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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (17 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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«¿Cómo sabe usted qué seguro de vida debe pagar un hombre?», decía el padre. «A las aseguradoras les interesa saber esas cosas, claro, no es justo que un treintañero de buena salud pague lo mismo que un anciano con dos infartos encima. Ahí entro yo, señorita Fritts: a mirar el futuro. Yo soy el que dice cuándo morirá este hombre, cuándo morirá aquél, o qué probabilidad hay de que este carro se estrelle en estas carreteras. Yo trabajo con el futuro, señorita Fritts, soy el que sabe lo que va a pasar. Es una cuestión de números: en los números está el futuro. Los números nos dicen todo. Los números me dicen, por ejemplo, si el mundo contempla que yo muera antes de los cincuenta. ¿Y usted, señorita Fritts, sabe cuándo va a morir? Yo puedo decírselo. Si me da tiempo, lápiz y papel y un margen de error, yo puedo decirle cuándo es más probable que usted muera, y cómo. Estas sociedades nuestras están obsesionadas con el pasado. Pero a ustedes los gringos el pasado no les interesa, ustedes miran para adelante, sólo les interesa el futuro. Lo han entendido mejor que nosotros, mejor que los europeos: en el futuro es donde hay que poner los ojos. Pues eso hago yo, señorita Fritts: yo me gano la vida poniendo los ojos en el futuro, yo sostengo a mi familia diciéndole a la gente lo que va a pasar. Hoy esa gente son las aseguradoras, claro, pero el día de mañana habrá otras personas interesadas en este talento, es imposible que no. En Estados Unidos lo entienden mejor que nadie. Por eso van ustedes adelante, señorita Fritts, y por eso vamos nosotros tan atrás. Dígame si le parece que estoy equivocado.»

Elaine no dijo nada. Desde el otro lado de la mesa la miraba el hijo menor de la pareja, una sonrisa ladeada y burlona, unas pestañas largas y espesas que le daban a los ojos negros un rasgo vagamente femenino. La había mirado así desde el principio, con una insolencia que a ella, por alguna razón, la halagaba. Nadie la había mirado así en Colombia: meses después de su llegada, todavía Elaine no se había acostado con alguien que no fuera norteamericano, que no tuviera orgasmos en inglés.

«Ricardo no cree en el futuro», dijo don Julio.

«Claro que sí creo», dijo el hijo. «Pero en mi futuro no hay que pedir plata prestada.»

«Bueno, no comiencen con eso», dijo doña Gloria con una sonrisa. «Qué va a pensar la visita, recién llegada como está, y todo.»

Ricardo Laverde: demasiadas erres para el terco acento de Elaine. «A ver, Elena, diga mi nombre», le había ordenado Ricardo al enseñarle el baño que le correspondía y la habitación donde viviría, la mesita de noche de color pastel y la cómoda de tres cajones y la cama con dosel que habían sido de la hermana mayor hasta su matrimonio (había una foto de estudio de la niña: la raya limpia en la mitad del pelo, la mirada perdida en el aire, la firma barroca del fotógrafo). El cuarto de huéspedes: legiones de gringos como ella habían pasado por allí. «Diga mi nombre tres veces y le doy otra cobija», le decía este Ricardo Laverde. Era un juego, pero un juego hostil. Incómoda, Elaine entró en él.

«Ricardo», dijo con la lengua enredada. «Laverde.»

«Mal, muy mal», dijo Ricardo. «Pero no importa, Elena, la boquita se le ve linda.»

«No me llamo Elena», dijo Elaine.

«No le entiendo, Elena», dijo él. «Va a tener que practicar, si quiere le ayudo.»

