconsejaré a nuestro tío que os envíe por algunos meses a su condado de Valois, donde tenéis vuestras tierras, para calmaros los nervios.

El hermoso Felipe se serenó de golpe.

—¡Ho, señora! ¡Creo que moriría! —murmuró.

Era más seductor de ese modo que encolerizado. Daban ganas de asustarlo, sólo por verle bajar las sedosas pestañas y temblar levemente su pálida barbilla. De pronto se había convertido en un ser tan desdichado, que ambas mujeres, olvidando su alarma, no pudieron contener una sonrisa.

—Decid a vuestro hermano Gualterio que esta noche suspiraré por él —dijo Blanca con la mayor dulzura del mundo.

No se podía saber si hablaba sinceramente.

—¿No convendría prevenir a Margarita acerca de lo que acabamos de oír? —dijo de Aunay, un tanto vacilante—. En caso de que para esta noche hubiera previsto…

—Que Blanca haga lo que le parezca —dijo Juana—. No pienso encargarme más de vuestros asuntos. He sentido demasiado miedo. Algún día terminará mal y verdaderamente es comprometerme en serio por nada.

—Es cierto que tú no aprovechas las gangas —dijo Blanca—. Tu marido está ausente con mayor frecuencia que los nuestros. Si Margarita y y tuviéramos esa suerte…

—No encuentro placer alguno en ello —replicó Juana.

—O no tienes coraje —dijo Blanca.

Es verdad que, aunque lo quisiera, no tengo tu habilidad para mentir, hermana mía. Estoy segura de que me traicionaría en seguida.

Dicho esto, Juana permaneció unos instantes meditabunda. No, no sentía deseos de engañar a Felipe de Poitiers, pero estaba cansada de pasar por gazmoña.

—Señora… —dijo Felipe de Aunay—. ¿No podríais encargarme un mensaje para vuestra prima?

Juana miró de soslayo al joven, con tierna indulgencia.

—¿No podéis pasaros un día sin ver a la bella Margarita? —respondió—. Bien, seré buena, compraré alguna alhaja para ella y se la llevaréis de mi parte. Pero es la última vez.

Se acercaron a una parada. En tanto que las dos mujeres elegían, y Blanca iba derecha a los objetos más caros. Felipe de Aunay pensaba en la súbita aparición del rey.

“Siempre que me ve, me pregunta mi nombre —se decía—. Esta es la sexta vez. Y nunca deja de aludir a mi hermano.”

Sintió una sorda aprensión y se preguntó por qué el rey le inspiraba tanto pavor. Sin duda, era su mirada. Aquellos grandes ojos inmóviles y de extraño color, entre gris y azul pálido, semejantes al hielo de los estanques en las mañanas de invierno, ojos que uno no cesaba de ver durante horas enteras, luego de cruzarse con ellos.

Ninguno de los tres jóvenes había notado la presencia de un hombre de alta estatura, con botas rojas, parado en la gran escalinata, que los vigilaba hacía unos instantes.

—Felipe, no llevo bastante dinero, ¿quieres pagar?

Las palabras de Juana arrancaron a Felipe de sus reflexiones. El joven obedeció en el acto. Juana había elegido para Margarita un cinturón de terciopelo con aplicaciones de filigrana de plata.

—¡Oh, querría uno igual! —dijo Blanca.

Pero tampoco ella tenía dinero, y Felipe debió pagar.

Siempre sucedía lo mismo cuando las acompañaba. Ellas prometían devolverle el dinero cuanto antes, pero pronto lo olvidaban y él era demasiado galante para recordárselo.

—Cuidado, hijo mío —le había dicho su padre, el señor de Aunay—. Las mujeres más ricas son las más costosas.

Bien lo sabía su bolsillo. Mas no le importaba. Los Aunay eran ricos y sus posesiones en Vémars y de Aunay-les-Bondy, entre Pontoise y Luzarchez, les proporcionaban una buena renta.

Ya tenía su pretexto para correr al palacio de Nesle, donde vivían el rey y la reina de Navarra, al otro lado del río. Cruzando el puente de San Miguel, el camino era cosa de minutos.

Saludó a las dos princesas y salió de la Galeria Merciere.

El señor de las botas rojas lo siguió con la mirada, mirada de cazador. Era Roberto de Artois, llegado hacía unos días de Inglaterra. Pareció reflexionar; luego bajó la escalinata, y a su vez, salió a la calle.

Fuera, la campana de Notre Dame había enmudecido. Sobre la isla de la Cité reinaba un silencio desacostumbrado, impresionante. ¿Qué pasaba en Notre Dame?

IV.- Notre Dame era blanca

Los arqueros habían formado cordón para mantener a la multitud alejada del atrio. En todas las ventanas se apiñaban cabezas de curiosos.

La bruma se había disipado y un sol pálido alumbraba las blancas piedras de Notre Dame de París. El edificio había sido terminado hacía sólo setenta años y se trabajaba continuamente para embellecerlo. Poseía aún el brillo de lo nuevo, y la luz acentuaba el arco de sus ojivas, el encaje del rosetón central y hacía resaltar el hormigueo de estatuas bajo los pórticos.

Se había hecho retroceder hasta las casas a los vendedores de aves que ofrecían su mercadería todas las mañanas, frente a la iglesia. El cacareo de las aves que se ahogaban en las jaulas desgarraba el silencio, el agobiante silencio que acababa de sorprender al conde de Artois al salir de la Galería Merciere.

El capitán Alán de Pareilles se mantenía inmóvil, frente a sus arqueros.

En lo alto de las gradas que conducían al atrio, estaban en pie los cuatro Templarios, de espaldas a la multitud y de cara al Tribunal Eclesiástico, instalado entre los abiertos batientes del gran portal. Obispos, canónigos y clérigos, se sentaban alineados en dos filas.

