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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (25 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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«No», dije, «no tengo. Debe ser muy raro, eso de los hijos. Tampoco me alcanzo a imaginar».

No sé por qué lo hice. Tal vez porque ya era muy tarde para hablar de esa familia que me esperaba en Bogotá, ésas son cosas que se dicen en los primeros momentos de una relación, cuando uno se presenta y entrega al otro dos o tres trozos de información para dar la ilusión de la intimidad.
Uno se presenta:
la palabra debe venir de allí, no de pronunciar el propio nombre y escuchar el nombre del otro y estrechar una mano, no de besar una o dos mejillas o hacer una venia, sino de esos primeros minutos en que ciertas informaciones insustanciales, ciertas generalidades sin importancia, dan al otro la sensación de que nos conoce, de que ya no somos extraños. Uno habla de su nacionalidad; uno habla de su profesión, lo que hace para ganar dinero, porque la manera de ganar dinero es elocuente, nos define, nos estructura; uno habla de su familia. Pues bien, ese momento había pasado ya con Maya, y comenzar a hablar de mi mujer y mi hija dos días después de haber llegado a Las Acacias hubiera levantado sospechas innecesarias o requerido largas explicaciones o justificaciones imbéciles, o simplemente parecería raro, y todo al final no tendría consecuencia ninguna: Maya perdería la confianza que hasta ahora había sentido, o yo perdería el terreno ganado hasta ahora, y ella dejaría de hablar y el pasado de Ricardo Laverde sería pasado nuevamente, volvería a esconderse en la memoria de otros. Yo no podía permitírmelo.

O quizás había otra razón.

Porque mantener a Aura y a Leticia alejadas de Las Acacias, alejadas de Maya Fritts y su relato y sus documentos, alejadas por lo tanto de la verdad sobre Ricardo Laverde, era proteger su pureza, o más bien evitar su contaminación, la contaminación que yo había sufrido una tarde de 1996 y cuyas causas apenas comenzaba a comprender ahora, cuya intensidad insospechada comenzaba a emerger ahora como emerge del cielo un objeto que cae. Mi vida contaminada era mía solamente, mi familia estaba a salvo todavía: a salvo de la peste de mi país, de su atribulada historia reciente: a salvo de todo aquello que me había dado caza a mí como a tantos de mi generación (y también de otras, sí, pero sobre todo de la mía, la generación que nació con los aviones, con los vuelos llenos de bolsas y las bolsas de marihuana, la generación que nació con la Guerra contra las Drogas y conoció después las consecuencias). Este mundo que había vuelto a la vida en las palabras y los documentos de Maya Fritts podía quedarse aquí, pensé, podía quedarse en Las Acacias, podía quedarse en La Dorada, podía quedarse en el valle del Magdalena, podía quedarse a cuatro horas por tierra de Bogotá, lejos del apartamento donde mi esposa y mi hija me esperaban, quizás con algo de inquietud, sí, quizás con expresiones preocupadas en los rostros, pero puras, incontaminadas, libres de nuestra particular historia colombiana, y no sería yo un buen padre ni un buen marido si llevara esa historia hasta ellas, o si les permitiera entrar en esta historia, entrar de cualquier forma en Las Acacias y en la vida de Maya Fritts, entrar en contacto con Ricardo Laverde. Aura había tenido la extraña fortuna de estar ausente durante los años difíciles, de haber crecido en Santo Domingo y México y Santiago de Chile: ¿no era mi obligación preservar esa fortuna, velar por que nada arruinara esa especie de exención que la azarosa vida de sus padres le había concedido? La iba a proteger, pensé, a ella y a mi niña, las estaba protegiendo. Eso era lo correcto, pensé, y lo hice con verdadera convicción, con un celo casi religioso.

«No, ¿verdad?», dijo Maya. «Es una de esas cosas que no se comparten, todo el mundo me lo ha dicho. En fin. El caso es que ella hizo eso por mí. Se inventó a papá, se lo inventó enterito.»

