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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (16 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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La organización de la Embajada, contaba Elaine Fritts en su carta, la acomodó en una casa de dos pisos vecina del Hipódromo, media hora al norte de Bogotá, en un conjunto de calles mal asfaltadas que se convertían en barro cuando llovía. El mundo donde pasaría las siguientes doce semanas era un lugar en obra gris: la mayoría de las casas no tenían techo, porque el techo era lo más costoso y lo que se dejaba para el final, y el tráfico diario estaba hecho de mezcladoras anaranjadas grandes y ruidosas como abejas de pesadilla, volquetas que descargaban montañas de recebo en cualquier parte, obreros de mojicón en una mano y botella de gaseosa en la otra que le lanzaban silbidos obscenos al verla salir caminando. Elaine Fritts —los ojos verdes más claros que jamás se habían visto por estos lugares, el largo pelo castaño y liso como una cortina que le barría la cintura, los pezones que se le marcaban en la blusa de flores con el frío de las mañanas sabaneras— fijaba la mirada en los charcos, en el reflejo de los cielos grises, y sólo levantaba la cabeza al llegar al lote baldío que separaba el barrio de la autopista Norte, más que todo para asegurarse de que las dos vacas que pastaban allí estuvieran a una distancia conveniente. Lo demás era subirse a una buseta amarilla de horarios impredecibles y paraderos indeterminados y comenzar, desde el primer momento, a abrirse paso a codazos por entre la sopa de lentejas de los pasajeros. «El reto es muy sencillo», escribió al respecto. «Hay que bajar a tiempo.» En la media hora de trayecto, Elaine tenía que llegar desde el torniquete de aluminio de la entrada (que aprendió a mover a golpes de cadera, sin necesidad de usar las manos) hasta la puerta trasera, y bajar del bus sin llevarse por delante a los dos o tres pasajeros que colgaban con un pie en el aire. Todo eso requirió un aprendizaje, claro, y durante la primera semana fue normal pasarse de su lugar de bajada uno o dos kilómetros y tener que llegar al CEUCA varios minutos después de comenzada la clase de las ocho, empapada por la llovizna pertinaz, caminando por calles que no conocía.

El Centro de Estudios Universitarios Colombo-Americano: un nombre largo y pretencioso para unos pocos salones llenos de gente que a Elaine Fritts le resultaba familiar, demasiado familiar. Sus compañeros, en esta fase del entrenamiento, eran blancos como ella, veinteañeros como ella, y estaban cansados como ella de su propio país, cansados de Vietnam, cansados de Cuba, cansados de Santo Domingo, cansados de comenzar las mañanas desprevenidamente, hablando de banalidades con los padres o con los amigos, y acostarse por las noches sabiendo que acababan de asistir a un día único y lamentable, un día que quedaba inscrito de inmediato en la historia universal de la infamia: el día en que un rifle de cañón corto mata a Malcolm X, una bomba debajo de su carro mata a Wharlest Jackson, una bomba en la oficina de correos mata a Fred Conlon, una ráfaga de fusiles policiales mata a Benjamin Brown. Y al mismo tiempo los ataúdes seguían llegando de cada operación vietnamita con nombre inofensivo o pintoresco, Deckhouse Five, Cedar Falls, Junction City. Las revelaciones sobre My Lai comenzaban a asomar la cabeza y pronto se hablaría de Thanh Phong, un acto bárbaro reemplazaba y desplazaba al otro, una mujer violada podía intercambiarse con otra violación ya antigua. Sí, así era: en su país, uno se despertaba y ya no sabía qué esperar, qué broma cruel le jugaría la historia, qué escupitajo le lanzaría a la cara. ¿Cuándo les había ocurrido esto a los Estados Unidos de América? Esa pregunta, que Elaine se hacía de mil maneras confusas todos los días, flotaba en el aire de los salones de clase, encima de todas las cabezas blancas y veinteañeras, y ocupaba también sus tiempos muertos, los almuerzos en la cafetería, los trayectos entre el CEUCA y los barrios de invasión donde los aprendices de voluntarios hacían sus trabajos de campo. Los Estados Unidos de América: ¿quién los estaba echando a perder, quién era responsable de la destrucción del sueño? Allí, en el salón de clases, Elaine pensaba:
de eso hemos huido.
Pensaba:
somos todos escapados.

