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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (22 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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Ricardo se dedicó a ella: sólo hizo un viaje durante todo el embarazo, pero debió de ser un cargamento grande, porque regresó con un maletín de tenista —cuero sintético de color azul oscuro, cremallera dorada, una pantera blanca saltando desde abajo— repleto de fajos de dólares tan limpios y luminosos que parecían de mentiras, papeles impresos que fueran parte de un juego de mesa. No sólo iba repleto el maletín, sino también la funda de la raqueta, que en este modelo venía cosida al exterior como un compartimiento separado. Ricardo lo guardó bajo llave en el armario que él mismo había construido y un par de veces al mes subía a Bogotá para cambiar los dólares por pesos. A Elaine la llenó de atenciones. La llevaba y la traía en el Nissan, la acompañaba a los controles médicos, la miraba subirse a la pesa y veía la aguja dubitativa y anotaba en un cuadernito el nuevo resultado, como si la anotación del médico fuera a ser imprecisa o menos fidedigna. También la acompañaba a trabajar: si había que construir una escuela, él agarraba de buen grado una paleta y ponía cemento en los ladrillos, o llevaba recebo de un lado al otro en una carretilla, o arreglaba con sus propias manos la malla rota de un colador; si había que hablar con la gente de Acción Comunal, él se sentaba al fondo de la habitación y escuchaba el español cada vez mejor de su esposa y a veces aportaba la traducción de una palabra que Elaine no recordara. En cierta oportunidad Elaine debió visitar a un líder comunitario de Doradal, un hombre de bigote frondoso y camisa abierta hasta el ombligo que, a pesar de su locuacidad de culebrero paisa, no lograba la aprobación de una campaña de vacunación contra la polio. Era una cuestión de burocracias, las cosas iban lentas y los niños no podían esperar. Se despidieron con una sensación de fracaso. Elaine se subió al campero con trabajo, apoyándose en la manija de la puerta, agarrándose del espaldar del asiento, y ya estaba bien acomodada cuando Ricardo le dijo: «Espérame un momento, ya vuelvo». «¿Adónde vas?» «Ya vuelvo, ya vuelvo. Espérame un segundo.» Y lo vio entrar de nuevo y decirle algo al hombre de la camisa abierta, y entonces los dos se perdieron tras una puerta. Cuatro días después, cuando le llegó la noticia a Elaine de que la campaña había sido aprobada en tiempo récord, una imagen se figuró en su cabeza: la de Ricardo metiéndose una mano al bolsillo, sacando un incentivo para funcionarios públicos y prometiendo más. Hubiera podido confirmar sus sospechas, confrontar a Ricardo y exigirle confesiones, pero decidió no hacerlo. El objetivo, al fin y al cabo, se había conseguido. Los niños, pensar en los niños. Los niños eran lo importante.

Desde las treinta semanas de embarazo, cuando ya el tamaño de su barriga se convirtió en un obstáculo para su trabajo, Elaine obtuvo un permiso especial del jefe de voluntarios y luego una licencia emitida por la dirección de los Cuerpos de Paz en Bogotá, para la cual tuvo que enviar por correo un informe médico redactado mal y a las carreras por un jovencito que hacía su año rural en La Dorada y que quiso, sin ningún conocimiento de obstetricia ni justificación médica ninguna, hacerle una revisión genital. Elaine, que para ese momento de la cita ya estaba medio desnuda, se opuso y hasta llegó a enfadarse, y lo primero que pensó fue que no podía decirle nada a Ricardo, cuya reacción era imprevisible. Pero después, regresando a casa en el Nissan, mirando el perfil de su marido y sus manos de dedos largos y vellos oscuros, sintió un ramalazo de deseo. La mano derecha de Ricardo descansaba sobre la perilla de la palanca de cambios; Elaine la agarró de la muñeca y abrió las piernas y la mano entendió, la mano de Ricardo entendió. Llegaron a la casa sin hablar y entraron de prisa como ladrones, y cerraron las cortinas y pusieron la tranca en la puerta trasera, y Ricardo se desnudó dejando la ropa tirada por el suelo y sin que le importara que se le llenara de hormigas. Elaine, mientras tanto, se acostaba de medio lado sobre las sábanas, de cara a la cortina blanca, al recuadro iluminado que se formaba en ella. La luz del día era tan fuerte que hacía sombras a pesar de que las cortinas estuvieran cerradas; Elaine se miró el vientre grande como una medialuna, la piel lisa y templada y la línea violeta que la cruzaba de arriba abajo como pintada con un plumón, y vio las sombras difusas que sus senos hinchados hacían sobre la sábana. Pensó que nunca jamás sus senos habían hecho sombras sobre nada y entonces sus senos desaparecieron bajo la mano de Ricardo. Elaine sintió que sus pezones oscurecidos se cerraban al contacto de esos dedos y luego sintió la boca de Ricardo en su hombro y luego se sintió penetrada desde atrás. Así, acoplados como las piezas de un Estralandia, hicieron el amor por última vez antes del parto.