La gente señalaba con curiosidad a los tres cardenales, espacialmente enviados por el Papa. Aquello significaba que la sentencia sería dada sin apelación ni curso ante la Santa Sede. Las miradas se dirigían después a Juan de Marigny, joven arzobispo de Sens, hermano del primer ministro, quien había dirigido el caso, junto con el gran inquisidor de Francia.

Una treintena de monjes, con hábito pardo unos, y blanco otros, permanecían en pie, detrás de los miembros del Tribunal. El único civil de la asamblea, el preboste de París, Juan Ployebouche, personaje de unos cincuenta años de edad, rechoncho y con el rostro contraído, parecía poco satisfecho de hallarse allí. Representaba el poder real y era el encargado de mantener el orden. Sus ojos saltaban de la multitud al capitán de los arqueros y de éste al joven arzobispo de Sens.

El sol trazaba arabescos con las mitras, los báculos, la púrpura de las vestes cardenalicias, el amaranto de los obispos, el armiño y terciopelo de las capuchas, el oro de las cruces pectorales, el acero de las cotas de malla y de las armas de la tropa. Ese centelleo, ese colorido, todo ese fulgor, hacía más violento el contraste con los acusados, para los cuales de había montado aquel gran aparato, cuatro Templarios harapientos que, apretados unos contra otros, parecían un grupo moldeado en ceniza.

Monseñor Arnaldo de Auch, cardenal-arzobispo de Albano, primer legado, leía en pie los considerandos del juicio. Lo hacía con lentitud y énfasis, escuchándose, satisfecho de sí mismo y de su lucimiento ante un auditorio extranjero. A veces fingía horrorizarse por la enormidad de los crímenes que enunciaba. Luego recobraba su untuosa majestad para relatar un nuevo cargo, un nuevo delito.

—…Oídos los hermanos Gerardo de Passaje y Juan de Cugny, quienes afirman, igual que muchos más, haber sido forzados durante su recepción en la Orden a escupir sobre la Cruz, porque se les decía que era un simple trozo de madera y que el verdadero Dios estaba en el Cielo… Oído el hermano Guy Dauphin, a quien se indujo, si uno de sus hermanos superiores se sentía arrebatado por el tormento de la carne y quería saciarse con él, a consentir en todo lo que se le pidiera… Oído sobre ese punto el señor de Molay, quien en interrogatorio ha reconocido y confesado…

La multitud debía hacer esfuerzos para captar las palabras deformadas por el tono enfático. El legado se regodeaba con su lectura. El pueblo comenzaba a impacientarse.

A casa acusación, falso testimonio o confusión arrancada por la fuerza, Jacobo de Molay murmuraba para sí:

“Mentira… mentira… mentira…”

Lejos de aplcarse, la cólera, que hiciera presa del gran maestre durante el trayecto, crecía sin cesar. En sus descarnadas sienes la sangre batía cada vez con mayor fuerza.

Nada se había producido que viniera a detener el desarrollo de la pesadilla. Ningún antiguo Templario había surgido de entre la turba.

—…Oído el hermano Hugo de Payraud, quien reconoce haber obligado a los novicios a renegar de Cristo tres veces seguidas…

Hugo de Payraud era el hermano visitador. Volvió hacia Jacobo de Molay su rostro dolorido y murmuró:

—Hermano mío… ¿por ventura he dicho y alguna vez semejante cosa?

Los cuatro dignatarios estaban solos, abandonados del cielo y de los hombres, presos como en gigantescas tenazas, entre las tropas y el tribunal, entre la fuerza real y la fuerza de la Iglesia. Cada palabra del cardenal legado estrechaba el cerco.

¿Cómo no habían comprendido los comisiones inquisidoras a pesar de que se les había explicado mil veces, que la prueba de negación era impuesta a los novicios para asegurarse de su actitud si caían prisioneros de los musulmanes y eran obligados a abjurar?

El gran maestre sentía un loco deseo de saltar el cuello del prelado, abofetearlo, tirar al suelo su mitra y estrangularlo. Además, no solamente hubiera hecho trizas a aquel personaje, sino al joven Marigny, aquel presumido con mitra que adoptaba lánguidas posturas. Pero por encima de todo, hubiera querido castigar a sus tres verdaderos enemigos, ausentes de la ceremonia: el rey, el guardasellos, el Papa…

La rabia de la impotencia hacía danzar un velo rojo ante sus ojos. Era preciso que sucediera lago… se apoderó de él un vértigo tan fuerte que temió desplomarse sobre las losas. Ni siquiera veía que igual furia dominaba a Charnay y que la cicatriz del preceptor de Normandía se había vuelto muy blanca en medio de la frente carmesí.

El legado hizo una pausa en su declamación. Bajó el largo pergamino, inclinó ligeramente la cabeza a derecha e izquierda hacia sus asesores, luego acercó de nuevo el pergamino a sus ojos, y sopló como para quitar una mota de polvo. Después reanudó la lectura:

—…Y considerando que los acusados lo han confesado y reconocido, los condenamos a prisión y al silencio por el resto de sus días, a fin de que obtengan la remisión de us faltas por las lágrimas del arrepentimiento.
In nomine Patris…

El legado hizo lentamente la señal de la cruz y se sentó, lleno de soberbia, enrollando el pergamino que inmediatamente tendió a su clérigo.

La turba quedó perpleja. Después de semejante enunciado de crímenes, era tan lógico esperar la pena de muerte, que la condena a prisión perpetua, con sus cadenas y su régimen de pan y agua, parecía una sentencia benigna.

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