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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (10 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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Y sin embargo esos ruidos formaban parte ya de mi memoria auditiva. Desde que la cinta cayó en el silencio, desde que los sonidos de la tragedia cedieron el lugar a la estática, supe que habría preferido no escucharla, y supe al mismo tiempo que mi memoria seguiría escuchándola para siempre. No, ésos no eran mis muertos, yo no tenía derecho a escuchar esas palabras (así como no tengo derecho, probablemente, a reproducirlas en este relato, sin duda con algunas imprecisiones), pero ya las palabras y las voces de los muertos me tragaban como un remolino de río se traga a un animal cansado. La grabación tuvo, además, la virtud de modificar el pasado, pues el llanto de Laverde ya no era el mismo, no podía ser el mismo que yo había presenciado en la Casa de Poesía: ahora tenía una densidad de la que antes había carecido, debido al hecho simple de que yo había escuchado lo que él, sentado en aquel sofá de cuero mullido, escuchó esa tarde. La experiencia, eso que llamamos experiencia, no es el inventario de nuestros dolores, sino la simpatía aprendida hacia los dolores ajenos.

Con el tiempo he averiguado más cosas acerca de las cajas negras. Sé, por ejemplo, que no son negras, sino anaranjadas. Sé que los aviones las llevan en el
empennage
—la estructura que los profanos llamamos cola—, porque ahí tienen más posibilidades de sobrevivir a un accidente. Y sí, sé que las cajas negras sobreviven: pueden soportar una presión de 2.250 kilogramos y temperaturas de 1.100 grados centígrados. Cuando caen en el mar, se activa un transmisor; la caja negra comienza entonces a emitir pulsaciones durante treinta días. Éste es el tiempo que tienen las autoridades para encontrarla, para conocer las razones de un accidente, para asegurarse de que nada similar se produzca de nuevo, pero no creo que nadie calcule que una caja negra puede tener otros destinos, ir a parar a manos que no estaban contempladas en su plan de vida. Y sin embargo eso fue lo que me pasó con la caja negra del vuelo 965, que, tras sobrevivir al accidente, se convirtió por artes misteriosas en un casete negro con etiqueta naranja y pasó por dos dueños antes de llegar a hacer parte de mis recuerdos. Y así resulta que ese aparato, inventado como memoria electrónica de los aviones, ha acabado por convertirse en parte definitiva de mi memoria. Ahí está, y no hay nada que yo pueda hacer. Olvidarlo no es posible.

Esperé un buen rato antes de irme de la casa de La Candelaria, no sólo por escuchar una vez más la grabación (lo cual hice: no una, sino dos veces), sino porque ver de nuevo a Consu se me había convertido de repente en una urgencia. ¿Qué más sabía ella de Ricardo Laverde? Quizás había sido por no verse obligada a hacer revelaciones, por no encontrarse de repente a merced de mis interrogatorios, que me había dejado solo en su casa y con su posesión más preciada. Comenzaba a caer la tarde. Me asomé a la calle: los faroles amarillos se encendían ya, las paredes blancas de las casas cambiaban de color. Hacía frío. Miré hacia una esquina, hacia la otra. Consu no estaba, no se la veía por ninguna parte, así que volví a la cocina y en una bolsa más grande encontré una pequeña bolsa de papel del tamaño de una media de aguardiente. Mi bolígrafo no escribía bien en esa superficie, pero tendría que arreglármelas.

Estimada Consu,

La estuve esperando casi una hora. Gracias por dejarme oír la grabación. Quería decírselo en persona, pero no hubo manera.

Debajo de estas líneas garabateadas escribí mi nombre completo, ese apellido que tan inusual es en Colombia y que no deja de provocarme cierta timidez cuando lo escribo para según qué personas, en mi país hay muchos que desconfían de alguien cuando es necesario deletrear su apellido. Luego alisé la bolsa con las manos y la dejé sobre la grabadora, una de las esquinas atrapada por la puerta de la casetera. Y salí a la ciudad con una mezcla de sensaciones en el pecho y una sola certeza: no quería llegar a casa, quería guardar para mí lo que acababa de sucederme, el secreto a cuya revelación había asistido. Pensé que nunca iba a estar tan cerca de la vida de Ricardo Laverde como lo había estado allí, en su casa, durante los minutos que había durado la grabación de la caja negra, y no quería que esa curiosa exaltación se disipara, así que bajé a la carrera Séptima y comencé a caminar por el centro de Bogotá, pasando por la plaza de Bolívar y siguiendo hacia el norte, metiéndome entre la gente en la acera siempre abarrotada y dejándome empujar por los que tenían más prisa y chocándome con los que venían de frente, y buscando callejones que frecuentara poco e incluso metiéndome al mercado de artesanías de la calle 10, me parece que es la calle 10, y durante todo el tiempo pensando que no quería llegar a casa, que Aura y Leticia formaban parte de un mundo distinto del mundo en que habitaba la memoria de Ricardo Laverde y desde luego distinto del mundo en que se había estrellado el vuelo 965. No, yo no podía llegar todavía a casa. En eso pensaba al llegar a la calle 22, en cómo aplazar la llegada a casa para seguir viviendo en la caja negra, con la caja negra, y entonces mi cuerpo tomó la decisión por mí y acabé entrando a un rotativo porno donde una mujer de pelo largo y muy claro, desnuda en medio de una cocina integral, levantaba una pierna hasta que el tacón de su zapato se enredaba con la rejilla de los fogones, y mantenía ese delicado equilibrio mientras un hombre vestido la penetraba y le daba al mismo tiempo órdenes incomprensibles, pues los movimientos de su boca no llegaban nunca a corresponderse con las palabras que la boca pronunciaba.

