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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (30 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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Las voces queridas. En ellas pensaba ese lunes extraño, cuando, después del fin de semana en casa de Maya Fritts, me encontré llegando a Bogotá por el occidente, pasando por debajo de los aviones que despegaban del aeropuerto El Dorado, pasando por encima del río, y subiendo luego por la calle 26. Eran poco más de las diez de la mañana y el trayecto había transcurrido sin percances, ni derrumbes ni trancones ni accidentes que me retuvieran en esa carretera tan estrecha por momentos que los vehículos tienen que tomar turnos para pasar. Yo iba pensando en todo lo que había escuchado en el fin de semana y en la mujer que me lo había contado, y también en lo que había visto en la Hacienda Nápoles, cuyas cúpulas y cuyos muros también habían caído, y también, por supuesto, iba pensando en el poema de Arturo y en mi familia, en mi familia y el poema de Arturo, en mi ciudad y el poema y mi familia, las voces queridas del poema, la voz de Aura y la voz de Leticia, que habían llenado mis últimos años, que en más de un sentido me habían rescatado.

Y eran como mis mismos cabellos esas llamas,

rojas panteras sueltas en la joven ciudad,

y ardían desplomándose los muros de mi sueño,

¡tal como se desploma gritando una ciudad!

Entré al parqueadero de mi edificio como si volviera de una prolongada ausencia. Desde la ventana me saludó un portero al que no había visto nunca; tuve que hacer más maniobras de las habituales para entrar en mi espacio. Al bajar sentí frío, y pensé que el interior del carro había conservado el aire cálido del valle del Magdalena y que a ese contraste se debía sin duda la cerrazón violenta de mis poros. Olía a cemento (el cemento tiene un olor frío) y olía también a pintura fresca: estaban haciendo unos trabajos que yo no recordaba, los habrían empezado durante el fin de semana. Pero los obreros no estaban, y allí, en el parqueadero de mi edificio, ocupando el lugar de un carro que había salido ya, había un barril de gasolina cortado por la mitad, y en él restos de cemento fresco. De niño me había gustado la sensación del cemento fresco en las manos, así que miré alrededor —cosa de asegurarme de que nadie me viera y me tomara por un loco— y me acerqué al barril y hundí dos dedos cuidadosos en la mezcla ya casi endurecida. Y así subí al ascensor, mirándome los dedos sucios y oliéndolos y disfrutando ese olor frío, y así subí los diez pisos hasta mi apartamento, y estuve a punto de timbrar con los dedos sucios. No lo hice, y no fue sólo por no ensuciar el timbre o la pared, sino porque algo (una cualidad del silencio en esa planta alta, la oscuridad de los cristales ahumados de la puerta) me dijo que en la casa no había nadie que me abriera.

Ahora bien, hay algo que me ha pasado toda mi vida al regresar del nivel del mar a la altura bogotana. No es cosa mía solamente, por supuesto, sino que les pasa a varios e incluso a la mayoría, pero desde pequeño constaté que mis síntomas eran más intensos que los ajenos. Me refiero a una cierta dificultad para respirar durante los primeros dos días de mi regreso, una taquicardia leve que se desencadena con esfuerzos tan sencillos como subir una escalera o bajar una maleta, y que me dura mientras los pulmones se acostumbran de nuevo a este aire enrarecido. Eso me sucedió al abrir con mis propias llaves la puerta de mi apartamento. Mis ojos registraron mecánicamente la mesa limpia del comedor (no había sobres por abrir, ni cartas ni facturas), la mesita del teléfono donde la luz roja del contestador parpadeaba y el tablero digital me indicaba que había cuatro mensajes, la puerta batiente de la cocina (que se había quedado fija en una posición entreabierta, sería preciso aceitar la bisagra). Todo eso lo vi sintiendo que el aire me faltaba y que el corazón me lo estaba reclamando. Lo que no vi, en cambio, fue juguetes de ningún tipo. Ni en los rincones alfombrados ni abandonados en las sillas ni perdidos en el corredor. No había nada, ni las frutas de plástico ni su canasta, ni las tacitas de té desportilladas, ni las tizas del tablero ni papeles coloreados. Todo estaba en perfecto orden, y fue entonces cuando di dos pasos hacia el teléfono y puse a sonar los mensajes. El primero era de la Decanatura de mi universidad, me preguntaban por qué no había ido a dar mi clase de siete de la mañana, me pedían reportarme en cuanto fuera posible. El segundo era de Aura.

«Llamo para que no te preocupes», decía esa voz, la voz querida, «estamos bien, Antonio. Leticia y yo estamos bien. Hoy es domingo, ocho de la noche, y no has venido. Y yo no veo adónde podemos ir ya. Tú y yo, quiero decir, no veo adónde podamos ir tú y yo, qué es lo que sigue después de esto que nos ha pasado. He tratado, he tratado mucho, tú sabes que sí. Y ya me cansé de tratar, hasta yo me canso. Ya no puedo más. Perdóname, Antonio, pero ya no puedo más, y no es justo con la niña». Esto decía:
No es justo con la niña.
Y luego decía otras cosas, pero el tiempo que le daba el contestador se le había acabado y el mensaje se le había cortado. El siguiente mensaje también era de ella. «Se me cortó», decía con voz quebrada, como si hubiera llorado entre las dos llamadas. «Bueno, tampoco tengo nada más que decir. Espero que tú también estés bien, que hayas llegado bien, y que me perdones. Es que no pude más. Perdóname.» Luego venía el último mensaje: era de la universidad nuevamente, pero no de la Decanatura, sino de la Secretaría. Me pedían que dirigiera una tesis, un proyecto absurdo sobre la venganza como prototipo legal en la
Ilíada.

