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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (2 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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Por esos días mi ciudad comenzaba a desprenderse de los años más violentos de su historia reciente. No hablo de la violencia de cuchilladas baratas y tiros perdidos, de cuentas que se saldan entre traficantes de poca monta, sino la que trasciende los pequeños resentimientos y las pequeñas venganzas de la gente pequeña, la violencia cuyos actores son colectivos y se escriben con mayúscula: el Estado, el Cartel, el Ejército, el Frente. Los bogotanos nos habíamos acostumbrado a ella, en parte porque sus imágenes nos llegaban con portentosa regularidad desde los noticieros y los periódicos; ese día, las imágenes del más reciente atentado habían empezado a entrar, en forma de boletín de última hora, por la pantalla del televisor. Primero vimos al periodista que presentaba la noticia desde la puerta de la clínica del Country, después vimos una imagen del Mercedes acribillado —a través de la ventana destrozada se veía el asiento trasero, los restos de cristales, los brochazos de sangre seca—, y al final, cuando ya los movimientos habían cesado en todas las mesas y se había hecho el silencio y alguien había pedido a gritos que le subieran el volumen al aparato, vimos, encima de las fechas de su nacimiento y de su muerte todavía fresca, la cara en blanco y negro de la víctima. Era el político conservador Álvaro Gómez, hijo de uno de los presidentes más controvertidos del siglo y él mismo candidato a la presidencia más de una vez. Nadie preguntó por qué lo habrían matado, ni quién, porque esas preguntas habían dejado de tener sentido en mi ciudad, o se hacían de manera retórica, sin esperar respuesta, como única manera de reaccionar ante la nueva cachetada. No lo pensé en ese momento, pero esos crímenes (magnicidios, los llamaba la prensa: yo aprendí muy pronto el significado de la palabrita) habían vertebrado mi vida o la puntuaban como las visitas impredecibles de un pariente lejano. Yo tenía catorce años esa tarde de 1984 en que Pablo Escobar mató o mandó matar a su perseguidor más ilustre, el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla (dos sicarios en moto, una curva de la calle 127). Tenía dieciséis cuando Escobar mató o mandó matar a Guillermo Cano, director de
El Espectador
(a pocos metros de las instalaciones del periódico, el asesino le metió ocho tiros en el pecho). Tenía diecinueve y ya era un adulto, aunque no había votado todavía, cuando murió Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia del país, cuyo asesinato fue distinto o es distinto en nuestro imaginario porque se vio en televisión: la manifestación que vitoreaba a Galán, luego las ráfagas de metralleta, luego el cuerpo desplomándose sobre la tarima de madera, cayendo sin ruido o su ruido oculto por el bullicio del tumulto y por los primeros gritos. Y poco después fue lo del avión de Avianca, un Boeing 727-21 que Escobar hizo estallar en el aire —en algún lugar del aire que hay entre Bogotá y Cali— para matar a un político que ni siquiera estaba en él.

De manera que todos los billaristas lamentamos el crimen con la resignación que ya era una suerte de idiosincrasia nacional, el legado que nos dejaba nuestro tiempo, y luego volvimos a nuestros chicos respectivos. Todos, digo, menos uno cuya atención se había quedado fija en la pantalla, donde las imágenes habían pasado a la siguiente noticia y ahora presentaban una escena de abandono: una plaza de toros invadida por la maleza hasta las banderas (o el espacio donde las banderas hubieran existido), un cobertizo donde se oxidaban varios carros antiguos, un gigantesco tiranosaurio cuyo cuerpo se caía a pedazos y revelaba una compleja estructura metálica, triste y desnuda como un viejo maniquí de mujer. Era la Hacienda Nápoles, el territorio mitológico de Pablo Escobar, que en otros años había sido el cuartel general de su imperio y había quedado abandonada a su suerte desde la muerte del capo en 1993. La noticia hablaba de ese abandono: de las propiedades incautadas a los narcos, de los millones de dólares desperdiciados por las autoridades que no sabían cómo disponer de esas propiedades, de todo lo que hubiera podido hacerse y no se había hecho con aquellos patrimonios de fábula. Y fue entonces cuando uno de los jugadores de la mesa más cercana al televisor, que hasta el momento no se había hecho notar de ninguna otra manera, habló como si hablara para sí mismo, pero lo hizo en voz alta y espontánea, como los que, a fuerza de vivir en soledad, han olvidado la posibilidad misma de ser oídos.

