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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (24 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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Mike estaba manipulando la toalla vigorosamente, frotándose los tobillos, las pantorrillas. «La estoy llenando de barro», dijo al ver llegar a Elaine. «La toalla, digo.»

«Para eso es», dijo Elaine. Y luego: «Entonces viniste a ver a Ricardo».

«Sí», dijo él. La miró, la misma expresión vacía. «Sí», repitió. Volvió a mirarla: Elaine vio las gotas que le bajaban por el cuello, la barba que chorreaba como un grifo dañado, el barro. «Venía a ver a Ricardo. Y parece que no está, ¿verdad?»

«Tenía que llegar hoy. A veces le pasan estas cosas.»

«A veces se retrasa.»

«Sí, a veces. No vuela precisamente por itinerario. ¿Él sabía que tú venías?»

Mike no contestó de inmediato. Estaba concentrado en su propio cuerpo, en la toalla embarrada. Fuera, en la noche oscura, en esa noche que se confundía con los farallones y se volvía infinita, había vuelto a desgajarse otro aguacero. «Pues creo que sí», dijo Mike. «A ver si el confundido soy yo.» Pero no la miraba al hablar: se frotaba el cuerpo con la toalla y tenía esa expresión ausente, un gato lavándose a golpes de lengua. Y entonces Elaine pensó que Mike era capaz de seguir secándose hasta el final de los tiempos si ella no hacía algo. «Bueno, ven y te sientas y te tomas algo», le dijo entonces. «¿Un ron?»

«Pero sin hielo», dijo Mike. «A ver si me caliento, no puede ser el frío que hace.»

«¿Quieres una camisa de Ricardo?»

«Pues no es mala idea, Elena Fritts. Así te dice él, ¿no? Elena Fritts. Una camisa, sí, no es mala idea.»

Y así, enfundado en una camisa que no era suya (de mangas cortas y a cuadros azules sobre fondo blanco, un bolsillo en el pecho cuyo botón se había caído), Mike Barbieri se bebió no uno, sino cuatro vasos de ron. Elaine lo miró hacer. Se sentía cómoda con él: sí, eso era, comodidad. Era la lengua, quizás, el regreso a la lengua, o eran quizás los códigos que compartían y la desaparición, mientras estaban juntos, de la necesidad de explicarse que siempre había con los colombianos. Estar con él tenía algo de indudable familiaridad, como volver a casa. Elaine también bebió y se sintió acompañada y sintió que Mike Barbieri también acompañaba a su hija. Hablaron de su país y de la política de su país como lo habían hecho años antes, antes de que Maya existiera y antes de que existiera Villa Elena, y se contaron historias de sus familias y también noticias recientes, y hacerlo era cómodo y agradable, como ponerse un buen saco de lana una tarde de invierno. Aunque no era fácil saber de dónde salía el placer de hablar del billete de dos dólares que acababan de sacar en su país, de las celebraciones por los doscientos años de la independencia, de Sara Jane Moore, la mujercita despistada que había tratado de matar al Presidente. Había dejado de llover y de la noche entraba una brisa fresca y cargada con los olores de los hibiscos. Elaine se sentía ligera, se sentía en familia, de manera que no lo dudó un instante cuando Mike Barbieri le preguntó si no tenía una guitarra por ahí y en cuestión de segundos estaba afinándola y poniéndose a cantar canciones de Dylan y de Simon y Garfunkel.

Debían de ser las dos o tres de la mañana cuando sucedió algo que no chocó a Elaine (pensaría después) como hubiera debido chocarla. Mike estaba cantando la parte de
America
en que la pareja se sube a un bus Greyhound cuando se oyó un ruido afuera, a lo lejos, en la noche quieta, y los perros comenzaron a ladrar. Elaine abrió los ojos y Mike dejó de tocar, y los dos se quedaron callados, oyendo el silencio. «Tranquilo, por aquí no pasa nada», dijo Elaine, pero Mike ya se había puesto de pie y había buscado el morral verde militar que había traído y del morral había sacado una pistola grande y plateada, o que le pareció a Elaine grande y plateada, y había salido al aire libre, levantado la mano y disparado dos tiros al cielo, uno, dos, dos estallidos. La primera reacción de Elaine fue proteger el sueño de Maya o neutralizar su desconcierto o su miedo, pero al llegar en cuatro zancadas al cuarto de la niña la encontró dormida, hundida en un sueño imperturbable y ajena a todos los ruidos y a todas las preocupaciones, era increíble. Para cuando volvió al salón, sin embargo, ya algo se había roto en el ambiente. Mike se estaba justificando con una frase enrevesada: «Si antes no era nada, ahora sí que menos». Pero Elaine había perdido las ganas de seguir oyendo la canción del bus Greyhound y la New Jersey Turnpike: se sintió cansada, había sido un día largo. Se despidió y le dijo a Mike que se quedara en el cuarto de huéspedes, la cama estaba tendida, mañana podían desayunar juntos. «Quién sabe, hasta puede que con Ricardo.»

