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Authors: Maurice Druon

Tags: #Histórico, Novela

El rey de hierro (5 page)

BOOK: El rey de hierro
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“Por última vez” —pensó.

Por última vez contemplaba aquel formidable conjunto, con su torreón, su iglesia, sus edificios, casas, patios y huertos, verdadera fortaleza en pleno París.
(El palacio del Temple, sus anexos, sus “cultivos” y las calles vecinas formaban el barrio del Temple que aún conserva este nombre. En la misma gran torre que sirvió de calabozo a Jacobo de Molay fue encarcelado Luis VI, cuatro siglos y medio después. Sólo salió de allí para ir a la guillotina. La torre desapareció en 1811.)

Era allí donde los Templarios, desde hacía siglos, habían vivido, orado, dormido, juzgado, organizado y decidido sus lejanas expediciones; en ese torreón había sido depositado el tesoro del reino de Francia, confiado a su cuidado y administración. Allí habían hecho su entrada, después de las desastrosas expediciones de san Luis y la pérdida de Palestina y de Chipre, arrasando en pos de sí sus escuderos, los mulos cargados de oro, los corceles árabes y los esclavos negros.

Jacobo de Molay volvía a revivir aquel retorno de vencidos, que conservaba aún aire de epopeya.

“Nos habíamos vuelto inútiles y no lo sabíamos —pensaba el gran maestre—. Seguíamos hablando de cruzadas y de reconquistas… Tal vez conservábamos demasiada altanería y privilegios, sin que nada lo justificara.”

De milicia permanente de la Cristiandad se habían convertido en banqueros omnipotentes de la Iglesia de la realeza. Cuando uno tiene muchos deudores, adquiere rápidamente enemigos.

¡Ah, la maniobra real había sido bien llevada! El drama se inició el día en que Felipe el Hermoso pidió ingresar a la Orden, con la evidente intención de convertirse en gran maestre. El cabildo había respondido con una negativa tajante y sin apelación.

“¿Me equivoqué? —se preguntaba Jacobo de Molay por centésima vez—. ¿No fui demasiado celoso de mi autoridad? No, no podía proceder de otra manera; nuestra regla era terminante: ningún príncipe soberano podía gozar de mando en nuestra Orden.”

El rey Felipe jamás había olvidado aquella insultante repulsa. Comenzó a actuar con astucia, y siguió colmando de favores y de pruebas de amistad a Molay. ¿Acaso el gran maestre no era padrino de su hija Isabel? ¿No era, por ventura, el sostén del reino?

Pero pronto el tesoro real fue transferido del Temple al Louvre. Al mismo tiempo, se inició una sorda y venenosa campaña de denigración contra los Templarios. Se decía, y se hacía decir en los lugares públicos y en los mercados, que especulaban con la cosecha y que eran responsables del hambre; que pensaban más en acrecentar su fortuna que en reconquistar el Santo Sepulcro de mano de los paganos. Como usaban el rudo lenguaje de la milicia, se les tildaba de blasfemos. Se inventó la expresión “Jurar como Templario.” Y de la blasfemia y la herejía sólo hay un paso. Se decía que tenían costumbres contrarias a la naturaleza y que sus esclavos negros eran hechiceros…

“Claro que no todos nuestros hermanos olían a santidad y que a muchos la inactividad les perjudicaba.

Se decía, sobre todo, que durante las ceremonias de recepción obligaban a los neófitos a renegar de Cristo a escupir sobre la Cruz y que se les sometía a prácticas obscenas.

Con el pretexto de acallar estos rumores, Felipe había propuesto al gran maestre, por el honor de la Orden, iniciar una investigación.

“Y acepté —pensaba Molay—. Fui despreciablemente engañado… me mintieron.”

Pues un cierto día del mes de octubre de 1307… ¡Ah, cómo recordaba Molay aquel día!… “Era un viernes día 13… La víspera, todavía me abrazaba y me llamaba su hermano, otorgándome el primer lugar en el entierro de su cuñada, la emperatriz de Constantinopla…”

El viernes 13 de octubre de 1307, el rey Felipe, mediante una gigantesca redada policial preparada con mucha anticipación, hacía detener al alba a todos los Templarios de Francia, bajo inculpación de herejía, en nombre de la Inquisición. Y el mismo Nogaret había venido a apresar a Jacobo de Molay y a los ciento cuarenta caballeros de la casa matriz.

El grito de una orden hizo sobresaltar al gran maestre. Messire Alán de Pareilles hacía alinearse a sus arqueros. Se había puesto el yelmo; y un soldado sostenía su caballo y le presentaba el estribo.

—Vamos —dijo el gran maestre.

Los prisioneros fueron empujados hacia la carreta. Molay subió primero. El comandante de Aquitania, el hombre que había rechazado a los turcos en San Juan de Arce no salía de su aturdimiento; fue preciso izarlo. El hermano visitador movía los labios hablando a solas sin cesar. Cuando a Godofredo de Charnay le llegó el turno de subir, un perro invisible comenzó a aullar del lado de los establos.

Luego, tirada por cuatro caballos a la pesada carreta se puso en movimiento.

