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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (20 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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Más tarde, cuando ya los invitados se habían ido, Ricardo la condujo al cuarto donde se habían acostado la primera vez, la sentó en la cama (apartó a manotazos los pocos regalos de matrimonio) y entonces Elaine pensó que le iba a hablar de dinero, que le iba a decir que no podían irse de luna de miel a ningún sitio. No lo hizo. Le puso una venda en los ojos, un paño grueso y oloroso a naftalina que podía ser una bufanda vieja, y le dijo: «De ahora en adelante no ves nada». Y así, a ciegas, Elaine se dejó llevar escaleras abajo, y a ciegas oyó las despedidas de la familia (le pareció que doña Gloria lloraba), y a ciegas salió al frío de la noche y se subió a un carro que alguien más conducía, y pensó que era un taxi, y en el recorrido a quién sabe dónde preguntó qué era todo esto y Ricardo le dijo que se callara, que no se fuera a tirar la sorpresa. Elaine sintió a ciegas que el taxi se detenía y que se abría una ventana y que Ricardo se identificaba y que lo saludaban con respeto y que se abría una puerta grande que hizo un ruido de metales. Al bajarse del taxi, segundos después, sintió en los pies una superficie rugosa y un soplo de aire frío la despeinó. «Hay unas escaleras», dijo Ricardo. «A ver, despacio, no te vayas a caer.» Ricardo le presionaba la cabeza como se hace para evitar que uno se golpee contra un techo bajo, como lo hacen los policías para que sus reos no se golpeen contra el marco de la puerta al meterlos a la patrulla. Elaine se dejó llevar, su mano tocó un material novedoso que pronto se transformó en un asiento y sintió algo rígido contra una rodilla, y al sentarse una imagen se figuró en su cabeza, la primera idea clara de dónde estaba y de lo que iba a suceder enseguida. Y lo confirmó cuando Ricardo comenzó a hablar con la torre de control y la avioneta comenzó a carretear, pero Ricardo sólo le dio permiso de quitarse la venda más tarde, después del despegue, y al hacerlo Elaine se vio de cara al horizonte, un mundo que nunca había visto antes bañado por una luz que nunca había visto antes, y esa misma luz bañaba la cara de Ricardo, que movía las manos sobre el tablero y miraba instrumentos (agujas que giraban, luces de colores) que ella no entendía. Iban a la base de Palanquero, en Puerto Salgar, a pocos kilómetros de La Dorada: éste era su regalo de matrimonio, estos minutos pasados a bordo de una avioneta prestada, una Cessna Skylark que el abuelo le había conseguido al novio para efectos de impresionar a la novia. Elaine pensó que era el mejor regalo imaginable y que nunca ningún voluntario de los Cuerpos de Paz había llegado en avioneta a su lugar de trabajo. Una ráfaga de viento los sacudió. Luego tomaron tierra.
Es la nueva vida,
pensó Elaine.
Acabo de aterrizar en mi nueva vida.

Y así era. La luna de miel se confundió con la llegada al
permanent site,
los primeros polvos legítimos se confundieron con las primeras misiones de la nueva voluntaria: las primeras gestiones para llevar el alcantarillado a donde no lo había, las primeras reuniones con Acción Comunal. Elaine y Ricardo se permitieron el lujo, cortesía de la clase del CEUCA, de pasar un par de noches en una posada de turistas de La Dorada, rodeados de familias de Bogotá o de ganaderos antioqueños, y esos días les bastaron para encontrar una casa de una sola planta por un precio que parecía razonable. La casa —una clara mejoría, ahora que eran matrimonio, con respecto a la piecita de Caparrapí— era rosada como un salmón y tenía un patio de tierra de nueve metros cuadrados que nadie había cuidado en mucho tiempo y que Elaine se puso de inmediato a recuperar. Descubrió que ahora, en su nueva vida, las mañanas habían cobrado una nueva personalidad, y se despertaba con las primeras luces sólo para sentir el frescor del aire de la madrugada antes de que el calor brutal empezara a devorar el día. «Me baño temprano y con agua fría», escribió a sus abuelos, «yo que tanto me quejé del agua fría en Bogotá. Lo que uno usa para bañarse se llama
totuma.
Les mando una foto». Durante los primeros días se proveyó de algo que se revelaría esencial: un caballo para ir a los pueblos vecinos. Se llamaba Tapahueco, pero el nombre le costó tanto trabajo a Elaine que acabó cambiándolo por Truman, y tenía tres marchas: un paso lento, un trote y un galope de carreras. «Por cincuenta pesos al mes», escribió Elaine, «un campesino me lo cuida y me lo alimenta y me lo trae todos los días a las ocho de la mañana. Tengo ampollas en el trasero y me duelen todos los músculos del cuerpo, pero estoy aprendiendo a montar mejor cada vez. Truman sabe más que yo y me ayuda a aprender. Nos entendemos bien, y eso es lo que importa. Con caballo uno aprende a manejar mejor el tiempo. No hay que depender de nadie y es más barato. No soy uno de los Siete Magníficos, pero no pierdo el entusiasmo».