Ricardo era un par de años menor que ella, pero se comportaba como si le llevara de ventaja toda la experiencia del mundo. Al principio se encontraban al atardecer, cuando Elaine llegaba de sus clases en el CEUCA, y cruzaban algunas frases en el saloncito del segundo piso, casi debajo de la jaula del canario Paco: qué tal, cómo le fue, qué aprendió hoy, diga mi nombre tres veces y sin enredarse. «Los bogotanos son buenísimos para hablar sin decir nada», escribió Elaine a sus abuelos.
«I’m drowning in small talk.»
Pero una tarde se encontraron en plena carrera Séptima, y les pareció una casualidad notable que ambos acabaran de pasar la mañana gritando consignas frente a la embajada de Estados Unidos, llamando criminal a Nixon y cantando
«End it Now, End it Now, End it Now!».
Mucho después Elaine se enteraría de que el encuentro no había tenido nada de casual: Ricardo Laverde la había esperado a la salida del CEUCA y la había perseguido durante horas, espiándola desde lejos, escondiéndose entre la gente de la calle y detrás de pancartas con las leyendas
Calley = Murderer
y
Proud to be a Draft-Dodger
y
Why are We There, Anyway?,
y tragándose los cánticos un par de metros detrás de donde Elaine se había estacionado, todo eso mientras ensayaba diversas versiones, diversas entonaciones, de las palabras que eventualmente le dijo:

«Bueno, pero qué coincidencia tan rara, ¿no? Venga, la invito a tomar algo, y así me da todas las quejas que tenga de mis papás.»

Fuera de la casa de los Laverde, lejos de las porcelanas bien arregladas y de la mirada de un militar al óleo y del silbido irritante del canario, su relación con el hijo de los anfitriones se transformó o comenzó de nuevo. Allí, sentada con un chocolate caliente entre las manos, Elaine contó cosas y escuchó lo que Ricardo le contaba. Así supo que Ricardo se había graduado de un colegio de jesuitas, que había comenzado a estudiar Economía —una especie de legado o de imposición de su padre— y que hacía unos meses había dejado la carrera para perseguir lo único que le interesaba: pilotar aviones. «A papá no le gusta, claro», le diría Ricardo mucho después, cuando ya podían hacerse esas confesiones. «Siempre se ha resistido. Pero yo cuento con mi abuelo, mi abuelo está de mi lado. Y papá no puede hacer nada. No es fácil llevarle la contraria a un héroe de guerra. Aunque se trate de una guerra pequeñita, una guerra de aficionados comparada con la que hubo antes y la que hubo después en el mundo, una guerra de entreguerras. Pero en fin, una guerra es una guerra y todas las guerras tienen sus héroes, ¿no? El valor del actor no es una función del tamaño del teatro, decía mi abuelo. Y claro, para mí fue una suerte. Mi abuelo me apoyó con lo de los aviones. Cuando empecé a interesarme por aprender a volar, mi abuelo fue el único que no me dijo loco, inmaduro, desquiciado. Me apoyó, me apoyó francamente, incluso enfrentándose a mi padre, y al héroe de la aviación de guerra no es fácil decirle que no. Mi padre trató, de esto me acuerdo perfectamente, pero sin éxito. Eso fue hace ya un par de años, pero me acuerdo como si fuera ayer. Aquí sentados, mi abuelo donde está usted, debajo de la jaula, y mi papá donde estoy yo. Mi abuelo pasándole una mano a papá por la cicatriz de la cara y diciéndole que no me fuera a pegar los miedos que tenía él. Tuvo que morirse el abuelo para que yo entendiera del todo la crueldad que había en ese gesto, un hombre ya viejo y cansado aunque no lo pareciera dándole palmaditas en la cara a un hombre que era joven y fuerte aunque no lo pareciera. No era sólo eso, claro, sino también la cicatriz, el hecho de que fuera la cicatriz la que recibiera las palmadas... Usted me dirá que era muy difícil darle a mi padre una palmada en la cara sin tocar de algún modo la cicatriz, y sí, puede que sí, y más cuando mi abuelo era diestro. Y claro, las palmadas de un diestro caen sobre la mejilla izquierda del que las recibe, sobre la mejilla izquierda de mi padre, su mejilla dañada.»

