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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (19 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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El apartamento tenía dos cuartos y un salón sin apenas muebles, y quedaba en el segundo piso de una casa de paredes de color azul cielo. En la primera planta funcionaba una tienda con dos mesas de aluminio y un mostrador —panelitas de leche, mantecadas, cigarrillos Pielroja—, y detrás de la tienda, donde el mundo se volvía doméstico por arte de magia, vivía la pareja que regentaba la tienda. Su apellido era Villamil; su edad no bajaba de los sesenta. «
My
señores», dijo Barbieri al presentárselos a Elaine, y, al darse cuenta de que sus
señores
no habían comprendido muy bien el nombre de la nueva inquilina, les dijo en buen español: «Es una gringa, como yo, pero se llama Elena». Y así se referían los Villamil a ella: así la llamaban para preguntarle si tenía agua suficiente, o para que se asomara a saludar a los borrachos. Elaine lo soportaba con estoicismo, echaba de menos la casa de los Laverde, se avergonzaba por esos pensamientos de niña malcriada. Con todo, evitó a los Villamil siempre que le fue posible. Una escalera de concreto adosada a la pared exterior de la construcción le permitía subir sin ser vista. Barbieri, afable hasta la impertinencia, nunca la usaba: no había día en que no pasara por la tienda para contar su día, los logros y los fracasos, para escuchar las anécdotas que tuvieran los Villamil y aun sus clientes, y para empeñarse en explicarles a estos viejos campesinos la situación de los negros en Estados Unidos o el tema de una canción de The Mamas & the Papas. Elaine, muy a su pesar, lo veía hacer y lo admiraba. Tardó más de lo debido en descubrir por qué: a su manera, este hombre extrovertido y curioso, que la miraba con desfachatez y hablaba como si el mundo le debiera algo, le hacía pensar en Ricardo Laverde.

Durante veinte días, los veinte días calurosos que duró el aprendizaje rural, Elaine trabajó codo con codo junto a Mike Barbieri, pero también junto al líder de Acción Comunal para la zona, un hombre bajito y callado cuyo bigote cubría un labio leporino. Tenía un nombre simple, para variar: se llamaba Carlos, Carlos a secas, y había algo hermético o amenazante en esa simpleza, en su carencia de apellido, en la cualidad fantasmal con que aparecía para recogerlos en las mañanas y volvía a desaparecer en las tardes, después de dejarlos de nuevo. Elaine y Barbieri, por una especie de acuerdo previo, almorzaban en casa de Carlos, un interregno entre dos jornadas intensas de trabajo con los campesinos de las veredas circundantes, de entrevistas con políticos locales, de negociación siempre infructuosa con los terratenientes de la zona. Elaine descubrió que todo el trabajo en el campo se hacía hablando: para enseñarles a los campesinos a criar pollos de carne blanda (encerrándolos en lugar de dejarlos correr salvajemente), para convencer a los políticos de construir una escuela con recursos de aquí (ya que nadie esperaba nada del Gobierno central) o para tratar de que los ricos no los vieran simplemente como cruzados anticomunistas, había primero que sentarse alrededor de una mesa y beber, beber hasta que ya no se entendieran las palabras. «Así que me la paso montada en caballos moribundos o hablando con gente semiborracha», escribió Elaine a sus abuelos. «Pero creo que estoy aprendiendo, aunque no me dé cuenta. Mike me explicó que en colombiano esto se llama cogerle el tiro a algo. Entender cómo funcionan las cosas, saber hacerlas, todo eso. Interiorizarlas, digamos. En eso estoy. Ah, una cosita: no me escriban más aquí, que la próxima carta sea a Bogotá. De aquí voy a Bogotá y paso un mes con los últimos detalles del entrenamiento. Luego a La Dorada. Ahí empieza lo serio.»

