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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (6 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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II. Nunca será uno de mis muertos

S
é, aunque no recuerde, que la bala me atravesó el vientre sin tocar órganos pero quemando nervios y tendones y alojándose al final en el hueso de mi cadera, a un palmo de la columna vertebral. Sé que perdí mucha sangre y que, a pesar de la supuesta universalidad de mi tipo sanguíneo, las existencias en el hospital San José eran escasas en esa época, o su demanda por parte de la atribulada sociedad bogotana era demasiado alta, y mi padre y mi hermana tuvieron que hacer donaciones para salvarme la vida. Sé que tuve suerte. Me lo dijo todo el mundo en cuanto fue posible, pero además lo sé, lo sé de una manera instintiva. La noción de mi suerte, esto lo recuerdo, fue una de las primeras manifestaciones de mi conciencia recuperada. No recuerdo, en cambio, los tres días de cirugías: han desaparecido por completo, obliterados por la anestesia intermitente. No recuerdo las alucinaciones, pero sí que las tuve; no recuerdo haberme caído de la cama durante los bruscos movimientos que una de ellas produjo, y, aunque no recuerdo que me hayan atado a la cama para evitar que eso volviera a suceder, recuerdo bien la claustrofobia violenta, la conciencia terrible de mi vulnerabilidad. Recuerdo la fiebre, el sudor que por las noches me bañaba el cuerpo entero y obligaba a las enfermeras a cambiar las sábanas, el daño que me hice en la garganta y en las comisuras de los labios resecos al intentar una vez arrancarme el tubo respiratorio; recuerdo el sonido de mi propia voz al gritar y sé, aunque tampoco esto lo recuerdo, que mis gritos angustiaban a los demás pacientes del piso. Se quejaron los pacientes o sus familiares, las enfermeras acabaron por cambiarme de habitación, y en esa habitación nueva, durante un breve momento de lucidez, pregunté por la suerte de Ricardo Laverde y me enteré (no recuerdo por boca de quién) de que había muerto. No creo haberme sentido triste, o bien confundo, y confundí siempre, la tristeza por la noticia con el llanto producto del dolor, y de todas formas sé que allí, ocupado como estaba con la tarea de sobrevivir, viendo la gravedad de mi propia situación en las expresiones desgarradas de los que me rodeaban, no hubiera podido pensar demasiado en el muerto. No recuerdo, en todo caso, haberlo culpado por lo que me había ocurrido.

Lo hice después. Maldije a Ricardo Laverde, maldije el momento en que nos conocimos, y ni por un instante se me pasó por la mente que no fuera Laverde el responsable directo de mi desgracia. Me alegré de que hubiera muerto: le deseé, como contraprestación por mi propio dolor, una muerte dolorosa. Entre las neblinas de mi conciencia entrecortada respondí con monosílabos a las preguntas de mis padres. ¿Lo conociste en los billares? Sí. ¿Nunca supiste qué hacía, si estaba metido en cosas raras? No. ¿Por qué lo mataron? No sé. ¿Por qué lo mataron, Antonio? No sé, no sé. Antonio, ¿por qué lo mataron? No sé, no sé, no sé. La pregunta se repetía con insistencia y mi respuesta siempre era la misma, y pronto fue evidente que la pregunta no necesitaba una respuesta: era más bien un lamento. La misma noche en que fue abaleado Ricardo Laverde se cometieron otros dieciséis asesinatos en diversas zonas de la ciudad y con métodos diversos, y a mí se me ha quedado en la memoria el caso de Neftalí Gutiérrez, taxista, muerto a golpes de cruceta, y el de Jairo Alejandro Niño, mecánico automotriz, que recibió nueve machetazos en un descampado del occidente. El crimen de Laverde era uno más, y resultaba casi arrogante o pretencioso creer que a nosotros nos correspondería el lujo de una respuesta. «¿Pero qué habrá hecho para que lo mataran?», me preguntaba mi padre.

«No sé», le decía yo. «No había hecho nada.»

«Algo habrá hecho», me decía él.

«Pero ya qué importa», decía mi madre.

«Pues sí», decía mi padre. «Ya qué importa.»

A medida que fui saliendo a la superficie, el odio a Laverde cedió el lugar al odio de mi propio cuerpo y lo que el cuerpo sentía. Y ese odio que me tenía por objetivo se transformó en odio hacia los demás, y un buen día decidí que no quería ver a nadie, y expulsé a mi familia del hospital y les prohibí volver a verme hasta que mi situación mejorara. «Pero nos preocupamos», dijo mi madre, «queremos cuidarte». «Pero yo no. Yo no quiero que me cuides, no quiero que me cuide nadie. Yo quiero que se vayan.» «¿Y si necesitas algo? ¿Y si podemos ayudarte y no estamos?» «No necesito nada. Necesito estar solo. Quiero estar solo.» Quiero catar silencio, pensé entonces: un verso de León de Greiff, otro de los poetas que yo solía escuchar en la Casa Silva, la poesía nos acosa en los momentos más inesperados. Quiero catar silencio, non curo de compaña. Dejadme solo. Sí, eso les dije a mis padres: Dejadme solo.