Se abrió el gran portal y se elevó un inmenso clamor.

Varios cientos de personas, todos los habitantes del barrio del Temple y de los barrios vecinos se apretujaban contra las paredes. Los arqueros de la vanguardia tuvieron que apelar a golpes de pica para abrirse camino.

—¡Paso a la gente del rey! —gritaban los arqueros.

Alán de Perilles dominaba el tumulto, erguido en su cabalgadura y con su sempiterna expresión impasible y ceñuda.

Pero al aparecer los Templarios, cesó el clamor en el acto. Ante el espectáculo de aquellos cuatro hombres viejos y desencarnados, que las sacudidas de la carreta lanzaban unos contra otros, los parisienses tuvieron un momento de mudo estupor, de espontánea compasión.

Luego se oyeron gritos de: “¡Muerte a los herejes!”, lanzados por guardias reales mezclados entre la multitud. Entonces, aquellos que siempre están dispuestos a apoyar al poderoso y mostrar bravura cuando nada se arriesga, iniciaron su concierto de voces destempladas:

—¡A la hoguera!

—¡Ladrones!

—¡Idólatras!

—¡Miradlos! ¡Hoy no están tan orgullosos esos paganos! ¡A la hoguera!

Insultos, burlas y amenazas surgían al paso del cortejo. Pero la furia no era general. Gran parte de la multitud seguía guardando silencio, y ese silencio, por prudente que fuera, no resultaba menos significativo.

Pues en siete años el sentimiento popular había cambiado. Se sabía cómo había sido llevado el proceso. Muchos se habían topado con Templarios a la puerta de las iglesias, mostrando al pueblo los huesos quebrados en el potro de los tormentos. En varios pueblos de Francia se había visto morir a los caballeros por decenas en las hogueras. Se sabía que algunos eclesiásticos se habían negado a participar en el juicio y que fue necesario nombrar nuevos obispos, como el hermano del primer ministro, Marigny, para llevar a cabo la tarea. Se decía que el propio Papa Clemente V, había cedido contra su deseo, porque estaba en manos del rey y temía padecer la misma suerte de su predecesor, el Papa Bonifacio, abofeteado en su trono. Además, en aquellos años, el trigo no se había vuelto más abundante, el pan se había encarecido, y era preciso admitir que los Templarios no tenían la culpa.

Veinticinco arqueros, con el arco en banderola y la pica al hombro, marchaban delante de la carreta, veinticinco más iban a cada lado, y otros tantos cerraban el cortejo.

“¡AH, si aún nos quedara un ápice de fuerza en el cuerpo!”, —pensaba el gran maestre. A los veinte años hubiera saltado sobre un arquero, le habría arrancado la pica y hubiera intentado escapar o bien habría luchado hasta morir.

Detrás de él, el hermano visitador murmuraba entre sus dientes rotos:

—No nos condenarán. No puedo creer que nos condenen. Ya no somos peligrosos.

El comandante de Aquitania, en medio de su atontamiento murmuraba:

—¡Qué agradable es salir! ¡Qué agradable, respirar aira fresco! ¿Verdad, hermano?

El preceptor de Normandía posó la mano sobre el brazo del gran maestre.

—Messire —dijo en voz baja—, veo que en medio de la multitud algunas gentes lloran y otras de persignan. No estamos solos en nuestro calvario.

—Esas gentes pueden compadecernos; pero no pueden hacer nada por salvarnos —respondió Jacobo de Molay—. No. Busco otras caras.

El preceptor comprendió a qué última e insensata esperanza se aferraba el gran maestre. Sin proponérselo también se dedicó a escrutar la multitud. Pues un cierto número de caballeros del Temple había escapado de la redada de 1307. algunos se refugiaron en los conventos, otros se enclaustraron y vivían en la clandestinidad, ocultos en la campiña y en los pueblos; otros huyeron a España, donde el rey de Aragón, negándose a cumplir las imposiciones del rey de Francia y del Papa, reconoció sus encomiendas a los Templarios y fundó con ellos una nueva Orden. Y restaban, por fin, aquellos que, después de un juicio ante los tribunales relativamente clementes, fueron confiados a la custodia de los Hospitalarios. Muchos de esos caballeros seguían vinculados entre sí y mantenían una especie de red secreta.

Y Jacobo de Molay se decía que tel vez…

Tal vez habían preparado una conspiración… tal vez en la esquina de Blancs-Manteaux, o en la calle de la Bretonnerie, o del claustro de Saint Merry, surgiera un grupo de hombres, que, sacando sus armas de debajo de las cotas, se abalanzara sobre los arqueros; mientras otros, apostados en las ventanas, arrojarían proyectiles. Un carro, lanzado al galope, podría bloquear el paso y acabar de sembrar el pánico…

“Mas, ¿por qué habrían de hacer nuestros antiguos hermanos tal cosa? —pensó Molay—. ¿Para liberar a su gran maestre que los ha traicionado, que ha renegado de la Orden, que ha cedido a las torturas…?