El último fin de semana llegó Ricardo Laverde. Lo hizo por sorpresa, arreglándoselas él solo, tomando solo el tren a La Dorada y de ahí llegando a Caparrapí en bus y después preguntando, pidiendo señas, describiendo a los gringos de cuya existencia, por supuesto, sabía todo el mundo en los alrededores. Para Elaine no tuvo nada de raro que Laverde y Mike Barbieri se cayeran tan bien: Barbieri le dio a Elaine la tarde libre para que le mostrara el lugar al novio bogotano (usó esas palabras, «novio bogotano») y le dijo que se verían por la noche, para comer. Y esa noche, en cuestión de horas —horas pasadas, es cierto, en mitad de un potrero, alrededor de una fogata y en presencia de una jarra de guarapo—, Ricardo y Barbieri descubrían lo mucho que tenían en común, porque el padre de Barbieri era piloto de correos y a Ricardo no le gustaba el aguardiente, y se abrazaban y hablaban de aviones y a Ricardo se le abrían los ojos al contar de sus cursos y sus profesores, y entonces Elaine intervenía para elogiar a Ricardo y repetir los elogios que otros hacían de su talento como piloto, y luego Ricardo y Mike hablaban de Elaine en su presencia, lo buena muchacha que era, lo bonita, sí, también lo bonita, con esos ojos, decía Mike, sí, sobre todo los ojos, decía Ricardo y soltaban una carcajada y se decían secretos como si en lugar de acabar de conocerse hubieran sido compañeros de
frat house,
y cantaban
For she’s a jolly good fellow
y lamentaban a coro que Elaine se tuviera que ir a otro
site,
this site should be your site, fuck La Dorada, fuck The Golden One, fuck her all the way,
y brindaban por Elaine y por los Peace Corps,
for
we’re all jolly good fellows, which nobody can deny.
Y al día siguiente, con todo y el dolor de cabeza del guarapo, Mike Barbieri los acompañó él mismo a coger el bus. Los tres llegaron a la plaza del pueblo a caballo, como colonos de otros tiempos (aunque los suyos fueran jamelgos escuálidos que por nada del mundo hubieran pertenecido a colonos de otros tiempos), y en la cara de Ricardo, que iba cargando cortésmente su equipaje, Elaine vio algo que no había visto nunca: admiración. Admiración por ella, por la soltura con que se movía en el pueblo, por el cariño que le había tomado la gente en sólo tres semanas, por la naturalidad y al mismo tiempo la autoridad innegable con que ella se hacía entender de los lugareños. Elaine vio esa admiración en su cara y sintió que lo quería, que impredeciblemente había comenzado a sentir cosas nuevas y más intensas por este hombre que también parecía quererla, y al mismo tiempo pensó que había llegado a ese punto feliz: cuando este lugar ya no podía sorprenderla demasiado. Cierto, había siempre imprevistos, en Colombia la gente siempre se las arreglaba para ser impredecible (en su comportamiento, en sus maneras: uno nunca sabía qué estaban pensando en realidad). Pero Elaine se sentía dueña de la situación. «Pregúntame si le cogí el tiro a la vaina», le dijo a Ricardo cuando se subieron al bus. «¿Le cogiste el tiro a la vaina, Elena Fritts?», preguntó él. Y ella respondió: «Sí. Le cogí el tiro a la vaina».

No tenía manera de saber cuánto se equivocaba.