Un médico vino para explicarme los usos del disparador que tenía en la mano: cuando sintiera demasiado dolor, me dijo, podía oprimir una vez el botón, y un escupitajo de morfina intravenosa me aliviaría de manera inmediata. Pero había límites. El primer día agoté la dosis diaria de morfina en una tercera parte del tiempo (oprimí el botón como un niño con un videojuego), y las horas que siguieron son en mi recuerdo lo más parecido al infierno. Lo cuento porque así, entre las alucinaciones del dolor y las de la morfina, pasaron los días de mi recuperación. Dormía en cualquier momento, sin rutina aparente, como los presos de los cuentos; abría los ojos para encontrarme con un paisaje siempre extraño, cuya característica más curiosa era que nunca cobraba familiaridad, que siempre me parecía verlo por primera vez. En algún momento que no logro precisar, Aura apareció en ese paisaje, su figura sentada en el sofá marrón cuando yo abría los ojos, mirándome con lástima genuina. Fue una sensación novedosa (o lo novedoso era la conciencia de que me miraba y me cuidaba una mujer que esperaba una hija mía), pero no creo haberlo pensado en ese instante.

Las noches. Recuerdo las noches. El miedo a la oscuridad comenzó en esos últimos días de mi hospitalización, y sólo desaparecería un año después: a las seis y media de la tarde, la hora en que cae la noche súbita en Bogotá, el corazón me empezaba a latir con furia, y al principio se requirió el esfuerzo dialéctico de varios médicos para convencerme de que no estaba a punto de morir de un infarto. La larga noche bogotana —dura más de once horas siempre, sin importar la época del año ni mucho menos el estado mental de los que la sufren— me resultó apenas soportable en el hospital, cuya vida nocturna estaba marcada por los blancos corredores siempre encendidos, por la penumbra de neón de las habitaciones blancas; pero en el cuarto de mi apartamento la oscuridad era perfecta, pues las luces de la calle no llegaban hasta mi piso décimo, y el terror que sentía con sólo imaginarme despertando a ciegas me obligó a dormir con la luz encendida, igual que cuando era niño. Aura soportó las noches iluminadas mejor de lo que yo hubiera creído, a veces recurriendo a esas máscaras que regalan en los aviones para fabricarse una oscuridad personal, a veces dándose por vencida y encendiendo la televisión para ver un programa publicitario y deleitarse con las máquinas que cortaban todas las frutas, con las cremas que reducían toda la grasa del cuerpo. Su propio cuerpo, por supuesto, se transformaba; una niña de nombre Leticia crecía en él, pero yo no estaba en capacidad de darle la atención que hubiera merecido. Más de una noche me desperté con una pesadilla absurda: había vuelto a vivir en la casa de mis padres, pero esta vez con Aura, y de repente estallaba la estufa de gas y moría toda la familia y yo me daba cuenta y no podía hacer nada. Y, sin importar la hora que fuera, acababa llamando a casa, sólo para asegurarme de que nada hubiera pasado en realidad, de que el sueño siguiera siendo un sueño. Aura intentaba tranquilizarme. Se quedaba mirándome, yo la sentía mirarme. «No es nada», le decía yo. Y sólo al final de la noche lograba dormir unas horas, enrollado en mí mismo, como un perro asustado por los fuegos artificiales, preguntándome por qué en el sueño no estaba Leticia, qué había hecho Leticia para ser desterrada del sueño.

En mi memoria, los meses que siguieron son una época de grandes miedos y de pequeñas incomodidades. En la calle me atacaba la inequívoca certidumbre de ser observado; los daños internos que me había causado el balazo me obligarían a usar muletas durante varios meses. Un dolor que nunca había sentido apareció en mi pierna izquierda, parecido a lo que sienten quienes están a punto de sufrir una apendicitis. Los médicos me explicaban el ritmo al que crecen los nervios y el tiempo que tardaría la recuperación de una cierta autonomía, y yo los escuchaba sin entender, o sin entender que hablaban de mí; en otra parte, lejos de donde yo estaba, mi mujer atendía a las explicaciones de otros médicos sobre temas harto distintos, y tomaba pastillas de ácido fólico y recibía inyecciones de cortisona para madurar los pulmones de la criatura (en la familia de Aura había un historial de partos prematuros). Su vientre estaba cambiando, pero yo no me daba cuenta. Aura me ponía la mano a un lado del ombligo prominente. «Ahí, ahí está. ¿Sentiste?» «¿Pero qué se siente?», preguntaba yo. «No sé, es como una mariposa, como unas alas que te rozan la piel. No sé si me entiendes.» Y yo le decía que sí, que la entendía perfectamente, aunque fuera mentira.