Maya Laverde nació en la clínica Palermo de Bogotá en julio de 1971, más o menos al mismo tiempo que el presidente Nixon utilizaba por primera vez las palabras
guerra contra las drogas
en un discurso público. Elaine y Ricardo se habían instalado tres semanas antes en casa de los Laverde, a pesar de las protestas de Elaine: «Si la clínica de La Dorada es buena para las madres más pobres», decía, «no veo por qué no va a ser buena para mí».

«Ay, Elena Fritts», le decía Ricardo, «por qué no nos haces un favor y dejas de cambiar el mundo todo el tiempo».

Luego los hechos le dieron la razón a él: la niña nació con un problema intestinal que fue necesario operar de inmediato, y todos estaban de acuerdo en que una clínica rural no hubiera tenido ni los cirujanos ni los instrumentos de neonatología necesarios para garantizar la supervivencia de la criatura. Maya permaneció en observación varios días, metida en una incubadora cuyas paredes habían sido transparentes en tiempos remotos, pero ahora estaban rasgadas y opacas como los vasos que se usan demasiado; cuando era hora de darle el pecho, Elaine se sentaba en una silla junto al aparato y una enfermera sacaba a la niña y se la ponía entre los brazos. La enfermera era una mujer madura de caderas anchas que parecía demorarse a propósito cuando cargaba a Maya entre sus brazos. Le sonreía con tanta dulzura que Elaine sintió celos por primera vez, y le maravilló que algo así —la presencia amenazante de otra madre, la salvaje reacción de la sangre— fuera posible.

Poco después de que la niña recibiera el alta, Ricardo tuvo que hacer un nuevo viaje. Pero todavía era muy pronto para el traslado a La Dorada, y la idea de que Elaine y su hija se quedaran solas lo llenaba de espanto, así que Ricardo propuso que se alojaran en Bogotá, en casa de sus padres, al cuidado de doña Gloria y de la mujer de piel oscura y larga trenza negra que flotaba como un fantasma por la casa limpiando y ordenando todo a su paso. «Si te preguntan, les dices que llevo flores», le dijo Ricardo. «Claveles, rosas, hasta orquídeas. Sí, orquídeas, eso queda bien, las orquídeas se exportan, todo el mundo lo sabe. Ustedes los gringos se mueren por las orquídeas.» Elaine sonrió. Estaban acostados en la misma cama estrecha en que habían hecho el amor la primera vez. Era de madrugada, la una o las dos; Maya los había despertado llorando de hambre, gritando con su vocecita nasal y delgada, y sólo pudo calmarse al cerrar su boca diminuta alrededor del pezón erecto de su madre. Después de mamar se había quedado dormida entre los dos, obligándolos, para abrirle un espacio, a ponerse de canto sobre la cama en peligroso equilibrio; y así se quedaron, con medio cuerpo fuera de la cama, cara a cara pero a oscuras, de manera que apenas si alcanzaban a distinguir la silueta del otro en la penumbra. El sueño se les había ido por completo. La niña dormía: Elaine sentía su olor a polvos dulces, a jabón, a lana nueva. Levantó una mano y recorrió la cara de Ricardo como una ciega y entonces comenzaron a hablar en susurros. «Quiero ir contigo», dijo Elaine.

