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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (4 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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Pero son todas preguntas inútiles. No hay manía más funesta, ni capricho más peligroso, que la especulación o la conjetura sobre los caminos que no tomamos.

Tardé mucho en volver a verlo. Un par de veces pasé por los billares durante los días que siguieron, pero mis rutinas no coincidieron con las suyas. Entonces, justo cuando se me ocurrió que podía pasar a visitarlo a su casa, me enteré de que se había ido de viaje. No supe adónde, ni con quién; pero una tarde Laverde había pagado sus deudas de juego y de bebida, había anunciado unas vacaciones y al día siguiente se había esfumado como la racha de suerte de un apostador compulsivo. Así que también yo dejé de frecuentar ese lugar que, en ausencia de Laverde, perdió de repente todo interés. La universidad cerró por vacaciones, y toda esa rutina que gira alrededor de la cátedra y los exámenes quedó suspendida, y sus lugares desiertos (los salones sin voces, las oficinas sin ajetreos). Fue durante ese interludio que Aura Rodríguez, una antigua alumna con quien llevaba saliendo ya varios meses de manera más o menos secreta y en todo caso cautelosa, me dijo que estaba embarazada.

Aura Rodríguez. En el desorden de sus apellidos había un Aljure y un Hadad, y esa sangre libanesa estaba en sus ojos profundos y en el puente de las cejas espesas y en la estrechez de su frente, un conjunto que hubiera dado la impresión de seriedad o aun mal genio en alguien menos dado a la extroversión y a la afabilidad. Sus sonrisas fáciles, sus ojos atentos hasta la impertinencia, desarmaban o neutralizaban unas facciones que, por más bellas que fueran (y sí, eran bellas, eran muy bellas), podían volverse duras y aun hostiles con un leve fruncimiento del ceño, con una cierta manera de entreabrir los labios para respirar por la boca en momentos de tensión o enfado. Aura me gustaba, por lo menos en parte, porque su biografía tenía poco en común con la mía, empezando por el desarraigo de su niñez: los padres de Aura, caribeños los dos, habían llegado a Bogotá con la niña en brazos, pero nunca lograron sentirse a gusto en esta ciudad de gente solapada y ladina, y con los años acabaron aceptando una oportunidad de trabajo en Santo Domingo y luego otra en México y luego una muy breve en Santiago de Chile, de manera que Aura salió de Bogotá siendo todavía muy pequeña y su adolescencia fue una suerte de circo itinerante y, a la vez, de sinfonía permanentemente inconclusa. La familia de Aura volvió a Bogotá a comienzos de 1994, semanas después de que mataran a Pablo Escobar; ya la década difícil había terminado, y Aura viviría para siempre en la ignorancia de lo que vimos y escuchamos quienes estuvimos aquí. Más tarde, cuando la jovencita desarraigada se presentó en la universidad para dar la entrevista de admisión, el decano de la facultad le hizo la misma pregunta que hacía a todos los aspirantes: ¿por qué Derecho? La respuesta de Aura dio bandazos aquí y allá, pero acabó con una razón menos relacionada con el futuro que con el inmediato pasado: «Para poder quedarme quieta en un mismo sitio». Los abogados sólo pueden ejercer allí donde han estudiado, dijo Aura, y esa estabilidad le parecía impostergable. No lo dijo en ese momento, pero ya sus padres comenzaban a planear el siguiente viaje, y Aura había decidido que no sería parte de él.

De manera que se quedó sola en Bogotá, viviendo con dos barranquilleras en un apartamento de pocos muebles baratos donde todo, comenzando por las inquilinas, tenía un carácter transitorio. Y comenzó a estudiar Derecho. Fue alumna mía durante mi primer año como profesor, cuando también yo era un novato; y no volvimos a vernos después de terminado ese curso, a pesar de compartir los mismos corredores, a pesar de frecuentar a menudo los mismos cafés de estudiantes del centro, a pesar de habernos saludado alguna vez en la Legis o en la Temis, las librerías de los abogados con su aire de oficina pública y sus burocráticas baldosas blancas olorosas a detergente. Una tarde de marzo nos encontramos en un cine de la calle 24; nos pareció gracioso que ambos estuviéramos solos viendo películas en blanco y negro (había un ciclo de Buñuel, esa tarde daban
Simón del desierto,
me dormí a los quince minutos). Intercambiamos teléfonos para tomarnos un café al día siguiente, y al día siguiente dejamos el café a medio tomar cuando nos dimos cuenta, en plena conversación banal, de que no nos interesaba contarnos las vidas, sino irnos a algún lugar donde pudiéramos acostarnos y pasar el resto de la tarde mirándonos los cuerpos que llevábamos imaginando, cada uno por su cuenta, desde que nos habíamos cruzado por primera vez en el espacio frígido de las aulas. Yo recordaba la voz ronca y las clavículas marcadas; me sorprendieron las pecas entre los senos (había imaginado una piel clara y lisa como la de la cara) y me sorprendió también la boca que siempre, por razones científicamente inexplicables, estaba fría.