Las mañanas estaban dedicadas al español. Durante cuatro horas, cuatro arduas horas que la dejaban con dolor de cabeza y una tensión de porteadora en los hombros, Elaine desentrañaba los misterios del nuevo idioma frente a una profesora de botas de jinete y suéteres de cuello de tortuga, una mujer seca y ojerosa que solía traer a la clase a su niño de tres años porque no tenía con quién dejarlo en casa. A cada resbalón con el subjuntivo, a cada género mal utilizado, la señora Amalia respondía con un discurso. «¿Cómo van a trabajar con los pobres de este país si no les entienden?», les decía apoyándose con dos puños cerrados en su mesa de madera. «Y si no logran que les entiendan a ustedes, ¿cómo quieren ganarse la confianza de los líderes comunitarios? En tres o cuatro meses, algunos van a estar llegando a la costa o a la zona cafetera. ¿Creen que los de Acción Comunal van a esperar a que busquen las palabras en el diccionario? ¿Creen que los campesinos se van a sentar en la vereda mientras ustedes averiguan cómo se dice
la leche es mejor que la aguapanela
?» Pero en las tardes, durante las horas en lengua inglesa que en el programa oficial aparecían como
American Studies
y
World Affairs,
Elaine y sus compañeros recibían conferencias de veteranos de los Cuerpos de Paz que por una u otra razón se habían quedado en Colombia, y de ellos aprendían que las frases importantes no eran las que hablaban de la aguapanela o la leche, sino unas bien distintas cuyo ingrediente común era la palabra
No:
No vengo de
Alianza para el Progreso, No soy agente de la CIA
y, sobre todo,
No tengo dólares, qué pena con usted.

A finales de septiembre, Elaine escribió una larga carta en que felicitaba a la abuela por su cumpleaños, les agradecía a ambos los recortes de la
Time,
le preguntaba al abuelo si ya había visto la película de Newman y Redford, cuya fama llegaba hasta Bogotá (aunque la película fuera a tardar un poco más). Luego, repentinamente solemne, les preguntaba qué se sabía de los crímenes de Beverly Hills. «Todo el mundo tiene una opinión aquí, no se puede uno sentar a almorzar sin que se hable del tema. Las fotos son horribles. Sharon Tate estaba embarazada, no sé cómo alguien puede hacer algo así. Da miedo este mundo que nos tocó. Abuelo, tú has visto cosas más terribles. Por favor, dime que el mundo siempre ha sido así.» Y luego pasaba a otro tema. «Creo que ya les había contado de los barrios de invasión», escribía. Explicaba que cada clase del CEUCA está dividida en grupos, que cada grupo tiene un barrio, que los otros tres integrantes de su grupo son californianos: todos hombres, muy buenos levantando paredes y hablando con los líderes de la junta local (eso explicaba Elaine), muy buenos también consiguiendo marihuana guajira o samaria de buena calidad y a buen precio en el centro de la ciudad (eso no lo explicaba). Pues bien, con ellos subía una vez por semana a las montañas que hay alrededor de Bogotá, por calles enlodadas donde no era raro patear una rata muerta, entre casas de cartón y madera podrida, junto a pozos sépticos abiertos a la mirada (y a las narices) de todos. «Tenemos mucho por hacer», escribía Elaine. «Pero no les quiero hablar más del trabajo, eso lo dejo para otra carta. Quiero contarles que tuve un golpe de suerte.»

