El Rey Estelar (20 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El Rey Estelar
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El distrito residencial tenía un aspecto característico y único. Avente, una ciudad cosmopolita y agradable, era casi indistinguible de cincuenta ciudades distintas del Oikumene. Sailmaker Beach parecía un caso único en el universo conocido. Sus edificios eran de baja construcción, rodeados de muros espesos, construidos en su mayor parte de cemento prensado, pintados de blanco o colores claros desvaídos, que en la ardiente luz de Rígel resultaban detonantes, ya que incluso los colores pastel parecían intensos. Por alguna razón el lavanda y el azul pálido, mezclados con el blanco, eran los tintes más corrientes para los edificios. El distrito se hallaba habitado por individuos de nacionalidades distintas al mundo de Alphanor, formando cada una un enclave especial, con sus comercios, restaurantes y diversiones. Aunque separados por el origen, hábitos y fisonomía, los habitantes del distrito eran uniformemente volubles, sospechosos y extraños, desdeñosos de los forasteros y de cada grupo. Se ganaban la vida con el turismo, o trabajando en labores domésticas, o con pequeños negocios: animadores de lugares nocturnos de diversión, músicos y otras actividades en las innumerables tabernas, salas de fiestas, burdeles y restaurantes.

Al norte, se hallaba en una altura Melnoy Heights, donde la arquitectura cambiaba en edificios altos y estrechos, como una prolongación del gótico, cada uno pareciendo surgir de los muros del otro. Allí era donde Hildemar Dasce tenía su alojamiento. Tan metódico, como apresurado, Gersen comenzó a buscar la información precisa para localizar su residencia.

En la lista del videófono no se hallaba el nombre de Hildemar Dasce, ni tampoco esperó Gersen encontrarlo. Dasce debía conservar en el mayor secreto su refugio particular, y pasaría lo más inadvertido posible.

Gersen comenzó a buscar por las tabernas, describiendo a Hildemar como un hombre alto, con la nariz partida, la piel roja y las mejillas azules. Pronto encontró a gentes que reconocieron al bandido interplanetario; pero no fue sino al visitar la cuarta taberna, cuando pudo al fin hablar con alguien que le conocía por haber hablado con él.

—Ah, sí, tiene que referirse al Bello Dasce —dijo el dependiente de la taberna, un tipo de piel de color naranja, con el cabello rizado en bucles. Gersen miró fascinado la cadena tallada de turquesas que iba desde una aleta de la nariz hasta el lóbulo de su oreja izquierda—. Sí —continuó el tipo—, suele venir por aquí a beber algo. Es un hombre del espacio, según afirma, aunque yo no esté muy seguro, señor. Se ha declarado frecuentemente como un gran Don Juan con las mujeres. Todos nosotros mentimos tanto como podemos a veces. ¿Qué es la verdad? preguntó Poncio Pilatos en la leyenda y yo respondo: Una comodidad tan barata como el aire, que escondemos como una piedra preciosa.

El dependiente parecía dispuesto a seguir filosofando, pero Gersen, impaciente, cortó en seco sus disquisiciones.

—¿Dónde está la casa del Bello Dasce, si me hace el favor?

—Allá arriba en la colina, hacia la parte de atrás —respondió el hombre con un vago gesto de la mano—. No puedo decirle nada más, porque no conozco tampoco nada más.

Gersen condujo su escúter por las callejuelas de la colina hacia el sitio indicado de Melnoy Heights. Hizo más preguntas en otras tabernas, a gentes que transitaban por la calle, y finalmente consiguió localizar la casa buscada. Siguiendo por un pequeño camino sin pavimentar, que se apartaba del área de los apartamentos de gran tamaño, Gersen dio la vuelta a una ladera rocosa de la colina, donde grupos de chiquillos saltaban como cabras salvajes. Al final del camino encontró una casa de campo aislada y rectangular, sólida y funcional. Tenía una gran vista sobre el mar, sobre Sailmaker Beach y la explanada de Avente sur, y también, aunque menos visible, las torres de Remo.

Gersen se aproximó a la casita de campo con cuidado, aunque se presentía la indefinible sensación de hallarse vacía. Anduvo fisgando un poco a través de las ventanas, sin detectar nada de interés. Tras una rápida mirada a derecha e izquierda, abrió de un golpe una de las ventanas y cuidadosamente, previendo que Hildemar tuviese alguna trampa dispuesta, saltó al interior.

La casa era fuerte. Se intuía la influencia de Hildemar y se apreciaba en la atmósfera un olor acre y una sutil impresión de pomposidad, fanfarronería, rudeza y fuerza. Tenía cuatro habitaciones, destinadas a las funciones corrientes de una casa de tal tipo. Gersen realizó una rápida inspección por todo el interior, y después concentró su atención en la sala de estar. El techo estaba pintado de amarillo pálido y el suelo cubierto con una alfombra de fibra amarillo verdosa, y las paredes formadas por paneles de madera de diversos colores a tono con los restantes. En un extremo, Dasce tenía instalada una mesa de despacho y una pesada silla de madera tallada caprichosamente. La pared próxima a la mesa estaba sembrada de fotografías. Era Hildemar Dasce en todas las poses y en las más variadas épocas y situaciones.

