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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (8 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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Afuera, al fondo de la noche, ladraba un perro.

Un día de 1998, poco después de que terminara el mundial de fútbol en Francia y poco antes de que Leticia cumpliera dos años de vida, yo estaba esperando un taxi a la altura del Parque Nacional. No recuerdo de dónde venía, pero sé que me dirigía al norte, a una de las tantas citas de control con que los médicos pretendían tranquilizarme, decirme que la recuperación se estaba produciendo a un ritmo normal, que pronto mi pierna volvería a ser la de antes. Los taxis hacia el norte no pasaban, y en cambio pasaban con frecuencia hacia el centro. Yo no tenía nada que hacer en el centro, pensé absurdamente, nada se me había perdido allí. Y luego pensé: allí se me ha perdido todo. Y así, sin meditarlo demasiado, como un acto de valor privado que nadie fuera de mis circunstancias entendería, crucé la calle y me subí al primer taxi que pasó. Unos minutos después me descubrí, más de dos años después de los hechos, acercándome a pie a la plaza del Rosario, entrando al café Pasaje, buscando un sitio libre y desde allí mirando hacia la esquina del atentado, un niño que se asoma con tanta fascinación como prudencia al prado nocturno donde pasta un toro.

Mi mesa, un disco de color marrón con una sola pata metálica, estaba en primera fila: apenas un palmo la separaba del ventanal. No podía ver desde allí la puerta de los billares, pero sí la ruta que tomaron los asesinos de la moto. Los sonidos de la greca de aluminio se mezclaban con el tráfico de la avenida próxima, con el taconeo de los transeúntes; el aroma de los granos molidos se mezclaba con el olor que salía del baño público cada vez que alguien usaba la puerta batiente. La gente poblaba el triste cuadrado de la plaza, cruzaba las avenidas que la enmarcan, rodeaba la estatua del fundador de la ciudad (su coraza oscura salpicada desde siempre de blanca mierda de palomas). Los emboladores estacionados frente a la universidad con sus cajones de madera, los corrillos de esmeralderos: yo los miraba y me maravillaba que ignoraran lo que había sucedido allí, tan cerca de esa acera donde ahora mismo resonaban sus pasos. Fue tal vez mirándolos que pensé en Laverde y me di cuenta de que lo hacía sin ansiedad ni miedo.

Pedí un café, luego pedí otro. La mujer que me trajo el segundo limpió la mesa con un melancólico trapo maloliente y enseguida me puso la taza nueva sobre un nuevo plato. «¿Se le ofrece algo más, señor?», me preguntó. Vi sus nudillos secos, cruzados de carreteras despavimentadas; un espectro de humo se levantó del líquido negruzco. «Nada», dije, y traté de encontrar algún nombre en mi memoria, sin éxito. Toda la carrera viniendo a este café, y fui incapaz de recordar el nombre de la mujer que, a su turno, llevaba toda la vida atendiendo las mesas. «¿Le puedo hacer una pregunta?»

«A ver».

«¿Usted sabe quién era Ricardo Laverde?»

«Depende», dice ella, secándose las manos con el delantal, entre impaciente y aburrida. «¿Era un cliente?»

«No», le dije. «O tal vez, pero no creo. Lo mataron allá, del otro lado de la plaza.»

«Ah», dijo la mujer. «¿Hace cuánto?»

«Dos años», dije. «Dos y medio.»

«Dos y medio», repitió ella. «Pues no, no me acuerdo de ningún muerto de hace dos años y medio. Qué pena con usted.»

Pensé que me mentía. No tenía prueba ninguna de ello, por supuesto, ni me daba mi magra imaginación para inventar las razones de la mentira, pero no me pareció posible que alguien hubiera olvidado un crimen tan reciente. O bien Laverde había muerto y yo había pasado por la agonía y la fiebre y las alucinaciones sin que los hechos quedaran fijos en el mundo, en el pasado o en la memoria de mi ciudad. Esto, por alguna razón, me perturbó. Creo que en ese momento decidí algo, o me sentí capaz de algo, aunque no recuerdo las palabras que usé para formular la decisión. Salí hacia la derecha del café, dando un rodeo para evitar la esquina, y acabé cruzando La Candelaria hacia el lugar donde había estado viviendo Laverde hasta el día en que murió abaleado.

