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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (28 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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«No hay nadie», dije.

«Claro que no», dijo Maya. «Es domingo.»

«Gracias por el paseo.»

Pero Maya no dijo nada. Entró caminando y se fue quitando la ropa mojada mientras sorteaba los muebles sin encender las luces, voluntariamente ciega. Yo la seguí, o seguí su sombra, y me di cuenta de que ella quería que la siguiera. El mundo era negro y azul, hecho no de figuras sino de contornos; uno de ellos era la silueta de Maya. En mi memoria fue su mano la que buscó la mía, no al revés, y luego Maya pronunció estas palabras:
Estoy cansada de dormir sola.
Creo que también me dijo algo simple y muy comprensible:
Esta noche no quiero estar tan sola.
No recuerdo haber caminado hasta la cama de Maya, pero me veo perfectamente sentándome en ella, junto a una mesa de noche de tres cajones. Maya le dio la vuelta a la cama y su silueta espectral se recortó contra la pared, frente al espejo del armario, y me pareció que se miraba al espejo y al hacerlo su reflejo me miraba a mí. Mientras asistía a esa realidad paralela, a esa escena fugaz que transcurrió en mi ausencia, me metí a la cama, y no me resistí cuando Maya llegó a mi lado y sus manos me desabrocharon la ropa, sus manos manchadas por el sol se portaron como mis propias manos, con la misma naturalidad, con la misma destreza. Me besó y sentí un aliento limpio y cansado al mismo tiempo, un aliento de final del día, y pensé (un pensamiento ridículo y además indemostrable) que esta mujer no había besado a nadie en mucho tiempo. Y entonces dejó de besarme. Maya me tocó inútilmente, inútilmente se metió mi miembro a la boca, su lengua inútil me recorrió sin ruido, y luego su boca resignada volvió a mi boca y sólo en ese momento me di cuenta de que estaba desnuda. En la penumbra sus pezones cerrados eran de un tono violeta, un violeta oscuro como el rojo que ven los buzos en el lecho del mar.
¿Usted ha estado debajo del mar, Maya?,
le pregunté o creo haberle preguntado.
¿Muy hondo debajo del mar, lo suficiente para que cambien los colores?
Se acostó a mi lado, boca arriba, y en ese momento me dominó la idea absurda de que Maya tenía frío.
¿Tiene frío?,
le dije. Pero ella no respondió.
¿Quiere que me vaya?
No respondió tampoco a esta pregunta, pero era una pregunta ociosa, porque Maya no quería estar sola y ya me lo había señalado. Yo tampoco quise estar solo en ese momento: la compañía de Maya se me había vuelto indispensable, así como urgente se me había vuelto la desaparición de su tristeza. Pensé que los dos estábamos solos en esa habitación y en esa casa, pero solos con una soledad compartida, cada uno solo con su dolor en el fondo de la carne pero mitigándolo al mismo tiempo mediante las artes raras de la desnudez. Y entonces Maya hizo algo que sólo había hecho una persona en el mundo hasta entonces: su mano se posó sobre mi vientre y encontró mi cicatriz y la acarició como si la pintara con un dedo, como si su dedo estuviera embadurnado en témpera y tratara de hacer sobre mi piel un dibujo raro y simétrico. Yo la besé, menos por besarla que por cerrar los ojos, y luego mi mano recorrió sus senos y Maya la tomó en la suya, tomó mi mano en la suya y se la puso entre las piernas y mi mano en su mano tocó el vello liso y ordenado, y luego el interior de los muslos suaves, y luego el sexo. Mis dedos bajo sus dedos la penetraron y su cuerpo se puso tenso y sus piernas se abrieron como alas.
Estoy cansada de dormir sola,
me había dicho esta mujer que ahora me miraba con ojos muy abiertos en la oscuridad de su cuarto, arrugando el ceño, como quien está a punto de entender algo.