«A ver qué van a hacer con los animales», dijo. «Los pobres se están muriendo de hambre y a nadie le importa.»

Alguien preguntó a qué animales se refería. El hombre sólo dijo: «Qué culpa tienen ellos de nada».

Éstas fueron las primeras palabras que le oí decir a Ricardo Laverde. No dijo nada más: no dijo, por ejemplo, a qué animales se refería, ni cómo sabía que se estaban muriendo de hambre. Pero nadie se lo preguntó, porque todos allí teníamos edad suficiente para haber conocido los mejores años de la Hacienda Nápoles. El zoológico era un lugar de leyenda que, bajo el aspecto de la mera excentricidad de un narco millonario, prometía a los visitantes un espectáculo que no pertenecía a estas latitudes. Yo lo había visitado a los doce años, durante las vacaciones de diciembre; lo había visitado, por supuesto, a escondidas de mis padres: la sola idea de que su hijo pusiera un pie en la propiedad de un reconocido mafioso les hubiera parecido escandalosa, ya no digamos la perspectiva de divertirse haciéndolo. Pero yo no podía dejar de ver lo que estaba en boca de todos. Acepté la invitación que me hacían los padres de un amigo; un fin de semana madrugamos para recorrer las seis horas de carretera que había entre Bogotá y Puerto Triunfo; y una vez en la hacienda, tras pasar por debajo del portón de piedra (el nombre de la propiedad se leía en gruesas letras azules), dejamos que se nos fuera la tarde entre tigres de Bengala y guacamayas de la Amazonía, caballos pigmeos y mariposas del tamaño de una mano y hasta un par de rinocerontes indios que, según nos explicó un muchacho de acento paisa y chaleco camuflado, acababan de llegar por esos días. Y luego estaban los hipopótamos, por supuesto, ninguno de los cuales había huido todavía en esos tiempos de gloria. Así que yo sabía bien a qué animales se refería aquel hombre; no sabía, en cambio, que esas pocas palabras me lo traerían a la memoria casi catorce años más tarde. Pero todo eso lo he pensado después, como es evidente: aquel día, en los billares, Ricardo Laverde fue sólo uno más de tantos que en mi país habían seguido con pasmo el auge y caída de uno de los colombianos más notorios de todos los tiempos, y no le presté demasiada atención.

Lo que recuerdo de ese día, eso sí, es que no me pareció intimidante: era tan delgado que su estatura engañaba, y había que verlo de pie junto a un taco de billar para percatarse de que apenas si llegaba al metro setenta; su escaso pelo del color de los ratones y su piel reseca y sus uñas largas y siempre sucias daban una imagen de enfermedad o dejadez, la dejadez de un terreno baldío. Acababa de cumplir los cuarenta y ocho, pero parecía mucho más viejo. Hablaba con esfuerzo, como si le faltara el aire; su pulso era tan flojo que la punta azul de su taco temblaba siempre frente a la bola, y era casi milagroso que no se descachara más a menudo. Todo en él parecía cansado. Una tarde, después de que Laverde se hubiera ido, alguno de sus compañeros de juego (un hombre de su misma edad pero que se movía mejor, que respiraba mejor, que sin duda está vivo todavía y quizás incluso esté leyendo estas memorias) me reveló la razón sin que yo le hubiera preguntado nada. «Es por la cárcel», me dijo, enseñándome al hablar un destello breve de diente de oro. «La cárcel cansa a la gente.»