Bogotá, como todas las capitales latinoamericanas, es una ciudad móvil y cambiante, un elemento inestable de siete u ocho millones de habitantes: aquí uno cierra los ojos demasiado tiempo y puede muy bien que al abrirlos se encuentre rodeado de otro mundo (la ferretería donde ayer vendían sombreros de fieltro, el chance donde despachaba un zapatero remendón), como si la ciudad entera fuera el plató de uno de esos programas bromistas donde la víctima va al baño del restaurante y regresa no a un restaurante, sino a un cuarto de hotel. Pero en todas las ciudades latinoamericanas hay uno o varios lugares que viven fuera del tiempo, que permanecen inmutables mientras el resto se transforma. Así es el barrio de La Candelaria. En la calle de Ricardo Laverde, la imprenta de la esquina seguía estando allí, con la misma enseña junto al marco de la puerta y aun las mismas invitaciones matrimoniales y las mismas tarjetas de visita que habían servido como reclamo en diciembre de 1995; las paredes que en 1995 estaban cubiertas con carteles de papel barato seguían cubiertas, dos años y medio después, con otros carteles del mismo papel y del mismo formato, rectángulos amarillentos que anunciaban unas exequias o una corrida de toros o una candidatura al Concejo donde lo único que cambiaba eran los nombres propios. Todo seguía igual aquí. Aquí la realidad se ajustaba —como no suele hacerlo a menudo— a la memoria que tenemos de ella.

La casa de Laverde también era idéntica a la memoria que yo tenía de ella. La línea de tejas estaba rota en dos partes, como dientes faltantes en la boca de un anciano; la pintura de la puerta de entrada estaba descascarada a la altura de los pies y la madera astillada: el punto exacto donde el que llega demasiado cargado da una patada para que la puerta no se cierre. Pero todo lo demás era igual, o así me lo pareció al escuchar el retumbo de mi llamado en el interior de la casa. Cuando nadie abrió, di dos pasos atrás y levanté la mirada, esperando una señal de vida humana en el tejado. No la encontré: vi un gato retozando junto a la antena de televisión y un parche de musgo que crecía junto a la base de la antena, y eso fue todo. Ya había comenzado a resignarme cuando sentí movimientos del otro lado de la puerta. Abrió una mujer. «¿Qué se le ofrece?», me dijo. Y lo único que pude encontrar fue un prodigio de torpeza: «Es que yo era amigo de Ricardo Laverde».

Vi una expresión de desconcierto o suspicacia. La mujer me habló entonces con hostilidad pero sin sorpresa, como si me hubiera estado esperando.

«Yo ya no tengo nada que decir», dijo. «Todo eso fue hace tiempo, ya se lo conté todo a los periodistas.»

«¿Qué periodistas?»

«Eso fue hace rato, yo ya les conté todo.»

«Pero yo no soy periodista», dije. «Yo era amigo...»

«Yo ya conté todo», dijo la mujer. «Ustedes ya sacaron esas cochinadas, no crea que se me ha olvidado.»

En ese momento apareció, detrás de ella, un muchachito que juzgué demasiado crecido para tener la boca sucia. «¿Qué pasa, Consu? ¿La está molestando este señor?» Se acercó un poco más a la puerta y la luz del día le dio en la cara: no era suciedad lo que había en su boca, sino la sombra de un bozo incipiente. «Dice que era amigo de Ricardo», dijo Consu en voz baja. Me miró de arriba abajo, y yo hice lo mismo con ella: era gorda y bajita, llevaba el pelo recogido en una moña que no parecía gris, sino dividida en mechones negros y blancos como un juego de mesa, y la cubría un vestido negro de algún material elástico que se pegaba a sus formas, de manera que el cinturón de lana tejida quedaba devorado por la carne suelta de su vientre, y lo que uno veía era una especie de gruesa lombriz blanca saliendo del ombligo. Se acordó de algo, o pareció que se acordaba de algo, y en su cara —en los pliegues de su cara, rosados y sudorosos como si Consu acabara de hacer algún trabajo físico— se formó un puchero. La mujer sesentona se convirtió entonces en una niña inmensa a la que alguien ha negado un dulce. «Con permiso, señor», dijo Consu, y empezó a cerrar la puerta.