V.
What’s there to live for
?

E
laine recordaría esas últimas tres semanas en Bogotá y en compañía de Ricardo Laverde como se recuerdan los días de la infancia, una niebla de imágenes distorsionadas por las emociones, una mezcla promiscua de fechas cardinales sin una cronología bien establecida. La vuelta a la rutina de las clases en el CEUCA —faltaban ya muy pocas, cuestión de afinar ciertos conocimientos o quizás de justificar ciertas burocracias— quedaba rota por el desorden de sus encuentros con Ricardo, que perfectamente podía esperarla detrás de un eucalipto cuando ella llegaba a casa o meterle una nota en el cuaderno y citarla en un café de mala muerte de la Diecisiete con Octava. Elaine asistía invariablemente a las citas, y en la relativa soledad de los cafés del centro los dos se lanzaban miradas más o menos lascivas y luego se metían en un cine para sentarse en la última fila y tocarse por debajo de un abrigo largo y negro que había sido del abuelo, el héroe aviador de la guerra con el Perú. De puertas para adentro, en la casa estrecha del barrio de Chapinero, en el territorio de don Julio y la señora Gloria, siguieron adelante con aquella ficción en que él era el hijo de la familia de acogida y ella, la inocente aprendiz de turno; siguieron también, por supuesto, con las visitas nocturnas del hijo a la aprendiz, con los nocturnos orgasmos silenciosos. Así comenzaron a llevar una vida doble, una vida de amantes clandestinos que no despertó las sospechas de nadie, una vida en la que Ricardo Laverde era Dustin Hoffman en
El graduado
y la señorita Fritts era la señora Robinson y a la vez su hija, que también se llamaba Elaine: eso debía significar algo, ¿no era demasiada coincidencia? Durante esos pocos días bogotanos, Elaine y Ricardo protestaron cuantas veces fueron convocados contra la guerra de Vietnam, y al mismo tiempo asistían juntos y como pareja a fiestas organizadas por la colonia norteamericana en Bogotá, eventos sociales que parecían montados deliberadamente para que los voluntarios pudieran volver a hablar en su lengua, preguntar de viva voz qué habían hecho los Mets o los Vikings o sacar una guitarra y cantar, a coro y alrededor de una chimenea y pasándose al mismo tiempo un
joint
que se acababa en dos vueltas, la canción de Frank Zappa:

What’s there to live for?

Who needs the Peace Corps?

Las tres semanas terminaron el 1 de noviembre, cuando, a las ocho y media de la mañana, una nueva camada de aprendices juraron lealtad a los estatutos de los Cuerpos de Paz, tras otras promesas y una declaración de vagas intenciones, y recibieron su nombramiento oficial como voluntarios. Era una mañana lluviosa y fría, y Ricardo se había puesto una chaqueta de cuero que, al contacto con la lluvia, había comenzado a desprender un olor intenso. «Estaban todos», escribió Elaine a sus abuelos. «Entre los graduandos estaban Dale Cartwright y la hija de los Wallace (la mayor, ustedes se acuerdan). Entre el público asistente, la esposa del embajador y un señor alto y encorbatado que, me parece haber entendido, es un demócrata importante en Boston.» Elaine mencionaba también al subdirector de los Cuerpos de Paz de Colombia (sus gafas a la Kissinger, su corbata tejida), a las directivas del CEUCA e incluso a un funcionario aburrido de la Alcaldía, pero en ningún punto de la carta aparecía Ricardo Laverde. Lo cual, visto con la distancia de los años, no dejaba de ser irónico, pues esa misma noche, con el pretexto de felicitarla y al mismo tiempo de despedirla en nombre de toda la familia Laverde, Ricardo la invitó a comer al restaurante El Gato Negro, y a la luz de unas velas mal hechas que parecían a punto de caerse sobre los platos de comida, aprovechando el silencio que se hizo cuando el trío de cuerdas terminó de cantar
Pueblito viejo,
se arrodilló en medio del corredor por el que pasaban los meseros de corbatín y con más frases de las necesarias le pidió que se casara con él. Como en una ráfaga, Elaine se acordó de sus abuelos, lamentó que estuvieran tan lejos y que a su edad y con su salud considerar siquiera el viaje fuera imposible, sintió una de esas tristezas que toleramos porque aparecen en momentos felices y, pasada la tristeza, se agachó para besar a Ricardo con fuerza. Al hacerlo recibió el olor a cuero mojado de la chaqueta y la boca de Ricardo le supo a salsa
meunière.
«¿Eso quiere decir que sí?», dijo Ricardo después del beso, todavía arrodillado y estorbando a los meseros. Elaine lloró al responder, pero lloró sonriendo. «Pues claro», dijo. «Qué pregunta tan estúpida.»