Allí se advertía una con Dasce en primer plano, de tal forma que se distinguían hasta los poros de su piel, el rajado cartílago de la nariz y sus ojos sin párpados. En otra se le veía con el traje de luchador de la llama de Bernal, fantástico atuendo con placas barnizadas, cuernos y capirote, como un fantástico ciervo volante. En otra fotografía aparecía Dasce en un palanquín de bejucos amarillos, cubierto con seda de nísperos y llevado a hombros por seis doncellas de cabellos negros. En el ángulo se observaba una colección de fotografías de un hombre que no era Hildemar. Aparentemente debían de haber sido tomadas en diversas épocas de su vida y mucho tiempo atrás. La primera mostraba el rostro de un hombre de unos treinta años, de constitución fuerte, confiado, con cara de bulldog, sereno y casi con aire complaciente. La cara había cambiado alarmantemente en la segunda de las fotos de la serie. Las mejillas estaban hundidas, los ojos brillaban desde sus cuencas y las sienes mostraban su nervadura en un revoltijo. En cada una de las siguientes el rostro aparecía más y más macilento. Gersen se fijó en un paquete de libros de una pornografía de naturaleza obscena e infantil, otros de manuales de armas, un índice de los venenos sarkoy, una última edición del
Manual de los planetas
, un índice de la biblioteca de microlibros de Dasce y una
Agenda Estelar
.

La mesa era extremadamente hermosa. Fabricada de madera preciosa, se hallaba tallada a los lados con animales fantásticos y serpientes aladas en una jungla. La superficie era una exquisita plancha pulimentada formada por ópalos. Gersen rebuscó los cajones. Estaban faltos de cualquier información precisa, de hecho, completamente vacíos. Gersen sintió que una fría desesperación invadía todo su ser. Miró su reloj. Dentro de cuatro horas tendría que reunirse con los tres prohombres de la Universidad en el espaciopuerto. Se mantuvo en el centro de la habitación haciendo un detenido escrutinio de cada objeto que le rodeaba. En alguna parte debería existir algún eslabón que indicara la pista del planeta de Dasce, pero ¿cómo reconocerlo?

Se dirigió hacia la librería y tomó en sus manos la
Agenda Estelar
. Si la estrella enana roja estuviese catalogada, tendría que estar señalada de algún modo en la
Agenda
. De haberlo consultado en diversas ocasiones, se advertiría alguna mancha, alguna pequeña decoloración de la página en que estuviese la carta estelar correspondiente a la estrella enana roja de Dasee. No se veía ninguna marca visible. Gersen sostuvo el libro por las dos cubiertas y lo colgó en el aire sacudiéndolo. En uno de aquellos movimientos, el libro se abrió y mostró una señal de separación espacial. Abrió la
Agenda
cuidadosamente por aquel sitio y miró la lista. Cada estrella (y en aquella página había doscientas catalogadas), estaba descrita bajo once epígrafes: número del índice, constelación a que pertenecía vista desde la Tierra, tipo estelar, información planetaria, masa, velocidad vectorial, diámetro, densidad, coordenadas de localización y distancia desde el centro del Oikumene, además de las observaciones generales.

Existían veintitrés estrellas enanas rojas catalogadas. Ocho de ellas eran dobles. Once brillaban solitarias en el espacio como débiles chispas de luz abandonadas. Cuatro de ellas estaban acompañadas de planetas, con ocho en total. Gersen las examinó con el mayor cuidado. Tuvo que admitir que ninguno de tales planetas tenía condiciones de habitabilidad humana. Cinco de los planetas eran demasiado cálidos, uno completamente bañado por vapores de metano, los otros demasiado masivos para que los humanos pudiesen tolerar la tremenda fuerza de gravedad existente. La boca de Gersen se frunció en un gesto de desamparo. Nada. Sin embargo, la página había sido consultada con frecuencia, era preciso, pues, que Dasce tuviese en ella información valiosa. Acabó arrancando la página de la
Agenda Estelar
.

Se abrió la puerta principal y Gersen se volvió rápidamente. En el umbral apareció un hombre de mediana edad, no más alto de estatura que un muchacho de diez años. De cabeza redondeada, sus ojos parpadearon de asombro y se clavaron en el intruso. Las facciones eran desproporcionadas a su estatura, con unas largas orejas en punta y una boca protuberante: un highland imp, de las Tierras Altas de Krokinole, una de las razas más especializadas del Grupo de Rígel.

Se adelantó sin demostrar el menor temor:

—¿Quién es usted? Ésta es la casa del señor Spock. Con que olfateando sus cosas, ¿eh? Vaya, un ratero, supongo.

Gersen volvió a colocar el libro en su sitio y el imp continuó:

—Ése es uno de sus más apreciados volúmenes. Supongo que no querrá que sus manos se posen sobre él. Mejor será que vaya a avisar a la policía.

—¡Venga aquí! —exclamó Gersen—. Veamos, ¿quién es usted?

