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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (7 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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«Ahora no», le dije. «Mañana. Ahora tengo trabajo.»

«Son más de las doce», dijo Aura. «Los dos estamos cansados. Tú estás cansado.»

«Yo tengo trabajo. Tengo que preparar la clase.»

«Pero estás cansado. Y no duermes, y no dormir tampoco es bueno para preparar clases.» Hizo una pausa, me miró en la luz amarilla del comedor y dijo: «No saliste hoy, ¿verdad?».

No respondí.

«No te has bañado», continuó ella. «No te has vestido en todo el día, te has pasado todo el día aquí metido. La gente dice que el accidente te cambió, Antonio, y yo les digo que claro que te cambió, que no sean imbéciles, cómo no te va a cambiar. Pero no me gusta lo que veo, si quieres que te diga la verdad.»

«Pues no me la digas», le ladré. «Que nadie te la ha pedido.»

La conversación hubiera podido acabar ahí, pero Aura se dio cuenta de algo, vi en su rostro todos los movimientos de quien se acaba de dar cuenta de algo, y me hizo una sola pregunta: «¿Me estabas esperando?».

No respondí esta vez tampoco. «¿Estabas esperando a que llegara?», insistió ella. «¿Estabas preocupado?»

«Estaba preparando mi clase», le dije, mirándola a los ojos. «Parece que ni eso se puede ahora.»

«Estabas preocupado», me dijo. «Te quedaste despierto por eso.» Y luego: «Antonio, Bogotá no es una ciudad en guerra. No es que haya balas flotando por ahí, no es que lo mismo nos vaya a pasar a todos».

Tú no sabes nada, quise decirle, tú creciste en otra parte. No hay terreno común entre los dos, eso quise decirle también, no hay forma de que entiendas, nadie te lo puede explicar, yo no te lo puedo explicar. Pero esas palabras no se formaron en mi boca.

«Nadie cree que nada nos vaya a pasar a todos», le dije en cambio. Me sorprendió que mi voz sonara tan fuerte si no había sido mi intención alzar el tono. «Nadie estaba preocupado por que no llegaras. Nadie cree que te pueda tocar una bomba como la bomba de los Tres Elefantes, ni como la bomba del DAS, porque tú no trabajas en el DAS, ni como la bomba del Centro 93, porque tú nunca vas a comprar al Centro 93. Además esa época ya pasó, ¿no es cierto? Así que nadie cree que te vaya a tocar eso, Aura, seríamos muy de malas, ¿verdad? Y nosotros no somos de malas, ¿verdad?»

«No te pongas así», dijo Aura. «Yo...»

«Yo estoy preparando mi clase», la corté, «¿es mucho pedir que me respetes eso? En lugar de estar hablándome de huevonadas a las dos de la mañana, ¿es mucho pedirte que te vayas a dormir y me dejes de joder, a ver si termino esta puta vaina?».

Tal como lo recuerdo, ella no empezó a moverse hacia mi cuarto en ese momento, sino que pasó primero por la cocina, y oí la nevera que se abría y se cerraba y luego una puerta, la puerta de una alacena de esas que se cierran casi solas si uno les da un empujoncito. Y en esa serie de ruidos domésticos (en los que podía seguir los movimientos de Aura, imaginarlos uno por uno) hubo una familiaridad molesta, una suerte de irritante intimidad, como si Aura, en lugar de haberme cuidado durante semanas y haber supervisado mi recuperación, hubiera invadido mi espacio sin autorización ninguna. La vi salir de la cocina con un vaso en una mano: era un líquido de color intenso, una de esas gaseosas que le gustaban a ella, no a mí. «¿Sabes cuánto está pesando?», me preguntó.

«¿Quién?»

«Leticia», dijo. «Tengo los resultados, la niña está inmensa. Si en una semana no ha nacido, programamos cesárea.»

«En una semana», dije.

«Los exámenes salieron bien», dijo Aura.

«Qué bueno», dije yo.

«¿No quieres saber cuánto pesa?», preguntó ella.