Pero luego la sorpresa y las exploraciones y los descubrimientos y los extravíos cedieron el paso a otra situación, acaso más sorprendente, por impredecible. Durante los días siguientes continuamos viéndonos sin descanso y constatando que nuestros mundos respectivos no cambiaban demasiado tras nuestros encuentros clandestinos, que nuestra relación no afectaba el lado práctico de nuestras vidas ni para bien ni para mal, sino que coexistía con nosotros, como una carretera paralela, como una historia vista en los episodios de una serie de televisión. Nos dimos cuenta de lo poco que nos conocíamos, o en todo caso me di cuenta yo. Pasé mucho tiempo descubriendo a Aura, aquella mujer extraña que se acostaba conmigo en las noches y comenzaba a soltar anécdotas propias o ajenas, y al hacerlo fabricaba para mí un mundo absolutamente novedoso donde la casa de una amiga olía a dolor de cabeza, por ejemplo, o donde un dolor de cabeza podía perfectamente saber a helado de guanábana. «Es como estar con una enferma de sinestesia», le decía yo. Nunca había visto que alguien se llevara un regalo a la nariz antes de abrirlo, aunque fuera evidentemente un par de zapatos, o un anillito, un pobre anillo inocente. «¿A qué huele un anillo?», le decía a Aura. «No huele a nada, ésa es la verdad. Pero a ti no hay manera de explicarte eso.»

Así, sospecho, hubiéramos podido seguir toda la vida. Pero cinco días antes de Navidad Aura se me apareció arrastrando una maleta roja, de ruedas pequeñas, llena de bolsillos por todas partes. «Tengo seis semanas», me dijo. «Quiero que pasemos las fiestas juntos, después vemos qué hacemos.» En uno de esos bolsillos había un despertador digital y una bolsa que no contenía lápices, como pensé, sino maquillaje; en otro, una foto de los padres de Aura, que para ese momento estaban bien instalados en Buenos Aires. Ella sacó la foto y la puso boca abajo sobre una de las dos mesitas de noche, y sólo le dio la vuelta cuando le dije que sí, que pasáramos las fiestas juntos, que eso era una buena idea. Entonces —la imagen está muy viva en mi memoria— se echó sobre la cama, sobre mi cama tendida, y cerró los ojos y empezó a hablar. «La gente no me cree», dijo. Pensé que se refería al embarazo y dije: «¿Quién? ¿A quién le has contado?». «Cuando hablo de mis padres», dijo Aura. «No me creen.» Me recosté junto a ella y crucé los brazos por detrás de la cabeza y la escuché. «No me creen, por ejemplo, cuando digo que no entiendo para qué me tuvieron a mí, si con ellos mismos tenían suficiente. Siguen teniendo suficiente. Se bastan a sí mismos, es eso. ¿Tú has sentido eso? ¿Que estás con tus papás y de repente sobras, de repente estás de más? A mí me pasa mucho, o me pasó mucho hasta que pude vivir sola, y es raro, estar con tus papás y que ellos comiencen a mirarse con esa mirada que tú ya has identificado y que se mueran de la risa entre los dos y tú no sepas de qué se ríen, y peor, que no te sientas con derecho a preguntar. Es una mirada que me aprendí de memoria hace tiempo, no es complicidad, es algo que va mucho más allá, Antonio. Más de una vez me tocó de niña, en México o en Chile, más de una vez. En una comida, con invitados que no les caían bien y que de todas formas invitaban, o en la calle cuando se encontraban con alguien que decía idioteces, de repente yo podía adelantarme cinco segundos y pensar
ahora viene la mirada,
y efectivamente, cinco segundos después se movían las cejas, se encontraban los ojos, y yo les veía en la cara esa sonrisa que nadie más veía y que ellos usaban para burlarse de la gente como yo no he visto nunca a nadie burlarse de nadie más. ¿Cómo sonríe uno sin que se vea la sonrisa? Ellos podían, Antonio, te juro que no exagero, yo crecí con esas sonrisas. ¿Por qué me molestaba tanto? Todavía me molesta, ¿por qué tanto?»