«Sí», dijo Mike Barbieri. «Con algo de suerte.»

Pero cuando despertó, Mike Barbieri se había ido. Una nota, eso era todo lo que había dejado, una nota en una servilleta, y en la nota tres palabras en tres renglones:
Thanks, Love, Mike.
Más tarde, recordando esa noche rara y confusa, Elaine sentiría dos cosas: primero, un odio profundo hacia Mike Barbieri, el odio más intenso que había conocido nunca; y segundo, una suerte de admiración involuntaria por la soltura con que aquel hombre había atravesado la noche, por la gigantesca impostura que había llevado a cabo durante tantas horas tan íntimas sin delatarse ni por un momento, por la serenidad incombustible con que había pronunciado esas últimas palabras.
Con algo de suerte,
pensaría Elaine, o más bien las palabras se repetirían en su mente sin descanso,
con algo de suerte,
eso le había dicho Mike Barbieri sin que se le moviera un músculo de la cara, hazaña digna de un jugador de póquer o de un aficionado a la ruleta rusa, porque Mike Barbieri sabía perfectamente que Ricardo no iba a volver a Villa Elena esa noche y lo había sabido desde el comienzo, desde su llegada en moto a la casa de Elaine Fritts. De hecho, había venido precisamente para eso: para avisarle a Elaine. Había venido para decirle que Ricardo no iba a llegar.

Bien lo sabía él.

Bien lo sabía él, que había venido a ver a Ricardo días antes para hablarle del nuevo negocio que no podían perderse, para convencerlo de que los cargamentos de marihuana eran plata de bolsillo comparado con lo que ahora podrían ganar, para explicarle qué era aquello de la pasta de coca que estaba llegando de Bolivia y de Perú y cómo unos lugares de magia lo transformaban en el polvito blanco y luminoso por el cual todo Hollywood, no, todo California, no, todos los Estados Unidos, de Los Ángeles a Nueva York, de Chicago a Miami, estaban dispuestos a pagar lo que hiciera falta. Bien lo sabía él, que tenía el contacto directo con esos lugares, donde unos veteranos de los Cuerpos de Paz, que acababan de pasar tres años en el Cauca y en Putumayo, se habían convertido de la noche a la mañana en expertos en éter y en acetona y en ácido clorhídrico, y donde se armaban ladrillos de producto que podrían alumbrar un cuarto oscuro con su fosforescencia. Bien lo sabía él, que había echado números en un papel con Ricardo y calculado que un Cessna cualquiera, si se quitaban los asientos de pasajeros, podía cargar unas doce tulas repletas de ladrillos, unos trescientos kilos en total, y que, a cien dólares el gramo, un solo viaje podía producir noventa millones de dólares de los cuales el piloto, que tantos riesgos corre y tan indispensable resulta para la operación, podía quedarse con dos. Bien lo sabía él, que había escuchado el entusiasmo de Ricardo, los planes de hacer este viaje y este viaje solamente y después retirarse, retirarse para siempre, retirarse del pilotaje de carga y también de pasajeros y de todo pilotaje que no fuera de placer, retirarse de todo menos de su familia, millonario para siempre antes de la treintena.

Bien lo sabía él.

