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Authors: Juan Gabriel Vásquez

Tags: #Drama

El ruido de las cosas al caer (9 page)

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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«Bueno», dijo ella, poniéndose de pie. «Espéreme aquí, le voy a mostrar algo.»

Desapareció durante unos instantes. Yo pude seguir sus movimientos con el oído, el chancleteo de sus pies, el breve intercambio con un inquilino —«Va tarde, papito»; «Ay, doña Consu, no se meta en lo que no le importa»—, y por un instante pensé que la charla se había terminado y lo siguiente sería un muchachito de bigote ralo que me pide que me vaya con alguna frase relamida,
lo acompaño a la puerta
o
señor, gracias por su visita.
Pero entonces la vi regresar como distraída, mirándose las uñas de la mano izquierda: de nuevo la niña que yo había visto en la puerta de la casa. En la otra mano (sus dedos se hacían delicados para sostenerlo, como a un animalito enfermo) llevaba un balón de fútbol demasiado pequeño que muy pronto se convirtió en una vieja radio en forma de balón de fútbol. Dos de los hexágonos negros eran los parlantes; en la parte superior había una ventanilla que dejaba ver la casetera; en la casetera había puesto un casete negro. Un casete negro de etiqueta naranja. En la etiqueta, una sola palabra: BASF.

«Es sólo el lado A», me dijo Consu. «Cuando termine de oírlo, deje todo junto a la estufa. Ahí donde están los fósforos. Y que la puerta le quede bien cerrada al salir.»

«Un momento, un momento», dije. Las preguntas se me agolparon en la boca. «¿Usted tiene esto?»

«Yo tengo esto.»

«¿Cómo lo consiguió? ¿No lo va a oír conmigo?»

«Es lo que llaman efectos personales», dijo ella. «Me lo trajo la policía junto con todo lo que había en los bolsillos de Ricardo. Y no, no lo voy a oír. Me lo sé de memoria, y no lo quiero oír más, este casete no tiene nada que ver con Ricardo. Y en el fondo tampoco tiene nada que ver conmigo. Tan raro, ¿cierto? Una de mis pertenencias más preciadas, y no tiene nada que ver con mi vida.»

«Una de sus pertenencias más preciadas», repetí.

«Usté ha visto que a la gente le preguntan qué sacaría de su casa si hubiera un incendio. Bueno, pues yo sacaría este casete. Será porque nunca tuve una familia, y por aquí no hay álbumes de fotos ni ninguna de esas vainas.»

«¿Y el muchacho que me recibió?»

«¿Qué pasa con él?»

«¿No es familia?»

«Es un inquilino», dijo Consu, «uno como cualquier otro». Pensó un instante y añadió: «Mis inquilinos son mi familia».

Con esas palabras (y con perfecto sentido del melodrama) salió a la calle y me dejó solo.

Lo que había en la grabación era un diálogo en inglés entre dos hombres: hablaban de las condiciones climáticas, que eran buenas, y luego hablaban de trabajo. Uno de los hombres explicaba al otro las regulaciones sobre el número de horas que era permitido volar antes del descanso obligatorio. El micrófono (si es que se trataba de un micrófono) captaba un zumbido constante y, sobre el fondo blanco del zumbido, un revoloteo de papeles.

«Me dieron este cuadro», decía el primer hombre.

«Bueno, pues a ver qué puedes encontrar», decía el segundo. «Yo me encargo del avión y la radio.»

«Bien. Pero en este cuadro sólo hablan del tiempo de trabajo, no de los periodos de descanso.»

«Eso también es muy confuso.»

