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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (18 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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«Y así hasta hoy», dijo Laverde. «Mi papá se quiere morir, pero yo ya soy dueño de mi propia vida, con cien horas de vuelo uno es dueño de su propia vida. Él se pasa los días adivinando el futuro, pero es el futuro de otros, Elena, mi padre no sabe lo que hay en el mío, ni sus fórmulas ni sus estadísticas se lo pueden decir. Yo he perdido mucho tiempo tratando de averiguarlo, y sólo ahora, en los últimos días, he llegado a entender la relación que hay entre mi vida y la cara de papá, entre el accidente de Santa Ana y esta persona que usted ve aquí, que va a hacer grandes cosas en la vida, un nieto de héroe. Yo voy a salir de esta vida mediocre, Elena Fritts. Yo no tengo miedo, yo voy a recuperar el apellido Laverde para la aviación. Yo voy a ser mejor que el capitán Abadía y mi familia se va a sentir orgullosa de mí. Yo voy a salir de esta vida mediocre, me voy a ir de esta casa donde uno sufre cada vez que otra familia nos invita a comer porque nos va a tocar invitarlos después. Yo voy a dejar de contar centavos como hace mi mamá todas las mañanas. Yo no voy a tener que ponerle una cama a un gringo para que mi familia tenga con qué comer, perdone si la ofendo, no es para ofenderla. Qué quiere, Elena Fritts, yo soy un nieto de héroe, yo estoy para otras cosas. Grandes cosas, así es, lo digo y lo sostengo. Le pese a quien le pese.»

Bajaban en teleférico, igual que habían subido. Atardecía, y el cielo bogotano se había convertido en un gigantesco manto violeta. Debajo de ellos, en la luz escasa, los peregrinos que habían subido a pie y a pie bajaban eran como chinchetas de colores en las escaleras de piedra. «Qué luz tan rara hay en esta ciudad», dijo Elaine Fritts. «Uno cierra los ojos un segundo y ya se ha hecho de noche.» Pasó una ráfaga de viento, sacudió la cabina, pero esta vez los turistas no gritaron. Hacía frío. El viento soltó un susurro al cruzar la cabina. Elaine, abrazada a Ricardo Laverde, recostada a la barra horizontal que protegía la ventana, se vio de pronto a oscuras. Las cabezas de los pasajeros se recortaban contra el cielo, negro sobre negro. La respiración de Ricardo le llegaba en oleadas, un olor de tabaco y agua limpia, y allí, flotando sobre los cerros orientales, viendo la ciudad encenderse para la noche, Elaine quiso que esa cabina nunca llegara abajo. Pensó, acaso por primera vez, que una persona como ella podría vivir en un país como éste. En más de un sentido, pensó, este país estaba todavía comenzando, apenas descubriendo su lugar en el mundo, y ella quería ser parte de ese descubrimiento.