Bien lo sabía él, que acompañó a Ricardo en el Nissan a una hacienda sin límites visibles en Doradal, poco antes de llegar a Medellín, y allí le presentó a la parte colombiana del negocio, dos hombres de bigote y pelo ondulado y negro que hablaban con voz suave y daban la impresión de sentirse muy a gusto con su conciencia y después de saludar a Ricardo lo atendieron y lo agasajaron como nunca antes nadie lo había agasajado ni atendido. Bien lo sabía él, que estaba junto a Ricardo cuando los patrones le enseñaron la propiedad, los caballos de paso fino y las caballerizas lujosas, la plaza de rejoneo y los establos, la piscina como una esmeralda tallada, los prados que la mirada no llegaba a abarcar. Bien lo sabía él, que ayudó con sus propias manos a cargar el Cessna 310-R, que con sus propias manos sacó las tulas de una Land Rover negra y las puso en el avión, que no se pudo contener y acabó dándole a Ricardo un abrazo fuerte, un abrazo de camaradas de verdad, sintiendo al dárselo que nunca había querido tanto a un colombiano. Bien lo sabía él, que vio despegar el Cessna y lo siguió con la mirada, su figura blanca sobre el fondo grisáceo de las nubes que ya amenazaban lluvia, y lo vio hacerse más y más pequeño hasta desaparecer en la distancia, y luego se subió a la Land Rover y dejó que lo llevaran a la carretera principal donde cogió el primer bus que pasó en dirección de La Dorada.

Bien lo sabía él.

Bien lo sabía él, que doce horas antes de llegar a Villa Elena había recibido la llamada que le dio la noticia y, en tono perentorio y luego amenazante, le exigió explicaciones. Y él no pudo darlas, claro, porque nadie podía explicarse que a Ricardo lo esperaran los agentes de la DEA en el punto mismo de su aterrizaje, ni que no se dieran cuenta de su presencia los dos distribuidores —uno de Miami Beach, otro de la zona universitaria de Massachusetts— que esperaban en una Ford de platón cubierto para llevarse la carga que Ricardo había traído. Se decía que Ricardo fue el primero en notar que algo andaba mal. Se decía que trató de regresar a la cabina, pero debió de entender que el esfuerzo era inútil, pues nunca podría poner el Cessna en movimiento a tiempo para escapar. De manera que echó a correr por la pista hacia los bosques que la rodeaban, perseguido por dos agentes y tres pastores alemanes que acabaron por darle caza treinta metros bosque adentro. Ya había perdido en el momento de lanzarse a correr, era evidente que ya había perdido, y por eso nadie se explicó lo que sucedió enseguida. Es posible pensar que fue por miedo, una reacción a la vulnerabilidad del momento, a los gritos amenazantes de los agentes y a sus propias armas empuñadas, o quizás por desconsuelo o por rabia o por impotencia. Desde luego, Ricardo no pudo pensar que disparar un tiro suelto lo ayudaría en algo, pero eso fue lo que hizo, echando mano de una Taurus calibre .22 que había comenzado a cargar en enero: fue un tiro suelto y solo un tiro, disparado hacia atrás sin esfuerzos por apuntar ni voluntad de herir a nadie, con tan mala suerte que la bala atravesó la mano derecha de uno de los agentes, y esa misma mano enyesada bastaría después, durante el juicio por tráfico de drogas, para agravar la pena, aunque se tratara de una primera ofensa. Ricardo soltó la Taurus al entrar al bosque y lanzó un grito, dicen que lanzó un grito, pero los que lo oyeron no entendieron lo que dijo. Cuando lo encontraron los perros y el segundo agente, que venían un poco rezagados, Ricardo estaba tirado en un charco fresco con un tobillo roto, las manos negras de tierra, las ropas estropeadas con resina de pino y la cara desfigurada por la tristeza.

VI. Arriba, arriba, arriba

L
a edad adulta trae consigo la ilusión perniciosa del control, y acaso dependa de ella. Quiero decir que es ese espejismo de dominio sobre nuestra propia vida lo que nos permite sentirnos adultos, pues asociamos la adultez con la autonomía, el soberano derecho a determinar lo que va a sucedernos enseguida. El desengaño viene más pronto o más tarde, pero viene siempre, no falta a la cita, nunca lo ha hecho. Cuando llega lo recibimos sin demasiada sorpresa, pues nadie que viva lo suficiente puede sorprenderse de que su biografía haya sido moldeada por eventos lejanos, por voluntades ajenas, con poca o ninguna participación de sus propias decisiones. Esos largos procesos que acabarán por toparse con nuestra vida —a veces para darle el empujón que necesitaba, a veces para hacer estallar en pedazos nuestros planes más espléndidos— suelen estar ocultos como corrientes subterráneas, como meticulosos desplazamientos de las capas tectónicas, y cuando por fin se da el terremoto invocamos las palabras que hemos aprendido a usar para tranquilizarnos,
accidente,
casualidad,
a veces
destino.
Ahora mismo hay una cadena de circunstancias, de errores culpables o de afortunadas decisiones, cuyas consecuencias me esperan a la vuelta de la esquina; y aunque lo sepa, aunque tenga la incómoda certeza de que esas cosas están pasando y me afectarán, no hay manera de que pueda anticiparme a ellas. Lidiar con sus efectos es todo lo que puedo hacer: reparar los daños, sacar el mayor provecho de los beneficios. Lo sabemos, lo sabemos bien; y sin embargo siempre da algo de pavor cuando alguien nos revela esa cadena que nos ha convertido en lo que somos, siempre desconcierta constatar, cuando es otra persona quien nos trae la revelación, el poco o ningún control que tenemos sobre nuestra experiencia.