«¿Por ejemplo?»

«Bueno», dijo Maya, «por ejemplo su muerte».

Y así, con la luz blanca del valle del Magdalena dándome en la cara, supe del día en que Elaine o Elena Fritts le explicó a la niña lo que le había sucedido a su padre. Durante el último año, el padre y la hija habían hablado mucho de la muerte: una tarde, Maya se había topado con el sacrificio de una vaca Cebú, y casi de inmediato comenzó a hacer preguntas. Ricardo había resuelto el asunto con cinco palabras: «Se le acabaron los años». A todos se les acababan los años, explicó: a los animales, a las personas, a todos. ¿A los armadillos?, preguntó Maya. Sí, le dijo Ricardo, a los armadillos también. ¿Al abuelo Julio?, preguntó Maya. Sí, al abuelo Julio también, le dijo Ricardo. Así que una tarde cualquiera de finales de 1976, cuando ya las preguntas de la niña sobre la ausencia de su padre comenzaban a volverse insoportables, Elena Fritts sentó a Maya en sus rodillas y le dijo: «A papá se le acabaron los años».

«No sé por qué escogió ese momento, no sé si se cansó de esperar algo, no sé nada», me dijo Maya. «Tal vez le llegó una noticia de Estados Unidos. De los abogados o de mi papá.»

«¿No se sabe?»

«No hay cartas de esa época, mi madre las quemó todas. Lo que le digo es lo que me imagino: le llegó una noticia. De mi papá. De los abogados. Y decidió que ahí le cambiaba la vida, o que se le acababa la vida con mi papá y comenzaba otra distinta.»

Le explicó que Ricardo se había perdido en el cielo. A los pilotos les pasaba eso de vez en cuando, le explicó: era raro, pero ocurría. El cielo era muy grande y el mar era muy grande también y un avión era una cosa muy pequeña y los aviones que manejaba papá eran los más pequeños de todos, y el mundo estaba lleno de aviones como ésos, aviones pequeños y blancos que despegaban y volaban un rato sobre la tierra y luego salían a volar sobre el mar, y llegaban a estar lejos, muy lejos, lejos de todo, completamente solos, sin nadie que les diga por dónde se llega otra vez a la tierra. Y a veces pasaba algo, y se perdían. Los pilotos se desorientaban y se perdían. Se les olvidaba dónde quedaba adelante y dónde quedaba atrás, o se confundían y empezaban a volar en círculos sin saber dónde estaba atrás y dónde adelante, dónde la izquierda y dónde la derecha, hasta que el avión se quedaba sin gasolina y se caía al mar, se caía desde el cielo como una niña que se tira a una piscina. Y se hundía sin ruido ni estrépito, se hundía sin ser visto porque en esos lugares no hay vida, y allí, en el fondo del mar, a los pilotos se les acababan los años. «¿Por qué no salen nadando?», dijo Maya. Y Elena Fritts: «Porque el mar es muy hondo». Y Maya: «¿Pero ahí está papá?». Y Elena Fritts: «Sí, ahí está papá. Está en el fondo del mar. Se cayó el avión, papá se quedó dormido y se le acabaron los años».

Maya Fritts nunca cuestionó esa versión de los hechos. Ésa fue la última Navidad que pasaron en Villa Elena, la última vez que Elaine tuvo que mandar a cortar un arbusto amarillento para adornarlo con quebradizas bolas de colores que fascinaban a la niña, con renos y trineos y falsos bastones de azúcar capaces de doblar las ramas con su peso. En enero de 1977 pasaron varias cosas: a Elaine le llegó una carta de sus abuelos contando que por primera vez en la historia había nevado en Miami; el presidente Jimmy Carter perdonó a los evasores de Vietnam; y Mike Barbieri —a quien Elaine siempre había considerado en secreto parte de esos evasores— apareció muerto de un tiro en la nuca en el río La Miel, el cuerpo desnudo tirado boca abajo en la ribera, el agua de la corriente jugando con el pelo largo, la barba mojada y enrojecida por la sangre. Los campesinos que lo encontraron buscaron a Elaine incluso antes de buscar a las autoridades: ella era la otra gringa de la región. Elaine tuvo que estar presente en las primeras diligencias judiciales, tuvo que ir a un juzgado municipal de ventanas abiertas y ventiladores que desordenaban los expedientes para decir que sí, lo conocía, y que no, no sabía quién había podido matarlo. Al día siguiente empacó el Nissan con todo lo que cupo, la ropa suya y la de la niña, las maletas llenas de dinero y un armadillo con el nombre de un gringo asesinado, y se fue a Bogotá.