No había tristeza en sus palabras, sino irritación o más bien enfado, el enfado de quien ha sufrido un engaño por desatención o negligencia, sí, eso era, el enfado de quien se ha dejado embaucar. «He estado acordándome de algo», dijo entonces. «Yo tenía catorce o quince años, estábamos a punto de irnos de México. Era un viernes, día de colegio, y yo decidí dejarme llevar por unas amigas que no estaban muy de ánimo para la geografía o las matemáticas. Íbamos cruzando un parque, era el parque San Lorenzo, el nombre no importa. Y entonces vi a un señor muy parecido a mi papá, pero en un carro que no era el de mi papá. Paró en la esquina, mirando hacia la avenida, y entonces se montó al carro una señora muy parecida a mi mamá, pero vestida con ropas que no eran de mi mamá y con el pelo rojo que mi mamá no tenía. Eso pasaba del otro lado del parque, la única opción que tenían era dar la curva muy despacio y pasar por delante de donde estábamos nosotras. Yo no sé en qué estaba pensando cuando les hice señas de que pararan, pero es que la impresión del parecido era demasiado fuerte. Así que ellos pararon, yo en el andén y el carro en la calle, y de cerca me di cuenta inmediatamente de que eran ellos, eran papá y mamá. Y les sonreí, les pregunté qué pasaba, y ahí comenzó el miedo: ellos me miraron y me hablaron como si no me conocieran, como si nunca me hubieran visto. Como si yo fuera una de mis amigas. Luego he entendido que estaban jugando. Un marido que se encuentra en la calle con una puta cara. Estaban jugando y no podían dejar que yo dañara el juego. Y esa noche, todo normal: comimos en familia, vimos televisión, todo. No dijeron nada. Yo estuve unos días pensando en lo que había pasado, pensando sin entenderlo y sintiendo algo que no había sentido nunca, sintiendo miedo, pero miedo de qué, ¿no es absurdo?» Tomó una bocanada de aire (sus labios apretados sobre los dientes) y susurró: «Y ahora yo voy a tener un hijo. Y no sé si estoy lista, Antonio. No sé si estoy lista».

«Yo creo que sí», le dije yo.

También lo mío fue un susurro, según lo recuerdo. Y luego vino otro: «Trae todo», le dije. «Estamos listos.» Por todo comentario, Aura empezó a llorar con un llanto callado pero sostenido que sólo cesó con el sueño.

El de 1995 fue un final de año típicamente sabanero, con ese cielo azul intenso que se ve en las tierras altas de los Andes, con esas madrugadas en que la temperatura suele bajar de los cero grados y el aire seco llega a quemar los cultivos de papa o de coliflor, y en cambio el resto del día es soleado y caluroso y la luz es tan clara que uno termina con la piel enrojecida en la nuca y en los pómulos. Durante ese tiempo me dediqué a Aura con la constancia —no: la monomanía— de un adolescente. Los días los pasábamos caminando por recomendación del médico y dando largas siestas (ella), leyendo lamentables trabajos de investigación (yo) o viendo en casa películas piratas que se anticipaban en varios días a los estrenos de la exigua cartelera (ambos). Por las noches Aura me acompañaba a las novenas que daban mis familiares o mis amigos, y bailábamos y tomábamos cerveza sin alcohol y encendíamos rodachinas y volcanes de pólvora, y lanzábamos voladores que estallaban con estrépitos de colores en el amarillento cielo nocturno de la ciudad, esa oscuridad que nunca es perfecta. Y nunca, nunca me pregunté qué estaría haciendo en el mismo instante Ricardo Laverde, si también él rezaría las novenas, si también habría pólvora en ellas y si él lanzaría voladores o encendería rodachinas, y si lo haría solo o en qué compañía.