No obstante, se obstinaba en observar a la multitud lo más lejos posible; pero sólo distinguía a padres de familia con sus niños sobre los hombros, niños que más tarde cuando se mentara delante de ellos a los Templarios, sólo recordarían a cuatro ancianos barbudos y temblorosos rodeados de soldados como públicos malhechores.

El visitador general seguía murmurando para sí, y el vencedor de San Juan de Arce no cesaba de repetir lo agradable que era dar un paseo por la mañana.

El gran maestre sintió que se formaba en su interior la misma cólera semidemente que lo asaltaba con frecuencia en la prisión, haciéndole gritar y golpear los muros. Seguramente ejecutaría un acto de violencia. No sabía qué… pero sentía la necesidad de realizarlo.

Admitía su muerte casi como una liberación, mas no acertaba a morir injustamente y mucho menos, deshonrado. El prolongado hábito de la guerra agitaba por última vez su sangre de anciano. Quería morir combatiendo.

Buscó la mano de Godofredo de Charnay, su amigo, su compañero, el último hombre fuerte que tenía a su lado, y la estrechó.

El preceptor, alzando los ojos, vio sobre las sienes hundidas del gran maestre las arterias que latían serpenteando como azules culebras.

El cortejo llegaba al puente de Notre Dame.

III.- Las nueras del rey

Un sabroso olor a harina tostada, a miel y a manteca perfumaba el aire en torno al azafate de mimbre.

—¡Calientes, barquillos calientes! ¡No todos los comerán! ¡Probadlos, burgueses, probadlos!¡Barquillos calientes! —gritaba el buhonero, accionando detrás del horno al aire libre.

Lo hacía todo a la vez: estiraba la masa, retiraba del fuego las galletas cocidas, devolvía el cambio y vigilaba a los pilletes para impedirles sus raterías.

—¡Barquillos calientes!

Tan atareado estaba que no prestó atención al cliente cuya blanca mano depositó un denario sobre la tabla, en pago de una delgada galleta. Pero sí se fijó en que la misma mano dejaba el barquillo, que apenas mostraba la huella de un mordisco.

—¡Mal gusto tiene! —dijo atizando el fuego—. El se lo pierde: trigo candeal y manteca de Vaugirard…

De pronto se irguió y quedó boquiabierto, con la última palabra detenida en su garganta, al ver a quién se había dirigido. Un hombre de elevada estatura, de ojos inmensos e inmóviles, que llevaba caperuza blanca y túnica hasta las rodillas…

Antes de que pudiera esbozar una reverencia o balbucir una excusa el hombre de la caperuza se había alejado. El pastelero, con los brazos caídos, lo miraba perderse entre la multitud, mientras la hornada de barquillos amenazaba quemarse.

Las calles que comprendían el mercado de la ciudad, según decían los viajeros que habían recorrido África y Oriente, se parecían mucho en esos tiempos al zoco de una ciudad árabe. Igual bullicio incesante, iguales tiendas minúsculas pegadas unas a otras, iguales olores a grasa cocida, especias u cuero, igual parsimonia de los compradores y de los mirones, que a duras penas se abrían paso. Cada calle, cada callejón tenía su especialidad, su oficio particular; aquí los tejedores, cuyas lanzaderas corrían sobre los telares en la trastienda; allí los zapateros, claveteando sobre las hormas de hierro; más lejos los guarnicioneros tirando de las leznas, y los carpinteros moldeando patas de banquetas.

Había la calle de los pájaros, de las hierbas, de las legumbres, y la de los herreros, cuyos martillos resonaban sobre los yunques. Los orfebres se agrupaban a lo largo del muelle del mismo nombre, trabajando en torno de sus pequeños braceros.

Estrechas franjas de cielo asomaban entre las casas hechas de madera y de argamasa, con las fachadas tan próximas que de una ventana a otra era fácil darse la mano. Por todas partes el pavimento estaba cubierto de un fango maloliente, por el cual la gente, según su condición social, arrastraba los pies descalzos, las suelas de madera o los zapatos de cuero.

El hombre de altos hombros y caperuza blanca seguía avanzando lentamente por entre la turba, con las manos a la espalda, despreocupado, al parecer, de los empellones que recibía. Por otra parte, muchos le cedían el paso y lo saludaban. Respondía entonces con un leve movimiento de cabeza. Tenía figura de atleta; sus cabellos rubios, más bien rojos, sedosos, terminados por rizos que le caían casi hasta los hombros, enmarcaban su rostro regular, impasible, de una rara belleza de rasgos.

Tres guardias reales, vestidos de azul y llevando colgado del brazo el bastón terminado por la flor de lis, insignia de su cargo, seguían al paseante a cierta distancia sin perderlo de vista jamás, deteniéndose cuando él de detenía y reanudando la marcha al mismo tiempo que él.
(Los guardias (
sergents
en el original) eran funcionarios subalternos encargados de diferentes tareas de orden público y de la ejecución de la justicia. Su misión se confundía con la de los hujieres (guardianes de las puertas) y la de los maceros. Entre sus atribuciones se contaba la de preceder o escoltar al rey, los ministros, los miembros del Parlamento y profesores de la Universidad.

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