«Doce años, Antonio», me dijo Maya Fritts. «Doce años viví con mi madre, las dos solas, prácticamente escondidas. No sólo me quitó a papá, también a mis abuelos. No volvimos a verlos. Ellos sólo vinieron de visita un par de veces, y siempre la cosa acabó en pelea, yo no entendía por qué. Pero venían otras personas. Era un apartamento pequeñito, quedaba en La Perseverancia. Venía mucha gente a visitarnos, la casa siempre estaba llena de gringos, gente de los Peace Corps, gente de la Embajada. ¿Que si mamá hablaba con ellos de la droga, de lo que estaba pasando con la droga? No sé, no hubiera podido enterarme de algo así. Es perfectamente posible que hablaran de cocaína. O de los voluntarios que habían enseñado a los campesinos a tratar la pasta igual que les habían enseñado antes las técnicas para cultivar mejor la marihuana. Pero el negocio todavía no era lo que fue después. ¿Cómo me hubiera enterado yo? Un niño no se da cuenta de estas cosas.»

«¿Y nadie preguntaba por Ricardo? ¿Ninguno de esos invitados hablaba de él?»

«No, nadie. Increíble, ¿verdad? Mamá construyó un mundo donde Ricardo Laverde no existía, se necesita talento para hacer eso. Con lo difícil que es sostener una mentira chiquita, y ella montó una cosa de este tamaño, una verdadera pirámide. Me la imagino dando instrucciones a todos los visitantes: en esta casa no se habla de los muertos. ¿Qué muertos? Pues los muertos. Los muertos que están muertos.»

Fue por esos días que mató al armadillo. Maya no recordaba que la ausencia de su padre la hubiera trastornado demasiado: no recordaba ningún mal sentimiento, ni agresividad ninguna, ni ningún deseo de venganza, pero un día (tendría ocho años, algo así) agarró al armadillo y se lo llevó al patio de ropas. «Era uno de esos patios de los apartamentos de antes, usted sabe, incómodos y chiquitos, con la alberca de piedra y las cuerdas para colgar la ropa y una ventana. ¿Se acuerda de esas albercas? A un lado se restregaba la ropa contra la superficie, al otro había una especie de pozo, para un niño era como un gran pozo de agua fría. Yo acerqué una banca de la cocina, me asomé al agua y metí a Mike con las dos manos, sin soltarlo, y le puse ambas manos en la espalda para que no se moviera. Me habían dicho que los armadillos podían pasar mucho tiempo dentro del agua. Yo quería ver cuánto tiempo. El armadillo comenzó a sacudirse, pero yo lo mantuve así, pegado al fondo de la alberca con todo el peso de mi cuerpo, un armadillo tiene fuerza pero no tanta, yo ya era una niña de buen tamaño. Quería ver cuánto tiempo podía estar debajo del agua, eso era todo, a mí me parecía que eso era todo. Recuerdo muy bien la rugosidad de su cuerpo, las manos me dolían por la presión y luego me siguieron doliendo, era como mantener en su sitio un tronco espinoso para que no se lo lleve la corriente. Qué manera de sacudirse la del bicho ese, me acuerdo perfectamente. Hasta que ya no se sacudió más. La empleada lo descubrió después, si hubiera visto el grito que pegó. Hubo castigos, mamá me dio una cachetada violenta, me rompió la boca con el anillo. Luego me preguntó por qué lo había hecho y yo dije: Para saber cuántos minutos podía aguantar. Y mamá me contestó: ¿Y entonces por qué no tenías reloj? Yo no supe qué contestar. Y esa pregunta no se ha ido del todo, Antonio, sigue volviendo de vez en cuando, siempre en los malos momentos, cuando la vida no me está funcionando. Se me aparece esa pregunta y nunca he podido contestarla.»