El subdirector de los Cuerpos de Paz en Colombia era un hombrecito delgado y distante, de gafas de marco grueso a la Kissinger y corbata tejida. Recibió a Elaine en camisa, lo cual no hubiera tenido nada de particular si el hombre no usara camisas de manga corta, como si estuviera en el calor insoportable de Barranquilla o Girardot en lugar de morirse de frío en estos páramos. Usaba tanta brillantina en el pelo negro que la luz de un tubo de neón podía producir la ilusión de canas prematuras en sus sienes, o de raíces blancas en su carrera nítida como la de un militar. No podía saberse si era norteamericano o local, o un norteamericano hijo de locales, o un local hijo de norteamericanos; no había pistas, ni afiches en las paredes ni música sonando en ninguna parte ni libros en las estanterías, que permitieran conjeturar una vida, unos orígenes. Hablaba un inglés perfecto, pero su apellido —el largo apellido que miraba a Elaine desde el escritorio, grabado en una enseña de bronce que parecía maciza— era latinoamericano o por lo menos español, Elaine no sabía si había alguna diferencia. La entrevista era una rutina: todos los voluntarios de los Cuerpos de Paz habían pasado o pasarían por esta oficina oscura, por esta silla incómoda donde ahora Elaine se soliviaba para alisarse con las manos la larga falda aguamarina. Aquí, frente al delgado y distante Mr. Valenzuela, todos los que habían sido entrenados en el CEUCA se sentaban tarde o temprano y escuchaban un pequeño discurso sobre cómo se acercaba el final del entrenamiento, cómo pronto los voluntarios estarían viajando a los lugares donde cumplirían su misión, discursos sobre la generosidad y la responsabilidad y la oportunidad de marcar la diferencia. Escuchaban las palabras
permanent site placement
y enseguida la misma pregunta: «¿Tiene usted alguna preferencia?». Y los voluntarios pronunciaban nombres de adquisición reciente y de contenido ignoto: Bolívar, Valledupar, Magdalena, Guajira. O Quindío (pronunciado
Cuindio
). O Cauca (pronunciado
Cohca
). Luego eran trasladados a un lugar cercano al destino final, una especie de escala intermedia donde pasaban tres semanas junto a un voluntario de más experiencia.
Field
training,
se llamaba. Todo eso se decidía en media hora de entrevista.

«Bueno,
what’s it gonna be?
», dijo Valenzuela. «Cartagena no se puede, ni Santa Marta. Ya están llenos. Todo el mundo quiere ir allá, es por el Caribe.»

«Yo no quiero ciudades», dijo Elaine Fritts.

«¿No?»

«Creo que puedo aprender más en el campo. El espíritu de los pueblos está en sus campesinos.»

«El espíritu», dijo Valenzuela.

«Y uno puede ayudar más», dijo Elaine.

«Bueno, eso también. Vamos a ver, ¿tierra fría o tierra caliente?»

«Donde más pueda ayudar.»

«Ayuda se necesita en todas partes, señorita. Este país está a medio hornear todavía. Piense también en las cosas que usted sabe, las que se le dan bien.»

«¿Las cosas que sé?»

«Claro. No se va a ir a cultivar papas si no ha visto un azadón ni en fotos.» Valenzuela abrió una carpeta marrón que había tenido bajo la mano todo el tiempo, pasó una página, levantó la cara. «Universidad George Washington. Estudiante de Periodismo, ¿no?»

Elaine asintió. «Pero he visto azadones», dijo. «Y aprendo rápido.»

Valenzuela hizo una mueca de impaciencia.

«Pues tiene tres semanas», dijo. «Eso, o convertirse en una carga y hacer el ridículo.»

«Yo no voy a ser una carga», dijo Elaine. «Yo—»

Valenzuela removió unos papeles, sacó una nueva carpeta. «Mire, en tres días me reúno con los líderes regionales. Ahí voy a saber quién necesita qué, y voy a saber dónde puede usted hacer el
field training.
Pero lo que sé con seguridad es que hay un sitio cerca de La Dorada, ¿sabe de qué le estoy hablando? El valle del Magdalena, señorita Fritts. Es lejos, pero no es otro mundo. En el sitio este no hace tanto calor como en La Dorada, porque queda subiendo un poco la montaña. Se va uno en tren desde Bogotá, es fácil llegar y devolverse, usted ha visto que aquí los buses son un peligro público. En fin, es un buen sitio y poco solicitado. Es bueno saber montar a caballo. Es bueno tener un estómago fuerte. Hay que trabajar mucho con los de Acción Comunal, desarrollo comunitario, ya sabe usted, alfabetización, nutrición, esas cosas. Son sólo tres semanas. Si no le gusta, hay manera de echar marcha atrás.»

Elaine pensó en Ricardo Laverde. De repente, tener a Ricardo a unas cuantas horas en tren le pareció buena idea. Pensó en el nombre del lugar, La Dorada, y tradujo en su cabeza:
The Golden One.

