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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (2 page)

BOOK: El rey de hierro
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El niño se divertía en caminar con el paso cauteloso y titubeante de las criaturas.

—¡Y pensar que nosotros también hemos sido así! —dijo de Artois.

—Viédoos ahora, cuesta creerlo, primo mío —dijo la reina, sonriendo.

Por un instante, contemplando a Roberto de Artois pensó en los sentimientos de la mujer, pequeña y menuda que había engendrado aquella fortaleza humana, y miró a su hijo.

El niño avanzaba con las manos tendidas hacia el fuego, como si quisiera asir la llama con sus minúsculas manos. Roberto de Artois le cerró el paso, adelantando su bota roja. Nada asustado, el pequeño príncipe aferró aquella pierna que sus brazos penas lograban rodear, y se sentó en ella a horcajadas. El gigante lo elevó por los aires, tres o cuatro veces seguidas. El principito reía, encantado con el juego.

—¡Ah, meciere Eduardo! —dijo de Artois—. Cuando seáis un poderoso príncipe, ¿osaré recordaros que os hice cabalgar en mi bota?

—Podréis hacerlo, primo mío —respondió Isabel—, podréis hacerlo siempre, si siempre seguís mostrandoos nuestro leal amigo… Que se nos deje solos, ahora —añadió.

Las damas francesas salieron, llevándose al niño que, si el destino seguía el curso normal, sería algún día Eduardo III de Inglaterra.

—¡Y bien, señora! —dijo—. Para completar las buenas lecciones que dais a vuestro hijo, podréis enseñarle que Margarita de Borgoña, reina de Navarra, futura reina de Francia y nieta de san Luis, está en camino de ser llamada por su pueblo Margarita la Ramera.

—¿De verdad? —dijo Isabel— ¿Era cierto, pues, lo que suponíamos?

—Sí, prima mía. Y no solamente Margarita. Lo mismo digo de vuestras otras dos cuñadas.

—¿Juana y Blanca…?

—De Blanca estoy seguro. En cuanto a Juana…

Roberto de Artois esbozó un ademán de incertidumbre con su enorme mano.

—Es más hábil que las otras —agregó— pero tengo razones para juzgarla una consumada zorra…

Dio unos pasos y se plantó para decir sin más:

—¡Vuestros tres hermanos son unos cornudos, señora, cornudos como vulgares patanes!

La reina se había puesto de pie, con la mejillas levemente coloreadas.

—Si lo que decís es verdad, no he de tolerarlo —dijo— No permitiré tal vergüenza, ni que mi familia sea el hazmerreír de la gente.

—Tampoco los barones de Francia lo soportarán —respondió de Artois.

—¿Tenéis nombres y pruebas?

De Artois respiró profundamente.

—Cuando el verano pasado vinisteis a Francia con vuestro esposo, para las fiestas las cuales tuve el honor de ser armado caballero, junto con vuestros hermanos… puesto que como ya sabéis, no se escatiman honores que nada cuestan, os confié mis sospechas y me confesasteis las vuestras. Me pedisteis que vigilara y que os informara. Soy vuestro aliado; hice lo uno y vengo a cumplir con lo otro.

—Decid: ¿qué averiguasteis? —preguntó Isabel, impaciente.

—En primer lugar, que ciertas joyas desaparecen del cofre de vuestra cuñada Margarita. Ahora bien, cuando una mujer se deshace de sus joyas en secreto, es para comprar algún cómplice o para pagar a algún galán. Su bellaquería está clara, ¿no os parece?

—En efecto. Pero puede fingir que las ha dado de limosna a la Iglesia.

—No siempre. No, si cierto prendedor, por ejemplo, ha sido cambiado a un mercader lombardo por un puñal de Damasco.

—¿Descubristeis de qué cintura pendía ese puñal?

—¡Ah no! —respondió de Artois—. Indagué, pero le perdí el rastro. Las pícaras son hábiles, os lo dije. Nunca, en mis bosques de Conches, he cazado ciervos tan diestros en confundir pistas y en tomar atajos.