«¿Quién?», pregunté yo.

La recuerdo quieta en mitad del salón, a la misma distancia de la puerta de la cocina que del umbral del corredor, en una especie de tierra de nadie. «Antonio», me dijo, «no tiene nada de malo preocuparse. Pero lo tuyo comienza a ser enfermizo. Estás enfermo de preocupación. Y entonces soy yo la que me preocupo». Dejó la gaseosa recién servida sobre la mesa del comedor y se encerró en el baño. La oí abrir la llave del agua el tiempo de llenar la bañera; la imaginé llorando mientras lo hacía, cubriendo sus sollozos con el ruido del agua corriente. Cuando llegué a dormir, un buen rato más tarde, Aura seguía en la tina, ese lugar donde su vientre no era una carga, ese mundo ingrávido y feliz. Me dormí sin esperarla, y al día siguiente salí mientras ella dormía. Pensé, lo confieso, que Aura no estaba dormida en realidad, que fingía para no despedirme. Pensé que mi mujer me odiaba en ese momento. Pensé, con algo que se parece mucho al miedo, que su odio estaba justificado.

Llegué a la universidad unos cuantos minutos antes de las siete. En los ojos y en los hombros me pesaba la noche, el poco sueño de la noche. Yo tenía la costumbre de esperar fuera del salón a que llegaran los alumnos, apoyado en las barandas de piedra del viejo claustro, y entrar sólo cuando fuera evidente que el grueso de la clase estaba ya presente; esa mañana, quizás por el cansancio que sentía en la cintura, quizás porque sentado se notaban menos las muletas, decidí entrar y esperar sentado. Pero no llegué ni siquiera a acercarme a mi silla: un dibujo llamó mi atención desde el tablero, y al girar la cabeza me descubrí frente a un par de monigotes en posiciones obscenas. El pene de él era tan largo como su brazo; la cara de ella no tenía facciones, era apenas un círculo de tiza en el cual crecía un pelo largo. Debajo del dibujo había una leyenda en letras de imprenta:

El profesor Yammara la introduce al derecho.

Me sentí mareado, pero no creo que nadie se haya dado cuenta. «¿Quién fue?», dije en voz alta, pero no recuerdo que la voz haya salido tan alta como yo quería. En las caras de mis alumnos no había nadie: se habían vaciado de todo contenido; eran círculos de tiza como el de la mujer del tablero. Empecé a caminar hacia las escaleras, tan rápido como me lo permitía mi paso renqueante, y al comenzar a bajarlas, cuando pasé junto al dibujo del sabio Caldas, ya había perdido el dominio de mí mismo. Dice la leyenda que Caldas, uno de los próceres de nuestra independencia, bajaba por esas escaleras camino al cadalso cuando se agachó para recoger un tizón, y sus verdugos lo vieron pintar sobre la pared de cal un óvalo cruzado por una línea: una
O larga y negra partida.
Junto a ese jeroglífico inverosímil y absurdo y sin duda apócrifo pasé yo con el pecho latiéndome y las manos, pálidas y sudorosas, bien cerradas sobre los travesaños de las muletas. La corbata me torturaba el cuello. Salí de la universidad y seguí caminando, sin mucha conciencia de las calles que atravesaba ni de la gente que rozaba mis ropas, hasta que los brazos comenzaron a dolerme. En la esquina norte del parque Santander, el mimo que siempre está ahí comenzó a seguirme, a imitar mi andar dificultoso y mis torpes movimientos, e incluso mis jadeos. Llevaba un traje enterizo negro y cubierto de botones, la cara pintada de blanco pero ningún otro maquillaje de ningún otro color, y movía los brazos en el aire con tanto talento que a mí mismo me pareció ver de repente sus muletas ficticias. Allí, mientras aquel buen actor fracasado se burlaba de mí y provocaba las risas de los transeúntes, pensé por primera vez que mi vida se estaba cayendo en pedazos, y que Leticia, niña ignorante, no podía haber escogido peor momento para venir al mundo.