El Jueves Santo de 1999, nueve meses después de mi encuentro con la casera de Ricardo Laverde y ocho antes de que se acabara el milenio, llegué a mi apartamento y encontré en el contestador una voz de mujer y un número de teléfono. «Éste es un mensaje para el señor Antonio Yammara», decía la voz, una voz juvenil pero melancólica, una voz cansada y sensual al mismo tiempo, la de una de esas mujeres que han tenido que crecer de manera prematura. «La señora Consuelo Sandoval me dio su nombre, el número me lo conseguí yo. Espero que no le moleste, usted está en el directorio. Llámeme, por favor. Necesito hablar con usted.» Marqué de inmediato. «Estaba esperando su llamada», me dijo la mujer.

«¿Con quién hablo?», pregunté.

«Perdón si lo molesto», me dijo la mujer. «Me llamo Maya Fritts, no sé si mi apellido le dice algo. Bueno, no es mi apellido original, es el de mi madre, el de verdad es Laverde.» Y al quedarme yo en silencio, la mujer añadió lo que ya era para ese momento innecesario: «Soy la hija de Ricardo Laverde. Necesito preguntarle unas cosas». Creo que entonces dije algo, pero es posible que me limitara a repetir el nombre, los dos nombres, el nombre suyo y el de su padre. Maya Fritts, hija de Ricardo Laverde, siguió hablando. «Pero mire, yo vivo lejos y no puedo ir a Bogotá, es largo de explicar. Por eso el favor es doble, porque quiero invitarlo a pasar el día aquí, en mi casa, conmigo. Quiero que venga a hablarme de mi padre, a contarme todo lo que sepa. Es un favor grande, sí, pero aquí hace calor y se cocina rico, le prometo que no va a perder la venida. Así que usted dirá, señor Yammara. Si tiene papel y lápiz ahí, ya mismo le explico cómo se llega.»

III. La mirada de los ausentes

A
las siete de la mañana siguiente me encontré bajando por la calle 80, con un café negro como todo desayuno, rumbo a las salidas occidentales de la ciudad. Era una mañana encapotada y fría, y el tráfico a esa hora resultaba ya denso y aun agresivo; pero no tardé demasiado en llegar a las fronteras de la ciudad, allí donde los paisajes urbanos cambian y los pulmones notan la brusca ausencia de la contaminación. La salida había cambiado con los años: vías amplias y recién pavimentadas que ostentaban el blanco refulgente de sus señalizaciones, esos pasos de cebra, la línea intermitente en la calzada. No sé cuántas veces hice de niño trayectos similares, cuántas veces subí a las montañas que rodean la ciudad para luego hacer un descenso drástico, y así pasar en cuestión de tres horas de nuestros dos mil seiscientos metros fríos y lluviosos al valle del río Magdalena, donde las temperaturas pueden acercarse en ciertas zonas malhadadas a los cuarenta grados centígrados. Era el caso de La Dorada, la ciudad que marca la mitad del camino entre Bogotá y Medellín y que suele servir a los que hacen ese recorrido de parada o lugar de encuentro o incluso balneario de ocasión. En los alrededores de La Dorada, en un lugar que por la descripción parecía ajeno a la ciudad, a su ajetreo de pavimento y tráfico pesado, vivía Maya Fritts. Pero yo, en lugar de pensar en ella y en el azar que nos había puesto en contacto, me pasé las cuatro horas de trayecto pensando en Aura o, mejor, en lo que había ocurrido con Aura la noche anterior.

Después de tomarle dictado a Maya Fritts y de acabar con un mapa mal hecho sobre el reverso de una página (del otro lado estaban los apuntes para una de mis próximas clases: discutiríamos el derecho que tenía Antígona a violar la ley para enterrar a su hermano), Aura y yo habíamos cubierto la rutina de la noche de la manera más pacífica posible, haciendo la comida entre los dos mientras Leticia veía una película, contándonos nuestros días respectivos, riendo, tocándonos al cruzarnos en la cocina estrecha.
Peter Pan,
ésta le gustaba mucho a Leticia, y también
El libro de la selva,
y Aura le había comprado dos o tres shows de los Muppets, menos para darle gusto a la niña que por satisfacer ella sus nostalgias privadas, el cariño que le tenía al Conde Contar, el desprecio fácil que sentía por Miss Piggy. Pero no, no eran los Muppets lo que sonaba esa noche en la televisión de nuestro cuarto, sino una de aquellas películas.
Peter Pan,
sí: era
Peter Pan
lo que estaba sonando —«esta historia ha sucedido antes y volverá a suceder», decía el narrador anónimo que la presenta— cuando Aura, enfundada en un delantal de tela roja con el anacrónico rostro de Papá Noel, me dijo sin mirarme a los ojos:

«Compré una cosa. Recuérdame después que te la muestre.»