Isabel se mostró decepcionada. Roberto de Artois, previendo lo que iba a decir, extendió los brazos.

—Aguardad, aguardad —prosiguió—. Soy buen cazador, y raramente se me escapa una pieza. La honesta, la pura, la casta Margarita ha hecho que le arreglen, como aposento, la vieja torre del palacio de Nesle. Dice que lo destina a lugar de retiro para sus oraciones. Sólo que se dedica a rezar justamente las noches en que vuestro hermano Luis está ausente. Y la luz brilla en la torre hasta muy tarde. Su prima Blanca y, algunas veces, Juana, se reúnen con ella. ¡Arteras, la doncellas! Si se interroga a una de las tres, se las compondría muy para decir: “¿Cómo? ¿De qué me acusáis? ¡Si no estaba sola!”…Una mujer pecadora se defiende mal, pero tres rameras juntas forman una fortaleza. Y hay algo más: hete aquí que cuando Luis se ausenta, en esas noches en que la torre de Nesle está iluminada, se produce cierto movimiento en el ribazo, al pie de la torre, en un lugar siempre desierto. Se ha visto salir de allí a hombres que no llevan hábito de monje y que habrían salido por otra puerta de haber venido a cantar los oficios. La corte calla, pero el pueblo comienza a murmurar, porque antes hablan los sirvientes que sus amos…

Mientras hablaba, se agitaba, gesticulaba, caminaba, hacía vibrar el suelo y hendía el aire con aletazos de su capa. El despliegue de su exceso de fuerza era un medio de persuasión para Roberto de Artois. Trataba de convencer con músculos al mismo tiempo que con las palabras; sumergía al interlocutor en un torbellino; y la grosería de su lengua, tan de acuerdo con su aspecto, parecía prueba de su ruda buena fe. Sin embargo, examinándolo con mayor atención, uno llegaba a preguntarse, si todo aquel movimiento no era fanfarria de titiritero, juego de comediante. Un odio implacable, tenaz, brillaba en las grises pupilas del gigante. La joven reina se empeñaba en conservar su claridad de juicio.

—¿Hablasteis con mi padre? —dijo.

—Mi buena prima, conoces al rey Felipe mejor que yo. Cree tanto en la virtud de las mujeres, que sería preciso mostrarle a vuestras tres cuñadas acostadas con sus amantes para que consintiera en escucharme. Y no soy bien recibido en la corte desde que perdí mi proceso…

—Sé que cometieron una injusticia con vos, primo mío. Si de mí dependiera sería reparada.

Roberto de Artois se precipitó sobre la mano de la reina para posar en ella sus labios.

—Pero, debido justamente a ese proceso —agregó Isabel suavemente—, ¿no podría suponerse que actuáis ahora por venganza?

El gigante se incorporó de un salto.

—¡Claro que actúo por venganza, señora!

Decididamente el enorme Roberto desarmaba a cualquiera. Uno creía tenderle una celada y cogerlo en falta, y él abría su corazón ampliamente, como un ventanal.

—¡Me han robado la herencia de mi condado de Artois —exclamó— para entregársela a mi tía Mahaut de Borgoña…! ¡Maldita perra piojosa! ¡Ojalá reviente! ¡Ojalá la lepra carcoma su boca y el pecho se le vuelva carroña! ¿Y por que lo hicieron? ¡Porque a fuerza de astucias, de intrigas y de forzar la mano de los consejeros de vuestro padre con libras constantes y sonantes, mi tía logró casar a las dos rameras de sus hijas y a la ramera de la prima con vuestros tres hermanos!

Se puso a imitar un imaginario discurso de su tía Mahaut, condesa de Borgoña y de Artois, al rey Felipe el Hermoso.