Maya Fritts no durmió sola esa noche, yo no lo hubiera permitido. No sé en qué momento comenzó a importarme tanto su bienestar, no sé cuándo comencé a lamentar que no hubiera vida posible entre nosotros, que nuestro pasado común no implicara necesariamente un común futuro. Habíamos tenido la misma vida y sin embargo teníamos vidas distintas, o más bien la tenía yo, una vida con gente que me esperaba del otro lado de la cordillera, a cuatro horas de Las Acacias, a dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar... En la oscuridad del cuarto pensé en eso, aunque pensar en la oscuridad no es conveniente: las cosas parecen más grandes o más graves en la oscuridad, las enfermedades más destructivas, la presencia del mal más cercana, el desamor más intenso, la soledad más profunda. Por eso queremos tener a alguien para dormir, y por eso yo no la hubiera dejado sola por nada del mundo esa noche. Habría podido vestirme y salir en silencio, caminando sin zapatos y dejando puertas entrecerradas, como un ladrón. Pero no lo hice: la vi caer en un sueño profundo, mezcla sin duda del cansancio de la carretera y el de las emociones. Recordar cansa, esto es algo que no nos enseñan, la memoria es una actividad agotadora, drena las energías y desgasta los músculos. Así que vi a Maya dormirse de medio lado, su cara hacia la mía, y ya dormida la vi pasar una mano bajo la almohada como abrazándola o aferrándose a ella, y sucedió de nuevo: la vi como fue de niña, no me cupo la menor duda de que en ese ademán estaba la niña que había sido, y la quise de alguna manera imprecisa y absurda. Y entonces me dormí también.

Cuando desperté, todavía era oscuro. No supe cuánto tiempo había pasado. No me había despertado la luz, ni los sonidos del amanecer tropical, sino el murmullo lejano de unas voces. Seguí los sonidos hasta la sala y no me sorprendió encontrarla como la encontré, sentada en el sofá con la cabeza entre las manos y una grabación hablando desde su pequeño equipo de sonido. No tuve que escuchar más de unos segundos, no tuvieron que llegarme más de dos de esas frases pronunciadas en inglés por desconocidos, para que reconociera la grabación, pues en el fondo nunca había dejado de escuchar ese diálogo en que se hablaba de condiciones climáticas y luego de trabajo y luego del número de horas que los pilotos podían volar antes del descanso obligatorio, en el fondo lo recordaba como si lo hubiera escuchado ayer. «Bueno, veamos», decía el capitán igual que había dicho tiempo atrás, en casa de Consu. «Tenemos ciento treinta y seis millas hasta el VOR, tenemos que bajar treinta y dos mil pies, y encima de todo ir reduciendo la velocidad, así que empecemos.» Y el copiloto decía: «Bogotá, American nueve sesenta y cinco, permiso para descender». Y Operaciones decía: «Adelante, American nueve seis cinco, aquí Cali». Y el copiloto decía: «Muy bien, Cali. Estaremos allí en unos veinticinco minutos». Y yo pensé, igual que había pensado antes:
No será así. No estarán allí en veinticinco minutos. Estarán muertos, y eso cambiará mi vida.

Maya no me miró al sentirme llegar a su lado, pero levantó la cara como si me estuviera esperando, y en sus mejillas vi el rastro de su llanto y quise estúpidamente protegerla de lo que iba a pasar al final de esa cinta. La puerta de llegada era la dos, la pista asignada era la cero uno, las luces del avión se encendían porque había mucho tráfico visual en el área, y me senté junto a Maya en el sofá y le pasé una mano por la espalda, la abracé y la traje hacia mí, y los dos nos hundimos con nuestro peso en el sofá como una vieja pareja de insomnes, eso fuimos, dos esposos de muchos años que ya han perdido el sueño y se encuentran como fantasmas en las madrugadas para compartir el insomnio. «Ahora les voy a hablar», decía la voz, y enseguida: «Damas y caballeros, les habla el capitán. Hemos comenzado nuestro descenso». Y entonces la sentí sollozar. «Ahí va mamá», dijo. Pensé que no iba a decir nada más. «Se va a matar», dijo entonces, «me va a dejar sola. Y yo no puedo hacer nada, Antonio. ¿Por qué tuvo que coger ese vuelo? ¿Por qué no un vuelo directo, por qué tanta mala suerte?». Y la abracé, qué podía hacer más que abrazarla, no podía cambiar lo ocurrido ni detener el flujo del tiempo en la cinta, ese tiempo que avanzaba hacia lo ya terminado, hacia lo definitivo. «Quiero desear a todos unas vacaciones muy felices, y un 1996 lleno de salud y prosperidad», decía el capitán desde la cinta. «Gracias por haber volado con nosotros.»