«¿Qué cosa?»

«Una cosa», dijo Aura.

Estaba removiendo algo en los fogones, el extractor de humo funcionaba a toda marcha y nos obligaba a levantar la voz, y la luz de la campana le bañaba el rostro con un tono cobrizo. «Qué linda eres», le dije. «No me acostumbro.» Ella sonrió, me iba a decir algo, pero en ese momento apareció Leticia en la puerta, silenciosa y discreta y peinada con una cola de caballo, el pelo castaño todavía mojado por el baño reciente. La levanté del suelo, le pregunté si tenía hambre, y la misma luz cobriza le dio en la cara: sus facciones eran las mías, no las de Aura, y eso siempre me había conmovido y decepcionado al mismo tiempo. Esa idea estuvo curiosamente fija en mi cabeza mientras comíamos: que Leticia se hubiera podido parecer a Aura, hubiera podido heredar la belleza de Aura, y en cambio había heredado mis rasgos toscos, mis huesos demasiado gruesos, mis orejas demasiado visibles. Tal vez por eso estuve mirándola tanto cuando la llevé a la cama. La acompañé un rato en la oscuridad de su cuarto, sólo rota por una lámpara en forma de globo que suelta una luz débil de color pastel y cambia de tono a lo largo de la noche, de manera que el cuarto de Leticia es azul cuando me llama porque ha tenido una pesadilla, y puede muy bien ser rosado o verde claro cuando me llama porque se le ha acabado el agua de su botellita. En fin: allí, en la penumbra de colores, mientras Leticia se quedaba dormida y el susurro de su respiración cambiaba, yo espiaba sus facciones y los juegos de la genética en su rostro, todas esas proteínas moviéndose misteriosamente para imprimir mi mentón en el suyo, mi color de pelo en el pelo de mi niña. Y en ésas estaba cuando se entreabrió la puerta y apareció una franja de luz y luego la silueta de Aura y su mano llamándome.

«¿Se durmió?»

«Sí.»

«¿Seguro?»

«Sí.»

Me llevó de la mano a la sala, nos sentamos en el sofá. La mesa del comedor estaba recogida ya y el lavaplatos sonaba en la cocina, su murmullo de vieja paloma moribunda. (No solíamos pasar tiempo en la sala después de la comida: preferíamos acostarnos en nuestra cama y ver una vieja
sitcom
gringa, algo ligero y alegre y balsámico. Aura se había acostumbrado a prescindir de los noticieros en la noche, y podía bromear acerca de mi boicot, pero comprendía bien la seriedad con que yo me tomaba aquello. Yo no veía noticieros, era así de simple. Tardaría mucho tiempo en soportarlos de nuevo, en admitir de nuevo que las noticias de mi país invadieran mi vida.) «Bueno, mira», me dijo Aura. Sus manos se perdieron del otro lado del sofá y volvieron a aparecer con un paquete pequeño envuelto en papel periódico. «¿Es para mí?», le dije. «No, no es un regalo», dijo ella. «O sí, pero es para ambos. Mierda, no sé, no sé cómo se hacen estas cosas.» La vergüenza no era un sentimiento que molestara con frecuencia a Aura, y sin embargo era eso, vergüenza, lo que le llenaba los gestos. Lo siguiente fue su voz (su voz nerviosa) explicándome dónde había comprado el vibrador, cuánto le había costado, de qué forma había pagado para que no quedara constancia de esa compra en ninguna parte, cómo había detestado en ese instante los muchos años de educación religiosa que le habían hecho sentir, al entrar a la tienda de la avenida 19, que cosas muy malas iban a sucederle como castigo, que con esa compra acababa de merecer un lugar permanente en el infierno. Era un aparato de color violeta y de textura rugosa, con más botones y posibilidades que las que yo hubiera imaginado, pero no tenía la forma que yo le hubiera asignado con mi imaginación demasiado literal. Yo lo miraba (ahí, dormido en mi mano) y Aura me miraba mirarlo. No pude evitar que la palabra
consolador,
que también se usa a veces para este objeto, se me apareciera en la mente: Aura como mujer necesitada de consuelo, o Aura como mujer desconsolada. «¿Qué es esto?», le dije. Una pregunta estúpida donde las haya.

«Bueno, es lo que es», dijo Aura. «Es para nosotros.»

«No», dije yo, «para nosotros no es».

Me puse de pie y lo dejé caer sobre la mesa de vidrio y el aparato rebotó ligeramente (después de todo, estaba hecho de materiales elásticos). En otro momento el sonido me hubiera causado gracia, pero no allí, no entonces. Aura me cogió del brazo.

«No tiene nada, Antonio, es para nosotros.»

«No es para nosotros.»

«Tú tuviste un accidente, no pasa nada, yo te quiero», dijo Aura. «No pasa nada, estamos juntos.»

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