—“Amado señor, pariente y compadre, ¿qué os parece si casarais a mi queridita Juana con vuestro hijo Luis? ¿No queréis? ¡Bien! Dadle a Margot, y luego Juana será para Felipe y mi dulce Blanquita para el hermoso Carlos. ¡Qué dicha, que se amen todos a la vez! Luego, si me concedéis el Artois, propiedad de mi difunto padre, mi franco condado de Borgoña iría a manos de esas avecillas, a Juana, si os parece; así, vuestro hijo segundo se convierte en conde palatino de Borgoña y vos podéis empujarlo hacia la corona de Alemania. ¿Mi sobrino Roberto? ¡Dadle un hueso a ese perro! A ese patán le basta y sobra con el castillo de Conches y el condado de Beaumont.”

Y soplo malicias al oído de Nogaret, y cuanto mil maravillas a Marigny… Y caso a una, caso a dos y caso a tres… Y en cuanto está hecho, mis zorritas empiezan a maquinar entre sí, a enviar mensajes, a procurarse galanes ya a ponerle hermosos cuernos a la corona de Francia… ¡Ah, señora!, si ellas fueran irreprochables, yo tascaría el freno. Pero portarse tan suciamente después de haberme perjudicado tanto; esas niñas de Borgoña sabrán lo que les cuesta; me vengaré en ellas de lo que la madre me hizo.
(El caso de la sucesión de los Artois, que es uno de los dramas de herencia más extraordinarios de la historia de Francia, y del cual hablaremos frecuentemente en este volumen y en los siguientes, se desarrollo así:

En 1237, san Luis otorgó el condado de Artois a su hermano Roberto, que pasó así a ser Roberto I de Artois. Su hijo, Roberto II, casó con Amcia de Couternay, señora de Conches. De este matrimonio nacieron dos hijos: Felipe, muerto en 1298 de las heridas recibidas en la batalla de Furnes, y Mahaut, quien casó con Oton, conde palatino de Borgoña.

A la muerte de Roberto II, acaecida en 1302 en la batalla de Courtray, la herencia del condado fue reclamada a la vez por su nieto, Roberto III hijo de Felipe —nuestro héroe—, y por su tía Mahaut, quien invocaba una disposición del derecho consuetudinario de Artois.

En 1309 Felipe el Hermoso falló a favor de Mahaut. Esta, convertida en regente del condado de Borgoña a la muerte de su marido, había casado a sus dos hijas, Juana y Blanca, con Felipe y Carlos, segundo y tercer hijos de Felipe el Hermoso. La decisión que la favoreció fue, por tanto, inspirada en gran parte por esas alianzas que sumaban a la corona, en primer término, el condado de Borgoña, llamado Franco Condado, recibido en dote por Juana. Mahaut se convirtió pues, en condesa-par de Artois.

Roberto no se dio por vencido, y durante veinte años, con rara espereza, ya por acción jurídica, ya por acción directa, llevó contra su tía una lucha en la cual fue empleado cualquier procedimiento, tanto por una como por otra parte: delaciones, calumnias, falsos testimonios, brujerías, envenenamientos, agitación política, y que terminó trágicamente para Mahaut, trágicamente para Roberto, trágicamente para Inglaterra y Francia.

Por otra parte, en lo concerniente a la casa, o mejor casas de Borgoña, envueltas, como en todos los asuntos del reino, en éste de Artois, recordamos al lector que hubo en aquella época dos Borgoñas absolutamente distintas: la Borgoña-Ducado que formaba un palatinado importante del Santo Imperio. Dijon era capital del Ducado; Dole , del Condado.

La famosa Margarita de Borgoña, pertenecía a la familia ducal; sus primas y cuñadas, Juana y Blanca a la casa Condal.)

Isabel permanecía pensativa bajo aquel huracán de palabras. De Artois se aproximó a ella y, bajando la voz, le dijo:

—A vos os odian.

—Es verdad que, por mi parte, no las he querido desde el principio y sin saber por qué—respondió Isabel.

—No las queréis porque son falsas, porque sólo piensan en el placer y porque carecen del sentido del deber. Pero ellas os odian porque están celosas de vos.