«¿Estuvo preso?»

«Acaba de salir. Estuvo como veinte años, eso es lo que dicen.»

«¿Y qué hizo?»

«Ah, eso sí no sé», dijo aquel hombre. «Pero algo habrá hecho, ¿no? A nadie le clavan tanto tiempo por nada.»

Le creí, por supuesto, porque nada me permitía pensar que había una verdad alterna, porque no había ninguna razón en ese momento para cuestionar la primera versión inocente y desprevenida que alguien me diera de la vida de Ricardo Laverde. Pensé que nunca había conocido a un exconvicto —la expresión
exconvicto,
notará cualquiera, es la mejor prueba de ello—, y mi interés por Laverde creció, o creció mi curiosidad. Una larga condena impresiona siempre a un joven como lo era yo entonces. Calculé que yo apenas caminaba cuando Laverde entró a la cárcel, y nadie puede ser invulnerable a la idea de haber crecido y haberse educado y haber descubierto el sexo y tal vez la muerte (la de una mascota y luego la de un abuelo, por ejemplo), y haber tenido amantes y sufrido rupturas dolorosas y conocido el poder de decidir, la satisfacción o el arrepentimiento por las decisiones, el poder de hacer daño y la satisfacción o la culpa por hacerlo, y todo mientras que un hombre vive esa vida sin descubrimientos ni aprendizajes que es una condena de semejante magnitud. Una vida no vivida, una vida que se le escurre a uno entre los dedos, una vida propia y sufrida por uno pero al mismo tiempo de propiedad ajena, propiedad de los que no la sufren.

Y casi sin darme cuenta nos fuimos acercando. Ocurrió primero casualmente: yo aplaudía una de sus carambolas, por ejemplo —al hombre se le daban bien las bandas previas—, y luego lo invitaba a jugar en mi mesa o pedía permiso para jugar en la suya. Él me aceptó a regañadientes, como recibe un iniciado a un aprendiz, a pesar de que mi juego era superior y junto a mí Laverde pudo, por fin, dejar de perder. Pero entonces descubrí que perder no le importaba demasiado: el dinero que ponía sobre el paño color esmeralda al final de los chicos, esos dos o tres billetes oscuros y arrugados, formaba parte de sus gastos rutinarios, un pasivo previamente aceptado de su economía. El billar no era para él un pasatiempo, ni siquiera una competencia, sino la única forma que Laverde tenía en ese momento de estar en sociedad: el ruido de las bolas al chocar, de las cuentas de madera en los cables, de las tizas azules al frotarse sobre las puntas de cuero viejo, todo eso constituía su vida pública. Fuera de esos corredores, sin un taco de billar en la mano, Laverde era incapaz de tener una conversación corriente, ya no digamos una relación. «A veces creo», me dijo la única vez que hablamos con alguna seriedad, «que nunca he mirado a nadie a los ojos». Era una exageración, por supuesto, pero no estoy seguro de que el hombre exagerara a propósito. Después de todo, no me estaba mirando a los ojos cuando me dijo esas palabras.

Ahora que tantos años han pasado, ahora que recuerdo desde la comprensión que entonces no tenía, pienso en esa conversación y me parece inverosímil que su importancia no me haya saltado a la cara. (Y me digo al mismo tiempo que somos pésimos jueces del momento presente, tal vez porque el presente no existe en realidad: todo es recuerdo, esta frase que acabo de escribir ya es recuerdo, es recuerdo esta palabra que usted, lector, acaba de leer.) El año estaba terminando; era época de exámenes y las clases se habían suspendido; la rutina de los billares se había instalado en mis días, y de alguna manera les daba forma y propósito. «Ah», me decía Ricardo Laverde cada vez que me veía llegar. «Me coge de milagro, Yammara, ya me iba a ir.» Algo en nuestros encuentros estaba cambiando: lo supe la tarde en que Laverde no se despidió de mí como hacía siempre, desde el otro lado de la mesa, llevándose una mano a la frente igual que un soldado y dejándome con el taco en la mano, sino que me esperó, me vio pagar las bebidas de ambos —cuatro cafés con brandy y una cocacola al final— y salió del local caminando a mi lado. Caminó junto a mí hasta la esquina de la plazoleta del Rosario, entre olores de tubos de escape y arepas fritas y alcantarillas abiertas; entonces, allí donde una rampa desciende hasta la boca oscura de un parqueadero subterráneo, me dio una palmada en el hombro, un frágil golpecito con su mano frágil, más parecido a una caricia que a una despedida, y me dijo:

«Bueno, mañana nos vemos. Tengo que hacer una diligencia.»

Lo vi sortear los corrillos de esmeralderos y meterse por el callejón peatonal que lleva a la carrera Séptima, luego doblar la esquina, y entonces ya no lo vi más. Las calles comenzaban a adornarse con luces navideñas: guirnaldas nórdicas y bastones de dulce, palabras en inglés, siluetas de copos de nieve en esta ciudad donde nunca ha nevado y donde diciembre, en particular, es la época de más sol. Pero de día las luces apagadas no adornaban: obstruían la mirada, ensuciaban, contaminaban. Los cables, suspendidos por encima de nuestras cabezas, cruzando la calzada de un lado al otro, eran como puentes colgantes, y en la plaza de Bolívar se encaramaban como plantas trepadoras a los postes, a las columnas jónicas del capitolio, a las paredes de la catedral. Las palomas, eso sí, tenían más cables donde descansar, y los vendedores de maíz no daban abasto para atender a los turistas, ni daban abasto los fotógrafos callejeros: hombres viejos de ruana y sombrero de fieltro que capturaban a sus clientes como se arría una vaca y luego, al momento de la foto, se cubrían con una manta negra, no porque se lo exigiera su aparato, sino porque eso era lo que los clientes esperaban. También estos fotógrafos eran sobrevivientes de otros tiempos, cuando no todo el mundo podía producir su propio retrato y la idea de comprar en la calle una foto que le han tomado a uno (muchas veces sin que uno se dé cuenta) no era completamente absurda. Todo bogotano de una cierta edad tiene una foto de calle, la mayoría tomadas en la Séptima, antigua calle Real del Comercio, reina de todas las calles bogotanas; mi generación creció mirando esas fotos en los álbumes familiares, esos hombres de traje de tres piezas, esas mujeres de guantes y paraguas, gente de otra época en que Bogotá era más fría y más lluviosa y más doméstica, pero no menos ardua. Yo tengo entre mis papeles la foto que mi abuelo compró en los cincuenta y la que mi padre compró unos quince años después. No tengo, en cambio, la que Ricardo Laverde compró esa tarde, aunque la imagen persiste con tanta claridad en mi memoria que podría dibujarla con todas sus líneas si tuviera algún talento para el dibujo. Pero no lo tengo. Ése es uno de los talentos que no tengo.

Así que ésta era la diligencia que Laverde tenía que hacer. Después de dejarme caminó hasta la plaza de Bolívar y se hizo tomar uno de esos retratos deliberadamente anacrónicos, y al día siguiente llegó a los billares con el resultado en la mano: un papel de tonos sepia, firmado por el fotógrafo, en el cual aparecía un hombre menos triste o taciturno que de costumbre, un hombre del cual hubiera podido decirse, si la evidencia de los últimos meses no convirtiera la apreciación en una osadía, que se sentía contento. La mesa todavía estaba cubierta por el forro de plástico negro, y sobre el forro Laverde puso la imagen, su propia imagen, y la miró fascinado: aparecía bien peinado, sin una arruga en el vestido, con la mano derecha extendida y dos palomas picoteando en su palma; más atrás se adivinaba la mirada de una pareja de curiosos, ambos con morral y sandalias, y al fondo, muy al fondo, al lado de un carrito de maíz agrandado por la perspectiva, el Palacio de Justicia.

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