Ocurrió así. Una tarde, después de una larga sesión con la junta del barrio —en la que se habló de agua contaminada, se declaró la imperiosa necesidad de construir un acueducto, se convino que no había dinero para hacerlo—, el grupo de Elaine acabó tomando cerveza en una tienda sin ventanas. Hicieron falta dos rondas (las botellas de vidrio marrón acumulándose sobre la estrecha mesa) para que Dale Cartwright bajara la voz y le preguntara a Elaine si era capaz de guardar un secreto durante unos cuantos días. «¿Sabes quién es Antonia Drubinski?», le preguntó. Elaine, como todo el mundo, sabía quién era Antonia Drubinski: no sólo porque se trataba de una de las voluntarias más veteranas, ni tampoco porque hubiera sido arrestada ya dos veces por desórdenes en la vía pública —donde
desórdenes
debe leerse como
protestas contra la guerra de Vietnam,
y
la vía pública
debe leerse como
frente a la embajada de Estados Unidos
—, sino porque Antonia Drubinski se encontraba, desde hacía unos días, en paradero desconocido.

«De todo menos desconocido», dijo Dale Cartwright. «Ya se sabe dónde está, lo que pasa es que no han querido que la cosa se vuelva noticia.»

«¿Quiénes no han querido?»

«La Embajada. El CEUCA.»

«¿Y por qué? ¿Dónde está?»

Dale Cartwright miró a ambos lados y hundió la cabeza.

«Se fue al monte», dijo casi en susurros. «Va a hacer la revolución, parece. En fin, eso no es importante. Lo importante es que su cuarto quedó libre.»

«¿
El
cuarto?», dijo Elaine. «¿
Ese
cuarto?»

«
Ese
cuarto, sí. El mismo que es la envidia de toda la clase. Y pensé que tal vez a ti te gustaría quedarte con él. Ya sabes, vivir a diez minutos del CEUCA, ducharte con agua caliente.»

Elaine se quedó pensando.

«Yo no vine aquí para tener comodidades», dijo al fin.

«Ducharte con agua caliente», repitió Dale. «No tener que moverte como un
quarterback
para bajar del bus.»

«Pero es que la familia», dijo Elaine.

«¿Qué pasa con la familia?»

«Les pagan setecientos cincuenta pesos por alojarme», dijo Elaine. «Es la tercera parte de lo que ganan.»

«Y eso qué tiene que ver.»

«Pues que no quiero quitarles la plata.»

«Pero quién te crees que eres, Elaine Fritts», dijo Dale con un suspiro teatral. «Te crees única e irrepetible, qué barbaridad. Elaine querida, hoy mismo llegaron quince voluntarios más a Bogotá. Hay otro vuelo de Nueva York el sábado. En todo el país son cientos, tal vez miles, los gringos como tú y como yo, y muchos de ellos van a venir a trabajar en Bogotá. Créeme, tu cuarto se va a llenar antes de que hayas empacado la maleta.»

Elaine tomó un trago de cerveza. Tiempo después, cuando ya había ocurrido todo, recordaría esa cerveza, el ambiente sombrío de la tienda, el reflejo de la tarde que ya se acababa en los cristales del mostrador de aluminio.
Ahí comenzó todo,
pensaría. Pero en ese momento, ante el ofrecimiento transparente de Dale Cartwright, hizo una ecuación rápida en su cabeza. Sonrió.

«Y cómo sabes que yo hago movimientos de
quarterback
», dijo al fin.

«Todo se sabe en los Cuerpos de Paz, mi querida», dijo él. «Todo se sabe.»

Y así fue como tres días más tarde Elaine Fritts hacía por última vez el trayecto desde el Hipódromo, pero esta vez cargada de maletas. Le habría gustado que la familia se entristeciera un poco, no lo podía negar, le habría gustado un abrazo sentido, quizás un regalo de despedida como el que ella les había dado, una cajita de música que empezaba a escupir las notas de
El golpe
cuando uno la abría. No hubo nada de eso: le pidieron la llave y la acompañaron a la puerta, más por desconfianza que por cortesía. El padre salió de prisa, de manera que fue la madre sola, una mujer que llenaba con su figura el vano de la puerta, quien la vio bajar las escaleras y ganar la calle, sin ofrecerse nunca a ayudarla con las maletas. En ese instante apareció el niñito (era hijo único, llevaba la camisa por fuera del pantalón y en la mano un camión de madera pintada de azul y rojo), y preguntó algo que no se entendió bien. Lo último que Elaine escuchó antes de darse la vuelta fue la respuesta de su anfitriona.