«No cierre», le pedí. «Déjeme que le explique.»

«Váyase, hermano», dijo el joven. «Aquí nada se le ha perdido.»

«Yo lo conocí», dije.

«No le creo», dijo Consu.

«Yo estaba con él cuando lo mataron», dije entonces. Me levanté la camiseta, le mostré a la mujer la cicatriz de mi vientre. «Una bala me dio a mí», dije.

Las cicatrices son elocuentes.

Durante las horas que siguieron le hablé a Consu de aquel día, de mi encuentro con Laverde en los billares, de la Casa de Poesía y de lo que ocurrió después. Le hablé de lo que Laverde me había contado y le dije que todavía no entendía por qué me había contado aquello. Le hablé también de la grabación, del desconsuelo que había arrollado a Laverde mientras la escuchaba, de las especulaciones que me cruzaron por la mente en su momento sobre sus posibles contenidos, sobre lo que puede decirse para que se produzca ese efecto en un adulto más o menos curtido. «No puedo imaginarme», le dije. «Y he tratado, le juro, pero no lo logro. No se me ocurre.» «No, ¿verdad?», me dijo ella. «No», le dije yo. Para ese momento ya estábamos en la cocina, Consu sentada en una silla de plástico blanco y yo en una butaca de madera con un travesaño roto, tan cerca de la pipeta de gas que hubiéramos podido tocarla con sólo estirar el brazo. El interior de la casa era tal como me lo había imaginado yo: el patio, las vigas de madera visibles en el techo, las puertas verdes de las habitaciones de alquiler. Consu me escuchaba y asentía, metía las manos entre las rodillas y cerraba las piernas como si no quisiera que las manos se le escaparan. Después de un rato me ofreció un café negro que hacía llenando de granos molidos un pedazo de media velada y luego metiendo la media en una olleta de latón cubierta de abolladuras grises, y cuando lo terminé me ofreció otro y repitió el procedimiento, y cada vez el aire quedó impregnado con el olor del gas y luego del fósforo quemado. Le pregunté a Consu cuál era la habitación de Laverde, y ella la señaló frunciendo los labios e indicando con la cabeza como un potro incómodo. «Ésa de allá», dijo. «Ahora la ocupa un músico, lo más buena gente, si viera, toca la guitarra en el Camarín del Carmen.» Se quedó callada, mirándose las manos, y al cabo dijo: «Tenía un candado de clave, porque a Ricardo no le gustaba andar con llaveros. Me tocó romperlo cuando lo mataron».

La policía había llegado, por uno de esos azares, a la hora en que Ricardo Laverde solía llegar, y Consu, pensando en él, les abrió antes de que golpearan. Se encontró con dos agentes, uno de pelo canoso que ceceaba al hablar y otro que se mantuvo dos pasos por detrás y no dijo una sola palabra. «Se notaba que las canas eran prematuras, quién sabe qué habría visto ese señor», dijo Consu. «Me mostró una cédula y me preguntó si reconocía al individuo, así dijo, el individuo, qué palabra tan rara para un muerto. Y yo, la verdad, no lo reconocí», dijo Consu, santiguándose. «Es que había cambiado mucho. Tuve que leer para decirles que sí, que ese señor se llamaba Ricardo Laverde y vivía aquí desde tal mes. Primero pensé: se metió en problemas. Lo van a encanar otra vez. Me dio lástima, porque Ricardo cumplía con todas sus cosas desde que salió.»

«¿Con qué cosas?»

«Las cosas que hacen los presos. Los que eran presos y ya no son.»

«Así que usted sabía», dije.

«Claro, mijito. Todo el mundo sabía.»