«Un día», dijo Ricardo.

«Quiero ver qué haces. Saber que no es peligroso. ¿Me lo dirías si fuera peligroso?»

«Claro que sí.»

«¿Te puedo preguntar una cosa?»

«Pregúntame una cosa.»

«¿Qué pasa si te cogen?»

«No me van a coger.»

«¿Pero qué pasa si te cogen?»

La voz de Ricardo cambió, hubo en ella un falsetto, algo impostado. «La gente quiere un producto», dijo. «Hay gente que cultiva ese producto. Mike me lo da, yo lo llevo en un avión, alguien lo recibe y eso es todo. Le damos a la gente lo que la gente quiere.» Se quedó en silencio un segundo y añadió: «Además, la cosa va a ser legal tarde o temprano».

«Pero es que me cuesta imaginarte», dijo Elaine. «Cuando no estás trato de pensar en ti, qué estarás haciendo, en dónde, y no puedo. Y eso no me gusta.»

Maya soltó un suspiro tan breve y callado que tardaron un instante en saber de dónde había venido. «Está soñando», dijo Elaine. Vio a Ricardo acercar su cara grande —su mentón duro, su boca gruesa— a la cabeza diminuta de la niña; lo vio darle un beso sin ruido, y luego otro. «Mi niña», lo oyó decir. «Nuestra niña.» Y entonces, sin transición ninguna, lo vio comenzar a hablar de esos viajes, de una hacienda ganadera que llegaba hasta el Magdalena y en cuyos potreros hubiera podido construirse un aeropuerto, de un Cessna 310 Skynight que de unos días para acá había sido la montura preferida de Ricardo. Así decía: «Mi montura preferida. Este modelo ya no lo hacen, Elena Fritts, esa criatura va a ser una reliquia antes de que nos demos cuenta». Le habló también de la soledad que sentía cuando estaba en el aire, y de lo distinto que era un avión lleno de carga de un avión vacío: «El aire se enfría, hay más ruido, uno se siente más solo. Aunque haya alguien. Sí, aunque haya alguien». Le habló de lo inmenso que es el Caribe y del miedo que da perderse, el miedo que da la mera idea de perderse en una cosa tan grande como el mar, incluso a alguien que, como él, no se pierde jamás. Le habló de la desviación que debía tomar al acercarse a Cuba —«Para que no me tumben a bala pensando que soy gringo», dijo—, y de lo familiar, lo curiosamente familiar, que le resultaba todo a partir de ahí, como si regresara a su casa en lugar de estar a punto de aterrizar en Nassau. «¿En Nassau?», dijo Elaine. «¿En las Bahamas?» Sí, dijo Ricardo, la única Nassau que hay, y siguió diciendo que allí, en el aeropuerto, ante los controladores que veían sin ver (su visión y su memoria convenientemente modificadas por unos cuantos miles de dólares), lo esperaba una pickup Chevrolet del color de las aceitunas y un gringo fortachón, igualito a Joe Frazier, que lo llevaba a un hotel donde el único lujo era la ausencia de preguntas. La llegada ocurría invariablemente los viernes. Después de pasar dos noches allí —dos noches cuya función era no levantar sospechas, convertir a Ricardo en un millonario más que llega a pasar el fin de semana con amigos o amantes—, después de dos noches de vivir encerrado en un hotel sin gracia, tomando ron y comiendo arroces con pescado, Ricardo volvía al aeropuerto, volvía a admirarse de la ceguera de los controladores, pedía permiso para despegar hacia Miami como cualquier millonario que regresa a casa con su amante, y en minutos estaba en el aire, pero no en dirección a Miami, sino dando un rodeo y entrando por las playas de Beaufort y sobrevolando un diseño de ríos dispersos como las venas en un diagrama de anatomía. Después era cuestión de cambiar la carga por los dólares y volver a salir y tomar rumbo al sur, rumbo a la costa Caribe de Colombia, rumbo a Barranquilla y las aguas grises de Bocas de Ceniza y la serpiente marrón que se mueve sobre el fondo verde, rumbo al pueblo del interior, ese pueblo puesto allí, entre dos cordilleras, puesto en el amplio valle como un dado que se le ha caído al jugador, ese pueblo de clima insoportable donde el aire caliente le quema a uno las narices, donde los bichos son capaces de romper un mosquitero a mordiscos, y adonde Ricardo llega con el corazón en la mano, porque en ese pueblo lo esperan las dos personas que más quiere en el mundo.