Eso fue lo que me sucedió a mí en el curso de aquella segunda tarde en Las Acacias, la propiedad antiguamente conocida como Villa Elena, cuyo nombre dejó de convenirle un buen día y hubo de ser reemplazado con urgencia. Eso fue lo que me sucedió durante aquella noche de sábado en que Maya y yo estuvimos hablando de los documentos de la caja de mimbre, de cada carta y cada foto, de cada telegrama y cada factura. La conversación me enseñó todo lo que los documentos no confesaban, o más bien organizó el contenido de los documentos, le dio un orden y un sentido y rellenó algunos de sus vacíos, aunque no todos, con las historias que Maya había heredado de su madre en los años que vivieron juntas. Y también, claro, con las historias que su madre había inventado.

«¿Inventado?», dije yo.

«Huy, sí», dijo Maya. «Empezando por papá. Ella se lo inventó entero, o mejor dicho, él fue una invención de ella. Una novela, ¿me entiende?, una novela de carne y hueso, la novela de mamá. Lo hizo por mí, claro, o para mí.»

«Quiere decir que usted no sabía la verdad», dije. «Que Elaine no se la dijo.»

«Le habrá parecido que así era mejor. Y tal vez tenía razón, Antonio. Yo no tengo hijos, no me imagino lo que es tener hijos. No sé lo que puede uno llegar a hacer por ellos. No me alcanzo a imaginar. ¿Usted tiene hijos, Antonio?»

Eso me preguntó Maya. Era la mañana del domingo, ese día que los cristianos llaman de Pascua y en el cual se celebra o se conmemora la resurrección de Jesús de Nazaret, que había sido crucificado dos días antes (más o menos a la misma hora en que yo comenzaba mi primera conversación con la hija de Ricardo Laverde) y que a partir de ahora comenzaría a aparecerse a los vivos: a su madre, a los apóstoles y a ciertas mujeres bien escogidas por sus méritos. «¿Usted tiene hijos, Antonio?» Habíamos desayunado temprano: mucho café, mucho jugo de naranjas frescas, muchas tajadas de papaya y de piña y de zapote, y una arepa con calentado que me metí a la boca demasiado caliente y me dejó una ampolla que volvía a la vida cada vez que me frotaba la lengua con los dientes. No hacía calor todavía, pero el mundo era un lugar oloroso a vegetación, húmedo y colorido, y allí, en la mesa de la terraza, rodeados por helechos colgantes, hablando a pocos metros de un tronco en el cual crecían unas bromelias, me sentí bien, pensé que me sentaba bien ese Domingo de Pascua. «¿Usted tiene hijos, Antonio?» Pensé en Aura y en Leticia, o más bien pensé en Aura llevando a Leticia a la iglesia más cercana y enseñándole el cirio que representa la luz de Cristo. Aprovechará mi ausencia para hacerlo: a pesar de varios intentos, yo nunca pude recuperar la fe que había tenido de niño, ni mucho menos la dedicación con que en mi familia se seguían los rituales de estos días, desde la ceniza en la frente del primer día de la Cuaresma hasta la Ascensión (que yo me imaginaba en los términos de una ilustración de enciclopedia, un cuadro lleno de ángeles que nunca he vuelto a encontrar). Y nunca había querido, por lo tanto, que mi hija creciera en esa tradición que me resultaba extraña.
¿Dónde estarás, Aura?,
pensé.
¿Dónde estará mi familia?
Levanté la mirada, me dejé deslumbrar por la claridad del cielo, sentí una punzada en los ojos. Maya me miraba, esperaba, no había olvidado la pregunta.

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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