No sentía nada: estaba distraído: el miedo me distraía. Imaginaba los rostros de los asesinos, escondidos tras las viseras; el estruendo de los disparos y el silbido continuo en mis tímpanos resentidos; la aparición repentina de la sangre. Ni siquiera ahora, mientras escribo, consigo recordar esos detalles sin que el mismo miedo frío se me meta en el cuerpo. El miedo, en el lenguaje fantástico del terapeuta que me atendió después de los primeros problemas, se llamaba estrés postraumático, y según él tenía mucho que ver con la época de bombas que nos había asolado unos años atrás. «Así que no se preocupe si tiene problemas en la vida íntima», me dijo el hombre (esas palabras pronunció,
vida íntima
). A esto no dije nada. «El cuerpo está lidiando con algo serio», siguió el médico. «Tiene que concentrarse en eso y eliminar lo que no es necesario. La libido es lo primero que se va, ¿me entiende? Así que no se preocupe. Toda disfunción es normal.» Tampoco esta vez respondí.
Disfunción:
la palabra me pareció fea, me pareció que sus sonidos se entrechocaban, que afeaban el ambiente, y pensé que no le hablaría del tema a Aura. El médico siguió hablando, no había manera de que dejara de hablar. El miedo era la principal enfermedad de los bogotanos de mi generación, me decía. Mi situación, me decía, no tenía nada de particular: pasaría eventualmente, como había pasado para todos los que habían visitado su consultorio. Todo eso me decía. Nunca logró entender que a mí no me interesaba la explicación racional ni mucho menos el aspecto estadístico de esas palpitaciones violentas, de la sudoración instantánea que en otro contexto hubiera sido cómica, sino las palabras mágicas para que la sudoración y las palpitaciones desaparecieran, el mantra que me permitiera volver a dormir de corrido.

Me acostumbré a rutinas de noctámbulo: después de que un ruido o la ilusión de un ruido me espantara el sueño (y me dejara a merced del dolor de mi pierna), buscaba las muletas, me iba a la sala, me sentaba en la silla reclinable y me quedaba así, mirando los movimientos de la noche en los cerros bogotanos, las luces verdes y rojas de los aviones que se veían cuando el cielo estaba limpio, el rocío que se iba acumulando en las ventanas como una sombra blanca cuando en las madrugadas caía la temperatura. Pero no sólo las noches se vieron perturbadas, sino también la vigilia. Meses después de lo de Laverde seguía bastando el estallido de un tubo de escape, o un portazo, o incluso un libro grueso que cae de una forma determinada sobre una determinada superficie, para lanzarme a la ansiedad y a la paranoia. En cualquier momento, sin que mediara una causa clara, me ponía a llorar desconsoladamente. El llanto me caía encima sin aviso: en la mesa del comedor, frente a mis padres o a Aura, o en una reunión de amigos, y a la sensación de estar enfermo se unía la vergüenza. Al principio siempre hubo alguien que se lanzó a abrazarme, hubo las palabras con que se consuela a un niño: «Pero ya pasó, Antonio, ya pasó». Con el tiempo la gente, mi gente, se acostumbró a esos llantos momentáneos, y cesaron las palabras de consuelo, y los abrazos desaparecieron, y la vergüenza fue mayor entonces, porque era evidente que yo, más que producirles lástima, les resultaba ridículo. Con los extraños, que ninguna lealtad me debían ni tampoco compasión ninguna, fue peor. Durante una de las primeras clases que di después de reincorporarme, un estudiante me hizo una pregunta sobre las teorías de Von Ihering. «La justicia», comencé a decir, «tiene una doble base evolutiva: la lucha del individuo por hacer respetar su derecho y la del Estado por imponer, entre sus coasociados, el orden necesario». «Entonces», me preguntó un alumno, «¿podemos decir que el hombre que reacciona, al sentirse amenazado o violado, es el verdadero creador del Derecho?». Y yo le iba a hablar de esos tiempos en que todo el derecho se hallaba incorporado a la religión, esos tiempos remotos en que la distinción entre moral, higiene, lo público y lo privado, era todavía inexistente, pero no alcancé a hacerlo. Me cubrí los ojos con la corbata y rompí a llorar. La sesión se suspendió. Al salir, escuché que el estudiante decía: «Pobre tipo. No va a salir de ésta».

No fue la última vez que escuché ese diagnóstico. Una noche Aura llegó tarde de una reunión con amigas, eso que en mi ciudad se llama con un anglicismo,
shower,
una lluvia de regalos para la futura madre. Entró con cuidado, sin duda para no disturbar mi sueño, pero me encontró bien despierto y tomando notas sobre ese Von Ihering que me había lanzado a la crisis. «Por qué no te tratas de dormir», me dijo, pero no era una pregunta. «Estoy trabajando», le dije yo, «termino y me duermo». La recuerdo entonces quitándose un abrigo delgado (no, un abrigo no, era como una gabardina), poniéndolo en el espaldar de la silla de mimbre, recostándose al marco de la puerta con una mano sosteniendo su inmensa barriga y pasándose la otra mano por el pelo, todo un elaborado preludio como los que hace la gente cuando no quiere decir lo que va a decir, cuando espera que un milagro lo libere de esa obligación. «Están hablando de nosotros», dijo Aura.

«¿Quiénes?»

«En la universidad. No sé, la gente, los alumnos.»

«¿Los profesores?»

«No sé. Los alumnos por lo menos. Ven a la cama y te cuento.»

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