Recuerdo muy bien haber escuchado la conversación durante varios minutos —la atención puesta toda en encontrar una referencia a Laverde— antes de comprobar, entre desconcertado y perplejo, que la gente que hablaba en ella no tenía relación ninguna con la muerte de Ricardo Laverde, y, lo que es más, que Ricardo Laverde no se mencionaba en ella en ningún momento. Uno de los hombres empezó a hablar de las ciento treinta y seis millas que les quedaban hasta el VOR, de los treinta y dos mil pies que deberían bajar, y de que encima de todo tenían que ir reduciendo la velocidad, así que bueno, ya era tiempo de ponerse manos a la obra. En ese momento el otro dijo esas palabras que lo cambiaron todo: «Bogotá, American nueve sesenta y cinco, permiso para descender». Y me pareció inverosímil haber tardado tanto en comprender que en pocos minutos ese vuelo se estrellaría en El Diluvio, y que entre los muertos estaría la mujer que venía a pasar las fiestas con Ricardo Laverde.

«American Airlines Operations en Cali, aquí American nueve sesenta y cinco. ¿Me copia?»

«Adelante, American nueve seis cinco, aquí Cali.»

«Muy bien, Cali. Estaremos allí en unos veinticinco minutos.»

Esto era lo que había estado escuchando Ricardo Laverde poco antes de ser asesinado: la caja negra del vuelo en que había muerto su mujer. Sufrí la revelación como un puñetazo, con la misma pérdida de equilibrio, el mismo trastorno de mi mundo inmediato. ¿Pero cómo la había conseguido?, me pregunté entonces. ¿Era eso posible, pedir la grabación de un vuelo accidentado y obtenerla como se obtiene, no sé, un documento del catastro? ¿Hablaba inglés Laverde, o por lo menos lo comprendía lo suficiente para escuchar y entender y lamentar —sí, sobre todo lamentar— esa conversación? O tal vez no era necesario entender nada para lamentarla, porque nada en la conversación se refería a la mujer de Laverde: ¿no bastaba con la conciencia, la terrible conciencia, de esa proximidad entre los pilotos que hablaban y una de sus pasajeras? Dos años y medio después, esas preguntas seguían sin respuesta. Ahora el capitán pedía la puerta de llegada (era la dos), ahora pedía la pista (era la cero uno), ahora encendía las luces del avión porque había mucho tráfico visual en el área, ahora hablaban de una posición que quedaba cuarenta y siete millas al norte de Rionegro y la buscaban en el plan de vuelo... Y ahora, por fin, llegaba el anuncio por el altavoz: «Damas y caballeros, les habla el capitán. Hemos comenzado nuestro descenso».

Han comenzado el descenso. Una de esas damas es Elena Fritts, que viene de ver a su madre enferma en Miami, o del entierro de su abuela, o simplemente de visitar a sus amigos (de pasar con ellos el día de Acción de Gracias). No, es su madre, su madre enferma. Elena Fritts piensa acaso en esa madre, preocupándose por haberla dejado, preguntándose si ha hecho bien en dejarla. También piensa en Ricardo Laverde, su marido. ¿Piensa en su marido? Piensa en su marido, que ha salido de la cárcel. «Quiero desear a todos unas vacaciones muy felices, y un 1996 lleno de salud y prosperidad», dice el capitán. «Gracias por haber volado con nosotros.» Elena Fritts piensa en Ricardo Laverde. Piensa que ahora podrán retomar la vida donde la dejaron. Mientras tanto, en la cabina, el capitán le ofrece maní al copiloto. «No, gracias», dice el copiloto. El capitán dice: «Qué bonita noche, ¿no?». Y el copiloto: «Sí. Está muy agradable por estos lados». Luego se dirigen a la torre de control, piden permiso para descender a una menor altitud, la torre les dice que bajen al nivel dos cero cero, y luego el capitán dice, en español y con acento pesado: «Feliz Navidad, señorita».