También se dedicó a hacer contactos: con la ayuda del voluntario saliente, un muchachito de Ohio que Elaine despreció desde el primer instante (tenía una barba de apóstol de película, pero carecía por completo de iniciativa), compiló una lista de treinta personalidades: ahí estaba el cura, los jefes de las familias más influyentes, el alcalde, los terratenientes de Bogotá y Medellín, una especie de poderes ausentes que tenían la tierra pero nunca estaban en ella, y vivían de ella pero nunca pagaban los impuestos que ella les causaba: Elaine se quejaba de esto en las noches, en su cama matrimonial, y luego se quejaba de que en Colombia todos los ciudadanos fueran políticos pero ningún político quisiera hacer nada por los ciudadanos. Ricardo, que actuaba como si ya estuviera de vuelta de la vida, se divertía sin disimularlo y la llamaba ingenua y la llamaba cándida y la llamaba gringa incauta, y después de burlarse de ella y de sus pretensiones de misionera social, de Buena Samaritana para el Tercer Mundo, ponía una expresión de insoportable paternalismo y canturreaba, con pésimo acento,
What’s there to live for? Who needs the Peace Corps?
Y cuanto más se indignaba Elaine, a quien el sarcasmo de la cancioncita había dejado de hacer gracia, con más entusiasmo la cantaba él:

I’m completely stoned,

I’m hippy and I’m trippy,

I’m a gypsy on my own.

«Go fuck yourself»,
le decía ella, y él entendía perfectamente.

Un par de días antes de Navidad, tras una larga y frustrante junta con el médico local, Elaine llegó a casa muerta de ganas de darse un baño y quitarse del cuerpo el polvo y el sudor, y se encontró con que tenían visita. Estaba atardeciendo, las débiles luces de las ventanas vecinas comenzaban a encenderse. Ató a Truman al poste más próximo y, dando un rodeo, entró a la casa por el pequeño jardín y la cocina, y mientras buscaba una cocacola en la nevera de icopor le llegaron las primeras voces. Como venían del salón y no del cuarto, y como eran dos voces masculinas, supuso que se trataba de algún conocido que se había presentado por sorpresa para pedirle algo a la gringa. Ya había sucedido en varias ocasiones: los colombianos, se quejaba Elaine, creían que la labor de los Cuerpos de Paz era llevar a cabo todo lo que a ellos les daba pereza o les parecía difícil. «Es la mentalidad de la colonia», solía decirle a Ricardo cuando hablaban del tema. «Tantos años acostumbrados a que otro les haga las cosas no se borran así.» De repente la idea de saludar a una de esas personas, la idea de tener que cruzar una serie de banalidades y preguntar por la familia y los niños y sacar el ron o la cerveza (porque uno nunca sabía en qué momento del futuro esta persona podría ser útil, y porque en Colombia las cosas no se hacían por trabajo, sino por amistad real o fingida), le produjo un cansancio infinito. Pero entonces oyó un acento en una de las voces, un vago timbre le resultó familiar, y al asomarse, todavía sin ser vista, reconoció primero a Mike Barbieri y enseguida, casi de manera automática, a Carlos, el hombre del labio leporino que tanto les había ayudado en Caparrapí. Entonces los hombres debieron de oírla o sentir su presencia, porque los tres giraron la cabeza al mismo tiempo.

«Ah, por fin», dijo Ricardo. «Ven, ven, no te quedes ahí parada. Esta gente vino para verte a ti.»

Mucho tiempo después, recordando ese día, a Elaine no dejaría de maravillarla la certeza con que supo, sin ninguna prueba ni razón para sospechar, que Ricardo le había mentido. No, no la habían venido a ver a ella: Elaine lo supo en el instante mismo en que las palabras fueron pronunciadas. Fue un escalofrío, una incomodidad al estrechar la mano de Carlos sin que Carlos la mirara a los ojos, una cierta ansiedad o desconfianza al saludar en español a Mike Barbieri, al preguntarle cómo estaba, cómo le iban las cosas, por qué no había asistido a la última reunión departamental. Ricardo estaba sentado en una mecedora de mimbre que habían conseguido a buen precio en el mercado de artesanías; los dos invitados, en bancas de madera. En el centro, sobre la lámina de vidrio de la mesa, había unos papeles que Ricardo recogió de un manotazo, pero en los cuales Elaine alcanzó a ver un dibujo desordenado, una especie de gran ectoplasma con la forma del continente americano, o con la forma que habría tenido un continente americano dibujado por un niño. «Hola, ¿qué hacen?», preguntó Elaine.

«Mike viene a pasar Navidad con nosotros», dijo Ricardo.

«Si no te importa», dijo Mike.

«No, claro que no», dijo Elaine. «¿Y vienes solo?»

«Solo, sí», dijo Mike. «Con ustedes dos, no necesito a nadie más.»