«La Dorada», dijo Elaine Fritts, «me parece bien».

«Primero el otro sitio, luego La Dorada.»

«Sí, el sitio ese también. Gracias.»

«Bueno», dijo Valenzuela. Abrió un cajón metálico y sacó un papel. «Mire, antes de que se me olvide. Esto es para que lo llene y lo devuelva en Secretaría.»

Era un cuestionario, o más bien una copia al carbón de un cuestionario. El encabezado era una sola pregunta, escrita a máquina en letras mayúsculas:
¿En qué se diferencia su hogar en Bogotá de su lugar de origen?
Debajo de la pregunta había varios apartes separados por espacios generosos, ostensiblemente para ser llenados por los voluntarios con tanto detalle como fuera posible. Elaine contestó el cuestionario en un motel de Chapinero, acostada boca abajo en la cama destendida y olorosa a sexo, usando un directorio telefónico para apoyar la página y cubriéndose las nalgas con la sábana para protegerse de la mano de Ricardo, sus vagabundeos atrevidos, sus incursiones obscenas. Bajo el capítulo
Incomodidades y molestias físicas,
escribió: «Los hombres de la familia nunca levantan el bizcocho para orinar». Ricardo le dijo que era una muchachita quisquillosa y malcriada. En
Restricciones a la libertad de los huéspedes
escribió: «Cierran con tranca pasadas las nueve, y siempre tengo que despertar a mi
señora
». Ricardo le dijo que era demasiado trasnochadora. En
Problemas de comunicación
escribió: «No entiendo por qué tratan de usted a los niños». Ricardo le dijo que todavía le quedaba mucho por aprender. En
Comportamiento de los miembros de la familia
escribió: «Al hijo le gusta morderme los pezones cuando se viene». Ricardo no le dijo nada.

La familia entera la acompañó a coger el tren en la Estación de la Sabana. Era un edificio grande y solemne de columnas estriadas con un cóndor de piedra en la parte alta de la fachada, las alas extendidas como si estuviera a punto de levantar el vuelo y llevarse el ático en las garras. Doña Gloria le había regalado a Elaine un ramo de rosas blancas, y ahora, al atravesar el vestíbulo con una maleta en la mano y la cartera terciada sobre el pecho, las flores se le habían convertido en un estorbo detestable, una suerte de plumero que se estrellaba contra los otros transeúntes dejando en el suelo de piedra un rastro de pétalos tristes, y cuyas espinas Elaine se clavaba cada vez que intentaba agarrarlo mejor o protegerlo de la hostilidad ambiente. El padre, por su lado, había esperado hasta llegar al andén central para sacar su regalo, y ahora, en medio del ajetreo de la gente y de las ofertas de los limpiabotas y de las peticiones de los mendigos, explicaba que era el libro de un periodista, que había salido hace un par de años pero seguía vendiéndose, que el tipo era un guache pero el libro, por lo que decían, no estaba mal. Elaine rasgó el papel de regalo, vio un diseño de nueve marcos azules de esquinas cortadas, y en los marcos vio campanas, soles, gorros frigios, esbozos florales, lunas con cara de mujer y calaveras cruzadas con tibias y diablillos bailantes, y todo le pareció absurdo y gratuito, y el título,
Cien años de soledad,
exagerado y melodramático. Don Julio puso una uña larga sobre la E de la última palabra, que estaba al revés. «Me di cuenta después de comprarlo», se disculpó. «Si quiere, tratamos de cambiarlo por otro.» Elaine dijo que no importaba, que por una errata tonta no iba a quedarse sin lectura para el tren. Y días después, en carta a sus abuelos, escribió: «Mándenme lectura, por favor, que por las noches me aburro. Lo único que tengo aquí es un libro que me regaló mi
señor,
y he tratado de leerlo, juro que he tratado, pero el español es muy difícil y todo el mundo se llama igual. Es lo más tedioso que he leído en mucho tiempo, y hasta hay erratas en la portada. Parece mentira, llevan catorce ediciones y no la han corregido. Cuando pienso que ustedes estarán leyendo el último de Graham Greene. Es que no hay derecho».