Había escuchado los mensajes de pie, con los ojos abiertos pero sin mirar nada, y ahora los volví a poner para que la voz querida de Aura sonara mientras yo daba una vuelta por el apartamento. Caminaba despacio, porque el aire me faltaba: por más profundas que fueran mis inspiraciones, no lograba tener la sensación de respirar cómodamente, y se me figuraban sin esfuerzo los pulmones cerrados, los bronquios rebeldes, los alvéolos saboteadores negándose a recibir el aire. En la cocina no había ni un plato sucio, ni un vaso, ni un cubierto fuera de su sitio. La voz de Aura decía que se había cansado, y yo caminaba por el corredor hacia el cuarto de Leticia, y la voz de Aura decía que no era justo con la niña y yo me senté en la cama de Leticia y pensé que lo justo era que Leticia estuviera conmigo, que yo pudiera cuidarla como la había cuidado hasta ahora.

Quiero cuidarte,
pensé,
quiero cuidarlas a ambas, juntos vamos a estar protegidos, juntos no va a pasarnos nada.

Abrí el armario: Aura se había llevado toda la ropa de la niña, un niño de la edad de Leticia ensucia varias prendas al día, hay que estar lavando todo el tiempo. La cabeza me dolía de repente. Lo atribuí a la falta de oxígeno. Pensé que me recostaría unos minutos antes de buscar una pastilla, porque Aura siempre me había reprochado esa tendencia a tomar algo con los primeros síntomas, a no dejar que el cuerpo se defendiera solo. «Perdóname», decía la voz de Aura allá, en el salón, del otro lado de la pared. Aura no estaba en el salón, por supuesto, y no había manera de saber dónde estaba. Pero estaba bien, y Leticia estaba bien, y eso era lo importante. Tal vez, con algo de suerte, volvería a llamar. Me acosté en esa cama que me resultaba demasiado pequeña, en la cual mi largo cuerpo de adulto no quedaba contenido, y mis ojos se fijaron en el móvil que colgaba del techo, la primera imagen que Leticia veía al levantarse en las mañanas, la última que probablemente veía al acostarse. Del techo colgaba un huevo aguamarina, del huevo salían cuatro aspas y de cada aspa colgaba, a su vez, una figura: un búho con grandes ojos en espiral, una mariquita, una libélula de alas de muselina, una abeja sonriente de largas antenas. Allí, concentrado en las formas y los colores que se movían de manera imperceptible, pensé en lo que le diría a Aura si volviera a llamar. ¿Le preguntaría dónde estaba, si podía ir a recogerla o si tenía derecho a esperarla? ¿Guardaría silencio para que ella se diera cuenta de que había sido un error abandonar nuestra vida? ¿O trataría de convencerla, de sostener que juntos nos defenderíamos mejor del mal del mundo, o que el mundo es un lugar demasiado riesgoso para andar por ahí, solos, sin alguien que nos espere en casa, que se preocupe cuando no llegamos y pueda salir a buscarnos?

Nota del autor

Comencé
El ruido de las cosas al caer
en junio de 2008, durante seis semanas que pasé en la Santa Maddalena Foundation (Donnini, Italia), y agradezco a Beatrice Monti della Corte su hospitalidad. Terminé la novela en diciembre de 2010, en casa de Suzanne Laurenty (Xhoris, Bélgica), y también a ella van mis agradecimientos. Entre las dos fechas hay muchas personas que enriquecieron o mejoraron esta novela. Ellas saben quiénes son.

JUAN GABRIEL VÁSQUEZ, (Bogotá, 1973) es autor de la colección de relatos
Los amantes de Todos los Santos
y de dos novelas.
Los informantes
fue elegida en Colombia como una de las novelas más importantes de los últimos veinticinco años y fue finalista del Independen Foreign Fiction Prize en el Reino Unido.
Historia secreta de Costaguana
ha obtenido el premio Qwerty a la mejor novela en castellano (Barcelona), el premio Fundación Libros & Letras (Bogotá). Ha vivido en París y en las Ardenas belgas, y en 1999 se instaló definitivamente en Barcelona. Ha traducido obras de John Hersey, Victor Hugo y E. M. Forster, entre otros, y su labor periodística también es destacada: Vásquez es columnista del periódico colombiano El Espectador, y ganó el Premio de Periodismo Simón Bolívar con
El arte de la distorsión
, ensayo incluido en el libro del mismo título. También es autor de una breve biografía de Joseph Conrad,
El hombre de ninguna parte
(2007). Sus libros están traducidos a catorce lenguas.

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