De manera que Elaine tuvo que postergar quince días su partida a La Dorada, y en ese tiempo cruelmente corto organizó, con la ayuda de su futura suegra (y después de convencerla de que no, no estaba embarazada), un matrimonio pequeño y casi clandestino en la iglesia de San Francisco. A Elaine le había gustado la iglesia desde el comienzo de su vida en Bogotá, le habían gustado sus gruesas paredes de piedra húmeda, y le gustaba también entrar por la puerta de la calle y volver a salir por la carrera, ese choque violento de la luz con la oscuridad y del ruido con el silencio. El día antes del matrimonio, Elaine se dio un paseo por el centro (una misión de reconocimiento, diría Ricardo); al cruzar el umbral de la iglesia, pensó en el silencio y el ruido y la oscuridad y la luz, y sus ojos se fijaron en el altar iluminado. El lugar le resultó familiar ese día, no con la simple familiaridad de quien lo ha visitado antes, sino de una manera más profunda o más íntima, como si hubiera leído su descripción en alguna novela. Se fijó en las llamas tímidas de velas y cirios, en las lámparas débiles y amarillas sujetas como teas a las columnas. La luz de los vitrales iluminaba a dos mendigos que dormían, las piernas cruzadas, las manos juntas sobre el vientre como las tumbas de mármol de un papa. A la derecha, un Cristo de tamaño natural en cuatro patas, igual que si gateara; el día que entraba con toda su fuerza por la otra puerta le golpeaba la cara, y bajo la luz brillaban las espinas de la corona y las gotas de color verde esmeralda que el Cristo lloraba o transpiraba. Elaine siguió adelante, caminó hacia el altar empotrado en el fondo por el corredor izquierdo, y entonces vio la jaula. En ella, encerrado como un animal en exhibición, había un segundo Cristo, de pelo más largo, piel más amarilla, sangre más oscura. «Es lo mejor de Bogotá», le había dicho una vez Ricardo. «Te juro, junto a esto no hay Monserrate que valga.» Elaine se inclinó, acercó la cara a la plaquita:
Señor de la agonía.
Dio dos pasos más hacia el púlpito, encontró una caja de latón y una nueva leyenda:
Deposite aquí la ofrenda y se iluminará la imagen.
Se metió la mano al bolsillo, encontró una moneda y la levantó con dos dedos, como una hostia, para que le diera la luz: era un peso, el sello oscuro como si hubieran pasado la moneda por el fuego. La metió en la ranura. El Cristo cobró vida bajo el breve chorro de los reflectores. Elaine sintió, o más bien supo, que iba a ser feliz toda la vida.

Luego vino la recepción, que Elaine atravesó entre brumas, como si todo le ocurriera a alguien más. La familia Laverde la organizó en su casa: doña Gloria le explicó a Elaine que había sido imposible, con tan poca anticipación, alquilar el salón de un club social o algún otro lugar más decente, pero Ricardo, que presenció la laboriosa explicación asintiendo y en silencio, esperó a que su madre se hubiera ido para decirle a Elaine la verdad. «Están jodidos de plata», dijo. «Los Laverde tienen la vida empeñada.» La revelación chocó a Elaine menos de lo que hubiera creído: mil señales dispersas a lo largo de los últimos meses la habían preparado para ella. Pero le llamó la atención que Ricardo hablara de sus padres en tercera persona, como si la bancarrota no lo afectara a él. «¿Y nosotros?», preguntó Elaine. «¿Nosotros qué?» «Qué vamos a hacer», dijo Elaine, «lo de mi trabajo no da para mucho». Ricardo la miró a los ojos, le puso una mano en la frente como si le tomara la temperatura. «Es suficiente para un rato», dijo, «y después ya veremos. Yo en tu lugar no me preocuparía». Elaine pensó que no, que no estaba preocupada. Y se preguntó por qué. Y luego le preguntó a él. «¿Por qué no te preocuparías en mi lugar?» «Porque a un piloto como yo nunca le falta el trabajo, Elena Fritts. Eso es así y no tiene vuelta de hoja.»

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