La carta sigue así:

Bueno, déjenme que les cuente un poco dónde estoy y dónde voy a estar las próximas dos semanas. Hay tres cadenas montañosas en Colombia: la Cordillera Oriental, la Central y (sí, lo adivinaron) la Occidental. Bogotá queda a 8.500 pies de altura en la primera. Lo que hizo mi tren fue bajar la montaña hasta llegar al río Magdalena, el más importante del país. El río corre por un valle hermoso, uno de los paisajes más bonitos que he visto en mi vida, es verdaderamente el Paraíso. El trayecto hasta acá también fue impresionante. Nunca había visto tantos pájaros y tantas flores. ¡Cómo envidié al tío Philip! Envidié sus conocimientos, claro, pero también sus binóculos. ¡Cómo disfrutaría él aquí! Díganle que le mando mis mejores deseos.

En fin, les hablaba del río. En otros tiempos venían vapores de pasajeros desde Mississippi e incluso desde Londres, así de importante era el río. Y todavía hay barcos por aquí que parecen sacados directamente de
Huckleberry Finn,
no estoy exagerando. Mi tren llegó hasta un pueblo llamado La Dorada, que es donde voy a estar estacionada permanentemente. Pero por disposición de los Cuerpos de Paz, los voluntarios tenemos que hacer tres semanas de
site training
en un lugar distinto del
permanent site
y en compañía de otro voluntario. Teóricamente el lugar de tránsito debe quedar cerca del destino definitivo, pero no siempre es así. Teóricamente el otro voluntario debe tener más experiencia, pero no siempre es así. Yo he tenido suerte. Me pusieron en un municipio a pocos kilómetros del río, en las faldas de la cordillera. Se llama Caparrapí, un nombre que parece diseñado para que me vea ridícula diciéndolo. Hace calor y mucha humedad, pero se puede vivir. Y el voluntario que me tocó es un muchacho terriblemente simpático y sabe muchísimas cosas, en particular sobre los temas que yo ignoro del todo. Se llama Mike Barbieri, es un
drop-out
de la Universidad de Chicago. Uno de esos tipos que te hacen sentir bien inmediatamente, dos segundos y ya sientes que los conoces de toda la vida. Hay gente así, con carisma. La vida en otros países es más fácil para ellos, de eso me he dado cuenta. Ésta es la gente que se come el mundo, la que no va a tener problemas para sobrevivir. Ojalá yo fuera más así.

Barbieri llevaba dos años ya en los Cuerpos de Paz de Colombia, pero antes había pasado otros dos en México, trabajando con campesinos entre Ixtapa y Puerto Vallarta, y antes de México había pasado unos cuantos meses en los barrios pobres de Managua. Era alto, fibroso, rubio pero bronceado, y no era raro encontrárselo sin camisa (un crucifijo de madera colgaba invariablemente sobre su pecho), con unas bermudas y unas sandalias de cuero por toda prenda. Le había dado la bienvenida a Elaine con una cerveza en la mano y un plato de pequeñas arepas de una textura que para ella era novedosa. Elaine nunca había conocido a alguien tan locuaz y a la vez tan sincero, y en pocos minutos se enteró de que iba a cumplir veintisiete años, de que su equipo eran los Cubs, de que detestaba el aguardiente y eso por aquí era un problema, de que les tenía miedo, no, verdadero pavor, a los alacranes, y le aconsejaba a Elaine que comprara zapatos abiertos y los revisara bien todos los días antes de ponérselos. «¿Hay muchos alacranes por aquí?», preguntó Elaine. «Puede haberlos, Elaine», dijo Barbieri con voz de pitonisa. «Puede haberlos.»

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