—El que va a echarle de aquí ahora mismo. Además, tenga en cuenta que ésta es mi tierra, mi casa y mi propiedad. El señor Spock es mi inquilino. Comprenderá que no voy a permitir que cualquier ratero venga aquí a meter las narices y a revolverlo todo...

—El señor Spock es un criminal.

—De serlo demuestra que nada tiene que ver con los ladrones.

—Yo no soy ningún ladrón —respondió Gersen con aplomo—. La PCI está sobre la pista de su inquilino, ese señor Spock.

El imp inclinó su cabezota hacia adelante.

—¿Es usted quizá de la PCI? Muéstreme su placa.

Con la idea de que un imp no reconocería la placa de un agente de la PCI aunque la tuviera ante sus ojos, Gersen exhibió con parsimonia una placa metálica con su fotografía bajo una estrella de oro de siete puntas. Se la puso a la altura de la frente y brilló a la luz con un resplandor que impresionó vivamente al imp. Enseguida se volvió efusivo y cordial.

—Oh, nunca pensé que ese señor Spock fuera una persona así. Tendrá un mal fin, sí, eso digo a veces. ¿Qué es lo que ha hecho ahora?

—Rapto y asesinato.

—Malas acciones, ambas. Deberé tener cuidado con él.

—Es un tipo peligroso. ¿Cuánto tiempo hace que vive aquí?

—Ah... muchos años.

—¿Le conoce bien, pues?

—Sí, muy bien. ¿Quién es el que bebe con él cuando la gente le vuelve la cara al otro lado como si estuviese podrido? Yo. Bebo con frecuencia en su compañía. No está bien despreciarle, y yo soy un hombre compasivo...

—Entonces, usted es su amigo.

Las grandes facciones del imp se retorcieron expresando sucesivamente gestos de tolerancia, hábil especulación y una indignación virtuosa.

—¿Yo? Oh, ciertamente que no. ¿Tengo yo aspecto de estar asociado con los criminales?

—Pero... digamos, usted ha oído hablar a Spock.

—Oh, sí, mucho, ¡los cuentos que dice! —Y los ojos del imp se revolvieron cómicamente en sus órbitas—. Pero ¿tengo que darle crédito? No.

—¿Habló alguna vez de un mundo secreto en que tuviese un escondite?

—Una y otra vez. Él le llama el Thumbnail Gulch. ¿Por qué? Siempre sacude la cabeza cuando se le pregunta. Es un hombre reservado ese señor Spock para todas sus aventuras licenciosas y disolutas.

—¿Qué más ha dicho sobre ese mundo?

El imp se encogió de hombros.

—La estrella es roja como la sangre, y apenas si da algún calor.

—¿Y dónde se halla ese mundo?

—¡Ajá! En eso es donde se muestra más reservado. Ni una palabra sobre el particular. Muchas veces he imaginado sino será una fantasía de ese pobre señor Spock el permanecer en un mundo tan solitario, donde no tenga amigos...

—¿Y nunca se ha sentido inclinado a confiar en usted?

—Nunca. ¿Por qué quiere saberlo?

—Ha raptado a una pobre joven y se la ha llevado a ese mundo.

—El muy bastardo... Qué criatura más sinvergüenza. —Y el imp sacudió la cabeza apenado, un gesto que desprendía cierto tinte de secreta envidia—. No volveré a alquilarle mi tierra y mi casa.

—Piense. ¿Qué ha dicho Spock con relación a ese mundo?

—Pues que se llama Thumbnail Gulch. Ese mundo es más grande que el sol que lo alumbra. Sorprendente, ¿no?

—Si el sol es una estrella enana roja, no es demasiado sorprendente.

—Volcanes. Hay volcanes en actividad en ese planeta.

—¿Volcanes? Es curioso. El planeta de una enana roja no debería tener volcanes. Es demasiado singular.

—Antiguos o no, los volcanes existen. El señor Spock vive en un volcán apagado y dice ver una línea de volcanes humeando a lo largo del horizonte.

—¿Y qué más?

—Pues nada más.

—¿Qué tiempo tarda en llegar a ese planeta?

—No puedo decírselo.

—¿No ha visto usted nunca a alguno de sus amigos?

—Pues sólo a borrachos en la taberna. Sí. Ahora que recuerdo. Hace menos de un año... un terrestre, un hombre verdaderamente cruel.

—¿Tristano?

—No sé el nombre. El señor Spock acababa de volver de un viaje a Más Allá, de un planeta llamado Nueva Esperanza. ¿Lo conoce usted?

—No estuve nunca allí.

—Ni yo tampoco, y eso que he viajado lo mío... Pero el mismo día de su regreso, mientras estaba sentado en el Salón Gelperino, el terrestre entró. «¿Dónde te has metido? —preguntó—. Hace diez días que estoy aquí y salimos juntos de Nueva Esperanza.» «Si quieres saberlo —respondió el señor Spock— estuve dando un vistazo en mi escondite medio día. Tengo obligaciones allí, ya lo sabes.» El terrestre no dijo nada más.

Gersen reflexionó un momento y repentinamente sintió prisa por marcharse.

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