—Mi suerte no tiene nada de envidiable, sin embargo —dijo Isabel, suspirando—. Y su situación me parece más dulce que la mía.

—Sois reina, señora. Lo sois por vuestra alma y por vuestra sangre. Vuestras cuñadas, en cambio, podrán llevar corona; pero nunca serán reinas. Por eso os tratarán siempre como enemiga.

Isabel elevó hacia su primo sus bellos ojos azules, y de Artois sintió que esta vez había dado en el blanco. Isabel estaba definitivamente de su parte.

—¿Tenéis los nombres de… en fin… de los hombres con quienes mis cuñadas…?

No se rendía al crudo lenguaje de su primo y se negaba a pronunciar ciertas palabras.

—Sin ellos nada puedo hacer —prosiguió—. Obtenedlos y os juro que iré a París con cualquier pretexto y que pondré fin a ese desorden. ¿En qué puedo ayudaros? ¿Habéis prevenido a mi tío Valois?

De nuevo se mostraba decidida, precisa, autoritaria.

—Me guardé muy bien —respondió de Artois. El señor de Valois es mi más fiel protector y mi mejor amigo; pero no sabe callar nada y proclamará a los cuatro vientos lo que queremos ocultar. Daría la alarma demasiado pronto y cuando quisiéramos atrapar a las pícaras, las hallaríamos puras como monjas.

—Entonces, ¿Qué proponéis?

—Dos cosas —dijo de Artois—. La primera, nombrar en la corte de Margarita una nueva dama enteramente de nuestra confianza, la cual nos tendrá al corriente de todo. He pensado en la señora de Comminges, que acaba de enviudar y a la que se le deben toda clase de consideraciones. Para ello nos servirá vuestro tío Valois. Hacedle llegar una carta, expresándole vuestro deseo. Monseñor tiene gran influencia sobre vuestro hermano Luis y hará que la señora de Comminges entre bien pronto en el palacio de Nesle. Así tendremos allí una persona adicta, y como decimos la gente de guerra: Vale más un espía dentro que un ejército fuera.

—Escribiré la carta y vos la llevaréis —dijo Isabel— ¿Y luego?

—Habrá que adormecer, al mismo tiempo, la desconfianza de vuestras cuñadas con respecto a vos y halagarlas con hermosos presentes —prosiguió de Artois—. Presentes que puedan convenir del mismo modo a mujeres que a hombres y que les haréis llegar secretamente, sin dar cuenta de ello a vuestro padre, ni a los respectivos esposos, como un pequeño secreto de amistad entre vosotras. Margarita se deshace de sus joyas a favor de un galán desconocido; no sería, pues, extraño, que, tratándose de un regalo del cual no debe rendir cuentas, nos lo encontraremos prendido del cuerpo del mozo que buscamos. Suministrémosles ocasiones de imprudencia.

Isabel reflexionó durante algunos segundos; luego se acercó a la puerta y dio unas palmadas.

Apareció la primera dama francesa.

—Amiga mía— dijo la reina—, traedme la escarcela de oro que el mercader Albizzi me ha ofrecido esta mañana.

Durante la corta espera, Roberto de Artois se desprendió por fin de sus preocupaciones e intrigas y se decidió a examinar la sala donde se hallaba, los frescos religiosos en forma de casco de navío. Todo era nuevo, triste y frío. El mobiliario escaso.

—No es muy risueño el lugar donde vivís. Prima —dijo—. Creeríase una catedral y no un castillo.

—¿Quiera Dios que no se me convierta en prisión! —respondió Isabel en voz baja—. ¡Cuánto añoro a Francia, muchas veces!

La dama francesa regresó, trayendo una bolsa de hilos de oro entretejidos, forrada de seda y con un cierra de tres piedras preciosas grandes como nueces.

—¡Qué maravilla! —exclamó de Artois—. Justamente lo que necesitamos. Un poco pesado para adorno de una dama y demasiado delicado para mí; es exactamente el objeto que un jovenzuelo de la corte sueña con colgarse de la cintura para llamar la atención.

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