Entonces Carlos se puso de pie y le señaló su banca a Elaine, como para cedérsela, y musitando algo que podía o no ser una despedida, y levantando una mano de dedos gordos, comenzó a caminar hacia la puerta. Una gran mancha de sudor le bajaba por la espalda. Elaine lo miró de arriba abajo y vio que su cinturón había pasado por encima de una trabilla y vio sus pantalones bien planchados y le llamó la atención el ruido que hacían sus sandalias y el tono grisáceo de la piel de sus talones. Mike Barbieri se quedó un rato más, el tiempo de beber dos rones con cocacola y de contar que un voluntario de Sacramento había venido a pasar
Thanksgiving
con él, y que le había enseñado a llamar por teléfono a Estados Unidos con un
ham radio.
Era magia, pura magia. Había que conseguir un radioaficionado aquí y un radioaficionado en Estados Unidos, gente amiga que estuviera dispuesta a prestar el aparato y hacer la conexión, y así uno podía hablar de inmediato con la familia sin pagar un dólar, pero tranquilos, era todo legítimo, nada fraudulento, o tal vez sí, un poco, pero qué importaba: él mismo había hablado con su hermana menor, con un amigo al que debía dinero e incluso con una novia de la universidad que alguna vez lo echó de su vida y que ahora, con el tiempo y la distancia, ya le había perdonado hasta los peores pecados. Y todo eso completamente gratis, ¿no era extraordinario?

Mike Barbieri pasó la Nochebuena con ellos, y también la Navidad, y también la semana siguiente, y también la Nochevieja y también el Año Nuevo, y el 2 de enero se despidió como si se despidiera de su familia, con ojos llorosos y abrazos emocionados y frases enteras dedicadas a agradecerles la hospitalidad, la compañía, el cariño y el ron con cocacola. Fueron días largos para Elaine, que no conseguía entusiasmarse con estas fiestas sin bastones ni medias colgando de la chimenea y seguía sin entender muy bien en qué momento ese gringo desorientado se había instalado entre ellos. Pero Ricardo parecía pasársela de maravilla: «Es mi hermano perdido», le decía abrazándolo. Por las noches, con un par de tragos encima, Mike Barbieri sacaba la hierba y armaba un cigarrillo, Ricardo encendía el ventilador y los tres se ponían a hablar de política, de Nixon y de Rojas Pinilla y de Misael Pastrana y de Edward Kennedy, cuyo carro rompió el puente y se fue al agua, y de Mary Jo Kopechne, la pobre muchachita que lo acompañaba y que murió ahogada. Al final Elaine, exhausta, se iba a dormir. Para ella, como para los campesinos de su zona de influencia, la última semana del año no era de vacaciones, y durante esos días siguió saliendo de casa tan temprano como pudiera para llegar a sus citas. Cuando volvía en la tarde, sucia y frustrada por la falta de progresos y con las pantorrillas adoloridas por las horas pasadas sobre Truman, Ricardo y Mike la esperaban con la comida ya medio lista. Y tras la comida, la misma rutina: ventanas abiertas de par en par, ron, marihuana, Nixon y Rojas Pinilla, el Mar de la Tranquilidad y cómo cambiaría la vida, la muerte de Ho Chi Minh y cómo cambiaría la guerra.

El primer lunes hábil de 1970 —un día seco y duro y caluroso, un día de tanta luz que los cielos parecían blancos y no azules—, Elaine salió montada en Truman y en dirección a Guarinocito, donde estaban construyendo una escuela y ella iba a hablar de un programa de alfabetización que los voluntarios del departamento habían comenzado a coordinar, y al doblar una esquina le pareció ver de lejos a Carlos y a Mike Barbieri. En la tarde, al regresar, Ricardo le tenía la noticia: le habían conseguido un trabajo, se iba a tener que ausentar un par de días. Se trataba de traer unos televisores de San Andrés, nada más simple, pero iba a tener que dormir en destino. Así dijo, «en destino». Elaine se alegró de que ya le comenzaran a salir trabajos: tal vez, después de todo, no iba a ser tan difícil ganarse la vida como piloto. «Todo va bien», escribió Elaine a principios de febrero. «Claro, es mil veces más fácil volar un avión por instrumentos que lograr la cooperación de los políticos de pueblo.» Añadió: «Y más siendo mujer». Y después:

Una cosa aprendí: ya que la gente de los pueblos está acostumbrada a que los manden, comencé a comportarme como un patrón. Lamento mucho decir que la cosa da resultados. Así logré que las mujeres de Victoria (es un pueblo de por aquí) exigieran al médico una campaña de nutrición y de salud dental. Sí, es raro ver las dos cosas juntas, pero alimentarse sólo con aguapanela le destroza los dientes a cualquiera. Así que por lo menos eso he logrado. No es mucho, pero es un comienzo.

Ricardo, eso sí, está feliz. Como un niño en una tienda de juguetes. Le comenzaron a salir trabajos, no muchos, pero suficientes. Todavía no tiene las horas para ser piloto comercial, pero eso es mejor, porque cobra más barato y lo prefieren por eso (en Colombia todo es mejor si se hace por debajo de cuerda). Claro, lo veo menos. Se va tempranísimo, vuela desde Bogotá y esos trabajos se le comen el día. A veces hasta le toca dormir en su casa vieja, en la casa de sus padres, a la ida o a la vuelta o ambas. Y yo aquí sola. A veces es desesperante, pero no tengo derecho a quejarme.

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