Leticia nació una mañana de agosto. Habíamos pasado la noche en la clínica, preparándonos para la cirugía, y en el ambiente de la habitación —Aura en la cama, yo en el sofá de los acompañantes— hubo una suerte de inversión macabra de otra habitación, de otro momento. Cuando las enfermeras llegaron para llevársela, Aura estaba ya borracha de medicamentos, y lo último que me dijo fue: «Yo creo que el guante sí era de O. J. Simpson». Me hubiera gustado tomarla de la mano, no tener muletas y tomarla de la mano, y se lo dije, pero ella estaba ya inconsciente. La acompañé por corredores y ascensores mientras las enfermeras me decían que tranquilo, papá, que todo iba a salir muy bien, y yo me preguntaba qué derecho tenían estas mujeres de llamarme papá, ya no digamos de darme su opinión sobre el futuro. Después, frente a las inmensas puertas batientes de la sala de cirugía, me acomodaron en una sala de espera que más bien era un lugar de paso con tres sillas y una mesa con revistas. Dejé las muletas recostadas en una esquina, junto a la fotografía o más bien el afiche de un bebé rosado que sonreía sin dientes, abrazado a un girasol gigante, sobre un fondo de cielo azul. Abrí una revista vieja, traté de entretenerme con el crucigrama:
Lugar donde se trilla. Hermano de Onán. Personas tardas en sus acciones, especialmente por disimulo.
Pero sólo conseguía pensar en la mujer que dormía allá adentro mientras un bisturí le abría la piel y la carne, en las manos enguantadas que se iban a meter en su cuerpo para sacar de él a mi niña. Que tengan cuidado esas manos, pensé, que se muevan con destreza, que no toquen lo que no hay que tocar. Que no te hagan daño, Leticia, y que no te asustes, porque no hay nada que temer. Estaba de pie cuando salió un hombre joven y, sin quitarse la máscara, me dijo: «Sus dos princesas están perfectamente». No supe en qué momento me había levantado de la silla, y ya la pierna me había comenzado a doler, así que me volví a sentar. Me llevé las manos a la cara por pudor, a nadie le gusta exhibir su llanto.
Personas tardas en sus acciones,
pensé,
especialmente por disimulo.
Y después, cuando vi a Leticia en una suerte de piscina azulada y translúcida, cuando la vi por fin dormida y bien envuelta en paños blancos que incluso desde lejos parecían cálidos, volví a pensar en esa ridícula frase. Me concentré en Leticia. Desde una distancia antipática vi sus ojos sin pestañas, vi la boca más pequeña que había visto nunca, y lamenté que la hubieran acostado con las manos escondidas, porque nada me pareció tan urgente en ese instante como verle las manos a mi hija. Supe que nunca volvería a querer a nadie como quise a Leticia en ese instante, que nadie nunca sería para mí lo que allí fue esa recién llegada, esa completa desconocida.

No volví a pisar la calle 14, ya no digamos los billares (dejé de jugar del todo: mantenerme de pie durante demasiado tiempo empeoraba el dolor de pierna hasta hacerlo insoportable). Así perdí una parte de la ciudad; o, por mejor decirlo, una parte de mi ciudad me fue robada. Imaginé una ciudad en que las calles, las aceras, se van cerrando poco a poco para nosotros, como las habitaciones de la casa en el cuento de Cortázar, hasta acabar por expulsarnos. «Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a vivir sin pensar», dice el hermano del cuento aquel después de que la presencia misteriosa se ha tomado otra parte de la casa. Y añade: «Se puede vivir sin pensar». Es cierto: se puede. Después de que la calle 14 me fuera robada —y después de largas terapias, de soportar mareos y estómagos destrozados por la medicación— comencé a aborrecer la ciudad, a tenerle miedo, a sentirme amenazado por ella. El mundo me pareció un lugar cerrado, o mi vida una vida emparedada; el médico me hablaba de mi miedo de salir a la calle, me arrojaba la palabra
agorafobia
como si fuera un objeto delicado que no hay que dejar caer, y para mí era difícil explicarle que justo lo contrario, una claustrofobia violenta, era lo que me atormentaba. Un día, durante una sesión que no recuerdo por nada más, ese médico me aconsejó una suerte de terapia íntima que, según dijo, les había funcionado bien a varios de sus pacientes.