Pensó un instante y dijo: «De todas formas, ¿qué hacía un armadillo en un apartamento de La Perseverancia? Qué cosa tan absurda, la casa olía a mierda».

«¿Y nunca tuvo sospechas?», le pregunté.

«¿De qué?»

«De que Ricardo estuviera vivo. De lo de la cárcel.»

«Nunca, no. Luego he sabido que no estuve sola, que lo mío no era original. En esos años fueron legión los que llegaron a Estados Unidos para quedarse, no sé si me entiende. Los que llegaban, no con cargamentos como mi papá, que también, sino como simples pasajeros de un avión comercial, un avión de Avianca o de American. Y las familias que se quedaban esperando en Colombia tenían que decirles algo a los niños, ¿no? Así que mataban al padre, nunca mejor dicho. El tipo, metido en una cárcel de Estados Unidos, se moría de repente sin que nadie hubiera sabido que ahí estaba. Era lo más fácil, más fácil que lidiar con la vergüenza, con la humillación de tener a una mula en la familia. Cientos de casos como éste. Cientos de huérfanos ficticios, yo era un caso solamente. Eso es lo bueno de Colombia, que uno nunca está solo con su destino. Mierda, qué calor hace ya, es increíble. ¿No tiene calor, Antonio, usted que es de tierra fría?»

«Un poco, sí. Pero me lo aguanto.»

«Uno aquí siente cómo se le abre cada poro. A mí me gustan las mañanas, las primeras horas. Pero luego la cosa se pone insoportable. Por más que uno se acostumbre.»

«Usted ya tendría que haberse acostumbrado.»

«Sí, es verdad. Tal vez sólo me queje por quejarme.»

«¿Cómo llegó a vivir aquí?», pregunté. «Digo, después de tanto tiempo.»

«Ah, bueno», dijo Maya. «Ésa es una larga historia.»

Maya acababa de cumplir los once años cuando una compañera de clase le habló por primera vez de la Hacienda Nápoles. Era el territorio de más de tres mil hectáreas que Pablo Escobar había comprado a finales de los setenta para construir en él su paraíso personal, un paraíso que fuera a la vez un imperio: un Xanadu para tierra caliente, con animales en vez de esculturas y matones armados en vez del letrero de
No Trespassing.
El terreno de la hacienda se extendía sobre dos departamentos; un río lo cruzaba de extremo a extremo. Por supuesto que ésta no fue la información que la compañera de clase le dio a Maya, pues en 1982 el nombre de Pablo Escobar todavía no andaba en boca de los niños de once años, ni los niños de once años conocían las características del territorio gigantesco ni la colección de carros antiguos que empezaría pronto a crecer en cocheras especiales ni la existencia de varias pistas destinadas al negocio (al despegue y aterrizaje de aviones como los que había pilotado Ricardo Laverde), ni mucho menos habían visto
Citizen Kane.
No, los niños de once años no sabían de esas cosas. Pero sabían, en cambio, del zoológico: el zoológico se convirtió en cuestión de meses en una leyenda a nivel nacional, y fue del zoológico que le habló la compañera a Maya un día de 1982. Le habló de jirafas, de elefantes, de rinocerontes, de pájaros inmensos de todos los colores; le habló de un canguro que le pegaba patadas a un balón de fútbol. Para Maya fue una revelación tan portentosa, y se convirtió en un deseo tan importante, que tuvo la cordura de esperar a Navidad para pedir como regalo que la llevaran a la Hacienda Nápoles. La respuesta de su madre fue tajante:

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