¿En qué piensa, sentada en su puesto, Elena Fritts? Me la imagino, no sé por qué, ocupando un puesto de ventanilla. Mil veces he imaginado ese momento, mil veces lo he reconstruido como un escenógrafo construye una escena, y lo he llenado con especulaciones sobre todo: desde la ropa que lleva puesta Elena —una blusa ligera de color azul claro y zapatos sin medias— hasta sus opiniones y sus prejuicios. En la imagen que me he formado y se me ha impuesto, la ventanilla está a la izquierda; a la derecha, un pasajero dormido (los brazos velludos, un ronquido irregular). La mesa auxiliar está abierta; Elena Fritts ha querido cerrarla cuando el capitán ha anunciado el descenso, pero todavía nadie ha pasado a recoger su vasito de plástico. Elena Fritts mira por la ventanilla y ve un cielo limpio; no sabe que su avión está bajando a veinte mil pies de altura; no le importa no saberlo. Tiene sueño: son más de las nueve de la noche, y Elena Fritts ha comenzado a viajar desde muy temprano, porque la casa de su madre no queda en Miami propiamente, sino en un suburbio. O incluso en otro lugar completamente distinto, Fort Lauderdale, digamos, o Coral Springs, alguna de esas pequeñas ciudades de la Florida que son más bien gigantescos hogares geriátricos, adonde llegan los viejos del país entero a pasar sus últimos años lejos del frío y del estrés y de la mirada resentida de sus hijos. Así que Elena Fritts ha tenido que levantarse temprano esta mañana; un vecino que tenía de todas formas que ir a Miami la ha llevado al aeropuerto, y Elena ha tenido que recorrer con él una o dos o tres horas de esas autopistas rectas y famosas en el mundo entero por sus facultades anestésicas. Ahora sólo piensa en llegar a Cali, tomar la conexión a tiempo, llegar a Bogotá tan cansada como han llegado siempre los pasajeros que toman ese vuelo para hacer esa conexión, pero más contenta que los otros pasajeros, porque a ella la espera un hombre que la quiere. Piensa en eso y luego en darse una buena ducha y acostarse a dormir. Allá abajo, en Cali, una voz dice: «American nueve seis cinco, ¿su distancia?».

«¿Qué necesita, señor?»

«Su distancia DME.»

«OK», dice el capitán, «la distancia hasta Cali es, eh, treinta y ocho».

«¿Dónde estamos?», pregunta el copiloto. «Estamos saliendo hacia...»

«Primero, vamos a Tuluá. ¿OK?»

«Sí. ¿Hacia dónde vamos?»

«No lo sé. ¿Qué es esto? ¿Qué pasó aquí?»

El Boeing 757 ha bajado a trece mil pies dando giros a derecha primero y a izquierda después, pero Elena Fritts no se da cuenta. Es de noche, una noche oscura aunque limpia, y abajo ya se ven los contornos de las montañas. En la ventanilla de plástico Elena ve reflejado su rostro, se pregunta qué está haciendo aquí, si habrá sido un error venir a Colombia, si su matrimonio tiene arreglo en realidad o si es cierto lo que le ha dicho su madre con su tono de pitonisa del apocalipsis: «Volver con él será el último de tus idealismos». Elena Fritts está dispuesta a aceptar su carácter idealista, pero eso, piensa, no tiene por qué condenarla a una vida entera de decisiones erróneas: también los idealistas aciertan de vez en cuando. Las luces se apagan, la cara de la ventanilla desaparece, y Elena Fritts piensa que no le importa lo que diga su madre: por nada del mundo hubiera obligado a Ricardo a estar solo durante su primera Nochebuena en libertad.

«No, en el mío no se ve bien», dice el capitán. «No sé por qué.»

«¿Giro a la izquierda, entonces? ¿Quieres girar a la izquierda?»

«No... No, nada de eso. Sigamos adelante hacia...»

«¿Hacia dónde?»

«Hacia Tuluá.»

«Eso es a la derecha.»

«¿Adónde vamos? Gira a la derecha. Vamos a Cali. Aquí la cagamos, ¿no?»

«Sí.»

«¿Cómo llegamos a cagarla así? A la derecha ahora mismo, a la derecha ahora mismo.»