«Se va, mijito, se va para una casa de ricos», dijo la mujer. «Gringa desagradecida.»

Una casa de ricos.
No era cierto, porque los ricos no recibían a voluntarios de los Cuerpos de Paz, pero en ese momento Elaine no tenía los argumentos para embarcarse en un debate sobre la economía de su segunda familia. La nueva casa de acogida, había que confesarlo, tenía lujos que a Elaine le hubieran parecido inimaginables unas semanas atrás: era una cómoda construcción de la avenida Caracas, de fachada estrecha pero muy profunda, con un pequeño jardín en el fondo y un árbol frutal en una esquina del jardín, junto a un muro tejado. La fachada era blanca, los marcos de las ventanas de madera pintada de verde, y para entrar había que abrir una verja de hierro que separaba el antejardín de la acera pública y que soltaba un chillido animal cada vez que alguien llegaba. La puerta principal daba a un corredor penumbroso pero amable. A la izquierda del corredor se abría la doble puerta cristalera de la sala, y más adelante estaba la del comedor, y más adelante el corredor bordeaba el angosto patio interior donde crecían los geranios en macetas colgantes; a la derecha, tan pronto uno entraba, comenzaban a subir las escaleras. Elaine entendió todo al echarle una mirada a los peldaños de madera: la alfombra roja había sido fina, pero ya estaba gastada por el uso (en ciertos escalones comenzaban a ser visibles las hilachas grises del tejido profundo); las traviesas de cobre que mantenían la alfombra pegada a los escalones se habían soltado de sus anillos, o bien los anillos se habían soltado del suelo de madera, y a veces, cuando uno subía de prisa, sentía un resbalón y el tintineo breve de los metales sueltos. La escalera, para Elaine, fue como un memorando o un testigo de lo que esta familia había sido y ya no era. «Una buena familia venida a menos», había dicho el funcionario de la Embajada cuando Elaine fue a hacer el papeleo para el traslado.
Venida a menos:
Elaine pensó mucho en esas palabras, intentó traducirlas literalmente, fracasó en el intento. Sólo al fijarse en la alfombra de las escaleras lo comprendió, pero lo comprendió instintivamente, sin organizarlo en frases coherentes, sin hacerse en la cabeza un diagnóstico científico. Con el tiempo todo cobraría sentido, porque Elaine había visto casos similares varias veces en la vida: familias de buen pasado que un día se dan cuenta de que el pasado no da dinero.

La familia se llamaba Laverde. La madre era una mujer de cejas depiladas y ojos tristes cuyo abundante pelo rojo —un exotismo en este país, o bien un producto de tintes— estaba fijo eternamente en un tocado perfecto y oloroso a laca recién puesta. Doña Gloria era un ama de casa sin delantal: Elaine nunca la vio empuñar un plumero, y sin embargo en los tocadores, en las mesas de noche, en los ceniceros de porcelana, no había rastro del polvo amarillo que se respiraba al salir a la calle: todo cuidado con la obsesión que sólo tienen quienes dependen de las apariencias. Don Julio, el padre, tenía la cara marcada por una cicatriz, no recta y delgada como la que hubiera dejado un corte, sino extendida y asimétrica (Elaine pensó, equivocadamente, en una enfermedad de la piel). En realidad no era sólo la mejilla: el daño se extendía hacia abajo desde la línea de la barba, era como una mancha que le resbalara por el maxilar y le bañara el cuello, y era muy difícil no fijar la mirada en ella. Don Julio era actuario de profesión, y una de las primeras conversaciones en el comedor, bajo la luz azulada de la lámpara de araña, estuvo dedicada a hablarle a la huésped de seguros y probabilidades y estadísticas.

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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