«Pero las dos personas no están en ese pueblo», dijo Elaine. «Están aquí, en Bogotá.»

«Pero no por mucho tiempo.»

«Están francamente muertas de frío. Están en una casa que no es la suya.»

«Pero no por mucho tiempo», dijo Ricardo.

Cuatro días después llegó a recogerlas. Aparcó el Nissan en frente de la verja y del murito de ladrillo, se bajó de prisa como si estuviera interrumpiendo el tráfico y abrió para Elaine la puerta del campero. Ella, que llevaba a Maya envuelta en pañolones blancos y con la cara cubierta para que no le entrara un viento, pasó de largo. «No, adelante no», dijo. «Las mujeres vamos atrás.» Y así, sentada en uno de los asientos replegables con la niña en brazos y los pies apoyados en el otro asiento, mirando a Ricardo desde atrás (los vellos de su nuca, debajo de la línea del pelo bien cortado, eran como las patas triangulares de una mesa), recorrió el camino a La Dorada. Sólo se detuvieron una vez, a medio camino, en un restaurante de carretera donde tres mesas vacías los miraban desde una terraza de cemento pulido. Elaine entró a un baño y se encontró con un óvalo abierto en el suelo y dos huellas que le señalaban dónde poner los pies; orinó acuclillada, agarrándose la falda con ambas manos y sintiendo el olor de su propia orina; y allí se dio cuenta, no sin cierto sobresalto, de que era la primera vez desde el parto que no había más mujeres alrededor. Estaba sola en un mundo de hombres, Maya y ella estaban solas, y nunca antes lo había pensado, llevaba más de dos años en Colombia y no lo había pensado nunca.

Cuando bajaron al valle del Magdalena y estalló el calor, Ricardo abrió ambas ventanas y la conversación dejó de ser posible, así que fue en silencio que recorrieron la recta hacia La Dorada. Aparecieron las llanuras a ambos lados, los farallones como hipopótamos acostados, las vacas pastando, los gallinazos trazando círculos en el aire y viendo y oliendo algo que Elaine no olía ni veía. Sintió que una gota de sudor, luego otra, le bajaban por el flanco y morían en su cintura todavía gruesa; Maya también había comenzado a sudar, así que le quitó las mantas y acarició con un dedo los muslos rollizos, los pliegues de la carne pálida, y se quedó un instante mirando esos ojos grises que no la miraban, o bien que miraban todo con la misma desatención alarmada. Cuando levantó la vista de nuevo vio un paisaje que no reconoció. ¿Habían pasado la entrada al pueblo sin que se diera cuenta? ¿Tenía que hacer algo Ricardo antes de llegar a casa? Lo llamó desde atrás: «¿Dónde estamos, qué pasa?». Pero él no le contestó, o el ruido no permitió que escuchara la pregunta. Habían abandonado la carretera principal y ahora se internaban entre los pastizales, siguiendo una trocha abierta por el paso mismo de los carros, metiéndose entre árboles que no dejaban pasar la luz, bordeando un terreno marcado por cercas: estacas de madera —algunas tan inclinadas que casi tocaban el suelo—, alambres de púas que, cuando estaban templados, servían de percha a pájaros de colores. «¿Adónde vamos?», dijo Elaine, «la niña tiene calor, quiero darle un baño». Entonces el Nissan se detuvo y, en ausencia del viento, se sintió en la cabina el golpe inmediato del trópico. «¿Ricardo?», dijo ella. Él se bajó sin mirarla, le dio la vuelta al campero, le abrió la puerta. «Baja», le dijo.

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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