La mañana que siguió a una de esas novenas, una mañana nublada y oscura, Aura y yo tuvimos nuestra primera ecografía. Aura había estado a punto de cancelarla, y lo habría hecho si ello no hubiera implicado esperar veinte días más para tener noticias de la criatura, con los riesgos que eso implica. Pues no era una mañana como cualquiera, no era un 21 de diciembre como cualquier otro 21 de diciembre de cualquier otro año: desde primeras horas de la madrugada las emisoras y los periódicos nos habían contado que el vuelo 965 de American Airlines, proveniente de Miami y con destino final en el aeropuerto internacional Alfonso Bonilla Aragón de la ciudad de Cali, se había estrellado la noche anterior contra la ladera oeste de la montaña El Diluvio. Llevaba ciento cincuenta y cinco pasajeros a bordo, muchos de los cuales ni siquiera iban a Cali, sino que pretendían tomar en conexión el último vuelo de la noche hacia Bogotá. Al momento de la noticia se habían contabilizado sólo cuatro sobrevivientes, todos con heridas graves, y no se superaría esa cifra. Yo supe de los infaltables detalles —que el avión era un 757, que la noche era limpia y estrellada, que comenzaba a hablarse de un error humano— por la noticia que se anunció en todas las emisoras. Lamenté el accidente, sentí toda la simpatía de que soy capaz por la gente que esperaba a sus familiares para pasar con ellos las fiestas, o la que, en su silla del avión, comprende de un momento al otro que no llegará, que está viviendo sus últimos segundos. Pero fue una simpatía efímera y distraída, y de seguro se había extinguido cuando entramos al cubículo estrecho donde Aura, acostada sin camisa, y yo, de pie junto a la pantalla, recibimos la noticia de que nuestra niña (Aura estaba mágicamente segura de que era una niña), que en aquel instante medía siete milímetros, gozaba de perfecta salud. En la pantalla negra había una suerte de universo luminoso, de confusa constelación en movimiento donde, nos decía la mujer de la bata blanca, estaba nuestra niña: esa isla en el mar —cada uno de sus siete milímetros— era ella. Bajo el resplandor eléctrico de la pantalla vi a Aura sonreír, y esa sonrisa, mucho me temo, no se me olvidará mientras viva. Luego la vi llevarse un dedo al vientre para untárselo con el gel azul que había usado la enfermera. Y luego la vi llevarse el dedo a la nariz, para olerlo y clasificarlo según las reglas de su mundo, y ver aquello fue absurdamente satisfactorio, como una moneda encontrada por la calle.

No recuerdo haber pensado en Ricardo Laverde allí, durante la ecografía, cuando Aura y yo escuchamos, perfectamente estupefactos, el sonido de un corazón demasiado acelerado. No recuerdo haber pensado en Ricardo Laverde después, mientras Aura y yo anotábamos nombres de mujer en el mismo sobre blanco de hospital en que nos habían entregado el informe escrito de la ecografía. No recuerdo haber pensado en Ricardo Laverde al leer en voz alta ese informe, al enterarnos de que nuestra niña estaba en posición intrauterina fúndica y su forma era regular oval, palabras que a Aura le sacaron violentas carcajadas en mitad del restaurante. No recuerdo haber pensado en Ricardo Laverde ni siquiera al hacer el inventario mental de todos los padres de niñas que conocía, un poco para averiguar si el nacimiento de una niña tiene algún efecto predecible en la gente, o para comenzar la búsqueda de consejeros o posibles apoyos, como si intuyera desde ya que lo que se me venía encima era la experiencia más intensa, más misteriosa, más impredecible que me tocaría vivir. En realidad, no recuerdo con certeza qué pensamientos pasaron por mi cabeza ese día o los días que siguieron —mientras el mundo hacía el tránsito lento y perezoso entre un año y el siguiente— como no fueran los de mi próxima paternidad. Yo estaba esperando una niña, a mis veintiséis años estaba esperando una niña, y ante el vértigo de mi juventud sólo se me ocurría pensar en mi padre, que a mi edad ya nos había tenido a mí y a mi hermana, y eso que mi madre y él habían comenzado con la pérdida de su primer embarazo. Yo no sabía aún que un viejo novelista polaco había hablado mucho tiempo atrás de la línea de sombra, ese momento en que un hombre joven se convierte en dueño de su propia vida, pero eso era lo que sentía mientras mi niña crecía en el vientre de Aura: sentía que estaba a punto de transformarse en una criatura nueva y desconocida cuyo rostro no alcanzaba a ver, cuyos poderes no podía medir, y sentía también que después de la metamorfosis no habría vuelta atrás. Para decirlo de otro modo y sin tanta mitología: sentía que algo muy importante y también muy frágil había caído bajo mi responsabilidad, y sentía, improbablemente, que mis capacidades estaban a la altura del reto. No me sorprende ahora que haya tenido apenas una vaga noción de vivir en el mundo real durante esos días, pues mi memoria caprichosa los ha privado de todo significado o relevancia que no tenga relación con el embarazo de Aura.

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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