Y con esas palabras falsas —el año de 1996 no existiría para Elaine Fritts—, Maya volvió a recordar, volvió a dedicarse al fatigoso oficio de la memoria. ¿Fue para beneficio mío, Maya Fritts, o tal vez habías descubierto que podías usarme, que nadie más te permitía ese regreso al pasado, que nadie como yo iba a invitar esos recuerdos, a escucharlos con la disciplina y la dedicación con que los escuchaba yo? Y así me contó de la tarde de diciembre en que entró a casa, después de una larga jornada de trabajo en los apiarios, lista para darse una ducha. Había tenido un brote de acariasis en las colmenas y se había pasado la semana tratando de minimizar los daños y preparando pociones de anémona y tusílago; todavía tenía en las manos el olor intenso de la mezcla y le urgía lavarse. «Entonces sonó el teléfono», me dijo. «Casi no lo contesto. Pero pensé: ¿y si es algo importante? Oí la voz de mamá y llegué a decirme que bueno, por lo menos no es eso. No es nada importante. Mamá llamaba todas las navidades, eso no lo habíamos perdido a pesar de los años. Hablábamos cinco veces por año: para su cumpleaños, para mi cumpleaños, para Navidad, para Año Nuevo y para el cumpleaños de papá. El cumpleaños del muerto, usted me entiende, que los vivos celebran porque él no está allí para celebrarlo. Esa vez estuvimos hablando un buen rato, contándonos cosas sin importancia, y en una de ésas mi madre se quedó callada y me dijo mira, tenemos que hablar.» Y así, en una llamada de larga distancia, a través de las ondas telefónicas que venían desde Jacksonville, Florida, se enteró Maya de la verdad sobre su padre. «No se había muerto cuando yo tenía cinco años. Estaba vivo. Había estado preso y había salido. Estaba vivo, Antonio. Y además estaba en Bogotá. Y además había encontrado a mamá, quién sabe cómo. Y además quería que nos reuniéramos.» «Qué bonita noche, ¿no?», decía el capitán en la grabación de la caja negra. Y el copiloto: «Sí. Está muy agradable por estos lados». «Que nos reuniéramos, Antonio, hágame el favor», me decía Maya. «Como si se hubiera ido un par de horas a hacer mercado.» Y el capitán: «Feliz Navidad, señorita».