«¿Usted lleva un diario, Antonio?»

Le dije que no, que los diarios siempre me habían parecido ridículos, una vanidad o un anacronismo: la ficción de que nuestra vida importa. Él me respondió:

«Pues comience uno. No estoy diciendo un diario-diario, sino un cuadernito para hacerse preguntas.»

«Preguntas», repetí. «Como cuáles.»

«Como qué peligros hay realmente en Bogotá. Qué posibilidades hay de que le vuelva a pasar lo que le pasó, si quiere yo le paso algunas estadísticas. Preguntas, Antonio, preguntas. Por qué le pasó lo que le pasó, y de quién fue la culpa, si fue o no suya. Si esto le hubiera pasado en otro país. Si esto le hubiera pasado en otro momento. Si estas preguntas tienen alguna pertinencia. Es importante distinguir las preguntas pertinentes de las que no lo son, Antonio, y una forma de hacerlo es ponerlas por escrito. Cuando haya decidido cuáles son pertinentes y cuáles son intentos bobos por buscarle explicación a lo que no lo tiene, hágase otras preguntas: cómo recuperarse, cómo olvidar sin engañarse, cómo volver a tener una vida, a estar bien con la gente que lo quiere. Cómo hacer para no tener miedo, o para tener una dosis razonable de miedo, la que tiene todo el mundo. Cómo se hace para seguir adelante, Antonio. Muchas serán cosas que ya se le han ocurrido, seguro, pero es que uno ve las preguntas en papel y es muy distinto. Un diario. Escriba de aquí a quince días y luego hablamos.»

Me pareció una recomendación imbécil, más propia de un libro de autoayuda que de un profesional con canas en las sienes, papeles membreteados en el escritorio, diplomas en varios idiomas en las paredes. No se lo dije, por supuesto, y tampoco fue necesario, porque enseguida lo vi ponerse de pie y dirigirse a su biblioteca (los libros empastados y homogéneos, las fotos de familia, un dibujo infantil enmarcado y firmado de forma ilegible). «No va a hacer nada de esto, ya me di cuenta», decía mientras abría un cajón. «Le parece una estupidez todo lo que le estoy diciendo. Bueno, puede que sea así. Pero hágame un favor, llévese esto.» Sacó un cuaderno de espiral igual a los que yo usaba en el colegio, con esas tapas que ridículamente imitan la tela de unos jeans; arrancó cuatro, cinco, seis páginas del comienzo y miró la última página, como para asegurarse de que no hubiera ninguna anotación allí; me lo entregó, o más bien lo puso sobre la mesa, frente a mí. Yo lo tomé y, por hacer cualquier cosa, lo abrí y lo hojeé como si fuera una novela. Era un cuaderno cuadriculado: siempre odié los cuadernos cuadriculados. En la primera página se alcanzaba a notar la presión de la escritura de la página arrancada, esas palabras fantasma. Una fecha, una palabra subrayada, la letra Y. «Gracias», dije, y salí. Esa misma noche, a pesar del escepticismo que me había provocado en un primer momento la estrategia, cerré con seguro la puerta de mi cuarto, abrí el cuaderno y escribí:
Querido diario.
El sarcasmo cayó en el vacío. Pasé la página y traté de empezar:

¿

Pero eso fue todo. Así, con el bolígrafo en el aire y la mirada hundida en el signo solitario, permanecí unos segundos largos. Aura, que durante toda la semana había padecido un resfrío leve pero molesto, dormía con la boca abierta. La miré, traté de hacer un croquis de sus rasgos y fracasé. Hice un inventario mental de nuestras obligaciones del día siguiente, que incluirían una vacuna para Leticia. Luego cerré el cuaderno, lo guardé en la mesa de noche y apagué la luz.

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