Elena Fritts, sentada en su puesto de clase turista, no sabe que algo anda mal. Si tuviera algunos conocimientos de aeronáutica podría encontrar sospechosos los cambios de ruta, podría reconocer que los pilotos se han desviado del rumbo establecido. Pero no: Elena Fritts no sabe de aeronáutica, ni imagina que descender a menos de diez mil pies en terreno montañoso puede acarrear riesgos si no se conoce la zona. ¿En qué piensa, entonces?

¿En qué piensa Elena Fritts a un minuto de su muerte?

Suena la alarma en la cabina de mando:
«Terrain,
terrain»,
dice una voz electrónica. Pero Elena Fritts no la oye: las alarmas no se oyen allí donde ella está sentada, ni se percibe la peligrosa cercanía de la montaña. La tripulación añade potencia, pero no desactiva los frenos. El avión levanta brevemente la nariz. Nada de eso es suficiente.

«Mierda», dice el piloto. «Arriba, chico, arriba.»

¿En qué piensa Elena Fritts? ¿Piensa en Ricardo Laverde? ¿Piensa en la temporada de fiestas que se le viene encima? ¿Piensa en sus hijos? «Mierda», dice el capitán en la cabina, pero Elena Fritts no puede oírlo. ¿Tienen hijos Elena Fritts y Ricardo Laverde? ¿Dónde están esos hijos, si es que existen, y cómo han cambiado sus vidas después de la ausencia de su padre? ¿Conocen las razones de esa ausencia, han crecido envueltos en una red de mentiras familiares, de sofisticados mitos, de cronologías revueltas?

«Arriba», dice el capitán.

«Todo va bien», dice el copiloto.

«Arriba», dice el capitán. «Suavemente, suavemente.» El automático se ha desconectado. La palanca empieza a sacudirse entre las manos del piloto, señal de que la velocidad del avión no basta para mantenerlo en el aire. «Más arriba, más arriba», dice el capitán.

«OK», dice el copiloto.

Y el capitán: «Arriba, arriba, arriba».

De nuevo suena la sirena.

«Pull up»,
dice la voz electrónica.

Hay un grito entrecortado, o algo que se parece a un grito. Hay un ruido que no logro, que nunca he logrado identificar: un ruido que no es humano o es más que humano, el ruido de las vidas que se extinguen pero también el ruido de los materiales que se rompen. Es el ruido de las cosas al caer desde la altura, un ruido interrumpido y por lo mismo eterno, un ruido que no termina nunca, que sigue sonando en mi cabeza desde esa tarde y no da señales de querer irse, que está para siempre suspendido en mi memoria, colgado en ella como una toalla de su percha.

Ese ruido es lo último que se oye en la cabina del vuelo 965.

Suena el ruido, y entonces se interrumpe la grabación.

Me tomó un buen rato recuperarme. No hay nada tan obsceno como espiar los últimos segundos de un hombre: deberían ser secretos, inviolables, deberían morir con quien muere, y sin embargo allí, en esa cocina de esa casa vieja de La Candelaria, las palabras finales de los pilotos muertos pasaron a formar parte de mi experiencia, a pesar de que yo no sabía y todavía no sé quiénes fueron esos hombres desventurados, cómo se llamaban, qué veían cuando se miraban al espejo; esos hombres, por su parte, nunca habían sabido de mí, y sin embargo sus últimos instantes ahora me pertenecían y me seguirían perteneciendo. ¿Con qué derecho? Ni sus esposas ni sus madres o padres o hijos habían escuchado esas palabras que había escuchado yo, y quizás habían vivido estos dos años y medio preguntándose qué había dicho su marido, su padre, su hijo, antes de estrellarse contra El Diluvio. Yo, que no tenía derecho a saberlo, ahora lo sabía; ellos, a quienes pertenecían aquellas voces por derecho, lo ignoraban. Y esto pensé: que yo, en el fondo,
no tenía derecho a escuchar esa muerte,
porque esos hombres que mueren en el avión me son ajenos, y la mujer que viaja atrás
no es, nunca será, uno de mis muertos.

BOOK: El ruido de las cosas al caer
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