La conversación sobre el origen de la mejilla dañada llegaría mucho después, cuando ya eran amantes y a la curiosidad por los cuerpos se había sumado la curiosidad por las vidas. El sexo les llegó sin sorpresa, como un mueble que ha estado ahí todo el tiempo sin que uno se dé cuenta. Todas las noches, después de la cena, el anfitrión y la huésped se quedaban hablando un buen rato, luego se despedían y subían juntos las escaleras, y al llegar al segundo piso Elaine seguía hasta el fondo, se metía al baño, pasaba el pestillo y minutos después volvía a salir con un camisón blanco y el pelo agarrado en una larga cola de caballo. Un viernes de lluvia —el agua estallaba en la marquesina y ahogaba los ruidos—, Elaine salió del baño como había salido siempre, pero, en lugar de encontrarse con el corredor oscuro y el resplandor del alumbrado público que atravesaba las claraboyas del patio interior, se vio frente a la silueta de Ricardo Laverde recostada a la baranda. A contraluz su cara no se veía bien, pero Elaine leyó el deseo en su pose y en su tono de voz.

«¿Se va a dormir?», le dijo Ricardo.

«Todavía no», dijo ella. «Entre y me cuenta cosas de aviones.»

Hacía frío, la madera de la cama crujía con cualquier movimiento de los cuerpos, y además era la cama de una jovencita, demasiado estrecha y corta para estos juegos, de manera que Elaine acabó quitando el cubrelecho de un manotazo y extendiéndolo sobre la alfombra, junto a sus pantuflas de felpa. Allí, sobre el cubrelecho de lana, muriéndose de frío, tuvieron un encontrón rápido y al punto. A Elaine le pareció que sus senos se hacían más pequeños en las manos de Ricardo Laverde, pero no se lo dijo. Volvió a ponerse el camisón para salir al baño, y allí, sentada en el inodoro, pensó que le daría tiempo a Ricardo de volver a su cuarto. Pensó también que le había gustado acostarse con él, que lo haría de nuevo si la ocasión se diera, y que esto que acababa de ocurrir debía de estar prohibido por los estatutos de los Cuerpos de Paz. Se lavó en el bidet, se miró al espejo y sonrió, apagó la luz del baño antes de salir, y al volver a su cama a oscuras, caminando despacio para no tropezar, se encontró con que Ricardo no se había ido, sino que había vuelto a tender la cama y la esperaba allí, acostado de medio lado, la cabeza apoyada en una mano como cualquier galán de cualquier pésima película de Hollywood.

«Quiero dormir sola», dijo Elaine.

«Yo no quiero dormir, quiero hablar», dijo él.

«Okay», dijo ella. «¿Y de qué hablamos?»

«De lo que quiera, Elena Fritts. Usted ponga el tema y yo la sigo.»

Hablaron de todo menos de ellos mismos. Estaban desnudos, Ricardo dejaba que su mano se paseara por el vientre de Elaine, que sus dedos peinaran sus vellos lacios, y hablaban de intenciones y proyectos, convencidos, como sólo pueden estarlo los amantes nuevos, de que decir lo que uno quiere es lo mismo que decir quién es. Elaine hablaba de su misión en el mundo, de la juventud como arma de progreso, de la obligación de enfrentarse a los poderes terrenales. Y le hacía preguntas a Ricardo: ¿Le gustaba ser colombiano? ¿Le gustaría vivir en otra parte del mundo? ¿También odiaba a los Estados Unidos? ¿Había leído a los Nuevos Periodistas? Pero fueron necesarios otros siete polvos a lo largo de las dos semanas siguientes para que Elaine se atreviera a hacer la pregunta que la había intrigado desde el primer día: «¿Qué le pasó a su papá en la cara?». «Qué prudente es la señorita», dijo Ricardo. «Nunca nadie se había demorado tanto en preguntarme lo mismo.» Estaban subiendo en teleférico a Monserrate cuando Elaine hizo la pregunta: Ricardo la había esperado a la salida del CEUCA y le había dicho que era tiempo de hacer turismo, que uno no podía venir a Colombia sólo a trabajar, que dejara de comportarse como una protestante, por amor de Dios. Y ahora Elaine se agarraba de Ricardo (pegaba la cabeza a su pecho, cerraba las manos sobre los parches de sus codos) cada vez que pasaba una ráfaga de viento y la cabina se sacudía en su cable y los turistas soltaban un grito unánime. Y a lo largo de la tarde, suspendidos sobre el vacío o sentados en las bancas de la iglesia, dando vueltas en redondo en los jardines del santuario o viendo a Bogotá desde tres mil metros de altura, Elaine comenzó a escuchar la historia de una exhibición aérea en un año tan remoto como 1938, escuchó hablar de pilotos y de acrobacias y de un accidente y el medio centenar de muertos que el accidente dejó. Y al despertar a la mañana siguiente un paquete la esperaba junto a su desayuno recién servido. Elaine rasgó el papel de regalo y encontró una revista en español con un marcapáginas de cuero metido entre las páginas. Alcanzó a pensar que era el marcapáginas el regalo, pero entonces abrió la revista y vio el apellido de los anfitriones y una nota de Ricardo: «Para que entienda».