Ignoro si estén estudiadas las reacciones que tiene la gente ante revelaciones semejantes, cómo se comporta una persona ante un cambio tan brutal de sus circunstancias, ante la desaparición del mundo tal como lo conoce. Es de pensar que en muchos casos sigue un reajuste gradual, la búsqueda de un nuevo lugar en el elaborado sistema de nuestras vidas, una reevaluación de nuestras relaciones y de eso que llamamos pasado. Quizás eso sea lo más difícil y lo menos aceptable, el cambio del pasado que antes habíamos creído fijo. En el caso de Maya Fritts lo primero fue la incredulidad, pero aquello no duró mucho: en cuestión de segundos ya había cedido a la evidencia. Siguió una especie de furia contenida, en parte causada por la vulnerabilidad de esta vida en que una llamada puede echarlo todo abajo en el tiempo más breve: basta levantar la bocina y por allí entra en nuestra casa un hecho nuevo que no hemos pedido ni buscado y que nos lleva por delante con la fuerza de un alud. Y a la furia contenida siguió la furia abierta, los gritos por el teléfono, los insultos. Y a la furia abierta siguió el odio y las palabras del odio: «Yo no quiero ver a nadie», le dijo Maya a su madre. «Él verá si me cree o no, pero yo te aviso. Si se aparece por acá, lo recibo a tiros.» Maya habló con la voz desgarrada, muy distinto debió de haber sido aquello de lo que yo veía en el sofá, el llanto callado y aun sereno. «¿Dónde estamos?», preguntaba el copiloto en la caja negra, y en su voz había algo de alarma, el anticipo de lo que estaba por venir. «Aquí comienza», me dijo Maya. Y tenía razón, ahí comenzaba. «¿Hacia dónde vamos?», decía el copiloto. «No lo sé», decía el capitán, «¿qué es esto? ¿Qué pasó aquí?». Y así, con los bandazos desorientados que comenzaba a dar el Boeing 757, con sus movimientos de pájaro perdido a trece mil pies de altura en la noche andina, comenzaba la muerte de Elena Fritts. Ahí estaban otra vez esas voces que ya se han dado cuenta de algo, que fingen serenidad y control cuando todo control se ha perdido ya y la serenidad es una gran impostura. «¿Giro a la izquierda, entonces? ¿Quieres girar a la izquierda?» «No... No, nada de eso. Sigamos adelante hacia...» «¿Hacia dónde?» «Hacia Tuluá.» «Eso es a la derecha.» «¿Adónde vamos? Gira a la derecha. Vamos a Cali. Aquí la cagamos, ¿no?» «Sí.» «¿Cómo llegamos a cagarla así? A la derecha ahora mismo, a la derecha ahora mismo.»

«Aquí la cagaron», dijo o más bien susurró Maya. «Y mamá iba ahí.»

«Pero no sabía lo que estaba pasando», le dije. «No sabía que los pilotos estaban desorientados. Por lo menos no tenía miedo.»

Maya lo consideró. «Es verdad», dijo. «Por lo menos no tenía miedo.»

«¿En qué estaría pensando?», dije. «¿Alguna vez se lo ha preguntado, Maya? ¿En qué estaría pensando Elaine en ese momento?»

La grabación comenzó a soltar sonidos de angustia. Una voz electrónica lanzaba advertencias desesperadas a los pilotos:
«Terrain,
terrain».
«Me lo he preguntado mil veces», dijo Maya. «Yo le puse muy en claro que no quería verlo, que mi papá había muerto cuando yo tenía cinco años y eso era así, eso no lo cambiaba nada. En mi vida, eso era así. Que no se pusieran a tratar de cambiarme las cosas a estas alturas. Pero luego me pasé varios días destrozada. Me enfermé. Me dio fiebre, una fiebre alta, y con fiebre y todo me iba a trabajar a las colmenas por puro miedo de estar en casa cuando llegara mi papá. ¿En qué iría pensando? Tal vez en que valía la pena tratar. En que mi papá me había querido mucho, nos había querido mucho, y valía la pena tratar. Otro día volvió a llamar, trató de justificar lo que había hecho papá, me dijo que en esa época todo era distinto, el mundo del tráfico de drogas, todo eso. Que todos eran unos inocentes, eso me dijo. No que
eran inocentes,
no, sino
unos inocentes,
no sé si se da cuenta de la distancia que hay entre una cosa y la otra. En fin, es lo mismo. Como si la inocencia existiera en este país nuestro... En fin, ahí fue cuando mamá decidió subirse a un avión y arreglar las cosas personalmente. Me avisó que iba a coger el primer vuelo disponible. Que si su propia hija le disparaba, pues se lo iba a aguantar. Así me dijo, su propia hija. Que se lo iba a aguantar, pero que no se iba a quedar con la duda, con el qué hubiera pasado. Ah, ya estamos en esta parte. Cómo duele, increíble, después de tanto tiempo.» «Mierda», decía el piloto en la grabación. «Cómo duele», decía Maya. «Arriba, chico», decía el piloto. «Arriba.»

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