«¿Y también se sabía qué había hecho?»

«No, eso no», dijo Consu. «Bueno, yo no quise averiguar nunca. Se hubiera dañado mi relación con él, ¿sí o no? Ojos que no ven, corazón que no siente, eso es lo que yo digo.»

Los policías la siguieron hasta el cuarto de Laverde. Usando un martillo como palanca, Consu hizo estallar la medialuna de aluminio, y el candado fue a dar a una de las acequias del patio interior. Cuando abrió la puerta se encontró con una habitación de monje: el rectángulo perfecto del colchón tendido, la sábana impecable, la almohada con su funda sin dobleces, sin las curvas y las avenidas que marca una cabeza con el paso de las noches. Al lado del colchón, una tabla de madera sin tratar sobre dos ladrillos; sobre la tabla, un vaso de agua que parecía turbia. Al día siguiente esa imagen, la del colchón y la improvisada mesita de noche, salió en el periódico amarillista junto a la mancha de sangre en la acera de la calle 14. «Desde ese día no entra un periodista en esta casa», dijo Consu. «Esa gente no respeta nada.»

«¿Quién lo mató?»

«Ay, si yo supiera. No sé, no sé quién lo mató, si era lo más bueno. De la gente buena que yo he conocido, le juro. Aunque haya hecho cosas malas.»

«¿Qué cosas?»

«Eso sí no sé», dijo Consu. «Algo habrá hecho.»

«Algo habrá hecho», repetí.

«Además, qué importa ya», dijo Consu. «O acaso es que averiguando lo vamos a resucitar.»

«Pues no», dije yo. «¿Y dónde está enterrado?»

«¿Para qué quiere saber?»

«No sé. Para visitarlo. Para llevarle flores. ¿Cómo fue el entierro?»

«Chiquito. Lo organicé yo, claro. Yo era lo más parecido que Ricardo tenía a un pariente.»

«Claro», dije. «La esposa se acababa de matar.»

«Ah», me dijo Consu. «Usté también sabe sus cosas, quién lo viera.»

«Ella venía para pasar Navidad con él. Él se había hecho tomar una foto absurda para regalársela a ella.»

«¿Absurda? ¿Por qué absurda? A mí me pareció tierna.»

«Era una foto absurda.»

«La foto de las palomas», dijo Consu.

«Sí», dije yo. «La foto de las palomas.» Y luego: «Seguro que tenía que ver con eso».

«Qué cosa.»

«Lo que estaba oyendo. Siempre he pensado que lo que estaba oyendo tenía que ver con ella, con la esposa. Me imagino una carta grabada, no sé, un poema que a ella le gustaba.»

Por primera vez, Consu sonrió. «¿Eso se imagina?»

«No sé, algo así.» Y entonces, no sé por qué, mentí o exageré. «Me he pasado dos años y medio pensando en eso, es curioso que un muerto ocupe tanto espacio aunque no lo hayamos conocido. Dos años y medio pensando en Elena de Laverde. O Elena Fritts, o como se llamara. Dos años y medio», dije. Me sentí bien al decirlo.

No sé qué haya visto Consu en mi cara, pero su expresión cambió, e incluso cambió su manera de sentarse.

«Dígame una cosa», me dijo, «pero dígame la verdad. ¿Usté lo quería?».

«¿Cómo?»

«¿Lo quería o no?»

«Sí», dije, «lo quería mucho».

Tampoco esto era cierto, claro. La vida no nos había dado tiempo para el afecto, y lo que me movía no era el sentimiento ni la emoción, sino esa intuición que a veces tenemos de que algunos hechos han modelado nuestras vidas más de lo aceptado o evidente. Pero he aprendido muy bien que esas sutilezas no sirven para nada en el mundo real, y muchas veces hay que sacrificarlas, dar al otro lo que el otro quiere oír, no ponernos demasiado honestos (la honestidad es ineficaz, no llega a ninguna parte). Miré a Consu y lo que vi fue una mujer sola, sola como yo mismo estoy solo. «Mucho», repetí. «Lo quería mucho.»

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