Elaine se dedicó a entender. Hizo preguntas y Ricardo las contestó. La cara quemada de su padre, explicó Ricardo a lo largo de varias conversaciones, ese mapa de piel de un color más oscuro y rugoso y áspero como el desierto de Villa de Leyva, había formado parte del paisaje que lo rodeó toda la vida; pero ni siquiera de niño, cuando uno lo pregunta todo y nada se da por asumido, se interesó Laverde por las causas de lo que veía, la diferencia entre la cara de su padre y la de los demás. Aunque era posible también (decía Laverde) que su familia no le hubiera dado ni siquiera tiempo de sentir esa curiosidad, pues el relato del accidente de Santa Ana había flotado entre ellos desde entonces sin evaporarse nunca, repitiéndose siempre en las circunstancias más diversas y gracias a los más diversos narradores, y Laverde recordaba versiones escuchadas en novenas de Navidad, versiones de viernes en salón de té y otras de domingo en estadio de fútbol, versiones de camino a la cama antes de dormir y otras de camino al colegio en las mañanas. Se hablaba del accidente, sí, y se hacía en todos los tonos y con todas las intenciones, para demostrar que los aviones eran cosas peligrosas e impredecibles como un perro con rabia (según su padre), o que los aviones eran como los dioses griegos, siempre ponían a cada uno en su lugar y no toleraban la arrogancia de los hombres (según su abuelo). Y muchos años después también él, Ricardo Laverde, contaría el accidente, lo adornaría o adulteraría hasta darse cuenta de que eso no era necesario. En el colegio, por ejemplo, contar los orígenes de la cara quemada de su padre era la mejor forma de captar la atención de sus compañeros. «Traté con las hazañas de guerra de mi abuelo», dijo Laverde. «Luego me di cuenta de que nadie quiere escuchar historias heroicas, y en cambio a todo el mundo le gusta que le cuenten la desgracia ajena.» Y eso lo recordaría, las caras de sus compañeros cuando él les hablaba del accidente de Santa Ana y luego les enseñaba fotos de su padre y su cara quemada para que vieran que no mentía.

«Hoy estoy seguro», dijo Laverde. «Si hoy en día quiero ser piloto, si nada más me interesa en el mundo, es por culpa de Santa Ana. Si alguna vez llego a matarme en un avión, será por culpa de Santa Ana.»

Esa historia tenía la culpa, decía Laverde. Esa historia tenía la culpa de que hubiera aceptado las primeras invitaciones de su abuelo. Esa historia tenía la culpa de que hubiera comenzado a ir a las pistas del Aeroclub de Guaymaral para volar con el veterano heroico y sentirse vivo, más vivo que nunca. Se paseaba entre los Sabre canadienses y conseguía que le dejaran sentarse en las cabinas (su apellido las abría todas), y luego conseguía (de nuevo el apellido) que los mejores profesores de aviación del Aeroclub le dedicaran más horas de las que había pagado: la historia de Santa Ana tenía la culpa de todo eso. Nunca sentiría como sintió en esos días lo que es ser un delfín, lo que es tener un poco de poder heredado. «Lo he aprovechado, Elena, se lo juro», decía. «He aprendido bien, he sido buen alumno.» Su abuelo siempre le dijo que tenía buena madera. Sus profesores eran otros veteranos: de la guerra con el Perú, sobre todo, pero alguno había que voló en Corea y fue condecorado por los gringos, o por lo menos eso se decía. Y todos opinaban que este muchachito era bueno, que tenía un instinto raro y unas manos de oro y, lo más importante, que los aviones lo respetaban. Y los aviones nunca se equivocan.

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